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martes, 19 de noviembre de 2024

wendy brown: nuestra época nihilista, una conversación

Adam Kotsko, nuestro teólogo de cabecera, dice que la teórica política Wendy Brown escribió uno de los textos indispensables sobre teología política, Undoing the Demos. En esta entrevista publicada en enero de este año en The Nation, Wendy Brown responde sobre lo que atañe a la política y la academia en una era nihilista que acaba de devolver a Trump al poder. (PM)

DANIEL STEINMETZ-JENKINS

Wendy Brown. Foto de Damon Young.


En su reciente libro,
Nihilistic Times: Thinking With Max Weber (Tiempos de nihilismo: pensando con Max Weber), la teórica política Wendy Brown ofrece una reflexión sobre el ethos político y académico que muchos creen que ha marcado a la sociedad estadounidense desde la elección de Donald Trump, aunque ella considera que lleva mucho tiempo gestándose. Vivimos en tiempos nihilistas, sostiene Brown, debido a siglos de erosión de la autoridad religiosa sobre los valores, la incapacidad de la ciencia y la razón para ofrecer alternativas exitosas y la comercialización de la vida contemporánea. El resultado es una crisis de los valores humanos, que son a la vez personalizados, politizados e instrumentalizados. “Comprimidos en hashtags, en calcomanías para el guardabarro, en carteles, en identidades grupales efímeras o en cebo publicitario… los valores pierden su profundidad y resistencia… su capacidad para dar forma al orden moral”. De ahí el declive –continúa Brown–, de los compromisos legislativos y populares con los debates democráticos sustantivos sobre los valores, incluido el valor de la verdad, y el auge de la polémica y la política de poder en lugar de ellos.

¿Qué hacer, entonces? Para responder a estas preguntas, Brown se remite a dos famosas conferencias pronunciadas por Max Weber, el famoso sociólogo alemán, al final de la Primera Guerra Mundial: “La política como vocación” y “La ciencia como vocación”. Estas conferencias explican el pensamiento de Weber sobre los efectos del nihilismo tanto en el trabajo académico como en el político y su intento de defender los valores básicos en ambos.

Hablé con Brown sobre su comprensión del nihilismo contemporáneo, por qué Weber es la guía que necesitamos y qué papel deberían desempeñar la universidad y los académicos en la sociedad actual. 

Daniel Steinmetz-Jenkins: “Nihilismo” es uno de esos términos filosóficos, como “deconstrucción”, que se utilizan en el discurso popular pero que connotan algo bastante diferente de su uso académico anterior. Usted sostiene que el término es adecuado para describir el momento político actual. Pero, ¿qué quiere decir específicamente con él? ¿En qué sentido vivimos en tiempos nihilistas?

Wendy Brown: Hoy en día, el nihilismo se entiende comúnmente como una actitud individual de oscuridad, desesperación o cinismo en la que no se cree que nada en el mundo, incluida la vida misma, tenga sentido. A menudo se asocia con el aburrimiento o la depresión, pero de tipo agresivo, por lo que el punk y los tiroteos en las escuelas se encuentran entre sus expresiones culturales más conocidas. Sin embargo, existe una rica tradición de teorización del nihilismo en la que el aburrimiento y la desesperación no son más que síntomas y no captan las raíces del nihilismo ni la planta completa. Esta es la tradición asociada con Nietzsche y con los primeros existencialistas rusos, Tolstoi y Dostoievsky, donde el nihilismo es una condición cultural, histórica y saturante de la modernidad, específica del desmoronamiento de la autoridad religiosa impulsada por la Ilustración.

¿Qué pasa acá? A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los cimientos de todos los valores, incluido el valor de la verdad misma, se desmoronan. Cuando la ciencia y la razón empiezan a desplazar a la verdad religiosa, los valores pierden sus anclajes, porque estas nuevas formas de conocimiento creíble no reemplazan a la religión como fundamento de los valores y no pueden por sí mismas generar valores. Como nos recuerda Tolstoi, la ciencia nos dice cómo funcionan las cosas, pero no lo que significa nada ni cómo debemos juzgarlo o estimarlo. De manera similar, la razón nos permite calcular, deliberar, analizar o escrutar, pero no puede brindarnos un significado o valor últimos. De modo que las nuevas fuentes de verdad que surgen con la modernidad europea son poderosas para construir mundos, pero también para desmantelar las fuentes establecidas de significado y juicios de valor ligados a la religión.

El problema del nihilismo surge en el espacio entre una era de valores entregados por Dios (o la naturaleza) y la amplia aceptación de que el significado y el valor son creaciones, juicios y atribuciones humanas. El nihilismo expresa la condición cultural, política y de conocimiento de este punto intermedio, en el que asumimos que si el significado y los valores no tienen fundamentos externos, no humanos, entonces no existen. Incluso podríamos decir que el nihilismo es una expresión de melancolía religiosa; sin duda, sigue estando atrapado en un marco religioso: la idea misma de que el mundo o la vida no tienen sentido atribuye la creación de sentido a algo distinto de nosotros mismos.

A medida que la autoridad religiosa se desvanece, los valores fundamentales (incluido el valor mismo de la verdad) no mueren, sino que pierden su estatus absoluto y se descontrolan un poco como resultado. El conocimiento científico y su verdad se separan del valor, del significado y, por lo tanto, de la cuestión de “el bien”. Cuando el valor de los valores declina, los valores no desaparecen, sino que se vuelven triviales, fungibles, instrumentalizables; en el extremo, se reducen a propósitos de marca y poder. Esta es la historia actual de cómo las corporaciones, los influencers y los políticos manejan los valores.

Todo el mundo sabe, por ejemplo, que las grandes petroleras no están construyendo un planeta sostenible, pero que es esencial que se proclamen a sí mismas de esa manera. Del mismo modo, todo el mundo sabe que Trump no es cristiano, pero descubrió una base cristiana evangélica que podría aumentar su propio poder, lo que a su vez alimenta sobre todo su narcisismo. De manera similar, la mayoría de sus partidarios saben que Trump no ganó las elecciones de 2020, pero esta verdad es irrelevante para su apasionado apego a él. Todos estos elementos (valores instrumentalizados, narcisismo, una pura voluntad de poder no influida por un propósito más allá del yo, la irrelevancia de la verdad y la facticidad, la mentira cotidiana y la criminalidad) son expresiones de tiempos nihilistas. En esta condición, los valores siguen estando por ahí (siguen en el aire, por así decirlo), pero han perdido su profundidad, seriedad y capacidad para guiar la acción o crear un mundo a su imagen. Se reducen a instrumentos de poder, marca, reparación de reputación, gratificaciones narcisistas y otras emociones, lo que hoy llamamos “señalización de virtud”.

Esto también plantea otra característica del nihilismo, a saber, la negativa a someter la emocionalidad a la razón y una condición más general de desinhibición. Como nos enseñan Nietzsche y Freud, una de las cosas importantes que hacen los valores es asegurar la conciencia y, en relación con ella, la deliberación sobre la acción. Los valores humanos son guías para saber lo que debemos y no debemos tolerar en nosotros mismos y en los demás. Por lo tanto, una vez que los valores se vuelven livianos, como sucede en tiempos nihilistas, también lo hace la conciencia y su fuerza restrictiva. La conciencia ya no inhibe la acción o el habla: todo vale. En relación con esto, la hipocresía ya no es un vicio serio, incluso para las figuras públicas.

Finalmente, el nihilismo genera rupturas de límites y lo hiperpolitiza todo. Hoy, las iglesias, las escuelas y la vida privada están politizadas. Lo que consumís, lo que comés, a quién seguís o escuchás online, cómo te vestís: todo está influido políticamente, pero de maneras tontas más que sustanciales. La “cultura de la cancelación” —de nuevo, en todos los lados del espectro político— es parte de esto, ya que una expresión, una compra, una aparición se convierte en un evento político y la respuesta a ella en un acto político. Esta es la política individualizada y trivializada.

A través de su lectura de Nietzsche, Tolstoi y Dostoievsky, Max Weber se empapó de esta forma de pensar sobre el nihilismo, y enmarca sus famosas conferencias sobre el conocimiento y la política en las que me centro en este libro. Weber estaba tratando de trazar una salida al nihilismo, tanto insistiendo en la responsabilidad humana de crear valores como reinscribiendo cuidadosamente los límites entre las esferas destinadas a protegerlos. Esta seriedad sobre el problema del nihilismo —que ha crecido enormemente en el siglo transcurrido desde que Weber dictó sus famosas conferencias sobre el conocimiento y la política como vocaciones— es la razón por la que me involucro estrechamente con él en este texto.

DSJ: ¿Puede haber razones para que no sea confiable recostarse en el pensamiento de Weber para entender el momento actual? Después de todo, era un nacionalista alemán que abrazó la política del poder; de hecho, Jürgen Habermas describió célebremente a Carl Schmitt, el llamado jurista de la corona del Tercer Reich, como el “hijo natural de Weber”.

WB: ¿Qué significa pensar con otro académico, incluso con uno con quien uno puede tener muchas diferencias y desacuerdos? Pensar con alguien, especialmente con un interlocutor poderoso como Weber, no significa “apoyarse” en su pensamiento, sino más bien involucrarse con sus ideas y provocaciones, reflexionar sobre sus enfoques de los problemas y sus limitaciones para abordarlos. Para mí, esto es tan cierto en el caso de pensar con Marx, Adorno o los teóricos críticos contemporáneos como en el de pensar con Weber. No se puede trabajar simplemente con teóricos con los que se está de acuerdo. Eso es reflejo o imitación intelectual, no pensamiento. Y no se puede someter la historia de la teoría social y política a pruebas decisivas políticas. Nadie aprobaría, y es una manera tonta de abordar la lectura y el aprendizaje.

La verdad es que me desconcierta la ansiedad que me produce el compromiso intelectual con oponentes políticos, especialmente con los que están muertos. ¿Por qué tanto miedo? Me parece una postura antiintelectual, en la que uno se imagina atrapado por el compromiso o manchado por la asociación. En ese sentido, es un índice precisamente de la ruptura nihilista entre el conocimiento y la política, la eliminación de una línea entre la investigación intelectual y el poder público que acabo de esbozar, como si comprometerse con el pensamiento de otros fuera aliarse con ellos o apoyarlos. ¿Aristóteles tenía miedo de pensar con Platón? ¿Marx con Hegel o Ricardo? ¿Arendt con Heidegger, Agustín o Maquiavelo? ¿O los teóricos contemporáneos con (la racista y misógina) Arendt? ¿Martin Luther King con Sócrates? ¿Paul Gilroy con Hegel? No. ¿Irías a las barricadas con estos interlocutores? ¡No!

Dicho esto, no apruebo el enfoque teórico de “caja de herramientas”, en el que uno simplemente extrae conceptos o frases de las teorías sin tener en cuenta el argumento más amplio, incluidas sus premisas o implicaciones no confesadas. Esta práctica tiende a reducir la teoría a conceptos, tropos o posiciones, sacrificando la luminiscencia de la teoría, su capacidad de iluminar un mundo entero, potencialmente desde una perspectiva radical o crítica. A menudo también pasa por alto la política profunda de la formulación o problemática específica en la que uno está interesado, lo que excluye el enriquecimiento del pensamiento que proporciona el compromiso profundo con un pensador digno. Por eso es importante una lectura cuidadosa y contextualizada, pero esto no es lo mismo que someterse a un pensador o, como usted dice, “apoyarse en él”.

DSJ: Su libro presta mucha atención a la famosa discusión de Weber en “La política como vocación” sobre las diferencias entre la ética de la convicción y la ética de la responsabilidad. Weber sugirió que en un mundo moderno de valores en constante crecimiento, no sólo sería ingenuo e ineficaz, sino peligrosamente irresponsable basar la política propia en la “llama de la convicción pura”. Tal era, pensaba Weber, el pecado del pacifismo. Para lograr algo, sostenía, hay que adoptar una ética de la responsabilidad que permita una gestión sabia y perspicaz de valores divergentes. ¿No cree usted, sin embargo, que en nuestra época se ha abusado de la ética de la responsabilidad –una especie de mentalidad del mal menor– para justificar todo tipo de aventuras militares? Quiero decir, ¿no es algo así como la lógica de Weber lo que acabó con las alas pacifistas y contra la guerra del Partido Demócrata?

WB: Siempre que alguien empieza una frase con “¿No ponsás que...?”, se me encienden las alarmas. Uno sabe que te están poniendo a prueba con una convicción que se hace pasar por sentido común. Así que echemos un vistazo a tu convicción de que la ética política de la responsabilidad de Weber es fundamentalmente centrista y conciliadora, y arroja por la borda todo proyecto de izquierda.

En primer lugar, la “ética de la responsabilidad” de Weber para la política no era lo que llamás una “mentalidad del mal menor”. Todo lo contrario: lo que Weber convocó como la vocación del actor político fue un profundo compromiso con una causa particular junto con el reconocimiento de que la política es una esfera singular, que siempre presenta contingencias (tu acción puede producir resultados en desacuerdo con lo que la motivó) y que también siempre tiene violencia entre bastidores, porque la política la tiene. Estas dos características de la vida política —el hecho de que la acción política está fundamentalmente desvinculada de los resultados, por lo que no puede justificarse por un principio puro que la anima o por el fin al que apunta, y el hecho de que la violencia es uno de sus elementos inerradicables— están juntas en el corazón de la ética de la responsabilidad.

Éticamente, dice Weber, un actor político debe prestar atención constantemente a estas dos características de la política, si no está simplemente practicando la virtud o satisfaciendo su propio ego en ese punto. Pero este requisito no niega la búsqueda de una causa radical. Más bien, la ética exige que el actor persiga la causa de una manera política, con alerta a la contingencia y a lo que la acción podría desatar, especialmente, pero no solo, la violencia estatal u otros espectáculos de horror. Es un consejo ser táctico en relación con la propia causa, sin duda, pero sobre todo evitar la grandilocuencia, el narcisismo y la pureza moral en política; en resumen, evitar confundir la política con el teatro o la iglesia, salvando la propia alma. Al conjurar una ética específica para el contexto y el contenido del ámbito político, Weber también está diciendo a los grandilocuentes y a los moralistas elevados que busquen un escenario para sus impulsos donde sean menos peligrosos y distractores. Dada la preocupación de tantos maravillosos activistas de izquierdas hoy en día por las prácticas y el discurso virtuosos, este consejo me parece bastante relevante. También es relevante para grupos como Antifa (organización antifascista), que a veces actúa a partir de lo que Weber llama "motivo puro" o un marco justificatorio de medios/fines.

En segundo lugar, esta ética no trata de “la gestión sabia y perspicaz de valores divergentes”, como usted dice. No tiene nada que ver con la gestión y no es en sí misma una ética pluralista de valores, aunque su elaboración implica reconocer que las visiones políticas del mundo no son “verdaderas”, sino, más bien, convicciones profundas. Chocarán con otras convicciones profundas, y solo el poder —no la ciencia ni la verdad— permitirá que una u otra prevalezca en el ámbito político. Este reconocimiento ayuda a los actores a alejarse de las dos éticas con las que Weber contrasta la ética de la responsabilidad: la ética de los fines últimos (como un nacionalismo apasionado, o el comunismo, o el neoliberalismo, que justifica cualquier medio en el esfuerzo por instanciar el Estado) y la ética de la convicción (como un principio de no violencia o el amor cristiano que guía cada acción, independientemente de las implicaciones o consecuencias políticas). Estas éticas no son malas ni erróneas; una vez más, son simplemente inaptas para la política, donde la contingencia, la lucha y el potencial de violencia pueden convertirlas fácilmente en sus opuestos o en complicidad con el horror.

Finalmente, con la ética de la responsabilidad, Weber busca contrarrestar el nihilismo que no solo erosiona la frontera entre la política y otras esferas, sino que desata el narcisismo y una voluntad de poder sin matices en lugar de una causa mundana seria. La ética está específicamente destinada a perseguir esa causa y a sacar de escena las gratificaciones individuales. De nuevo, no se trata de exigir causas moderadas (Weber sabe que las grandes causas políticas, y especialmente las asociadas con el carisma, siempre fueron revolucionarias), sino de tener una visión clara de la naturaleza y las condiciones distintivas de la vida política.

DSJ: Weber, por supuesto, también asoció la ética de la convicción con el marxismo. ¿Usted sostiene esa crítica del marxismo? Lo pregunto, en parte, porque sus escritos recientes de crítica del neoliberalismo parecen inspirarse más en Weber y Foucault que en Marx.

WB: No siento simpatía por la crítica de Weber al marxismo, aunque valoro los complementos que ofrece para una comprensión marxista del capitalismo; no tanto su conocida tesis de la ética protestante, sino su apreciación del poder gobernante y la legitimidad del capitalismo como ligados a sus formas de racionalidad, y su apreciación de cómo la separación de los medios y los fines del capital (el trabajador del propietario, el productor del producto, etc.) aumenta su eficiencia, y por lo tanto su poder. Todo esto ayuda a enriquecer una crítica marxista del capital y sus iteraciones sucesivas.

Pero quizá la pregunta no es por la crítica de Weber al marxismo, sino por su crítica a las posturas revolucionarias neomarxistas, en particular el bolchevismo revolucionario de su propio entorno alemán. De manera muy calificada, sí, simpatizo con el argumento de Weber de que las revoluciones y sus consecuencias invocan lo político, ocurren en el ámbito político y se aseguran políticamente. Por lo tanto, todo, desde los gulags soviéticos hasta las dictaduras de izquierda latinoamericanas, no son cosas que se puedan explicar con la metáfora del omelet y los huevos rotos o justificaciones de medios y fines.

Estas formas de violencia estatal son parte del desarrollo de la revolución y parte de aquello de lo que nosotros, los revolucionarios socialistas, somos responsables. Es un argumento antiguo: el problema del poder político en gran medida quedó relegado de las preocupaciones del propio Marx en su obra sobre El Capital. Muchos de sus herederos y seguidores también le han dado muy poca atención al problema del poder político y su imbricación con la violencia. Pero el poder político nunca se desvanece, y esa es una de las razones por las que desarrollar lo “democrático” en el socialismo democrático verde es tan importante como desarrollar lo “verde” y el “socialismo”. Weber es sólo uno de los muchos pensadores del siglo XX que nos recuerdan esto.

DSJ: Usted explica que Weber pensaba que el carisma era absolutamente esencial para el liderazgo político. Lo hizo debido al papel inevitable que desempeña el deseo en la política, por no mencionar la burocratización y racionalización de la vida moderna que sofoca la libertad humana. Los movimientos de derecha de hoy, como usted observa, comprenden esto y, a su vez, utilizan el carisma para su ventaja política. ¿Por qué los liberales (“liberales” en el sentido que acá damos a los “progres”) son tan reacios a aceptar el carisma y el papel que desempeña el deseo en la política, una mentalidad, dice, que a menudo asegura su derrota?

WB: Barack Obama y Bill Clinton eran carismáticos, cada uno a su manera, por supuesto, pero también eran tan moderados políticamente que los liberales podían consolarse con el hecho de que el carisma sólo servía para reunir votos, mientras que el neoliberalismo y el procedimentalismo, por no hablar de la pericia política, eran el meollo del asunto.

Hay muchas razones por las que los liberales desconfían del carisma, ¡incluso de un liderazgo fuerte! Existe una ansiedad liberal ante el fascismo y un horror liberal ante el populismo, sin duda, pero también compromisos liberales cotidianos con los procedimientos e instituciones racionales y, sobre todo, la creencia continua de que el Bien, lo Verdadero y lo Razonable siguen alineados y atados al progreso. Los liberales están en gran medida aterrorizados por el deseo y la emoción en la política y por las masas emocionadas y movilizadas.

A pesar de todas las críticas, la mayoría de los liberales e izquierdistas todavía creen que tienen la razón y la verdad de su lado, lo que no es así, y que la democracia se alinea con la razón y la verdad, lo que tampoco es así. Lo que tenemos es un conjunto de compromisos. Si queremos contener el desastre climático y evitar el fascismo, más vale que nos enfrentemos a esto rápidamente. Necesitamos construir visiones convincentes de un orden político y económico alternativo, visiones que no se basen en “intereses” o racionalidad, sino que reclamen los deseos y anhelos populares de un mundo mejor, al tiempo que reinterpreten o desvíen la mayoría de las expresiones existentes de esos deseos y anhelos.

¿Por qué? Es perfectamente razonable que los blancos de clase media y trabajadora busquen desmantelar la democracia y cuestionar todo, desde los programas escolares y los impuestos progresivos hasta las respuestas decentes a los refugiados y migrantes, para proteger lo que queda de su privilegio. Podemos refutar las premisas de estas posiciones hasta el cansancio, pero solo una visión convincente de un futuro menos aterrador e inseguro atraerá a alguien a un futuro alternativo progresista o revolucionario, o despertará a ciudadanos apolíticos para el proyecto de crear ese futuro. Esta visión debe ser seductora y emocionante, y debe estar encarnada en un liderazgo y movimientos seductores y emocionantes, ojalá orientados por una ética de la responsabilidad.

DSJ: El énfasis que Weber pone en el carisma en “La política como vocación” parece ser lo opuesto a su mensaje en “La ciencia como vocación”, que limita la vida académica a la racionalidad, el rigor disciplinario, el retiro del mundo y cosas por el estilo. En cierto sentido, usted está de acuerdo con esta opinión cuando afirma que “es esencial tener un foso entre la vida académica y la política”. ¿Cómo respondería a los críticos que ven esto como un enfoque apolítico de la academia que, en última instancia, sirve para apuntalar el statu quo político?

WB: ¿Por qué un compromiso con el análisis crítico riguroso “apuntalaría” el statu quo en lugar de desmantelarlo? ¿Por qué alejarse de las disputas de la esfera política para reflexionar sobre las posiciones políticas daría como resultado la afirmación de cómo son las cosas? Por el contrario, permitir que el ámbito académico se politice intensamente es más probable que reproduzca lo que usted llama el “statu quo político”, y también sacrifica el potencial de la investigación académica para investigarlo y cuestionarlo. Weber no elimina los valores políticos de los debates en el aula ni de los análisis académicos, y yo tampoco lo hago. Lo que prohíbe es promulgar valores en lugar de cuestionarlos, ya sean los de los profesores que abusan de su poder cuando usan el atril como púlpito, o los de los estudiantes que quieren que sus opiniones políticas sean tratadas como creencias religiosas: personales, intocables, incuestionables. El objetivo del “foso” entre los dos reinos es proteger una zona donde se pueda perseguir el conocimiento sin ser politizado de la manera barata en que lo hace el nihilismo, así como una zona donde se puedan examinar los valores. Se trata de producir un espacio para pensar, explorar, examinar y ser potencialmente destruido por esta experiencia.

Para Weber, acabar con el nihilismo en el ámbito del conocimiento implica, entre otras cosas, enseñar a los estudiantes que los valores son hechos por el hombre pero decisivos. No descienden de los cielos ni surgen de la naturaleza, la ciencia o la lógica, pero están en el corazón de lo que significa ser humano: crear la propia vida y contribuir a crear el mundo. Así, su irrupción en el aula, ya sea en un texto o en un participante, es una ocasión para examinar sus predicados y sus implicancias, no simplemente para “respetarlos” o “equilibrarlos” o permitirles “competir” entre sí, todo lo cual no hace más que perpetuar su degradación nihilista.

No hace falta decir que el conocimiento y la enseñanza están siempre imbricados con el poder. Los hechos siempre se interpretan y se organizan discursivamente; los métodos tienen política; la neutralidad en el conocimiento es un sinsentido. El conocimiento nunca es objetivo, independiente de la política, el marco y la situación. Dicho esto, nada es más corrosivo para el trabajo intelectual serio que estar gobernado por un programa político, ya sea el de los estados, los intereses empresariales, la iglesia, un movimiento revolucionario o incluso el de la aristocracia académica. Sin embargo, nada es más inapropiado para el éxito político que la reflexividad, la crítica y la apertura incesantes que exigen la investigación académica y la reflexión imaginativa. El pensamiento crítico incesante empobrece la eficacia política, así como la politización incesante empobrece la investigación crítica.

En el breve relato de Weber: “Las palabras en el aula son rejas de arado para aflojar el suelo del pensamiento contemplativo; las palabras en el ámbito político son espadas contra los enemigos, fusiles”. O parafraseando a Stuart Hall: En el ámbito académico, estudiamos el problema de la facticidad, analizamos narrativas y exploramos el deslizamiento inherente del significado, mientras que en el ámbito político, manejamos hechos, buscamos asegurar una narrativa hegemónica y detenemos el deslizamiento del significado. Confundir estos dominios compromete a ambos. La confusión es también el efecto de la ruptura nihilista de límites que Weber traza y de la que pretende escapar con esa separación. Nos invita, en cambio, a reconocer los valores como importantísimos pero sin fundamentos, a entender la política como la lucha por los valores y la academia como un lugar para indagar y aprender, para reflexionar críticamente e incluso para destruir valores con la crítica, no simplemente para afirmar verdades teológico-políticas.

DSJ: ¿En qué se equivocan entonces los críticos de la derecha cuando acusan al mundo académico de ser un semillero de activismo liberal? En otras palabras, ¿cómo conecta su argumento sobre la responsabilidad académica con la cuestión de la libertad académica?

WB: Bueno, en la medida en que algunos (no todos) profesores y estudiantes de tendencia izquierdista rechazan el “foso” del que acabamos de hablar, estos críticos no se equivocan. Sin embargo, la derecha también lo rechaza y simplemente quiere instalar valores políticos de derecha en lugar de los de izquierda para gobernar las aulas y la cultura universitaria. Sigue siendo el mismo problema.

La libertad académica es extremadamente importante, por supuesto, especialmente cuando la derecha busca destruirla. Tenemos que defender la libertad académica como el derecho colectivo del profesorado a estar libre de la interferencia del poder (religioso, político y económico) en lo que investigamos, escribimos y enseñamos. Hoy también necesitamos estrategias para extender este derecho a quienes realizan las tres cuartas partes de la enseñanza en las universidades estadounidenses, es decir, profesores adjuntos e instructores de posgrado. Dicho esto, es importante no dejar que las preocupaciones por la libertad académica abrumen o enmarquen todo lo relacionado con la pedagogía y la investigación, incluidas las preguntas sobre qué y cómo debemos enseñar hoy, cómo abordamos nuestra investigación, cómo manejamos la política en el aula. Como todos los demás derechos, la libertad académica es una protección contra el poder, no un programa positivo.

DSJ: Usted afirma que las áreas STEM (por science, technology, engineering and mathematics: ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) tienen un efecto que socava la democracia en el sentido de que “elevan la formación profesional… por encima de todo lo demás”. ¿En qué sentido?

WB: Las áreas STEM no socavan la democracia. Más bien, la universidad enmarcada exclusivamente como capacitación laboral o como un “retorno de la inversión” (los dos ponen un énfasis excesivo en las áreas STEM a expensas de otras partes de la educación superior) contribuye a socavar la democracia. ¿Por qué? Porque este marco oculta el valor de la educación superior en el desarrollo de ciudadanos democráticos conocedores y reflexivos capaces de comprender y analizar los principales problemas y predicamentos de nuestro tiempo.

En las democracias, se supone que los ciudadanos deben gobernarse a sí mismos. Para que ese gobierno sea posible hoy, los ciudadanos deben tener varios tipos de conocimientos y capacidades analíticas. Es importante comprender la ciencia y la tecnología, así como los estudios en ciencias sociales y humanidades. No podemos gobernarnos a nosotros mismos si no entendemos el mundo en el que vivimos. Las democracias sin educación siempre han sido peligrosas; cuanto más complejos sean los poderes que las organizan y más sofisticados los medios que los representan, más grave se vuelve este problema.

DSJ: Usted sugiere que la politización de la universidad y la trivialización de los valores en la política están rebajando el nivel de ambas. ¿En qué sentido?

WB: Mire lo que está sucediendo en la academia esta temporada: considere los argumentos engañosos sobre el discurso supuestamente antisemita (“del río al mar”) diseñados únicamente para bloquear o embarrar las críticas a Israel. Tales argumentos, por supuesto, degradan la importancia y la sustancia del antisemitismo real, eliminan discursivamente las vidas palestinas y restringen radicalmente la posibilidad misma de una investigación y discusión inteligentes que deberían ser el sello distintivo de la vida académica. O pensemos en la debacle de Claudine Gay, que ahora se ha convertido en un debate sobre los méritos de la DEI (sigla de un esquema participativo: Diversity, equity, inclusion; es decir: diversidad, igualdad, inclusión) y en una académica negra al frente de Harvard, o en un lamento por sus “errores”, pero que en el fondo fue una maniobra calculada y organizada de la derecha contra las universidades de élite. Ambos son ejemplos de políticas de poder que desplazan las luchas políticas abiertas sobre valores y se apoderan de los espacios académicos, los espacios donde los valores deberían ser investigados y debatidos. Por eso creo que el nihilismo y sus ramificaciones arrojan luz sobre mucho más que las referencias vagas a sociedades polarizadas o posverdaderas, que simplemente vuelven a describir los síntomas nihilistas.

viernes, 8 de noviembre de 2024

las políticas de la desesperación cultural

Este artículo del inmenso Chris Hedges sobre el triunfo de Donald Trump se publicó ayer en ScheerPost. El título es una traducción directa del original: “The Politics of Cultural Despair”. Se respetaron todos los hipervínculos del original.

por Chris Hedges

Ilustración de Mr. Fish para el artículo de Hedges en ScheerPost. “The Mourning After” (NB: mourning suena a morning (donde podríamos leer “La mañana (morning) después” en realidad dice “El duelo (mourning) después”. Dice: ”Los estrategas demócratas intentando descifrar cómo una campaña marrón y rosa suavemente aromatizada con Joe Biden, que promovió un mensaje inspirador de igualdad, civilidad, democracia y genocidio falló en darles las llaves de la Casa (del poder) Blanca.”

Al final, la elección trató sobe la desesperación. Desesperanza por un futuro que se evaporó con la desindustrialización. Desesperanza por la pérdida de 30 millones de empleos en despidos masivos. Desesperanza por los programas de austeridad y la canalización de la riqueza hacia arriba en manos de oligarcas rapaces. Desesperanza por una clase liberal que se niega a reconocer el sufrimiento que orquestó bajo el neoliberalismo o a adoptar programas tipo New Deal que mejorarán ese sufrimiento. Desesperanza por las guerras inútiles e interminables, así como por el genocidio en Gaza, donde los generales y los políticos nunca rinden cuentas. Desesperanza por un sistema democrático que ha sido tomado por el poder corporativo y oligárquico. Esta desesperación se ha reflejado en los cuerpos de los marginados a través de las adicciones a los opioides y al alcoholismo, el juego, los tiroteos masivos, los suicidios (especialmente entre los varones blancos de mediana edad), la obesidad mórbida y la inversión de nuestra vida emocional e intelectual en espectáculos de mal gusto y el atractivo del pensamiento mágico, desde las promesas absurdas de la derecha cristiana hasta la creencia, al estilo Oprah Winfrey, de que la realidad nunca es un impedimento para nuestros deseos. Éstas son las patologías de una cultura profundamente enferma, lo que Friedrich Nietzsche llama un nihilismo agresivo y desespiritualizado.

Donald Trump es un síntoma de nuestra sociedad enferma. No es su causa. Es lo que vomita la descomposición. Expresa un anhelo infantil de ser un dios omnipotente. Este anhelo resuena en los estadounidenses que sienten que han sido tratados como desechos humanos. Pero la imposibilidad de ser un dios, como escribe Ernest Becker, conduce a su oscura alternativa: destruir como un dios. Esta autoinmolación es lo que viene a continuación. Kamala Harris y el Partido Demócrata, junto con el ala del establishment del Partido Republicano, que se alió con Harris, viven en su propio sistema de creencias basado en la irrealidad. Harris, que fue ungida por las élites del partido y nunca recibió un solo voto en las primarias, pregonó con orgullo su apoyo por parte de Dick Cheney, un político que dejó el cargo con un índice de aprobación del 13 por ciento. La cruzada moralista y presuntuosa contra Trump alimenta el reality show nacional que ha reemplazado al periodismo y la política. Reduce una crisis social, económica y política a la personalidad de Trump. Se niega a enfrentar y nombrar a las fuerzas corporativas responsables de nuestra democracia fallida. Permite a los políticos demócratas ignorar alegremente a su base: el 77 por ciento de los demócratas y el 62 por ciento de los independientes apoyan un embargo de armas contra Israel. La abierta confabulación con la opresión corporativa y la negativa a atender los deseos y necesidades del electorado neutralizan a la prensa y a los críticos de Trump. Estos títeres corporativos no representan nada más que su propio progreso. Las mentiras que les dicen a los trabajadores y trabajadoras, especialmente con programas como el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta), hacen mucho más daño que cualquiera de las mentiras pronunciadas por Trump.

Oswald Spengler, en La decadencia de Occidente, predijo que, a medida que las democracias occidentales se calcificaran y murieran, una clase de “matones adinerados”, gente como Trump, reemplazaría a las élites políticas tradicionales. La democracia se convertiría en una farsa. Se fomentaría el odio y se alimentaría a las masas para alentarlas a desmembrarse.

El sueño americano se ha convertido en una pesadilla estadounidense.

Los vínculos sociales, incluidos los empleos que daban a los estadounidenses trabajadores un sentido de propósito y estabilidad, que les daban sentido y esperanza, se han roto. El estancamiento de decenas de millones de vidas, la comprensión de que no será mejor para sus hijos, la naturaleza depredadora de nuestras instituciones, incluida la educación, la atención médica y las prisiones, han engendrado, junto con la desesperación, sentimientos de impotencia y humillación. Ha engendrado soledad, frustración, ira y una sensación de inutilidad.

“Cuando la vida no merece la pena ser vivida, todo se convierte en un pretexto para librarnos de ella…”, escribe Émile Durkheim. “Hay un estado de ánimo colectivo, como hay un estado de ánimo individual, que inclina a las naciones a la tristeza… Porque los individuos están demasiado involucrados en la vida de la sociedad como para que ésta enferme sin que ellos se vean afectados. Su sufrimiento se convierte inevitablemente en el suyo.”

Las sociedades decadentes, donde una población está despojada de poder político, social y económico, buscan instintivamente a líderes de cultos. Observé esto durante la desintegración de la ex Yugoslavia. El líder de un culto promete un regreso a una edad de oro mítica y jura, como lo hace Trump, aplastar las fuerzas encarnadas en grupos e individuos demonizados a los que se culpa de su miseria. Cuanto más escandalosos se vuelven los líderes de cultos, cuanto más se burlan de la ley y las convenciones sociales, más ganan en popularidad. Los líderes de cultos son inmunes a las normas de la sociedad establecida. Ése es su atractivo. Los líderes de cultos buscan el poder total. Quienes los siguen se lo conceden con la desesperada esperanza de que los salven. Todas las sectas son sectas de la personalidad. Los líderes de las sectas son narcisistas. Exigen servilismo obsequioso y obediencia total. Valoran la lealtad por encima de la competencia. Ejercen un control absoluto. No toleran las críticas. Son profundamente inseguros, un rasgo que intentan disimular con una grandilocuencia rimbombante. Son amorales y abusan emocional y físicamente. Ven a quienes los rodean como objetos que pueden manipular para su propio empoderamiento, disfrute y entretenimiento a menudo sádico. Todos los que están fuera de la secta son tildados de fuerzas del mal, lo que provoca una batalla épica cuya expresión natural es la violencia.

No convenceremos a quienes han entregado su capacidad de acción a un líder de secta y han abrazado el pensamiento mágico mediante argumentos racionales. No los obligaremos a someterse. No encontraremos la salvación para ellos ni para nosotros mismos apoyando al Partido Demócrata. Segmentos enteros de la sociedad estadounidense están ahora empeñados en la autoinmolación. Desprecian este mundo y lo que les ha hecho. Su comportamiento personal y político es deliberadamente suicida. Buscan destruir, incluso si la destrucción conduce a la violencia y la muerte. Ya no se sostienen en la ilusión reconfortante del progreso humano, perdiendo el único antídoto contra el nihilismo.

En 1981, el Papa Juan Pablo II publicó una encíclica titulada “Laborem exercens” o “A través del trabajo”. Atacó la idea, fundamental para el capitalismo, de que el trabajo era meramente un intercambio de dinero por trabajo. El trabajo, escribió, no debería reducirse a la mercantilización de los seres humanos a través de los salarios. Los trabajadores no eran instrumentos impersonales que se pudieran manipular como objetos inanimados para aumentar las ganancias. El trabajo era esencial para la dignidad humana y la autorrealización. Nos daba un sentido de empoderamiento e identidad. Nos permitía construir una relación con la sociedad en la que podíamos sentir que contribuíamos a la armonía y la cohesión sociales, una relación en la que teníamos un propósito.

El Papa criticaba el desempleo, el subempleo, los salarios inadecuados, la automatización y la falta de seguridad laboral como violaciones de la dignidad humana. Estas condiciones, escribió, eran fuerzas que negaban la autoestima, la satisfacción personal, la responsabilidad y la creatividad. La exaltación de la máquina, advirtió, reducía a los seres humanos a la condición de esclavos. Hizo un llamado al pleno empleo, un salario mínimo lo suficientemente alto para mantener a una familia, el derecho de un padre a quedarse en casa con los niños y empleos y un salario digno para los discapacitados. Abogó, para mantener familias fuertes, por un seguro médico universal, pensiones, seguro de accidentes y horarios de trabajo que permitieran tiempo libre y vacaciones. Escribió que todos los trabajadores deberían tener el derecho a formar sindicatos con capacidad de huelga.

Debemos invertir nuestra energía en organizar movimientos de masas para derrocar al estado corporativo a través de actos sostenidos de desobediencia civil masiva. Esto incluye el arma más poderosa que poseemos: la huelga. Al dirigir nuestra ira contra el estado corporativo, nombramos las verdaderas fuentes de poder y abuso. Ponemos de manifiesto lo absurdo de culpar de nuestra desaparición a grupos demonizados como los trabajadores indocumentados, los musulmanes o los negros. Damos a la gente una alternativa a un Partido Demócrata obligado por las corporaciones que no se puede rehabilitar. Hacemos posible la restauración de una sociedad abierta, una que sirva al bien común en lugar de al lucro corporativo. Debemos exigir nada menos que pleno empleo, ingresos mínimos garantizados, seguro médico universal, educación gratuita en todos los niveles, protección sólida del mundo natural y el fin del militarismo y el imperialismo. Debemos crear la posibilidad de una vida digna, con propósito y autoestima. Si no lo hacemos, aseguraremos un fascismo cristianizado y, en última instancia, con el ecocidio acelerado, nuestra aniquilación.


la vida de “los simpson” es hoy el “american dream”

Este artículo se publicó en febrero de 2021 en The Atlantic bajo el título “The Life in The Simpsons Is No Longer Attainable”. La bajada rezaba: “La familia disfuncional más famosa de la televisión de los años 90 disfrutaba, para los estándares actuales, de una existencia segura que es hoy un sueño.”

Este artículo apareció en One Story to Read Today, un boletín en el que nuestros editores recomiendan una única lectura digna de leerse en The Atlantic entre el lunes y el viernes.




La familia disfuncional más famosa de la televisión de los años noventa disfrutaba, según los estándares actuales, de una existencia casi soñada y segura que ahora parece fuera del alcance para muchísimos estadounidenses. Me refiero, por supuesto, a Los Simpson. Homero, un graduado de secundaria cuyo trabajo sindical en la planta de energía nuclear requería poca habilidad técnica, mantenía a una familia de cinco miembros. Una casa, un automóvil, comida, visitas regulares al médico y suficiente para beber mucha cerveza en el bar local eran cosas alcanzables con un solo salario de clase trabajadora. Bart podría haber tenido que encontrarse con mil dólares para que la familia se fuera a Inglaterra, pero no tenía que preocuparse de que sus padres perdieran su casa.

Este estilo de vida no era fantástico en lo más mínimo; nada que ver con los departamentos ridículamente grandes de Manhattan en Friends. Al contrario, Los Simpson solían ser bastante comunes: se parecían mucho a mi familia de clase trabajadora de Michigan en los años noventa.

El episodio de 1996 “Much Apu About Nothing*” muestra el sueldo de Homero. Gana 479,60 dólares a la semana, lo que hace que sus ingresos anuales sean de unos 25.000 dólares. Los sueldos de mis padres a mediados de los noventa eran similares, al igual que sus antecedentes educativos. Mi padre tenía un título de dos años de la universidad comunitaria local, que pagaba mientras trabajaba de noche; mi madre no tenía estudios más allá del bachillerato. Hasta el divorcio de mis padres, éramos una familia de tres que vivía principalmente del salario de mi madre como recepcionista de un médico, un trabajo de clase trabajadora como el de Homero.

En 1990, el año en que mi padre cumplió 36 años y mi madre 34, se divorciaron. Y, lo que no es poco importante, ambos eran propietarios de una vivienda, una enorme hazaña para dos personas recién solteras.

Ninguno de los dos lugares era especialmente lujoso. Calculo que la superficie total combinada de ambos equivalía aproximadamente a la de la casa de los Simpson. Sus casas eran su única fuente de deuda; mis padres nunca han tenido un saldo pendiente en la tarjeta de crédito. En 10 años, ambos habían pagado su hipoteca.

Ninguno de mis padres tenía mucho margen de maniobra en cuanto al presupuesto. Recuerdo Navidades que, en retrospectiva, se parecían mucho a la que se retrató en el primer episodio de Los Simpsons, que se emitió en diciembre de 1989: adornos hechos a mano, bombillas fundidas y sólo un puñado de regalos. Mis padres no tenían aguinaldo ni ahorros, así que los mejores regalos solían venir de personas ajenas a nuestra familia inmediata.

La mayoría de mis amigos y compañeros de escuela vivían como nosotros, es decir, como vivían Los Simpson. Algunas familias tenían presupuestos más seguros, con margen para vacaciones familiares anuales a Disney World. Otras vivían más al límite, con padres que tenían segundos empleos como Santaclauses en centros comerciales o conductores de camiones quitanieves para cubrir sus déficits financieros. Pero todos creíamos que se podía llegar a fin de mes, con sólo una cantidad promedio de trabajo.

A lo largo de los años, Homero y su esposa, Marge, también se enfrentan a su cuota de dificultades. En el primer episodio, Homero se convierte en Santa Claus del centro comercial para conseguir algo de dinero extra después de enterarse de que no recibirá un bono de Navidad y la familia gasta todos sus ahorros navideños para eliminar el nuevo tatuaje de Bart. De vez en cuando, también pueden echar un vistazo a un tipo de vida diferente. En la temporada 2, Homero compra “Dimoxinil”, un producto para la restauración del pelo. Su abundante cabello le permite ascender al nivel ejecutivo, pero es degradado después de que Bart derrama accidentalmente el tónico en el suelo y Homero pierde toda su nueva cabellera. Marge encuentra un traje Chanel vintage en una tienda de descuento y, al usarlo, le otorga el acceso a los escalones superiores de la sociedad.

Los Simpsons comenzaron su temporada 32 el otoño pasado (se refiere a la temporada de 2020). Homero sigue siendo el sostén de la familia. Aunque ha tenido muchos trabajos a lo largo de la serie (incluso fue brevemente roadie de los Rolling Stones), está de vuelta en la planta de energía. Marge sigue siendo ama de casa y se encarga de criar a Bart, Lisa y Maggie y de mantener la casa familiar en los suburbios. Pero su vida ya no se parece a la realidad de muchas familias estadounidenses de clase media.

Ajustado a la inflación, el ingreso de 25.000 dólares de Homer en 1996 sería de aproximadamente 42.000 dólares hoy, alrededor del 60 por ciento del ingreso medio estadounidense de 2019. Pero, dejando de lado el salario, el mundo para alguien como Homero Simpson es mucho menos seguro. La afiliación sindical, que protege los salarios y los beneficios de millones de trabajadores en puestos como el de Homero, cayó del 14,5 por ciento en 1996 al 10,3 por ciento en la actualidad. Con esa disminución vino la pérdida de la seguridad de los ingresos y de muchos beneficios garantizados, incluidos el seguro médico y los planes de pensión. En el episodio de 1993 “Última salida a Springfield”, Lisa necesita aparatos dentales al mismo tiempo que se evapora el plan dental de Homero. Homero, que no puede permitirse pagar la ortodoncia de Lisa sin ese seguro, encabeza una huelga. El señor Burns, el jefe, acaba cediendo a la demanda del sindicato de cobertura dental, lo que da como resultado unos aparatos nuevos y relucientes para Lisa y un dolor de cabeza financiero menos para sus padres. ¿Qué habría hecho Homero hoy sin el apoyo de su sindicato?

Además, el poder adquisitivo del sueldo de Homero se ha reducido drásticamente. La casa media cuesta 2,4 veces lo que costaba a mediados de los años 90. Los gastos de atención sanitaria para una persona son tres veces más de lo que eran hace 25 años. La matrícula media de una universidad de cuatro años es 1,8 veces más de lo que era entonces. En el mundo actual, Marge también tendría que conseguir un trabajo. Pero incluso así, tendrían dificultades. La inflación y el estancamiento de los salarios han provocado un aumento de los hogares con dos ingresos, pero una erosión de la estabilidad económica para las personas que los ocupan.

El año pasado, mis ingresos brutos fueron de aproximadamente $42,000, la cantidad que Homer estaría ganando hoy. Fue el segundo año de mayores ingresos de mi carrera. Quería comprar una casa, pero ningún banco estaba dispuesto a financiar una hipoteca, especialmente porque tenía menos de $5,000 para hacer un pago inicial. Sin embargo, mi padre me ofreció un contrato sin intereses ni pago inicial. Sin él, no habría podido comprar la casa. (En un episodio, el padre de Homero lo ayuda con el pago inicial de su casa).

Finalmente pagué mi deuda médica. Pero después de tener en cuenta todos mis gastos, mi ingreso bruto ajustado fue de solo $19. Y con los intereses capitalizados de mis préstamos estudiantiles que suman miles al saldo, mi patrimonio neto sigue siendo negativo.

No tengo a Bart, Lisa y Maggie a quienes alimentar, vestir o comprarles regalos de Navidad. No estoy seguro de cómo podría sobrevivir si así fuera.

Erika Chappell, una persona a la que sigo en Twitter, resumió recientemente mis sentimientos sobre Los Simpson en un tuit: “Que un programa que originalmente trataba sobre una familia disfuncional que apenas se aferraba a la vida de clase media después de la administración Reagan ahora se haya convertido en algo aspiracional es, francamente, la manifestación más evidente de la decadencia capitalista estadounidense que puedo imaginar”.


Para muchos, una vida de incertidumbre económica constante (en la que algunos de nosotros estamos a una crisis de perderlo todo, sin importar cuánto trabajemos) es normal. Los segundos empleos ya no son para tener dinero extra, sino para sobrevivir. No siempre fue así. Cuando se emitió por primera vez Los Simpson, pocos habrían predicho que los estadounidenses acabarían encontrando la vida familiar fuera de su alcance. Pero es así ahora para muchos de nosotros.

* El título del capítulo es un juego de palabras con el nombre de Apu, el personaje emigrante indio dueño del supermercado en la serie y la comedia de Shakespeare Much Ado About Nothing, que en español suele traducirse como “Mucho ruido y pocas nueces”.

Nota bene: en la traducción se respetaron todos los hipervínculos de la edición original e incluso muchos pueden leerse traducidos automáticamente.