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sábado, 21 de agosto de 2010

el país del humo

Publicado enel suplemento de Cultura del desaparecido diario El Ciudadano & la Región, en algún momento de 2003.


Fue un correo electrónico del escritor Leopoldo Brizuela el que avisó sobre la aparición del El país del humo, el libro de cuentos con el que la escritora Sara Gallardo casi cerró su carrera literaria, que ahora la cordobesa editorial Alción acaba de poner de nuevo en circulación. Los primeros cuatro mil volúmenes de la obra los dio a conocer editorial Sudamericana en agosto de 1977. Entonces, hacía dos años que había muerto el segundo esposo de Gallardo, Héctor Álvarez Murena, y la escritora se había radicado en La Cumbre, Córdoba, junto con sus hijos. En esa época el público argentino no sólo leía cuentos, sino que recordaba las columnas que Sara Gallardo había escrito no sin aristocrático desparpajo en revistas como Primera Plana, Panorama y Confirmado, o en el diario La Nación.
La también cordobesa revista virtual Fe de erratas, que anunciaba la presentación de El país del humo, le dedicó su último número a Sara Gallardo y en la edición en línea pueden consultarse las notas de Brizuela, de Griselda Gambaro o Luisa Valenzuela, entre otros, sobre la autora, fallecida a los 57 años en Buenos Aires, su ciudad natal, en 1988, durante un inesperado viaje de retorno al país.
En la escritura de Sara Galardo El país del humo, como sus novelas Los galgos, los galgos (1968) o Eisejuaz (1971), es un libro por momentos extraño y ajeno a las tendencias literarias que se impondrían luego. Algo del estilo entre perplejo e irónico de Silvina Ocampo lo recorre, pero también algo de la desencantada acidez de J.R. Wilcock. En su prematuro exilio cordobés (luego Gallardo se iría a vivir con su familia a Barcelona), la escritora desanda la intimidad de algunas escenas de la historia argentina (su infancia transcurrió en el seno de una familia patricia en la que el pasado de la Nación era una cuestión personal), y traza el retrato de hombres cuyas vidas advierten “sobre el misterio del mundo”, como anota en “Un solitario”, el último de los relatos del libro, que está dedicado, como el volumen mismo, a H.A. Murena.
Nieta del naturista Ángel Gallardo, Sara Gallardo poseía una belleza casi mora que, en la descripción de Griselda Gambaro, le deba a su rostro “una transparencia fundamental a la que resultaba difícil resistir”. La infancia de la escritora, transcurrió en un campo que su padre había comprado en el pago de Libres del Sur, un terreno lleno de bañados, donde se hizo fuerte la familiar idea de que los único cierto era la naturaleza.
Había viajado por medio mundo, desde allá escribía cróncias periodísticas que se leían en Buenos Aires, pero alrededor del año 70 decidió viajar al interior de Salta. “Cuando ya los caminos de su primera obra parecían haberse agotado, iba a buscar al borde de la cultura una lección que le permitiera nombrar todo lo que aún callaba en sí”, la retrata Brizuela. Allí conoció a un indio mataco y de ese encuentro nacieron Eisejuaz y El país del humo. “Gallardo –escribe el mismo autor– habrá percibido que las particularidades del habla del indio no eran "errores", como hubieran dicho las academias y los diversos estratos de poder en que éstas se asientan, sino transgresiones voluntarias, violencias infligidas a la lengua castellana, la lengua de los poderosos, para que logre nombrar las cosas que nunca ha nombrado o ha relegado al silencio”.
Dividido en ocho partes por siete títulos: “En el desierto”, “En el jardín”, “Puñales”, “Dos alazanes y compañía”, “Tareas”, “Trenes” y “Destierros”, El país del humo recoge también algunos de los motivos centrales de Murena y los distribuye primero a lo largo de historias que mentan el pasado del país, como en “En la montaña”, el primero de los relatos; pero también en textos muy breves que juegan en su escritura con la cruda llaneza de los últimos poemas de Murena y también con sus tramas, en las que una suerte de iluminación resplandece al retirarse la narración. Escribir era la tarea de Sara Gallardo en este libro, pero también callar, tocar el silencio hecho de una ausencia que estaba presente en todo y se revelaba como un misterio.


miércoles, 11 de agosto de 2010

el decálogo de la mala crítica

por Jorge Baron Biza (Daniel Link sobre la novela El desierto y su semilla)
Monumento a Myriam Stefford en la vieja ruta a Alta Gracia.

Yo había preparado un speech sobre la función crítica del escándalo y había consultado un poco de bibliografía sobre la función del cuerpo en el escándalo en los cínicos griegos; y la función de la palabra en los santos; y la función de la denuncia; y otras cosas... Pero no voy a hablar de nada de eso porque me han ocurrido acontecimientos en La Cumbre con los cuales he quedado comprometido y de los cuales tengo que dar testimonio.
Estaba paseando ayer, y aunque ya he pasado hace tiempo la mitad del camino de mi vida, se me apareció la sombra de Sainte–Beuve –el crítico contra el cual escribió Marcel Proust, un crítico que quería competir con Balzac y Flaubert–, y me tomó de la mano, y aunque no me metió en una selva oscura, me metió en un potrerito con bastantes espinas, y me encontré en el primer círculo del infierno con un grupo de señores que tenían a su lado una pila de suplementos literarios. Lloraban, gemían, pataleaban.
–¿Qué les pasa a ustedes? –pregunté.
–Estamos condenados, Jorgito. Nos han condenado a leer suplementos culturales.
–No es tan grave –dije–, yo los escribo. Y a veces también los leo.
–Sí –me dicen–, pero el problema en este infierno es que leemos los suplementos pero no nos dejan leer los libros.
–¡Qué horror! –dije, y me escapé.
Mientras me escapaba, veía que algunos verdaderamente sufrían. Pero otros condenados estaban contentos con leer sólo los suplementos; y no sólo estaban contentos, sino que incluso se les reunía gente alrededor y les hablaban de literatura y los escuchaban muy atentamente.
Caí al segundo círculo. Había un crítico dando una conferencia mientras los condenados lo escuchaban y proferían un ruido que no se sabía si era un gemido o un bostezo.
–¡Desgraciados! –les dije– ¿Qué les pasa?
–Estamos condenados, Jorgito.
–¿Y a qué están condenados?
–Estamos condenados a esperar que este hombre diga un concepto claro. Pero el organizador de este mundo atroz, el Dios de la Mala Crítica, nos ha prometido que cuando pesquemos un concepto claro en este hombre, vamos a quedar liberados.
Por eso gemían pero no lloraban ni gritaban. Yo me fui horrorizado porque comprendí en seguida, aunque ellos no lo supiesen, que la condena era eterna.
Caí al tercer círculo. Había unos señores con unos libritos y unas reseñas al lado. Todos apesadumbrados, terriblemente tristes.
–¿Y a ustedes, condenados, qué les pasa?
–Ah –me dicen–, somos los escritores.
–¿Y a qué los han condenado?
–Nos han condenado a que encontremos alguna relación entre nuestros libros y las críticas que se publicaron. Cuando la encontremos, seremos liberados. Otros condenados a eternidad.
Salí rajando, y entonces mi guía me llevó frente al Dios de la Mala Crítica. Y el Dios me habló. No sé por qué me eligió a mí.
–Hace cinco años –me dijo el Dios de la Mala Crítica–, en un diarucho de los Estados Unidos, se publicó el decálogo de la buena crítica. Por suerte, mis súbditos, los medios de prensa, no le han dado ninguna difusión a ese decálogo, de manera que no ha tenido ninguna trascendencia. Pero a mí, de todas maneras, me ha dado mucho que pensar, me he dado cuenta de que, a pesar de que somos vencedores, mi reino no está regido por normas claras todavía. Cada uno de mis súbditos, con mucho talento y mucha capacidad, se las arregla bastante bien para que impere la mala crítica. Pero me parece que ha llegado el momento de que reciban las Tablas de la Mala Crítica. Por supuesto –me dijo–, vos vas a ser mi profeta.
Y aquí estoy, con los mandamientos de la Mala Crítica y el mandato de transmitírselo al mundo, con la convicción de que mi mensaje no va a ser esta vez provinciano sino que va a ser nacional y universal. Y no solamente creo que la mala crítica se ha practicado y se practica sino que se practicará hasta la consumación de los tiempos. Así que empecemos con el decálogo.
 
Decálogo
1. De un libro sólo se habla para explicarle al autor cómo debiera haberlo escrito. Privilegiar siempre lo negativo.
2. La crítica es el espacio ideal para ajustar cuentas con ese otro crítico al que invitaron al congreso en Acapulco en vez de invitarme a mí. Los escritores son piezas de ajedrez en ese juego. Los escritores de mi rival son una porquería; los míos, unos genios. Cualquier encono o teoría literaria o política sirve para dividir la literatura argentina.
3. No informar nunca al lector. Aburrirlo siempre. No analizar nada.
4. Los cheques se leen, los libros se hojean. No caer en el error de creer que un libro puede portar ideas y expresar tendencias. No descubrirlas, no sintetizarlas, no comunicarlas.
5. Publicar recensiones incomprensiblemente memorables. Si alguien se acuerda del libro que quiero reseñar, es problema de él. Yo me acuerdo de Susana Giménez gritando “shock”; la marca de jabón qué me importa. (Y lavarme, menos.)
6. Dejar siempre en el tintero estupideces como a qué género pertenece el libro, qué calidad tiene, a qué público se dirige, y si es o no aburrido.
7. No hacer crítica si se pueden hacer entrevistas, pastillitas con chimentos, contar cuál es el vicio del escritor o publicar alguna foto.
8. No olvidar que siempre el chiste triunfa sobre la verdad, que todo puede ser dicho con conventillera malignidad.
9. La imparcialidad es la mejor excusa para no decir nada. La neutralidad será el disfraz de tu nulidad.
10. Aceptar todas las invitaciones de las grandes editoriales porque este rebusque de crítico me sirve sólo hasta que publique mi libro. Entonces, van a ver esos escritores pelandrunes lo que es literatura en serio.

 Fotos tomadas en febrero de 2008.

martes, 3 de agosto de 2010

horacio molina rompe el hechizo

Sobre el final de la charla Horacio Molina (Buenos Aires, 1935), acaso uno de los mejores cantores de tango de esta época y también de las gloriosas, dice que está muy contento de venir a Rosario (fue en julio de 2008, en la Casa del Tango, que entonces no tenía aún ese restaurante-bar; en el concierto estuvo acompañado por el guitarrista Jorge Giuliano, pero también interpretó algunas piezas de su vasto repertorio solo, con una guitarra, que es como más cómodo se siente en un escenario), que siente que por fin “se ha roto un hechizo”, porque en 47 años de carrera es la primera vez que se presenta en la ciudad.
El legado de Molina, hijo de una familia vinculada a la música, se extiende con su hija Juana. Formado en la crema de la música popular americana de los años 60, compartió escenarios con Mercedes Sosa, Astor Piazzolla, Roberto Goyeneche, el Sexteto Mayor, Horacio Salgán, Ubaldo de Lío, Oscar Cardozo Ocampo, Les Luthiers, Jaime Torres, Walter Ríos, como también con Toquinhio, Vinicius de Moraes, Nana y Dorival Caymmi.
Sus giras comenzaron en 1961 y en 1965 se incorporó al elenco de la CBS, donde produjo cinco discos que se difundieron en América latina y Estados Unidos. En 1970 lo convocó Vinicius de Moraes para cantar en Mar del Plata y Punta del Este, junto con Chico Buarque, María Creuza, Toquinhio, Naná y Dorival Caymmi.
Molina, quien permaneció anclao en París durante la última dictadura, es dueño de un estilo inconfundible, en el que las canciones resplandecen, como si la voz que las canta se retirara y ofreciese esa música que cristaliza en el aire una historia de la que cualquiera puede apropiarse.
Pero es también erróneo pensar que esa suerte de “retirada” es todo el estilo de Molina, su voz es una paleta llena de colores, sin estridencias y con historia: se escucha en ella la afinación de Charlo, pero también el encuentro de eso que cristalizó en Joao Gilberto, en figuras de una música popular exquisita y única, cuyo mejor homenaje es la obra, tal como Molina la ofrenda en sus interpretaciones que, por fin, podrán escucharse en vivo este sábado en Rosario.
A las cuatro de la tarde del jueves Horacio Molina tomaba mates en su casa de Buenos Aires cuando sonó el teléfono. Amablemente se puso a hablar.

—¿Trae a Rosario un repertorio clásico o va a hacer temas propios?
—El repertorio clásico es lo que más me apasiona, el vasto repertorio clásico que va desde el tango canción hasta las composiciones del 65 o el 70, cuando empezó a declinar la creatividad.
—Esa declinación es un misterio que no se sabe si atribuir a la época o al ambiente, ¿no?
—Creo que empezó como una especie de caricatura, de una cosa que era sincera y después fue transformándose en la caricatura de la caricatura; hasta que saturó, creo. Más las exageraciones que vinieron en una época en la que se empezó a enfatizar sobre los textos y el apasionamiento trillado –léase el machismo–, en contraposición con lo que decían las letras.
—¿Cómo es eso?
—Fue en los 60 cuando apareció esto de la fuerza, esta interpretación de textos del tango que no requieren de una fuerza exagerada, no requieren tanto ímpetu, entonces esto es algo que se instaló como una cosa que nadie se dio cuenta de lo que pasaba, como si fuera la realidad.
—Esto que usted señala acerca de ciertos cantores de entonces, acaso más preocupados en ser varones que en ser cantores, aparece casi como una postura en su estilo sereno, intenso, afinado, sin estridencias.
—Trato de interpretar lo que el poeta sintió, porque leo y digo: qué raro que se vocifere en una letra que dice (y canta un fragmento de “Fruta amarga”, de Homero Manzi y Hugo Gutiérrez): “Eras la luz del sol y la canción feliz y la llovizna gris en mi ventana”; ahí no entra la vehemencia. Cuando se la canta con fuerza y potencia veo como una dicotomía, una cosa que no coincide. A veces uno se da cuenta de estas cosas y a veces no, yo me di cuenta, pero solo.
—Entonces es apropiado compararlo con Charlo.
—Soy amante de Gardel, de Floreal Ruiz, de Charlo, claro, de esa cosa de cantores elegantes, con cierto fraseo, que van diciendo un texto. Cuando aparece alguien que se pone adelante de la canción, como diciendo: “Mirá cómo canto «María» (y entona: “¡María...!/ En las sombras de mi pieza/ es tu paso el que regresa”), entonces me parece una especie de falta de respeto a la obra, ya hay una contradicción obvia.
—¿Cuánto influyó en su formación la cercanía con los grandes maestros de la bossa, cuando la bossa era aún muy joven?
—Me fui formando sin el objetivo de ser un cantor profesional en cierto género, escucho y me gusta toda la música, desde la clásica hasta la bossa, no hago distinción entre una música culta, pretendidamente “seria”, y un tango, ya se trate de un tema de Aníbal Troilo o una pieza de Chopin, o Joao Gilberto, o Frank Sinatra. Crecí en una casa donde se escuchaba música, tengo amigos en la buena música, muchos en el jazz, pero no me catalogo por rubro, lo que digo es que siendo de este país y habiendo nacido en barrio de Buenos Aires me siento con un poco más de autoridad para interpretar un tango, por que es lo que mamé y con lo que me crié en una esquina de mi ciudad, y me siento más cómodo con el tango, que tiene en mí un mayor peso cultural, que haciendo bossa, no así con el bolero que es más internacional, más latinoamericana en general, los grandes cantantes de bolero son chilenos, cubanos; en cambio el tango requiere una especie de cosa, como en el cantejondo, le creo más a un cantaor que sea de Sevilla o una ciudad andaluza.
—Lo que resulta curioso del tango es que se haya agotado aquello de escucharlo como una filosofía y, a la vez, que una música tan difícil de cantar bien sea tan popular.
—Sí, es difícil en lo interpretativo y en la técnica, porque tiene mucho más notas que otras canciones, casi el doble, es impresionantes también las historias que tiene.
—¿Su encuentro con Vinicius, con Joao Gilberto fue una influencia a la hora de cantar tango?
—En realidad, cuando oí por primera a Joao Gilberto no podía creer que alguien hiciera algo que intuía en mi, no concebía que hubiera aparecido a algo semejante, con ese swing, con esa delicadeza. ¡Y el repertorio, una canción más bella que otra! Pero fue algo que me hizo sentir coincidente, antes que influenciado, como una cosa que se despierta. Pero esa fue una época en la que aparecieron grandes innovadores...
—Es la época en que nace también el be-bop.
—Sí, es como una resultante de cosas que pasan en el mundo, aparece (Dizzy) Gillespie con (Charlie) Parker y enseguida surgen cuarenta más, ¿y de dónde salieron? Esos tipos ya estaban.
—Hay un auge del tango pero, sobre todo, del bailado, que no requiere grandes oídos para el tango, ¿no?
—Sí, es más fuerte lo bailado. Me parece bárbaro, es un fenómeno internacional, porque donde no se habla español se lo puede bailar igual, sin necesidad de entender la letra, como no tiene letra, en el baile es más fácil cierta trascendencia, pero me parece que la música y las letras del tango es la base de por qué se baila. Además, los tangos de Osvaldo Pugliese, de Carlos Di Sarli, que son los que más se eligen por gente de distintas edades para bailar, son la base, el origen rítmico del tango.