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domingo, 8 de noviembre de 2009

el tío pedro

Reunión en el taller de Pushkariov, circa 1960.

Le había pasado a mediadios de año estos poemas de mi librito El tío Pedro a Mirta Rosenberg. Ahora pueden leerse en el último número del Diario de Poesía.

El tren

El tío Pedro llegó en tren.

Paysandú era aún

la calle desierta

de la siesta, el sol

del mediodía sobre las palmeras

de bulevar Artigas, y aquella vía

caliente,

la cuadra baldía. El tren

que venía.

El año setenta.

Todo eso vino con él: el bigote

grueso y la sonrisa abierta,

la familia reunida

en el andén, la tía María

que hablaba portugués

y aquella cárcel

que flotaba en el mar, el barco

inmóvil como un faro

frente a la costa del Brasil.


El aire

Familias como la nuestra

se evaporan. Debe ser

la extensión, este sol

incandescente, este manto

de humedad, esta cosa

ajena que llevamos

y pertenece al aire,

el aire enrarecido

de una tarde cualquiera

que recordamos sin saber

por qué, sólo sabiendo

que hemos pasado

la tarde soleada,

la primavera

enloquecida en el parque

donde las risas

y las voces

hablan otro idioma,

un idioma que entendemos

pero oímos ausentes

como un fuego que arde

en el horizonte de la noche.

Familias como la nuestra,

tío Pedro, son menos

que una familia, son,

si puedo con la idea,

la cavilación de un encuentro:

un silencio anterior

al encuentro, el tren

que llega con tu recuerdo.

Arena

Los tres pisos los subíamos por escalera:

nos lavábamos la arena de los pies en la canilla

del camino de baldosas amarillas y siempre

al bañarnos allá arriba, con la banderola abierta,

la boca pequeña donde silbaba el estrépito

y el eco del mar, dejábamos aún en la bañera

un reguero de arena, un débil aroma a lavanda,

cosas de las que no podíamos desprendernos

y se iban igual, corrían en el remolino de agua.

Los tres pisos los subíamos por la escalera

llevando tan delicados granitos de arena

que no cabían en la playa Malvín, donde quedaban,

al caer el día, unos bañistas prestados,

unas figuras de utilería, extraños y cercanos,

hechos de los moldes que habíamos dejado:

los cuerpos rojizos

contra el horizonte escarlata, un barco varado

allá al final del Río de la Plata, el dolor mestizo,

tío Pedro, de cosas que vuelven con tu muerte.


Asado

Y hubo aquel asado en casa:

el tío Pedro, mi prima Susana,

Esteban, mi familia, mi hermana.

Y hablamos, claro, del Uruguay,

de la Argentina, del Brasil, y hablé

con ese no saber, con la ignorancia

embriagada,

brutal: el desconocimiento sincero

de quien quiere querer.

Era el año 2003

y el tío Pedro también

venía a vernos sin saber

que moriría tres años después.

Es el 2008: “Todo empieza con una traición”,

me dice mi invitado. Venimos

de andar los barrios obreros,

los viejos guetos, la nueva

veta urbana de Rosario,

el barrio Refinería, el trazo

desdibujado de un laberinto

de vías, la mole de un carguero

que navega el Paraná

y vemos a través de los huecos

de las construcciones contra el río:

algo irrumpe, cristaliza y estalla

antes de volver

a las postales urbanas, algo

cuya esencia es desvanecerse,

desaparecer

para ser real.

Lugares

donde la herida de la historia,

el trabajo y la pobreza,

es ahora un detalle: casas

que enseñan la aspereza

de la huella del salario, del pan ganado con tristeza.

Todo es nuevo a medias ahí, todo es grúas

y esqueletos de torres contra el río,

y una corriente de autos en la que corremos

hacia la despedida. “Así empieza –dice mi invitado–

esta novela”: la traición, el destierro,

la veda. Y esta fantasía, que no nos mata

ni nos fortalece. Mi generación argentina

que vuelve de la guerra. Y este viaducto

sobre bulevar Avellaneda, este puente

sobre tierra. Y allá abajo los trenes

inmóviles sobre las vías. Y la tarde de verano

que se llena de tinieblas. Y estas cosas

que no dijimos, tío Pedro; estas cosas

nos reúnen en nuestra patria yerma.

Se asa la carne vacuna, las brasas la queman,

le secan la sangre y humedecemos con vino

nuestra charla ajena: no sé lo que digo

y lo digo

para saber de vos, para saber

de tu lejana huella.

Más allá hay un río,

tal vez un hueco, un vacío,

un recuerdo mío,

un tren que llega, cruza el campo baldío

y arriba al andén demolido,

tío Pedro.


Hotmail

kokimak22@hotmail.com era uno de los correos

del tío Pedro.

Me divirtió el nombre: el juego

con el que un hombre mayor

advierte ese tropezón

en el apellido paterno: uno lleva

ese apellido

como una mentira: ni sus letras son sus letras,

ni es algo conocido

lo que menta.

Y así, mentir y decir

entran en la misma cuenta:

¿quién sabe que el Makov es un río,

que el “s-k-y”

es la última partícula

de una pertenencia?

De repente,

se borra la cárcel, el exilio se borra y la derrota,

la derrota es una anécdota: ahí estaba mi tío,

entre los usuarios de un largo vacío,

algo menos que su nombre, algo menos que el mío,

y algo más que aquel río

que ninguno de los dos conocimos;

algo de eso escuché en ese desatino:

kokimak.

Kokimak,

kokimak.

El día que el tío Pedro murió,

en mi bandeja de correo

había un mensaje de kokimak. Traía

tres archivos de imagen adjuntos,

llevaba el asunto

escrito en inglés.

La máquina del cíber de Merlo

donde quise abrirlo

detectó en el mensaje un virus

y ahí quedó el envío,

con sus imágenes ciegas,

con su texto automático;

y el virus guardado y el nombre

del tío Pedro

llamando sin voz, flotando

en la máquina

navegando

una distancia sin materia.

El Oeste

El Oeste norteamericano, se sabe,

es menos una geografía

que un escenario. Menos un territorio

que el paisaje de unas almas

a mitad de camino

entre el destierro y un origen:

el destierro solitario

el origen incendiario,

la devastación de un pasado.

Recuerdo que Walter Brennan

fue Stumpy en Río Bravo, pero fue California

en un western de Anthony Mann: California,

porque conducía una diligencia y soñaba

con llegar un día a la costa del Pacífico; California,

porque ese nombre señalaba todo lo que no tenía.

Y está también Will James: “La botella de whiskey

era su prometida –dice la canción–,

pero su verdadero amor

era el Oeste”. Personajes

que engañaban la vida

con amores y deseos incumplidos, hombres

aferrados a un néctar que ofrecía

una magia única: no saciar la sed.

El western, se sabe, trata sobre la conquista

del pasado, no por lo que ese pasado

tiene de remoto, de historia, sino

por lo que tiene de origen: importa

que allí esté todo

porque ya no podrá ser alcanzado.

A mi padre le gusta el western. Tal vez

por esas razones. Razones que nunca

me ha declarado.

Mi tío Pedro y mi padre compartieron

esa buenaventura laica e insaciable,

esa lenta y silenciosa

construcción de un origen: para exiliarse,

para hacer del exilio

un paisaje del alma sedienta.

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