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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).

martes, 5 de mayo de 2015

odisea americana

Lo que American Odyssey no aprendió de Homeland es que la "gran historia" se cuenta en los intersticios de la trama o, mejor, que la trama, que siempre será políticamente "obediente", concesiva para con cierto discurso de poder (el error será siempre individual y dejará libre de culpa y cargo al gran sistema), es una excusa para contar una historia de un de orden más privado, menos grandilocuente, en la que cuenta la trampa de la biopolítica: en lo más íntimo de nuestra vida se juega una forma de la política que toma posesión de nuestras decisiones, de nuestro cuerpo y nuestra frágil conciencia.
American Odyssey se estrenó el 5 de abril pasado en NBC –la cadena estrenará Aquarius, protagonizada por David Duchovny y ambientada en 1967 en torno al clan Manson, el 28 de mayo próximo– como un thriller bélico, contemporáneo y conspirativo.
Para empezar, uno de los sitios donde más cómodos nos sentimos leyendo reseñas de series, AVClub, no la reseña.

La sargento Odelle Ballard (Anna Friel) consigue exterminar una célula de un terrorista de Al-Qaeda o Estado Islámico –no importa realmente demasiado– en un país cerca de Mali, en el oeste de África, allí descubre, entre los archivos de una computadora, que esa célula recibe financiación de una gran empresa estadounidense. A la vez, ingresan en escena tropas de contratistas privados –lo que antes solía llamarse mercenarios– contratados por esa misma empresa para aniquilar al pelotón de marines que comanda Ballard. Ella sobrevive a un ataque nocturno con un drone en medio del desierto y a partir de allí comienza su "odisea" para llegar a casa, en medio de un territorio hostil y con sus superiores como verdugos. Mientras tanto, en Estados Unidos, su hija no se cree que su madre ha muerto, su esposo es un pelafustán y un grupo de hackers que interceptó el correo electrónico que ella envió al coronel a cargo de su misión ocupa las calles de Washington y, a la vez, es asediado por espías que quieren saber cuánto saben.
Bien, por fuera de la pobre Odelle, perdida en el desierto, todos son incompetentes y sus historias son tan insignificantes como altruísticas.
Todo lo que en Homeland era un compromiso individual y privado en torno a deseos y aspiraciones humanas –es decir, burguesas, acuñadas en el mismo molde que se acuña el capital–, acá son un dechado de virtudes: el revoltoso hijo de padre acomodado que busca la verdad, la hija que sabe en su corazón que su madre no ha muerto y cuida el fuego del hogar deshecho, frente a los malvado absolutos de la compañía de mercenarios, el alto jefe militar comprometido con el mal, y así.

La historia, pese a todo, es atrapante, pero como nos atrapaba una película de espías de los años 70: sin realismo cristiano.
Recién en el quinto episodio, el del domingo pasado, no sabemos si con alguna intención o no, se introdujo algo digno de notar: el hacker que consigue interceptar comunicaciones y documentaciones privadas desde el cuartucho en casa de su madre enferma, erra en la interpretación de la información que consigue, con lo que aparece –al menos en un análisis rápido, casi distraído– esta idea de que para interpretar un dato no sólo hay que asociarlo con otros, sino darle cuerpo a ese contexto en el que aparece.
Seguiremos viéndola un rato más.  

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