Cronista, traductor, ensayista, catedrático, guionista de cine y periodista en distintos géneros (cubrió varios mundiales de fútbol), Juan Villoro vuelve a escribir para el niño que fue y recuerda en la Ciudad de México de principios de los 60 con El libro salvaje. La historia recuerda vagamente los clásicos del mercado contemporáneo por esto de cerrarse en un lugar (la casa laberíntica del tío atestada de libros) para abrir un mundo. Sólo que en lugar de meterse en una rimbombante escuela de magos o andar sacudiéndose duendes y animales parlantes, el Juan que protagoniza esta historia enfrenta dos situaciones emocionales complejas: la separación de sus padres y el primer trato con el amor, al tiempo que descubre la biblioteca de su tío Tito, donde los libros se mueven en busca del lector y debe darle cacería a un volumen que nunca fue leído, el tomo salvaje del título.
“Un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo, hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos”, escribió Jorge Luis Borges en el prólogo a su colección Biblioteca Personal, publicada por Hyspamérica a mediados de los 80. Y culminaba: “Ojalá seas el lector que este libro aguardaba”. Estas palabras parecen haber proyectado la historia de El libro salvaje, en cuyas páginas se lee una referencia directa a Borges e incluso, en la disparatada organización de la biblioteca de Tito, una cita a “El idioma analítico de John Wilkins”.
El libro salvaje, con su héroe tímido que se inicia en los misterios del amor al tiempo que en los de la pérdida, puede leerse también como una suerte de decálogo del buen lector en el que Tito aconseja a sus sobrino Juan: “Hay gente que cree que entiende un libro sólo porque sabe leer. Ya te dije que los libros son como espejos: cada quien encuentra ahí lo que tiene en su cabeza”. O: “Hay libros malos (…), los tristes libros escritos por una persona que sufrió sin que eso fuera útil”.
En esta entrevista, que Villoro respondió desde Estambul, “bajo un sol de cimitarra”, como pone en el correo electrónico, el autor se refiere a esas relaciones en su libro, que van desde el homenaje a la reflexión sobre el ejercicio de la escritura.
—Hay una referencia concreta a Borges en El libro salvaje. ¿Qué nace primero, el homenaje o la trama?
—Lo primero que nació fue la trama. Durante años se me han perdido libros que luego encuentro en sitios extraños, como si se hubieran movido por su cuenta. Lo mismo me ha pasado con libros que busco. Antes de Amazon, tenía una relación muy azarosa con los libros que buscaba. En México no hay grandes librerías ni abundan las bibliotecas públicas. En ocasiones, conseguir un libro es cuestión de suerte. Para resignarme a esta situación comencé a pensar que los libros se acercan a ti según tus méritos: “Si no llega es que no lo merezco”. Después de muchos años de considerar que los libros se desplazan según su voluntad, decidí escribir una historia sobre eso. Extremando la idea, pensé en un libro que nunca hubiera sido leído y que no quisiera tener ningún lector, un libro salvaje, un “outsider”. Una vez puesto a la tarea de fabular, quise hablar de las muchas formas de la lectura y ahí, claro está, se cruzó Borges, que a estas alturas ya representa algo más que un autor: es un sistema de medida.
—La historia de aprendizaje e iniciación de El libro salvaje recuerda otras historias suyas. ¿Qué diferencias puede señalar entre esta trama, con un perfil para jóvenes y niños, y las de sus otros libros?
—Una buena historia juvenil funciona para todas las edades. La isla del tesoro apela a lectores de todo tipo. En mi caso, la decisión de escribir un libro predominantemente “juvenil” tiene que ver con el trato de la inocencia. El libro salvaje presupone que la inocencia del lector existe y que, en cierta forma, se modificará con los ritos de paso que entraña la lectura. El protagonista tiene 13 años y descubre la soledad, el gusto por los libros (que hasta entonces no le interesaban), una nueva forma de relacionarse con los adultos, el primer amor y, lo más importante, el modo en que todo esto se relaciona. Por otra parte, el libro salvaje es un “outsider”, alguien que quiere estar a solas, que decide ser incomprendido; en esto se parece mucho al lector adolescente. Digamos que el libro se dirige, en principio, a quienes están viviendo esos procesos en “tiempo real”, pero también a quienes deseen regresar al momento en que descubrieron todo eso.
—¿Al escribir para un lector joven la trama y los temas se volverían más “universales”?
—El tema central del libro es la lectura, que es, en esencia, un proceso universal. La biblioteca donde se adentra mi protagonista es un resumen del mundo, un cosmos donde las épocas y las nacionalidades se mezclan. Por otra parte, los niños y los jóvenes son más cosmopolitas que los adultos. Más allá de las diferencias de idioma, se relacionan sin problemas. La identidad nacional y el “color local” son invenciones de la edad adulta.
—A propósito, ¿a qué lector se interpela al escribir este tipo de literatura?
—El primer lector soy yo mismo. En este sentido, el desafío inicial era el de regresar de modo convincente a las sensaciones del fin de la infancia y el descubrimiento de la adolescencia. Me interesaba tratar el tema del divorcio, que determina la soledad del protagonista. Muchas historias juveniles surgen del aislamiento forzado de un muchacho, que va a dar a un internado o una isla desierta, o se queda huérfano. Mis padres se divorciaron cuando yo tenía 9 años y quise recuperar esa experiencia. El protagonista lleva mi nombre y su hermana se llama igual que la mía. Fueron simples gestos para situarme en escena y calentar motores para la invención. Al escribir tengo presente un compromiso de claridad con un lector que no dispone de un gran vocabulario; sin embargo, El libro salvaje es el más metaficcional de mis textos, porque el tema así lo exige, y creo que los jóvenes pueden disfrutar de un libro que está dentro de otro.
—El libro puede leerse también como una forma de iniciarse en la lectura, como un “decálogo” de lecturas. Como Wilde, señala usted que los libros “malignos” a veces se disfrazan de libros “útiles”. ¿Cómo sería eso en relación a su propia experiencia como lector?
—No quería hacer una celebración beata de la lectura ni declarar que todos los libros son fantásticos. Es obvio que hay libros pésimos, algunos porque están muy mal hechos, otros porque son perniciosos. Conocemos los efectos de Mi lucha, de Hitler. En mi caso, sufrí hondamente la lectura de Corazón, diario de un niño. Fue un texto obligatorio, que leí en la escuela, a los 12 años, un momento en que yo no leía por gusto y en que estuve a punto de quedar vacunado contra la lectura. Lloré con esa triste historia, sabiendo que me ayudaba a aprobar la materia, pero no pensé que eso pudiera comportar un placer.
—Hablando de Cortázar, la trama de El libro salvaje es bastante cortazariana: por cómo juega el tiempo en su estructura.
—El homenaje a Cortázar tiene que ver con los cruces de tiempo y, por extensión, es un homenaje a la literatura fantástica y los muchos viajeros del tiempo. Me interesaba que los libros no fueran vistos a partir de una erudición sino como criaturas vivas. Hay referencias a libros auténticos e inventados pero todas ellas tienen que ver con circunstancias de la vida cotidiana decisivas para la trama. Por eso Cortázar aparece a partir de unas galletas. El pasado y el futuro tienen sabores definidos, pero el presente es insípido, porque nunca acaba de constituirse.
—¿Cómo es esa relación a propósito de la lectura y la infancia, en el sentido que la infancia ha adquirido en los últimos tiempos?
—Hay dos situaciones básicas en el proceso de leer, que aparecen formuladas por el tío: los libros pueden ser vistos como espejos o como ventanas. Por un lado, reflejan ignoradas partes de ti mismo y por otro te permiten asomarte a sitios inauditos. Lo interesante es la mezcla de ambos recursos. Al leer descubrimos que tenemos ideas propias; misteriosamente, eso ya estaba dentro de nosotros pero requería de un espacio para salir (un espejo, una ventana).
—El libro transcurre en los que debe haber sido sus días de infancia-adolescencia, cuando no había computadoras ni celulares y la ciudad de México era muy distinta. ¿Por qué eligió esa época para situar la historia y cuál fue su experiencia mientras la escribía?
—No pensé en escribir una historia “de época”. Simplemente hice abstracción de los aparatos electrónicos, como si no existieran. En cierta forma, los libros los sustituyen o los prefiguran. A partir de Google se habla mucho de “motores de búsqueda”. ¿Qué es un libro si no un motor de búsqueda? La realidad virtual, el zapping y el sampleo están en el Quijote.
Desde que en 2004 ganara el Premio Herralde en España por su novela El testigo, la figura de Juan Villoro (México, 1958) como escritor e intelectual se agigantó en su país y en el mundo. El año pasado Villoro estuvo en Buenos Aires y presentó dos libros suyos que entonces había publicado en Argentina la ya desaparecida editorial Interzona. Entonces hablamos por teléfono y el tono cantarín de Villoro silbó al otro lado de la línea sus “ahorita” y “mira” y “ya ves”, con calma y firmeza, como quien habla como si escribiera. Entonces hablamos de “El crepúsculo maya”, uno de los cuentos de Los culpables y el autor decía que el relato “parte de una paradoja de estos tiempos. En ocasiones lo próximo nos resulta más extraño porque lo damos por sentado. Uno de los personajes de la historia se dedica a escribir para una revista de viajes, pero como es una revista típicamente latinoamericana no tiene dinero para mandarlo a Tailandia, ni a Tokio, entonces él, usando información de internet, escribe de viajes que nunca hace y lugares a los que no tiene acceso, su trabajo es en el fondo el de fabular realidades para el consumo del turista. Y esta misma persona hace un viaje por su propio país que se le va volviendo progresivamente extraño”.
En un pasaje de El libro salvaje el tío Tito señala que el lector de verdad es “quien puede leer hoy lo que pasó hace mucho”. Como en sus relatos para adultos aparece muchas veces este viaje doble: un personaje que se desplaza en el espacio (por el país o la ciudad) y, a la vez, relee o recoge algo que sucedió hace mucho, como en “El crepúsculo maya”, le pregunté a Villoro cuál sería entonces esa relación entre lectura, historia y escritura. “Es muy sugerente lo que comentas. Como dice el tío Tito en El libro salvaje, los libros son un medio de transporte. Quien lee se sitúa imaginariamente en otro sitio. En ocasiones, he escrito historias en las que el desplazamiento físico lleva a un desplazamiento temporal, a recuerdos o saldos del pasado que determinan la trama. También me ha interesado trabajar en sitios cerrados, como en la novela El disparo de argón, donde todo ocurre dentro de una clínica de ojos. En El libro salvaje todo sucede en la casa del tío, donde el protagonista debe pasar las vacaciones de verano por el divorcio de sus padres. En cierta forma, la casa y la desordenada biblioteca que contiene, es una isla desierta. El protagonista “naufraga” entre los libros, un hábitat que en principio le parece adverso y que poco a poco debe dominar. Una vez que se adentra en la lectura, se puede situar en planos imaginarios muy diversos, que por supuesto abarcan el pasado. Lo decisivo es que se trata de viajes con boleto de regreso: la lectura transforma el entorno y el entorno transforma la lectura. En ocasiones se piensa que vida y reflexión son categorías opuestas. Me interesaba señalar su interdependencia”.
Fragmentos de El libro salvaje
“Cada libro es como un espejo: refleja lo que piensas. No es lo mismo que lo lea un héroe que lo lea un villano. Los grandes lectores le agregan algo a los libros, los hacen mejores, pero pocas veces ocurre lo que dices. Cuando alguien modifica un libro para ti y tú puedes distinguirlo, significa que has llegado a la lectura en forma de río. Ningún río se queda quieto, sobrino, sus aguas cambian”.
“Hay gente que cree que entiende un libro sólo porque sabe leer. Ya te dije que los libros son como espejos: cada quien encuentra ahí lo que tiene en su cabeza. El problema es que sólo descubres que tienes eso dentro de ti cuando lees el libro correcto. Los libros son espejos indiscretos y arriesgados: hacen que las ideas más originales salgan de tu cabeza, provocan ocurrencias que no sabías que tenía. Cuando no lees, esas ideas se quedan encerradas en tu cabeza. No sirven de nada”.
“Hay libros malos (…), los tristes libros escritos por una persona que sufrió sin que eso fuera útil”.
“Un libro nunca es sólo un libro”.
“Alguien tiene que estar vivo para que el pasado exista y esa persona es el lector: el mundo de ayer sólo existe cuando alguien lo recuerda hoy”.
Publicado en La Capital de Rosario a fines de septiembre de 2009.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios se moderan, pero serán siempre publicados mientras incluyan una firma real.