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miércoles, 1 de julio de 2015

heroínas seriales

Para RosarioPlus


El jueves 18 de junio el canal ABC puso al aire el demorado estreno de una serie que transcurre en los primeros años 60 y trata, básicamente, sobre la propaganda. No, no es Mad Men –que por su propio bien terminó hace un mes–, sino The Astronaut Wives Club ("El club de las esposas de astronautas"), que cuenta la historia de las mujeres que acompañaron a los primeros pilotos al frente de la carrera espacial de Estados Unidos. La impecable recreación de esos años, que de algún modo compite con el diseño de estudio ensayado en Mad Men, es la protagonista indiscutible, al menos del primer episodio. Nuestras "primeras damas del espacio" –como se las define en una escena– son el costado humano de una sociedad llamada matrimonio que en 1962 necesitaba demostrarle al mundo que América era capaz de poner a un hombre en órbita después del astronauta ruso Yuri Gagarin.
Pensábamos que The Astronaut Wives Club (TAWC) iba a poner en escena la grieta que entonces comenzó a visualizarse entre el protagonismo masculino y el femenino. Pero no, apenas si vemos los deseos que comenzaban a manifestar aquellas primeras reinas espaciales (además de secretos que, como en la frase de Oscar Wilde, "ocultan lo que no vale la pena descubrir").
Una predicción de J.G. Ballard del año 1982 acaso nos ponga en órbita para el argumento de estas líneas. Decía el autor de Noches de cocaína: "En el futuro todo el mundo vivirá adentro de un estudio de televisión. Eso es a lo que aspira el ámbito doméstico en estos días: la casa va a transformarse en un estudio de televisión. Todos vamos a ser protagonistas de nuestras propias series, y serán series muy extrañas, como el interior de nuestras cabezas". Ballard, como muchos otros, hablaba de la domesticación del mundo, no sólo porque los grandes espacios y la "aventura" (entendida como relato épico de la experiencia) se redujo al relato de los grandes medios, sino porque lo doméstico va camino a convertirse en el espacio único; lo demás es territorio "zombie": los seres analógicos cuyo único objetivo es saciar necesidades básicas.
En ese contexto, las heroínas de las series contemporáneas emergen en el mundo como una suerte de vestales romanas y modernas: activas, hermosas y locas, como Carrie Mathison (Claire Danes) en Homeland, mantienen encendido el fuego de un hogar que los hombres hace rato abandonaron. Mientras los hombres, como Nicholas Brody (Damien Lewis) en esa misma serie, dudan, se retuercen moral y psíquicamente, y abandonan una y otra vez el hogar (Brody es el paradigma: no sólo traiciona y destroza la seguridad de la patria interior –la Homeland–, también la de su casa). La mujer, como Carrie pero también la Elizabeth Jennings (Keri Russell) de The Americans son las únicas que saben cómo mantener el fuego encendido, saben a dónde pertenecen y ese saber les permite, sobre todo, contar la historia.
Que sólo la mujer (no “las mujeres”) es capaz de crear mundos, de restituir en éste su don de maravilla, de construir sobre el desierto de la ley paterna un oasis donde impera la Belleza, la Justicia y el Amor (que son los ideales platónicos), que la mujer es la única a la altura de ese llamado es lo que de alguna forma vienen a decirnos las últimas y mejores series. O, por lo menos, las que preferimos.

No se trata de que no haya hombres, claro. Hay terribles héroes que se debaten entre la idiotez y la presunción (como pasó con Jack y Sawyer en Lost). Se trata, en todo caso, de que ya no hay hombres que puedan cumplir con la vieja ley paterna. Con la tarea de la conquista del orbe conocido ya cumplida, sostener el mundo de acuerdo a las leyes masculinas (paternales) que guiaron la conquista es, ni más ni menos, una utopía perdida
En uno de los primeros capítulos de Once upon a time (protagonizada por la doctora Cameron de Dr. HouseJennifer Morrison) todos los personajes de los cuentos de hadas fueron desterrados por una maldición al presente, al pueblito Storybrooke, en el estado de Maine, en el que nadie recuerda quién es, es decir, no recuerdan qué personaje son (como en la serie Lost, en la que cada uno se buscaba a sí mismo en los personajes que la isla barajaba en las distintas líneas de tiempo). Aquí es el príncipe Encantador de Blancanieves quien duerme el sueño eterno y espera sin saber el beso de su salvadora, aquí es la hija de Blancanieves y ese caballero, la única que zafó de la maldición, la llamada a restaurar el orden perdido en un lugar que gobierna la malvada madrastra. “Los pactos, los acuerdos son los que han hecho avanzar nuestra civilización”, dice Rumpelstiltskin, el personaje de los hermanos Grimm. ¿Será esta era de la mujer que enseñan las series una que llegó para romper con esos pactos?
En la ya legendaria serie Fringe, Olivia (Anna Torv) es el centro de una guerra entre mundos y temporalidades paralelas. La locura de un padre ante la pérdida de su hijo creó una brecha entre este y el mundo alternativo (en el que las cosas tomaron ese otro camino sobre el que especulamos en este mundo), es decir, al recuperar en ese universo paralelo a su hijo Peter (Joshua Jackson) originó la desintegración de esos dos mundos. A partir de allí, de ese error paterno (masculino y demiúrgico: el hombre que juega a ser un dios y desafía poderes que desconoce), la posibilidad de sobrevivir a la hecatombe está en manos de Olivia. Una fábula con ribetes metafísicos: ser, parecer, generar y sostener una identidad. La mujer, como escribió un filósofo argentino: “es lo experimental por excelencia”.
En Game of Thrones –y hay que decir que la serie fue el año pasado el centro de un libro editado por Pablo Iglesias, líder del movimiento Podemos que lleva por título: Ganar o morir. Lecciones políticas de Juego de Tronos– cada vez se fortalece más el dominio de los femenino sobre lo masculino: Daenerys Targaryen, la madre de dragones, no sólo recoge el poder por ostentar las armas más letales –los dragones– y un ejército de élite, sino porque fue capaz de traducir, de hablar las lenguas de oprimidos y opresores. La civilización que aparece amenazada en la serie –el invierno que avanza desde el norte y trae una armada endemoniada de muertos vivos– sobrevive en sus hombres devastados y traicionados, lo que Daenerys trae es otro orden de cosas. 
La primera temporada de la serie American Horror Story acaso lo hacía más explícito. Aquí todos los hombres, en el sentido tradicional del término (machos propietarios con cierto poder), equivocaban su camino. Sin embargo sus mujeres (las de la historia, en la que una familia se muda a una casa poseída en la que durante casi 100 años sucedieron crímenes espantosos), aquellas que están más preparadas para torcer el rumbo siniestro de las cosas, son personajes corridos del centro, con un protagonismo alternativo. “Lo que los hombres hacen –le dice a su patrona Moira, una mucama fantasmagórica que las mujeres ven como a una vieja estrafalaria y los hombres, como una joven gatuna cargada con todo el fetiche de una fantasía previsible– es hacernos creer que estamos locas y así salen a divertirse. Desde el principio de los tiempos el hombre busca excusas para encerrar a la mujer. Inventan enfermedades, como la histeria. ¿Sabe de dónde viene esa palabra? De la palabra griega para útero. En el siglo II se pensaba que era causada por una privación sexual, y que la única cura posible era el «paroxismo histérico»". 
Esta diminuta teoría nos permitiría también juzgar aquellas series que no "entendieron" qué es lo que se piensa en la ficción en estos días: The Astronaut Wives Club, que cuenta una historia real, decepciona porque la epopeya de sus héroes masculinos ya la conocemos: fue una mezcla de tecnología y propaganda política. Héroes que no merecen ser salvados porque tampoco pudieron salvar a la comunidad: ni bien comenzaba la carrera espacial el hombre que lanzó el desafío de poner a un americano en la luna –John Fitzgerald Kennedy– fue asesinado y pronto la guerra de Vietnam hizo descender los cohetes del espacio a la jungla. 

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