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viernes, 8 de enero de 2010

el dobry agente

Edgardo Dobry fotografiado por Yvette Moya-Angeler en abril de 2007. Estuve esta tarde con él en Rosario, en un bar de Italia y Córdoba, me habló de su libro sobre Lugones, de las cosas que separa el océano y, por suerte para mí, de Reinhardt Koselleck.

poeta, traductor y ensayista, el rosarino edgardo dobry trazó desde barcelona, en orfeo en el quiosco de diario (adriana hidalgo, 2007), una línea que busca correspondencias y oposiciones entre las distintas experiencias poéticas de la modernidad, de mallarmé a cavafis, apollinaire, ricardo molinari, alejandra pizarnik, arturo carrera, alejandro rubio, daniel samoilovich, garcía helder, o su amigo juan josé saer. esta nota iba a publicarse en ñ en ese año de 2007, pero los buenos oficios de fernando garcía parecen haber sido insuficinetes. estuve el miércoles pasado a la tarde con dobry en rosario, en un bar de italia y córdoba, donde hablamos de series de televisión, de películas, de la teoría del tiempo de reinhardt koselleck (que dobry descubrió para mí) y del libro sobre leopoldo lugones que reúne los postulados de la tesis doctoral de dobry y que el fce publicará este año, alentado entre otras cosas por los festejos del bicentenario.

Mythos
es uno de los nombres griegos para la poesía. El mito es la forma de poner el mundo en palabras y llevarlo de boca en boca. Así el extranjero, el exiliado lleva su patria en palabras. Es un mito y un símbolo, una oración que se reza en la lejanía, un lugar al que ya no se vuelve sino en espíritu. Si la patria es un símbolo más real que lo simbolizado, ¿cuánto importa su tamaño y su ubicación? Se está en casa tanto en una inmensa llanura, como en una pieza, una página o una calle.
Así, la “zona” de Juan José Saer es más y es otra cosa que el río Colastiné, que las calles de Rosario o Santa Fe. Así, la calle Putget o Putxet, es más que una arteria de Barcelona, con su plaza y su reducto de argentinos expatriados. Y en esa misma ambigüedad de lo que es y no es reside una clave de lectura de la poesía y la literatura contemporánea. Por eso, que Trabajos, el libro de ensayos publicado póstumamente de Saer, esté dedicado al intrigante “clan Putget” no es un dato menor. El poeta, traductor y ensayista Edgardo Dobry, autor del libro de ensayos Orfeo en el quisco de diarios, es parte de ese clan que completan otros rosarinos como él: la ensayista Nora Catelli y el psicoanalista Jorge Belinsky; los tres, el círculo más próximo del autor de La Mayor en Barcelona. Ciudad que, como el mismo Dobry lee en los viajes de Sarmiento, está “
en una España que al mismo tiempo no lo es”.
En cuatro partes o dominios, Orfeo en el quiosco de diarios reúne ensayos inéditos que nacieron como tema de ponencias académicas, junto con textos que aparecieron en publicaciones de España y Argentina, como Cuadernos Hispanoamericanos, Diario de Poesía, Sibila, Ínsula, entre otras. Beatriz Sarlo señala en la contratapa: “El «dominio ibérico», que incluye poemas y traducciones españolas y catalanas, no es la menor cualidad de este libro inusual. Y su perspicacia no se muestra sólo en las observaciones sobre el desencantamiento poético del siglo XX. La lectura de poetas argentinos (Molinari, Pizarnik, Saer, Carrera, Samoilovich, García Helder) integra un cuaderno de notas, donde Dobry se nos muestra leyendo a sus contemporáneos con experiencia y destreza. Las austeras, casi distantes páginas sobre Pizarnik son, entre otras de este libro, decididamente originales”.

En su libro de poemas El lago de los botes y, concretamente en los versos que le dan título al volumen, Dobry halló en ese lago artificial de un parque de Rosario el hilo de una mitología personal, urbana, comunitaria: el lago de los primeros besos, de los recién casados, de los juegos de la adolescencia. Un lago que se multiplica en fotos y relatos, un Colastiné saeriano, pero doméstico, como quien dice en alpargatas. En Orfeo en el quisco de diarios Dobry explora estos procesos en algunos de sus más cercanos contemporáneos. De Arturo Carrera dice: “
El poeta es un mitologizador de la memoria colectiva, aquel que busca en el acontecimiento individual la proyección de algo inherente a la historia, a la especie, a la nacionalidad”. Y de su amigo Saer: “Si el mito comporta el relato, en Saer el poema va hacia el mito para convertirse en «arte de narrar»”.
Desde su pequeña patria de la calle Putget, Dobry habla de los interrogantes con los que fue construyendo estos ensayos.

—El libro
Orfeo en el quisco de diarios tiene un tono muy argentino.
—Sí, un sesgo en la lectura, digamos.

—Una operación también. La de configurar una genealogía, la de leer a Mallarmé, a Bécquer y Cavafis, junto con Daniel García Helder, Daniel Samoilovich, Martín Gambarotta, más allá de que esto suceda en distintas secciones del libro, sobre todo hay como el peregrinaje de un poeta en el extranjero.

—Puede ser, creo que hay una perspectiva en la mirada, quizás no tengo el atajo de ciertos guiños y tengo que entrar en materia y buscar las respuestas. Todos estos ensayos parten de preguntas, de interrogantes, no de certezas. Por ejemplo, el ensayo sobre poesía argentina de los noventa parte de la pregunta acerca de cómo formular una poética de mi generación porque en determinado momento me di cuenta que, desde el extranjero, estaba siguiendo algunos caminos muy semejantes a gente que vivía en Buenos Aires o Rosario. De todas formas, yo soy admirador de los poetas críticos, creo que en la poesía moderna muchos de los poetas importantes han sido “pensadores” de su lugar dentro de su tradición y de la genealogía que ellos mismos se construyen. Eliot dice que un poeta debe ser contemporáneo de Dante y del diario de hoy. Y creo que muchas veces la crítica de poesía es vaga, floja, “literaria”. Cuando en realidad lo interesante es ponerse a contestar en serio el interrogante que un poema te plantea. Un enigma tiene una solución, y la solución desactiva el enigma. Pero el poema es símbolo, y tiene interpretaciones. Y cada interpretación, en lugar de desactivar el poema, lo vuelve a cargar de significado. Un clásico es un símbolo que no caduca. Y por eso me gustan los cruces que se producen en las lecturas. Me desafío a contestarme cómo funciona eso.

—Tu libro viene a aumentar esa suerte de “tradición” de poetas que son a la vez ensayistas.

—Para mí el ensayo es un acto creativo. No creo en la idea de que el ensayo es un producto “de segunda mano”. O que es literatura en segundo grado, o metaliteratura, nada de eso. Creo que un poema es un motor de escritura. Creo que hay una aventura en buscar los derroteros por los que un poema se conecta con otro y en ese cortocircuito generan un sentido. Porque un sujeto que lee no es nunca inocente, está ya tejido de otras lecturas y entonces surgen concesiones raras. Y uno inventa, uno “historia” esos cruces.

—Es lo que viene a señalar en
Orfeo el ensayo sobre Bécquer leído por Cernuda, Guillén y Juan Ramón Jiménez, que quieren ver en él un puente con el romanticismo.
—Sí, o el de Cavafis, de dónde viene la anécdota del poema. Cómo pasa por Cicerón, Plutarco, Shakespeare, Montaigne. Cómo le llega a Cavafis y lo que hace él con eso. Es la manera en que el mito se vale de los poetas para avanzar, para mantenerse vivo. La historia de un mito vivo, rehistoriado, es un caso de vampirismo.

—Esto haría pensar que en el libro hay una tensión fuerte que atraviesa todos los textos; entre el mito y la historia. Desde Saer mitologizando el litoral hasta García Helder haciendo poesía como quien maneja una cámara. O Mallarmé y Pizarnik mirándose en el espejo como Narciso.

— Claro, además están las estéticas. La relación entre historia y forma. Una buena parte de este libro intenta contestar a la pregunta acerca de por qué la poesía se retira del mundo, se vuelve asunto gremial, para iniciados. Esa es una cuestión de estética y de historia.

—¿Cómo sería esto de la estética y la historia?

—Tiene que ver con Dante por un lado y con el diario de hoy por otro. Por ejemplo, Mallarmé es el primer poeta que se asusta del lector masivo, y que se siente obligado a defender el ámbito de la poesía del lector vulgar, del lector de periódicos. Entonces crea una estética de resistencia, en él el hermetismo es una forma de alejar al lector no iniciado.

—En estos ensayos tuyos hay un peregrinaje, una cosa de extranjera. ¿Sería esa extranjería una suerte de “lugar”?

Puede ser, no lo había pensado.
—Es fuerte esa imagen en tu poesía, en
El lago de los botes, por ejemplo. Pero también en el ensayo sobre los viajes de Sarmiento.
Yo creo que a veces la literatura argentina se lee en una clave demasiado argentina y en realidad no se puede negar el ámbito europeo, norteamericano. Sí, en particular me interesa cómo se define Sarmiento en relación con lo extranjero. Porque no hay que olvidar que la generación romántica es la que “inventa” argentina. Eso es un fenómeno muy americano. Las nuestras son culturas que se piensan hacia adelante, porque hacia atrás no hay más que un gran vacío, la argentina en particular. Y ese invento se hace por oposiciones: por aquello a lo que querían parecerse y aquello a lo que rechazaban parecerse. España era lo que menos querían imitar. Pero tenían el problema de que la lengua era la misma. En esa operación de escribir en castellano sin ser españoles creo que hay algo fundacional de la literatura argentina.
—En
El lago de los botes escribiste que el lago era toda una “mitología en una ciudad sin más historia que una decrépita promesa de futuro”. En Orfeo hay mucho de historia y de poesía, ¿puede ser que la forma de abordar esa historia sea justamente con ese movimiento temporal que señala el poema?
Sí, puede ser. En realidad esos versos del Lago salen de una cosa que escribe Martínez Estrada en Radiografía de la pampa donde dice que como la Argentina no tenía pasado sólo podía tener futuro y por eso la posesión de la tierra se convirtió en el bien más precisado de la pampa. Lo de “decrépita” ya es mío.
—En la última parte del libro, donde abordás a los que serían tus contemporáneos en el sentido más llano del término, mencionás esta operación nacida en torno al Diario de Poesía, esto de sacarse de encima a Borges apelando a Leónidas Lamborghini. ¿Cómo sería esa operación y cuál es su puente con los poetas de los 90, Alejandro Rubio, Martín Gambarotta?

—C
reo que la poesía de los noventa y buena parte de la poesía actual en la Argentina tiene una fuerte impronta política, en eso también se parece a la de los sesenta. Y a cierta poesía “realista” que se escribió en España también allá por los cincuenta, sesenta. Lo que pasa es que ahora la política no aparece como consigna, como doctrina, sino como violencia ejercida directamente sobre la forma y sobre la lengua.
—Como en el primer verso de Alejandro Rubio en
Metal pesado: “Me recontracago en la rechota democracia...”
—Sí, e
n uno de los últimos capítulos del libro intento historiar esa tendencia de la poesía argentina a expresarse en la lengua coloquial, incluyendo la parte más vulgar de ese decir. Pero también intento mostrar cómo la instancia formal funciona siempre. Por eso hago el intento de decir que hay que leer ese verso de Rubio que citás literalmente, porque en la lengua vulgar también hay multitud de imágenes galvanizadas, “cagarse” por ejemplo como metáfora de rechazar algo fuertemente. Pero ¿qué pasa si le devolvemos el sentido literal a esa palabra? ¿No es precisamente la poesía el espejo donde lo metafórico puede volverse literal y viceversa? ¿No son las oclusivas de Rubio una serie de pequeños estallidos de violencia contenida?


>>> Edgardo Dobry
, Rosario, 1962, poeta, traductor
Tras hacer su licenciatura en Letras en la Universidad Nacional de Rosario, Santa Fe, se doctoró en Filología por la Universidad de Barcelona con la tesis “Lugones y la «invención» de la lengua nacional argentina”. Es crítico habitual de Babelia, el suplemento cultural del diario El País de Madrid y miembro del consejo editor del Diario de Poesía. Publicó los libros de poesía Cinética (Buenos Aires, Tierra Firme, 1999; y Madrid, Dilema, 2004) y El lago de los botes (Barcelona, Lumen, 2005). Tradujo, entre otros, a Giorgio Agamben, Roberto Calasso y Sandro Penna. En la actualidad reside en Barcelona.

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