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lunes, 28 de diciembre de 2009

escrito en la llanura


A fines de 2004 me fasciné con El cielo de Jeremías, la novela de Rubén Tron, uno de los ganadores de los premios Musto de novela de ese año, que en su relato recupera un episodio de 1869, en Colonia San Carlos, que puso en alerta a indios, soldados y colonos. Lo entrevisté entonces. Dos por tres recomiendo el libro y el resultado es casi siempre el mismo, la gente queda encantada.

 Rubén Tron, foto de Leo Vincenti.

De chico había escuchado la historia en la versión de una tía que le contó que sus antepasados, en Colonia San Carlos, salían a trabajar la tierra con una escopeta en bandolera y que una vez tuvieron que usarla para enfrentarse a una partida de indios. Eso había sido en 1869, pero Rubén Tron, ganador del segundo premio del concurso municipal Manuel Musto de novela 2004 por su obra El cielo de Jeremías, averiguaría mucho más tarde la fecha y las circunstancias exactas.
“La novela estaba ahí”, dice Tron, descendiente de colonos suizo-franceses establecidos primero en San Carlos, a 160 kilómetros de Rosario, y fundadores luego, en 1883, de Colonia Belgrano, en el centro de la provincia. Su “ahí” significa en el libro Historia de San Carlos, de Juan Jorge Gschwind. La historia de Jeremías Magnin, de su huida, de su destierro, de su vida en la llanura sin fin, del asesinato de una familia de franceses a manos de los indios y de la muerte de un cacique, lo que movilizó a las fuerzas militares que entonces respondían al gobernador Mariano Cabal, mientras Bartolomé Mitre comandaba al ejército en Paraguay y luego de que Nicasio Oroño fuera desplazado de la gobernación por un golpe interno. En todo ese cuadro, la historia de Jeremías Magnin –que aún inquieta a sus deudos, según comprobaría Tron una vez lanzada su novela– desgrana la intimidad de una época en que la política de Domingo Sarmiento impulsaba la inmigración de agricultores no sin despertar la inquina de la dirigencia más tradicional.
Rubén Tron tiene los ojos claros que los criollos y los indios de su relato miran con desconfianza: hombres que destripan la tierra con arados y trabajan sobre el llano mientras el sol les calcina la pelambre rubia. Vivió siempre en el campo y a los 20 años, cuando terminó la secundaria en Colonia Belgrano (cuyo nombre refiere la belleza de los granos de cereal que se cosechaba en la zona antes que la epopeya del prócer), en 1973, se fue a estudiar Edafología a Santa Fe. “Si hubiera vivido en una ciudad hubiese sido periodista, me hubiera acercado a la redacción de un diario”, dice el escritor. Pero no reniega de sus días en la intemperie. Dice que no sabe lo que es una novela histórica, que desde que algo es novela el escritor “le pone cosas”, la convierte en ficción. Dice que le importa que en El cielo de Jeremías se lea también lo que sucedió en San Carlos en octubre de 1869: “Me interesaban los hechos históricos porque pueden servir para que se conozca un poco lo que era la vida de las colonias, la precariedad en la que fueron instaladas y lo hostil del medio para con los colonos que llegaban, pero lo que más me interesaba era desarrollar un poco este problema que se le presenta al personaje, que huye porque tiene que resolver su propio conflicto. Cuando leí por primera vez esa historia narrada por un historiador de San Carlos, porque hasta el momento sólo tenía testimonios orales, me dije: “Acá la novela ya está”, pero para mi la novela no eran los episodios que dieron origen a la huida de Jeremías Magnin, sino la huida misma, para mi la novela estaba en el personaje y en la llanura”.
Cuando a fines de diciembre de 2004 los medios locales dieron a conocer a los ganadores del Musto y resumieron el contenido de las obras publicadas, la familia de Jeremías Magnin, el personaje que protagoniza El cielo de Jeremías, ubicaron a Tron y pidieron explicaciones. Desde un pueblo del interior de la provincia, por teléfono, le llegó la voz de una bisnieta primero y, luego, la de su hermano. Más tarde, la de otra pariente que vive en Uruguay: “Preguntaban de dónde saqué la información –dice Tron–, les dije que era una novela de ficción, que el personaje se llamaba como el bisabuelo pero que lo había inventado yo. Estaban medio molestos. A partir de allí empiezo a enterarme de que las generaciones posteriores habían ocultado la historia, aparentemente esta manera en que muere Jeremías, que para mi no es para nada indigna ni vergonzosa, aunque se ve que no era así para ese momento, se ocultó, a tal punto que en Suiza se contó que lo habían matado los indios, que iba por el campo, vinieron los indios y lo mataron. Pero, según me entero, apenas muere Jeremías la familia se traslada a Esperanza. Lucía Guinand (la esposa) con los hijos. Y me entero después, tarde, porque hubiera sido buenísimo para la novela, que Lucía Guinand estaba embarazada de siete meses cuando muere el marido, el último hijo nace en diciembre del 69, Lucía muere al año siguiente. Pero me enteré también de que uno de los hermanos de Jeremías se había suicidado, Jean Magnin, que vino con Jeremías desde Suiza. Hubiera venido bárbaro para completar el cuadro de este conflicto que tenía Jeremías con el destierro, con haber dicho no vuelvo más, aparentemente se suicida porque no soportaba más estar acá, quería volverse y no tenía cómo”.
El lector más distraído puede engañarse fácilmente con la escritura de El cielo de Jeremías, con su aparente linealidad y su estilo prolijo, que exhibe los hechos como en un claro del llano. En realidad, la novela funciona como un palimpsesto. Jeremías Magnin es uno de los hombres de la Colonia San Carlos que encabeza una partida de colonos para dar con los asesinos de una familia entera de franceses que vivían de una pulpería, brutalmente degollados por un matón de esa época en que abundaba la mano de obra desocupada de las guerras que habían despedazado la incipiente nación. Tras los pasos del criminal llegan hasta San Jerónimo del Sauce y alguien da muerte al coronel Denis, un indio que había prestado sus servicios al ejército provincial. La situación pone en alerta a las tropas legales, a los indios y a los colonos y, según la historia oficial, el gobernador Cabal concurre a la Colonia para apaciguar los ánimos. Lo mismo haría al año siguiente, el presidente Sarmiento. El juego de intereses políticos que barajan en la gobernación, las intrigas entre una ficticia amante del jefe de policía de Santa Fe, la postura de los colonos, que ya años antes habían propuesto la autonomía comunal para su pueblo, el influjo de los planes de Urquiza antes de que una partida lo matara en su estancia, la cautela con la que la dirigencia santafesina recuerda la osadía de Nicasio Oroño, son todas situaciones que serpentean en la historia de Jeremías Magnin, quien huye y muere cercado por los soldados que debían dejarlo escapar.
“Lo de Oroño es fantástico –dice Tron–. Oroño sanciona la ley de matrimonio civil que, por supuesto, en 1860 no pudo prosperar. Santa Fe le hubiera sacado 25 años al Código Civil de Vélez Sarsfield. No lo dejaban. Principalmente porque se enfrentó con el obispo Gelabert y, fijate vos esto, en Santa Fe hay una calle que se llama Obispo Gelabert que es casi céntrica, y no hay ninguna calle Oroño. Rosario tiene, centralmente, un bulevar que se llama Oroño. La pelea la ganó Gelabert. Oroño quiso expropiarle el convento de San Lorenzo a los curas para poner una escuela agrícola y se armó un lío bárbaro. Le sacó a los curas los cementerios, les dijo «Denme las llaves porque ahora los cementerios son comunales». Incluso metió preso a un sacerdote que se negó a entregar las llaves. Son episodios que si se conocieran mejor ayudarían a entender de qué manera se discutían ciertas cuestiones hace ya 140 años”.
La novela de Rubén Tron también remonta un tema central de la literatura argentina: la extensión, la llanura, la huida, como si estableciera un diálogo, además de con la historia, con la tradición originaria de nuestras ficciones. “Creo que la llanura es un paisaje de alguna manera poco valorado por nosotros –dice el escritor–. Aparentemente es un paisaje sin ningún tipo de atractivo que deja a la gente indiferente. Y puede que sea así, desde el punto de vista de lo que uno ve impresiona más una montaña, una selva, un río, un lago, pero esa llanura que de alguna manera explica lo que es la región, esa llanura debe haber sido aterradora para los colonos que venían de Europa, que vivían en un valle, donde el sol salía a las once de la mañana y caía a las dos de la tarde, y el horizonte estaba marcado por la cresta de la montaña más próxima... Esto debe haber sido aterrador, lo que intento contar en la novela es esa sensación del colono, que se decía: «Acá uno puede estar cabalgando un día entero y da la sensación de que no avanzó, como que la llanura los aplasta, los supera...”
Es por lo menos curioso que Tron, ocupado en datos históricos, con ganas de encarar una historia de Cándido López, sentado en la oficina de la administración del campo de Timbúes donde trabaja, insista al final de la charla en que el llano y la “intemperie sin fin”, como quería Juan L. Ortiz, imponen al labrador –como dice de su padre– una percepción distinta de la naturaleza y el tiempo, que se mide ya por el círculo de las estaciones y las cosechas. Su Cielo de Jeremías enseña también un círculo, el que anuda la vida de los hombres con el pasado colectivo.



La charla en bruto
—Siempre fui un lector voraz y desordenado, en mi casa, somos cinco hermanos, todo el mundo leía. Leía lo que encontraba. Después empecé a interesarme más por la lectura de clásicos. Empecé a leer clásicos a los 15 años, la Divina Comedia, Homero, pero si llegaba el Patoruzito o Billken leía eso. Esto cuando estaba viviendo en Colonia Belgrano, hasta los 22 años cuando me fui a estudiar. Me fui a estudiar a Santa Fe en el 73, hasta el 79. Ahí pasamos a intersarme más por literatura ideológica, incluso en mi caso por teología y filosofía
—Como buen protestante...
—No es que haya dejado la parte de ficción... durante ese período me dediqué a ese tipo de lecturas, más motivado por el medio. A partir del 76 la cosa se puso dura.
—¿Literatura teológica clásica o teología de la liberación?
—No, un poco de todo, desde Heidegger, Kant, Theilard de Chardin y después teología de la liberación, Leonardo Boff... Después vino una tercera etapa, pasados los treinta, cuando uno va dándose cuenta, a veces demasiado tarde, de que no es el ombligo del mundo, de que algunos sueños (yo quiero ser...) los va ubicando en su justa medida y empieza a redescubrir aquellas cosas que alguna vez quiso y que por alguna elección.... Relativa, porque siempre digo que si hubiera vivido en Rosario, en una ciudad, lo más probable es que fuera periodista, me hubiera arrimado a un diario. En mi pueblo no tenía ninguna posibilidad. Lo mío era terminar el secundario y después... yo siempre viví en el campo, vinculado al campo, mi padre era labrador, mi elección fue un estudio que estuviera vinculada a la producción y a la tierra, que me gusta mucho... Pero entre los 15 y los 20 siempre quise ser escritor. Y eso estaba asociado con una visión medio romántica, de leer Melville, Hemingway... recién después, muchos años después, a partir de los 30 empecé a elegir qué cosas leía y unos cuantos años más tarde llego a un taller literario, en San Lorenzo, yo vivía en ese entonces en Oliveros... y me enganché, eso me cambió muchísimo, primero por el grupo que había, y luego porque me di cuenta realmente que podía escribir. Fui tomando confianza...
—Acá hay datos como de un origen en la novela, ¿esos cuentos también?
—No, debo tener escritos entre 20 y 30 cuentos... algunos fueron premiados por la editorial Desde la Gente, en el 97, y no tienen nada que ver con esto, transcurre en un bar, en un ambiente urbano...
—En la novela... pensaba en Saer, pero esta es más clásica, más puesta en diálogo con cierta literatura extranjera, menos preocupada por esa trama de lenguaje que desmenuza Saer, antes bien por ciertos hechos a los que le explora otro sentido... basada en hecho reales, como todas, ¿cuánto te interesaban esos hechos?
—Me interesaban. La idea era aprovechar una historia... Cuando leí por primera vez esa historia, porque hasta el momento sólo tenía testimonios orales, cuando leí por primera vez la historia narrada por un historiador de San Carlos me dije: “Acá la novela ya está”, pero para mi la novela no eran los episodios que dieron origen a la huida de Jeremeías Magnin, sino la huida misma, para mi la novela estaba en el personaje y en la llanura. Me interesaban los hechos históricos porque pueden servir para que se conozca un poco lo que era la historia de las colonias, la precariedad en la que fueron instaladas las colonias y lo hostil del medio para con los colonos que llegaban, pero lo que más me interesaba era desarrollar un poco este conflicto que se le presenta al personaje, que huye porque tiene que resolver su conflicto...
—Y esa relación con la mirada que lo persigue de la muerta, la esposa de Lefebre... que es ficticia...
—Sí, creados para que facilite conectar esto que había ocurrido en San Carlos con el manejo político, un cierto trasfondo intrigante que se vislumbra entre las distintas facciones que había entonces y cómo podían sacar provecho de la situación...
—Lo de Oroño...
—Lo de Oroño es fantástico... Oroño sanciona la ley de matrimonio civil que, por supuesto, en 1860 no pudo prosperar. Santa Fe le hubiera sacado 25 años al Código Civil de Vélez Sarsfield. No lo dejaban. Pero principalmente porque se enfrentó con el obispo Gelabert y fijate vos esto, en Santa Fe hay una calle que se llama Obispo Gelabert que es casi céntrica, y no hay ninguna calle Oroño en la ciudad. Rosario tiene, centralmente, un bulevar que se llama Oroño. La pelea la ganó Gelabert. Este Oroño quiso expropiarle el convento de San Lorenzo a los curas para poner una escuela agrícola y se armó un lío bárbaro. Le sacó a los curas los cementerios, les dijo “Denme las llaves porque ahora los cementerios son comunales”. Incluso metió preso a un sacerdote que se negó a entregar las llaves. Son episodios que si se conocieran mejor ayudarían a entender de qué manera se discutían ciertas cuestiones hace ya 140 años...
—La novela también tiene de interesante que recupera un tema central de la literatura argentina: la extensión, la llanura, la huida... Cuando ves la novela, aparte de la historia, lo que se percibe es el diálogo con una tradición de la ficción...
—Si me preguntaras qué dos autores prefiero leer, que me han marcado, son Saer, por el trabajo con el lenguaje y la forma de ambientar e imaginar la novela, y Saramago, sobre todo por un discurso diferente, ingenioso y muy bien logrado... En Las nubes y en La ocasión Saer habla de la llanura... Y creo que la llanura es un paisaje de alguna manera poco valorado por nosotros... aparentemente un paisaje sin ningún tipo de atractivo que deja a la gente indiferente. Y puede que sea así, desde el punto de vista de lo que uno ve, impresiona más una montaña, una selva, un río, una montaña, pero esa llanrua que de alguna manera explica lo que es la región, esa llanura más el hombre, imagino que esa llanura debe haber sido aterradora para los colonos que venían de Europa, que vivían en un valle, donde el sol salía a las 11 de la mañana y caía a las dos de la tarde, y el horizonte estaba marcado por la cresta de la montaña más próxima... esto debe haber sido aterrador, lo que intento contar en la novela es esa sensación del colono, que se decía, acá uno puede estar cabalgando un día entero y da la sensación de que no avanzó, como que la llanura los aplasta, los supera...
—Con los familiares...
—Esta gente se entera por La Capital... viven en Esperanza, son bisnietos de Magnin y llaman primero a San Carlos, donde les dicen que los Tron se fueron a Colonia Belgrano, y ahí dan con la casa de mis viejos, que le dan mi teléfono y me llaman. Primero mal, preguntando de dónde saqué la información, les dije que era una novela de ficción, que el personaje se llamaba como el bisabuelo pero que lo había inventado yo... Estaban medio molestos. Después me llama el hermano y se conectan con esta Ana María Magnin que vive en Paysandú y a partir de allí empiezo a enterarme de que en realidad habían ocultado la historia, aparentemente esta manera en que muera Jeremías, que para mi no es para nada indigna ni vergonzosa, pero para ese momento se ocultó, a tal punto que en Suiza se contó que lo habían matado los indios, que iba por el campo, vinieron los indios y lo mataron. Pero según me entero, apenas muere Jeremías, la familia se traslada a Esperanza. Lucía Guinan con los hijo. Y me entero después, tarde, porque hubiera sido buenísimo para la novela, que Lucía Guinand estaba embarazada de siete meses cuando muere el marido, el último hijo nace en diciembre del 69, Lucía muere al año siguiente. Pero me enteré también de que uno de los hermanos de Jeremías se había suicidado, Jean Magnin, que vino con Jeremías desde Suiza, dos años antes se había suicidado en Esperanza, me enteré después y hubiera venido bárbaro para completar el cuadro de este conflicto que tenía Jeremías con el destierro, con haber dicho no vuelvo más, aparentemente se suicida porque no soportaba más estar acá, quería volverse y no tenía cómo... se ahorcó de una viga, y el que fue a buscar el cuerpo fue Jeremías.

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