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jueves, 21 de marzo de 2013

un papa que cita a bloy



León Bloy nació en Francia en julio de 1846. Ese mismo año, en septiembre, dos adolescentes que caminaban por la montaña de La Salette, en los Alpes franceses, tuvieron un encuentro extraordinario, la virgen se les apareció llorando por los pecados del mundo y les reveló secretos que, al menos uno de ellos, sólo contó al papa Pío IX. Converso al catolicismo en 1868, Bloy relacionó esa aparición –que influyó sobre otras figuras del mundo moderno, desde Don Bosco hasta el escritor francés J.K. Huysmans– con su vida y su misión de escritor, que cabe en su fórmula: “peregrino de lo absoluto”. El 14 de marzo pasado, cuando Jorge Bergoglio ya había sido elegido papa y dio su primera misa luego del cónclave, citó a Bloy. Dijo: “Quien no reza al Señor, reza al diablo”.
La cita recupera el Bloy católico que pocos leyeron en Argentina, donde su nombre suele asociarse a Jorge Luis Borges –aunque también Leopoldo Marcechal y el jesuita Leonardo Castellani fueron devotos lectores de su obra–, quien lo leyera y difundiera fascinado por sus argumentos fantásticos y su “arte de injuriar”.

Furibundo católico, Bloy fue una molestia incluso para la jerarquía eclesiástica de su época, para la que terminó siendo un heresiarca –la conclusión es de Borges. En vida Bloy publicó artículos, diarios y novelas centradas en una preocupación única y sublime: el dolor. Fue soldado, mendigo (porque entendía que Dios es mendigo), esposo de una prostituta que convirtió a la fe católica –cuando enviudó volvió a convertir a su nueva esposa: una danesa protestante–, padre y un incansable injuriador. Como Gustave Flaubert, cercano contemporáneo, entendía que el lenguaje estaba siendo devastado por el uso mercantilista que le daba el burgués, “un cerdo que quisiera morirse de viejo”, según una de sus definiciones. Si prescindiéramos de la fe para analizar los textos de Bloy, cabría atender el meticuloso trabajo que llevó adelante con la palabra –tarea que desarrollaron otros escritores también católicos, tal vez el más destacado de ellos, Charles Baudelaire– con el fin de devolverle misterio al lenguaje, con el fin de rescatar la palabra –de acuerdo al concepto marxista– del escaparate de las mercancías. Sus intenciones pueden leerse en su libro Exégesis de lugares comunes, comenzado en 1900 como artículos de diario. Escribe Bloy: “El verdadero burgués, vale decir, el hombre que no hace ningún uso de la facultad de pensar y que parece vivir sin sentirse un solo día solicitado por la necesidad de comprender cosa alguna, está circunscrito en su lenguaje a un limitadísimo número de fórmulas. ¡Qué paradisíaco silencio caería de inmediato sobre nuestro globo consolado si un bendito tuviera la gracia de arrebatarle este humilde tesoro!”
Bloy murió en 1917, entre sus discípulos se cuenta a Jacques Maritain y Pieter Van Der Meer, entre sus lectores más consagrados: Graham Greene, Ernst Jünger, Borges, como decíamos, quien rescató su don para la injuria y editó a mediados de los 80 los últimos libros que se publicaron de Bloy, una serie de cuentos para la editorial Siruela.
Como Gustave Flaubert, Bloy entendía que el lenguaje, las palabras debían ser mensajeras del misterio y lo sagrado y que para ello había que devolverle el enigma del que la modernidad burguesa –léase, el capitalismo– las despojaba. En el umbral del Apocalipsis es el séptimo de los diarios que Bloy publicara en vida (que se iniciaron con El mendigo ingrato: ingrato porque el autor solía despreciar a los ricos a quienes mendigaba) y registra sus días entre 1913 y 1915. En julio de ese último año, antes de entregar el diario a la imprenta, hizo una acotación sobre una nota suya redactada un año y cuatro meses antes de que Alemania declarara la guerra a Francia (el 3 de agosto de 1914), el autor observa no sin escándalo que los alemanes llaman a sus tropas “material humano”. Ve en ello, como el poeta religioso que era, el huevo de la serpiente, un anticipo de lo que estas fórmulas del lenguaje traían a la era moderna. Leer sus diarios hoy en día, además de solazarnos con centelleante humor furioso, es un modo de explorar la atmósfera y la intimidad de los orígenes de nuestra época.
Ernst Jünger –quien simpatizó con el nazismo en sus inicios, como toda la aristocracia alemana de entonces– sostuvo una reveladora cordura mientras leía los diarios de Bloy (que no se reeditan en español desde los años 50) en las trincheras de la Segunda Guerra, cuando se movilizaba con la retaguardia de las tropas germanas.
En la edición porteña que hiciera la editorial Carlos Lohlé, en 1977, de Exégesis de lugares comunes, Bloy analiza la muletilla “Trabajar es orar”. Escribe: “«Labiis orare»: orar con los labios. Tal es la etimología probable del verbo latino lab-orare, que significa trabajar y también sufrir. Los ciudadanos de Babel que usan este lugar común casi ni lo sospechan. Cierto es que la construcción de Babel fue dos o tres mil años anterior a la fundación de Roma y cinco o seis mil del nacimiento de los sorbonistas que se esfuerzan hoy por reedificar la famosa Torre., donde la palabra humana será reemplazada por ladridos. (...) ¡Preciso es que el lenguaje, aunque devastado y convertido en una especie de sepulcro, haya conservado todavía la fuerza divina para que obligue a los más lamentables imbéciles a proclamar a pesar de todo la Verdad, exactamente como el demonio es obligado a confesar a Jesucristo por la virtud del exorcismo! (...) He nombrado Babel. Vuelvo a pensar en esa prodigiosa Empresa humana, que nos cuesta trabajo concebir y que sólo pudo ser interrumpida por el milagro de la confusión de las lenguas, y me digo con estupor que los lugares comunes nos llevan precisamente a la época que precedió de inmediato a la catástrofe. «En aquél tiempo –dice el Génesis– toda la tierra era de una lengua y unas mismas palabras.» ¿No es evidente que los lugares comunes realizan algo semejante y que son acaso, en realidad, el material de indestructible bobería que nos servirá para reedificar la soberbia Torre que Nuestro Señor no quería?”
 Fotografìa de Damián Dopacio, agencia Noticias Argentinas

Difícil deducir qué es lo que anuncia la cita de Bloy en el papado de Francisco, pero una cosa es segura, tratándose de un jesuita –entre los intereses primordiales de la orden está la educación y el trabajo con la palabra: la Compañía de Jesús fue la que proveyó de lingüistas y traductores al mundo colonial–: el pontífice reclama con esa línea una tradición no sólo católica, sino argentina, la de captar la atención de algo central a través de algo que ha permanecido en sus márgenes.

(Hay una publicación reciente de extractos de los diarios de Bloy, según esta nota de Patricio Lennard de 2008.)


El 3 de mayo de 1897 la alta burguesía parisina erigió un escenario medieval sobre la calle Jean Goujon, cerca de los Campos Eliseos: a lo largo de 80 metros y en 13 de ancho, unas grandes piezas de mampostería de madera y telas simulaban una callejuela del París antiguo y reproducían puestos de un mercado. La construcción albergaba lo que se llamaba El Bazar de la Caridad, un emprendimiento que venía haciéndose desde ya varios años y organizaban las damas de la alta sociedad para recolectar dinero para los pobres con la venta de los artículos más diversos. El 4 de mayo, durante la inauguración, se desató un devastador incendio que arrasó no sólo con toda la instalación, sino con la vida de 140 personas de todos los extractos sociales, aunque se sintió en particular entre la aristocracia que se había reunido en el lugar antes de que las llamas los devoraran. La duquesa de Alençon, hermana de la emperatriz Elizabeth de Austria, conocida como Sisi, murió quemada.
En su entrada del 9 de mayo de ese año, en Mi diario, León Bloy reproduce el texto que enviara a la prensa con motivo del incendio del Bazar de la Caridad. Aquí reproducimos fragmentos de ese texto.
“¡Por fin! –me dije, por mucho que el escaso número de las víctimas limitara mi júbilo–. ¡Por fin un comienzo de justicia!
“¡Esa palabra “bazar” unida a la palabra Caridad! ¡El Nombre terrible y abrazador de Dios reducido a la condición de genitivo de ese inmundo vocablo!
¡Y ver ahí, en ese bazar, en esa zahurda aristocrática empavesada con insignias de cafetines y burdeles a sacerdotes y religiosas arrastrando a pobres niños inocentes! ¡Y ver al nuncio del papa bendiciendo todo eso!
El incendio del Bazar de la Caridad: ¡qué tema para un artículo, amigo mío!
“Hasta tanto el nuyncio no hubo dado la bendición a los hermosos trajes, las delicadas y voluptuosas osamentas veladas por esos hermosos trajes no podían tomar las negras y horribles formas de sus almas. Hasta ese momento no había peligro alguno.
“Pero la Bendición –la Bendición inefablemente sacrílega de aquél que representaba al vicario de Cristo y en consecuencia a Cristo mismo– fue donde siempre va, vale decir, al Fuego, que es el habitáculo rugiente y errabundo del Espíritu Santo.
“Entonces, súbitamente, el Fuego se desencadenó, y todo entró en el orden.
(…)
“—¿Tomaste a broma esa Palabra y quisiste hacer lo contrario, hermosa alma? ¡Y bien, he aquí que había un pobre que tenía mucha hambre, uno a quien nada daban y que era el más hambriento de los pobres. Ese pobre era el Fuego. Pero nuestro Señor Jesucristo, apiadado de él, le envió su bendición con el criado de su Vicario y entonces le hiciste la limosna suntuosa y de inmediato patente de tus sabrosas entrañas. (…)
“—No es para tí esa Palabra, ¿verdad, marquesa? Todo el mundo sabe que el Evangelio fue escrito para la canalla, ¡y bueno habrías puesto tú al que hubiera aconsejado que vendieses in abscondito tus abalorios y tus faralás para alivio de los desgraciados! Pero recibirás, de todos modos, “tu recompensa” y mañana por la mañana te arrastrarán a paladas, juntamente con tu oro y tus joyas, entre las inmundicias...
“Lo que atonta, lo que desconcierta, lo que desespera, no es la catástrofe misma, que en realidad poco significa junto a la catástrofe de los armenios, por ejemplo, por la que nadie ha pensado afligirse. No, no es eso, es el espectáculo verdaderamente monstruoso de la hipocresía universal; es ver cómo el que escribe procura engañar desvergonzadamente a los demás y engañarse a sí mismo; es, en fin, sobre todo, el inmenso y tranquilo desdén, casi unánime, por lo que Dios dice y por lo que Dios hace.
“El carácter especial y las circunstancias de este suceso, su prontitud fulminante, casi inconcebible, que hizo imposible todo socorro y de la que hay pocos ejemplos desde el Fuego del Cielo, el aspecto uniforme de los cadáveres, contra los cuales el Símbolo de la Caridad se encarnizó con una especie de cólera divina, como si se tratara de vengar una prevaricación inexplicable, todo eso, sin embargo, era muy claro. Todo tenía la apariencia innegable deun castigo, tanto más cuanto que junto con los culpables cayeron inocentes, lo que es el sello bíblico de los Cinco Dedos de la Mano Divina.
“Ese pensamiento tan natural: Dios castiga, por lo tanto castiga con justicia, no llegó al espíiritu de nadie, y si llegó, fue apartado inmediatamente con horror.
“¡Ah! Si se hubiera tratado de una población de mineros, de gente de manos sucias, los ojos, no tan colmados de lágrimas, hubiesen visto más claro: pero piense usted, mi querida señora, se trataba de duquesas y banqueros que «se habían reunido para hacer el bien», como ha dicho el generoso decrépito Francois Coppée.
“El diario La Croix, con su autoridad plenaria, ha canonizado a las víctimas. Recordando a Juana de Arco (!), cuyo aniversario está próximo, el P. Bailly, el excelente eunuco de las antecámaras deseables, ha hablado de esa «hoguera donde los lirios de la pureza se mezclaron con las rosas de la caridad».
“Yo pienso que los castos lirios y las tiernas rosas hubieran querido abandonar el campo, así fuera a costa de cualquier clase de prostitución o de crueldad, y he oído decir que las más vigorosas de esas flores no trepidaron en aplastar a las más débiles que les obstruían el paso.”
Tomado de Mi diario (1896-1900), León Bloy. Editorial Mundo Moderno, Buenos Aires, 1947. Traducción de José Mazzanti.

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