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sábado, 30 de abril de 2011

el gran simulador

Esta nota se publicó en el desaparecido diario El Ciudadano & la región pocos días después de que Sabato fuera homenajeado por el también finado José Saramago en el III Congreso Internacional de la Lengua Española, el 30 de noviembre de 2004. Muerto Sabato, ignoro qué será de su alma, pero no puedo menos que abrigar las mejores esperanzas. Eso merece todo mi respeto. La nota se refiere al Sabato que conocimos vivo a través de sus libros y sus actos públicos.
Al final, a modo de coda, está la crónica, publicada una semana antes, de ese homenaje.
Foto tomada de El País.

Fernando Vidal Olmos es el protagonista de la novela Informe sobre ciegos (1968), como su autor, Ernesto Sabato, nació el 24 de Junio de 1911. Lo mismo que Sabato, uno de los personajes de Abaddón, el exterminador (1974), Vidal Olmos puede considerarse un doble literario del escritor. La tarjeta de presentación del héroe que descubre una conspiración de ciegos en oscuros túneles porteños reza: “Soy un Investigador del Mal”, preocupación que Sabato mantuvo en sus últimas declaraciones, mientras escupía una y otra vez la palabra “horror” y sobaba a una oportuna teleaudiencia con su irremediable desesperanza. Su silencio y sus lágrimas secas, el sábado 20 de noviembre de 2004, al cierre del III Congreso Internacional de la Lengua Española, como su visita a la cancha de Rosario Central y a la casa de nacimiento del Che Guevara fueron las escenas finales de una serie de intervenciones oportunistas de un farsante en cuya prosa puede escucharse la mala escritura que cunde en las redacciones y los colegios, afectada de gravedad y de pretensiones, que apela al humor sólo para aquellos casos en los que es necesario reforzar un argumento, nunca para interrogar, ni poner en entredicho el texto: “Yo, por ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi podría decir que «todo tiempo pasado fue peor», si no fuera porque el presente me parece tan horrible como el pasado”, escribe en la página inicial de El Túnel (1948) que, curiosamente, culmina con una vaga referencia a una atrocidad de los campos de concentración nazis.
Entiéndase bien, Sabato puede ser considerado un canalla (en el sentido que el adjetivo tiene en el diccionario de la Real Academia, no en el que tiene entre las hinchadas de balompié de Rosario) no porque haya manifestado sus simpatías con el Proceso de Reorganización Nacional en un almuerzo con Jorge Rafael Videla, el 19 de mayo de 1976, del que también participaron Jorge Luis Borges, el padre Leonardo Castellani y Horacio Esteban Ratti (presidente entonces de la Sade). Sabato es un canalla porque sus declaraciones de entonces prueban que su literatura es pura cháchara, que alardeaba cuando proclamó a su doble “un investigador del Mal” y que las inmundicias de los campos de exterminio del nazismo eran un buen pretexto para garrapatear en una página unas cuantas consideraciones graves y egomaníacas.

Derecho y banana
El oportunismo de Sabato es, sobre todas las cosas, un hecho literario: en su obra, infestada de enseñanzas a jóvenes entenados, abunda el desprecio al “hombre público” que el mismo escritor encarnaría. En junio de 1971, cuando Salvador Allende gobernaba aún Chile y la guerrilla en Argentina y en América despertaba todavía simpatías, el escritor responde en una entrevista que le hiciera Isabel Allende: “Soy un francotirador. Tengo con la literatura la misma relación que puede tener un guerrillero con el ejército regular. No soy un escritor profesional”. Pero en 1976, a la salida de su almuerzo, Ernesto Sabato declaró: “El general Videla me dio una excelente impresión. Se trata de un hombre culto, modesto e inteligente. Me impresionó la amplitud de criterio y la cultura del presidente”. Y en 1978, como relevaría el tomo tres de La Voluntad, de Eduardo Anguita y Martín Caparrós, Sabato volvió a explayarse sobre la dictadura en la revista alemana Geo: “La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las Fuerzas Armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos”, dijo. En ese mismo artículo ya no se referiría a su posición de escritor según la relación que tiene un guerrillero con el ejército regular, sino que escribe sobre el gobierno golpista de la Junta Militar: “Sin duda alguna, en los últimos meses, muchas cosas han mejorado en nuestro país: las bandas terroristas han sido puestas en gran parte bajo control”.
En 1985, el oportunismo literario de Sabato se presentaría también bajo la máscara de un libro, el Nunca más, con el que el escritor supo disfrazar un compromiso civil y camuflarse como adalid de los nuevos tiempos, más atentos a los Derechos Humanos. Sin embargo, nada de esto está anticipado en su libro anterior a la democracia, un panfleto embutido con sus opiniones más pacatas sobre literatura americana y argentina, en el que zumban las citas de autores europeos clásicos. La cultura en la encrucijada nacional se llama el libro, una compilación de ensayos. Sudamericana lo publicó el 24 de setiembre de 1982, cuando la derrota de Malvinas y la movilización popular licenciaban a cualquier escritor (y máxime a Sabato, que había contado con la simpatía del régimen) a promover los debates pendientes en seis años de dictadura. Sin embargo, a lo largo de las páginas que proponen desentrañar “los deberes del escritor en el drama argentino”, el autor no dice ni mu sobre lo que han sido esos tiempos. No obstante, a su modo grave y circunspecto, prepara la cancha para su nueva máscara de hombre público desvelado por la urgencia social y política y recuerda sus disidencias de juventud con el Partido Comunista. Así, se asume como un esperanzado marxista predispuesto al diálogo en el ensayo “Arte y sociedad”. Lo curioso es que en el breve texto posterior, “El Estado contra el artista”, Sabato se aboca a plantear problemas que califica de filosóficos y delicados y datan de cuarenta años atrás.

Escena uno
Un escritor preocupado por impartir enseñanzas, como transparentan las novelas de Sabato es, ni más ni menos, un propagandista que sabe cuidar su imagen. Así, entrega sus respuestas por escrito a Isabel Allende en el 71, o se enfada con el padre Castellani cuando éste difunde el entusiasta parloteo de Sabato en el almuerzo con Videla. “Se enojó mucho conmigo porque conté lo que había pasado en la comida de Videla –declararía el sacerdote de la Compañía de Jesús en una larga entrevista llevada al libro por Pablo José Hernández (Conversaciones, 1977). Es que el cura jesuita, escritor también, tildado de nacionalista, expulsado de su orden, regresado, perseguido y maravilloso cuentista, da en el clavo y desenmascara al buen Sabato: “Dije que él estuvo hablando todo el tiempo y no dejó hablar a los demás. Y es la verdad. La cuestión es que no podíamos interrumpirlo”, cuenta Castellani.
El sacerdote hizo las declaraciones que molestaron tanto a Sabato en el número de julio de 1976 de la revista Crisis. Su escena es demoledora y describe el almuerzo con el dictador en estos términos: “En realidad, el más callado fui yo. Dije algunas cosas pero quienes más hablaron fueron los demás, sobre todo Sabato y Ratti que llevaban varios proyectos”. El periodista pregunta: “¿Y el presidente?”. Y Castellani: “Él y yo fuimos los más silenciosos. Videla se limitó a escuchar. Creo que lo que sucedió es que quienes más hablaron, en vez de preguntar, hicieron demasiadas propuestas. En mi criterio, ninguna de ellas fue importante, porque estaban centradas exclusivamente en lo cultural y soslayaban lo político [el subrayado es nuestro]. Sabato y Ratti hablaron mucho sobre la ley del libro, sobre el problema de la Sade, sobre los derechos de autor”. Pregunta: “Bueno, padre, al fin y al cabo, era una reunión de escritores”. Y Castellani, que había sido castigado por su orden en los 40 y era un agudo observador de la relación entre la literatura y el poder: “Sí, pero la preocupación central de un escritor nunca pueden ser los libros, ¿no es cierto? Yo traté de aprovechar la situación por lo menos con una inquietud que llevaba en mi corazón de cristiano. Días atrás me había visitado una persona que, con lágrimas en los ojos, sumida en la desesperación, me había suplicado que intercediera por la vida del escritor Haroldo Conti. Yo no sabía de él más que era un escritor prestigioso y que había sido seminarista en su juventud. Pero, de cualquier manera, no me importaba eso, pues, así se hubiera tratado de cualquier persona, mi obligación moral era hacerme eco de quien pedía por alguien cuyo destino es incierto en estos momentos. Anoté su nombre en un papel y se lo entregué a Videla, quien lo recogió respetuosamente y aseguró que la paz iba a volver muy pronto al país”. Castellani también menciona que en ese almuerzo Borges y Sabato “dijeron que el país nunca había sido purificado por ninguna guerra internacional. Me cayó como un balde de agua fría, por lo tremendo que eso significa. Además, por lo incorrecto: se olvidan que la Argentina atravesó varias guerras internacionales, como la de la independencia, la del bloqueo anglo-francés, la del Paraguay, y más bien que de esas contiendas no salió purificada. En lo que va de este siglo Europa sufrió ya dos guerras mundiales, pero no por eso es más pura que la Argentina. Al contrario”.
El periodista de Crisis comenta: “Su balance, entonces, no parece muy optimista”. Y el cura, que ya a fines de los 60 había tenido sus escaramuzas con Sabato, aprovecha: “No, ni puede serlo. Sabato habló mucho o peroró, mejor dicho, sobre el nombramiento de un Consejo de Notables que supervisara los programas de televisión. En Inglaterra funciona una instancia similar, presidido por la familia real e integrado por hombres notorios de todas las tendencias. Cuando estuve hace mucho en Inglaterra, Chesterton me habló de ese consejo del cual él formaba parte y que, por aquel entonces, supervisaba sólo la radio, ya que la televisión todavía no existía. Eso quería Sabato que se hiciese en la Argentina. Borges dijo que él no integraría jamás ese consejo de prohombres. Sabato, entonces, agregó que él tampoco. Yo pensé en ese momento para qué lo proponían entonces. O sea que ellos embarcaban a la gente pero se quedaban en tierra. Personalmente, no creo que ese consejo sea una decisión muy importante”. ¿No se lee en esa propuesta del buen Sabato las aspiraciones de hombre público que él mismo solía denostar en sus libros?
La última respuesta de Castellani –quien siguió el rastro de Conti hasta que lo entrevistó en su agonía– a la entrevista de Crisis merece citarse no sólo para señalar el compromiso del sacerdote, sino para sopesar de qué trata el sostener una práctica literaria con la ética diaria: “Para mí fue un hecho agradable [el almuerzo con Videla], pero no muy trascendente. Al menos, que los hechos posteriores demuestren lo contrario, como por ejemplo, que aparezca el escritor Haroldo Conti. Algunos me habían pedido que intercediera también por varios ex funcionarios cesanteados aparentemente en forma injusta. Pero no quise hacerlo, pues me pareció que esos casos desdibujarían la dramaticidad de la situación de Conti, por cuya vida se teme”.

Escena dos
La telenovela que llevaron adelante José Saramago y Sabato el sábado 20 pasado [noviembre de 2004] en El Círculo tiene, como se ve, sus entretelones, con escenas que una vez más destacan la ambición y los simulacros del escritor argentino. Una mañana de junio de 1999, el poeta José Tono Martínez, entonces director del ex ICI-Centro Cultural de España en Buenos Aires [hoy CCEBA], visitó a Sabato en Santos Lugares. El español estaba interesado no sólo en saludar al autor de su adolescencia, sino que quería tener noticias sobre la relación que había tenido en su momento Sabato con el polaco Witold Gombrowicz, mientras este estuvo en Argentina.
Lejos de la condescendencia con la que Saramago se autocitó para recordar su primer trato con Sabato, Tono Martínez, quien había desoído los consejos de escritores porteños que despreciaban al autor de El túnel, exhibe en La venganza del gallego (Libros del Zorzal, 2004) una escena más sobria y, claro está, más devastadora: “No le interesaba mucho hablar sobre su obra literaria –cuenta–. Lo que sí le interesaba era que conociera su nueva obra pictórica, que para él era mucho más importante que lo que había hecho anteriormente o escrito. Me llevó a su pequeño estudio. Allí, sobre lienzos en pequeño formato estaban todas sus últimas obsesiones, terribles, tenebristas, una suerte de cruce del Goya de las pinturas negras con una pulsión surrealista que en algún punto podía rozar las técnicas de cómic. Sólo que todo ello con una coloración naif. Pensé que aquellos cuadros podían también gustarle a Federico Klemm, cuya obra narcisista y erotómana acababa de conocer (...) La otra obsesión de Sabato aquel día era conseguir vender cualquiera de esos cuadros a alguna institución museística española. Pedía cien mil dólares. Me explicó que España tenía mucho dinero y él lo necesitaba. Le prometí, sin mucha convicción, hacer alguna gestión al respecto”.
Las vicisitudes de una artista en apuros justifican, claro, cualquier pedido de dinero, pero la coloración naif que describe Tono Martínez en la pintura de Sabato, ¿no exhibe la consabida estridencia del escritor, su tendencia a abusar del mito grave y desolado que inventó para sí?
Si no hubiera sido tan oportunista la larga simulación de Sabato, el tono naif con el que se lee hoy su obra podría postular su imagen como la de un adolescente mal crecido, engolosinado con un par de temas terribles. A diferencia de dos de sus contertulios, aquel 19 de mayo de 1976, Ernesto Sabato (quien según Saramago no se permite absolver a su especie), no posee siquiera una obra que lo absuelva.


Coda > Saramago bendice a Sábato 
El III Congreso Internacional de la Lengua Española cerró ayer al mediodía sin palabras, con una sostenida ovación el escritor Ernesto Sábato, quien fue homenajeado en el escenario del teatro El Círculo por su par José Saramago, por el director de la Real Academia y el del Instituto Cervantes, César Antonio Molina y Víctor García de la Concha, respectivamente. Entre los académicos se encontraban la senadora Cristina Fernández de Kirchner, la subsecretaria de Cultura nacional, Magdalena Faillace, el gobernador santafesino Jorge Obeid y el intendente Miguel Lifschitz, quienes siguieron con emocionada compostura el acto y escucharon con recogimiento la voz de Sábato grabada hace treinta años, cuando leía un fragmento de su novela «Abadón, el exterminador», de 1974, en la que el autor aparece como uno de los personajes. El fragmento escuchado en la sala colmada del teatro exhibía el repertorio del Sábato más oscuro y pesimista: “Sólo te es útil el espanto”, decía el personaje del texto a un joven aprendiz, al que le desaconsejaba convertirse “en esa asquerosidad que se llama un hombre público”.
Aplaudido por una multitud de pie, entre la que se distinguía la pelambre blanca y refulgente bajo la boina de Ernesto Cardenal, Sábato se quitó varias veces los gruesos lentes oscuros para enjugarse las lágrimas mientras alzaba la mano para saludar a toda la concurrencia, que le respondía con vítores quebrados de emoción y salpicaba el estruendoso aplauso con “¡Ídolo!”, “¡Maestro!”, ”Sos nuestro!” o el más tendencioso “¡Centralista!”, que profirió un exaltado rosarino desde alguna bandeja del segundo piso.
A las 12.20, y con una multitud que pugnaba todavía por ingresar a la sala del Círculo, comenzó el homenaje a Sábato. El primero en hablar fue el director del Instituto Cervantes (organismo que premió al escritor en 1984), quien recordó que una de las bibliotecas de la institución, la de Budapest, Hungría (a cuyo idioma fue traducido Sábato), a orillas del Danubio, fue bautizada con el nombre del escritor . También exhibió una libreta que el Cervantes repartirá entre los niños de escuela, ya que no alcanza el dinero para distribuir computadoras, para que los gurrumines pierdan el miedo ante la página en blanco. Ese anotador de tapas azules lleva una cita de «El túnel» que, leído ayer, entregó al público el convenido pesimismo con el que el escritor seduce a generaciones de lectores.
Antes de que Saramago se remontara a sus palabras y sus citas más sentidas sobre Sábato, Víctor García de la Concha (cuya creciente popularidad multiplicó sus fotos entre la concurrencia del Congreso) arrancó su saludo con un “Querido maestro, qué paradoja que el director de la Real Academia Española diga que no tiene palabras” para el agasajo. Fue el discurso más directo. El académico no economizó en imágenes y declaró que “la escritura (de Sábato) es como el Paraná... Un río que no se sobrepone a la tierra”. También, que la Argentina, como España, como cualquier país, “es un hecho verbal”.
Por fin, con recogimiento casi trapense, la multitud escuchó a Saramago.

De un león a otro
“Hacia este profeta áspero y agreste que la vejez no ha conseguido domeñar –dijo el Nobel portugués impregnado ya del tono lúgubre de su par homenajeado–, hacia esta conciencia dolida por todas las desgracias del mundo”. Entonces leyó de su libro «Cuadernos de Lanzarote» su primer encuentro con Sábato, a quien describe transitando “por las diversas obsesiones que le conocemos: la implacable descreencia en la razón, la negación crítica del conocimiento científico, el problema del mal, Dostoievski, la apología de la obra breve... Su voz de ceniza fue cubriendo lentamente la sala, los estantes, los bultos, las manos. Le dije que hasta para no creer en la razón teníamos necesidad de la razón”. La evocación concluye: “No tengo seguridad de que me oyera, su voz era como un río negro hacia el cual, poco a poco, yo mismo, todavía sujeto a la orilla, iba resbalando”.
Durante su lectura, Saramago sostuvo el timbre grave que los rosarinos se acostumbraron a escucharle en estos días, pero suavizó el volumen de su voz hasta convertirlas en un arrullo, en el que corría también la fritura del portugués, como si se tratara de un diálogo íntimo, de una confesión que Sábato escuchaba, detrás del velo de sus anteojos, en uno de los palcos del teatro.
“Ernesto Sábato —confió ayer Saramago– es a la falible y humilde razón humana a la que acabará apelando cuando sus propios ojos, libres de escamas, se enfrentaron a ese otro Apocalipsis que fue la sangrienta represión sufrida por el pueblo argentino”. Sábato, recogido en su asiento, escuchaba y de tanto en tanto se escarbaba las lágrimas tras los anteojos. “Quizá no se encuentre en los días de hoy una situación tan radicalmente dramática como la tuya –le dijo para terminar el portugués–, la de alguien que, siendo tan humano, se niega a absolver a su propia especie, alguien que a sí mismo no se perdonará nunca su condición de hombre. No todos te agradecerán la violencia. Yo te pido que no la desarmes”.
Cuando el susurro con el que Saramago pronunció sus últimas palabras se apagó en la sala, el público estalló en un aplauso. El batir de palmas aumentó a medida que Sábato, sosteniéndose del brazo de su asistente, avanzó hacia el escenario. Allí se quitó las gafas, se restregó los ojos y saludó a la multitud que lo aclamaba desde el gallinero, luego fue descendiendo con el saludo hasta la platea y terminó abrazado a Saramago.
Minutos después, cuando el eco de la ovación se disolvía en el teatro, los ojos enrojecidos de muchos periodistas que ganaban los pasillos del tercer piso escrutaban con desparpajo la mirada de sus pares. El mismo espectáculo se repetía abajo, en la calle, donde la multitud que no había podido ingresar a la sala aspiraba la turbia atmósfera que habían dejado en el aire las palabras de Sábato.

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