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lunes, 21 de diciembre de 2009

temporalidades contemporáneas


En 2006, uando preparábamos con Lucio Guberman la edición del tercer número de la revista Lenta prisa, Guillermo Fantoni nos pasó este texto*, que nunca pudo publicarse en papel. Había preparado una bajada que decía: Las políticas del arte se dirimen en espacios y tiempos históricos. Ahora, ¿qué sucede cuando esa historicidad queda atada a frecuentes visitas institucionalizadas a períodos recientes, a la memoria y a un avance sobre un futuro despojado de dimensión crítica? Las imágenes que acompañan el ensayo también fueron sugeridas por Fantoni y son dibujos de Pablo Suárez (1920-1994) de su colección personal.

por Guillermo A. Fantoni


En el último tramo de los años 90, Paulo Herkenhoff se refirió a una concepción del tiempo que en América Latina conformaría un rasgo constante: frente a la poderosa presencia del pasado y la inclaudicable mirada hacia el futuro, el presente aparecería obturado, comprometiendo su identidad por las proyecciones míticas del primero y postergando toda acción transformadora que quedaría reservada para la posteridad. “El presente en Latinoamérica –nos dice– sería en tal caso negado, quedando situado en algún punto entre los dos territorios de Tierra de mañana y los Cien años de soledad. El tiempo se definiría a sí mismo como una dimensión en la cual el presente, aparentemente sin ninguna cualidad temporal importante, ahora sería un rehén de las relaciones temporales entre «después de» y «más tarde».”[i] El argumento, a pesar de que es formulado para diversos momentos históricos con sus respectivos casos en los que reverberaría esta peculiar relación, parece inevitablemente asociado a los años 60: la mención de la cultura del Realismo fantástico de Gabriel García Márquez y de la idea de anticipar un futuro cuyo rol sería salvar al continente del “pasado colonial” o suturar “la deuda social” resulta sumamente ilustrativo: la cuestión parece deudora de la ola que produjeron los procesos de modernización con sus diversos movimientos. Por un lado, el boom de la literatura latinoamericana, una de cuyas obras paradigmáticas es Cien años de soledad y por otro, las utopías de la década: la más módica, la utopía desarrollista del crecimiento autónomo y más tardíamente, la utopía máxima de la revolución. Y aunque se menciona una nueva mitología neoliberal en la que “el futuro llega con una promesa de consumo”, [ii] es obvio que se trata de una esperanza rápidamente disuelta y que no tuvo ni la pregnancia ni el magnetismo de aquellas.
Hoy, por el contrario, creo que vivimos en una suerte de presente perpetuo, sin pasado y sin futuro.[iii] El pasado nos llega preferentemente bajo la forma de la memoria, de la actualización de una experiencia asociada a la última dictadura militar que en Argentina produjo un brutal avasallamiento de los derechos humanos y el fenómeno de las desapariciones de personas. Si a esto agregamos la experiencia de los años 90 con la irrupción de la miseria y la exclusión, el resultado es una historia de ruinas con todo lo que connota esa imagen: pensemos, por ejemplo, en la iconografía de la muerte en la historia del arte. A partir de esa situación traumática, del futuro sólo se espera que no vuelvan a repetirse esos hechos, que si bien es importante, como expectativa me parece poco más que módica cuando la agenda de cuestiones pendientes –y dadas las regresiones más recientes en todos los órdenes– es verdaderamente abultada. Además, la memoria permanece acechada por dos situaciones igualmente peligrosas: la sacralización y el olvido.


Los futuros presentes
De todos modos, la exaltación del presente no es privativa de los últimos tiempos. La modernidad estética, como sostiene Habermas, comprende un haz de actitudes y de prácticas que tienen en común una “conciencia cambiada del tiempo”, la cual se expresa cabalmente a través de “las metáforas de la vanguardia”, que se concibe como “invasora de un territorio desconocido”. Pero justamente esa marcha hacia adelante, “esta anticipación de un futuro no definido y el culto hacia lo nuevo significan de hecho la exaltación del presente.”[iv] Este impulso –que se halla en las rupturas radicales de comienzos del siglo XX o en los programas de modernización a ultranza posteriores a la segunda Guerra Mundial y que seguiría operando en “la imaginería neoliberal sobre la globalización financiera y electrónica” del mundo posterior a la Guerra Fría– es lo que Huyssen llama los “futuros presentes”. Sin embargo, desde la década del 80 se fue produciendo un desplazamiento de “los futuros presentes a los pretéritos presentes”.[v] Fue en esos años, en el marco de los debates sobre la modernidad, que los artistas e intelectuales centraron su interés en la presencia de la historia y la tradición como problema estético y político. Se interrogaron tanto sobre de la legitimidad de este regreso y la fe no cuestionada en una permanente modernización, como sobre los intentos de hegemonía en torno a estos conceptos por parte de las instituciones y, a partir de esas pretensiones, acerca de la posibilidad de trazar tradiciones alternativas.[vi] En fin, debatieron estableciendo distintas posiciones y ensayaron diversas apropiaciones, emulaciones y deconstrucciones del pasado: desde la cita estilística errática propia de una suerte de arqueología del período moderno a la construcción de una cultura crítica que analizaba la herencia estilística vinculando las formas a los contextos estéticos e intelectuales, sociales y políticos. Los años 80 promovieron una profunda relectura de las vanguardias históricas y de los modernismos y en los 90 asistimos a un revival de los lenguajes de las neovanguardias. Incluso el boom de la década del 60 y el actual interés por las poéticas que tuvieron su auge en los años 70, así como por las relaciones entre el arte y la política en ambos momentos, podrían pensarse, al menos parcialmente, en esa clave explicativa. Y siguiendo la tónica de las recuperaciones, quizás dentro de poco –y sobre esto ya hay indicios– nos encontremos releyendo a los años 80. Sin embargo, no se podría afirmar que hoy exista una clara conciencia histórica de estos itinerarios y relecturas de la historia, ya que paralelamente a la cultura de la memoria, encontramos la presencia francamente dominante del arte contemporáneo, evocado en muchos casos como si fuese un nuevo “ismo”. Una presencia en la que sobrevuelan ciertas apelaciones a lo nuevo que parecen reavivar un clima modernista, pero sin el impulso utópico y trasformador del mundo que había acompañado a esa cultura.


Políticas institucionales
En los primeros años de la década del 80, Hal Foster se preguntaba cómo progresar más allá de la era del progreso, cómo podía romperse con un programa estético que consideraba a la crisis como valor y cómo transgredir la ideología de lo transgresivo. En otras palabras, cómo exceder la modernidad, el modernismo y la vanguardia y además, cómo “ante una cultura de reacción por todas partes” se necesitaba “una práctica de resistencia”,[vii] una afirmación que sigue tan vigente como hace veinte años. Sin embargo, a diferencia de ese momento cuando grandes sectores manifestaban sus reparos al experimentalismo politizado particularmente en su forma sesentista –lo que por otro lado hacía necesario afirmar una cultura crítica en términos no vanguardistas ni modernistas–, en la actualidad el arte político se ha convertido en un género permanentemente revisitado en la historia del arte y con un amplio consenso en el mercado artístico y las instituciones culturales. Una situación que representa un importante desafío, tanto más serio porque conocemos los límites históricos de una vanguardia institucionalizada a partir de la experiencia de los años 60. Es más, el reclamo del carácter crítico y político, o la celebración de este rasgo en la producción artística más reciente, marca de hecho un severo contraste con gran parte de las obras previas a 2001. De esta manera se arroja al arte producido en ambas coyunturas a una falsa dicotomía que no contempla el carácter huidizo y relacional que tiene el arte político o los múltiples vínculos –a menudo conflictivos– que pueden trazarse entre arte y sociedad, entre estética y política. Ante todo, el arte político no necesariamente implica la remisión a una exterioridad sino la consideración de una politicidad intrínseca en la misma producción que se manifiesta a partir de las condiciones sociales y culturales. Una politicidad que implica atender tanto las opciones y cualidades estéticas de las obras como considerar los límites y también los intersticios que cada momento histórico presenta.
Foster, un autor a quien ya hemos acudido, sostiene que las aventuras de la estética han sido uno de los grandes discursos de la modernidad, desde la época de su constitución como disciplina autónoma y la concepción del arte por el arte, pasando por su conversión en categoría negativa con Theodor Adorno, hasta las coyunturas históricas más recientes en las que ese dominio privilegiado sufre avatares y cuestionamientos que tienden a eclipsarlo.[viii] Fredric Jameson ha señalado cómo en las últimas décadas “la esfera de la cultura se ha expandido hasta hacerse coextensa con la sociedad de mercado a tal punto que lo cultural ya no se limita a sus formas tradicionales o experimentales anteriores, sino que se lo consume a lo largo de la propia vida diaria, en las compras, las actividades profesionales, las diversas formas a menudo televisivas del tiempo libre, la producción para el mercado y el consumo de lo producido, y hasta en los pliegues y rincones más secretos de lo cotidiano”. Una situación a partir de la cual “el espacio cerrado de lo estético también ha quedado abierto a su contexto” como lo ponen de manifiesto las críticas de los posmodernistas contra las nociones de “la autonomía de la obra de arte” y la “autonomía de lo estético”, que en gran medida continúan una fuerte tendencia registrable durante todo el período moderno.[ix]


Fricción crítica
Podemos lamentarnos ante las situaciones contemporáneas y remitirnos a momentos del pasado menos problemáticos pero, al fin y al cabo, este es el tiempo que vivimos y debemos operar en estas condiciones. No se trata entonces de recluirse en una esfera autónoma ni de volcarse en la vida sin ningún reparo: esa generosidad con el mundo que nos rodea tiene que contemplar una instancia donde el artista pueda plantear su negativa ante ciertos poderes y situaciones[x] y también, ante una identidad tan abrumadora entre el arte y la vida, exasperar las tensiones entre ambas para que en un punto la obra pueda producir una fricción, un destello. Se trataría de restituir provisionalmente una distancia que, aun siendo excesivamente lábil y efímera, permita liberar algún sentido crítico. Y que ante la exaltación o los reclamos de novedad como una suerte de fundamento de valor –que por cierto ha cumplido su ciclo histórico– el artista resguarde ante todo los giros a través de los cuales se expresa su diferencia. Porque ante un mundo plagado de regulaciones y con una forma de vida y de cultura que tienden a homogeneizar las prácticas y las formas, la búsqueda de lo singular y lo peculiar constituye una de las empresas posibles y un fundamento que siempre nos conectará con el proyecto creador. Aquello con lo que una obra, más allá de las determinaciones sociales y culturales, ajusta cuentas para continuarse y completarse como tal.

Guillermo A. Fantoni es historiador del arte, miembro de la Carrera del Investigador Científico (Ciunr), tiene a su cargo la cátedra de Arte Argentino en la Facultad de Humanidades y Artes de la UNR y dirige el Centro de Investigaciones del Arte Argentino y Latinoamericano en la misma casa de estudios.


* Este texto fue expuesto en la mesa “El arte en el contexto de la esteticidad difusa” en el marco del ciclo Ultra-medios. El arte, la tecnología y la visión, proyectado y coordinado por Horacio Zabala en el Espacio Fundación Telefónica, Buenos Aires, mayo de 2005.
[i] Paulo Herkenhoff, “Tiempo fracturado”, en José Jiménez y Fernando Castro (editores), Horizontes del arte latinoamericano, Madrid, Tecnos, 1999, p. 142.
[ii] Ibid., p. 143.              
[iii] Rubens Bayardo y Mónica Lacarrieu (compiladores), La dinámica global/local. Cultura y comunicación: nuevos desafíos, Buenos Aires, CICCUS, 1999, p.22
[iv] Jürgen Habermas, “La modernidad, un proyecto incompleto”, en Hal Foster (editor), La posmodernidad, Barcelona, Kairós, 1985, p. 21.
[v] Andreas Huyssen, En busca del futuro perdido. Cultura y memoria en tiempos de globalización, México, FCE, 2002, p. 13.
[vi] Andreas Huyssen, Después de la gran división. Modernismo, cultura de masas, posmodernismo, Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2002.
[vii] Hal Foster, op. cit., pp. 8 y 17.
[viii] Hal Foster, op. cit., p. 17.
[ix] Frederic Jamenson, El giro cultural. Escritos seleccionados sobre el posmodernismo 1983-1998, Buenos Aires, Manantial, 2002, p.150.
[x] Sobre la apertura hacia el mundo y simultáneamente la necesidad de una actitud crítica es iluminadora la propuesta de Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. La experiencia de la modernidad, Buenos Aires, Siglo XXI, 1989, pp. 21-22.

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