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domingo, 15 de noviembre de 2009

licencia para matar



en febrero de 2003, tras leer un cable de efe sobre la subasta de los diarios del verdugo anatole deibler, escribí esta nota con todo lo que pude encontrar, más el aderezo de unas citas de victor hugo y roger caillois que, como la faja de la sade, no se le niegan a nadie. al revisar la página con la hisitoria de la guillotina vuelvo a espantarme...


El 2 de febrero de 1939, hace 64 años, la muerte de Anatole Deibler conmovía a Francia menos por sus circunstancias que por el sorpresivo descubrimiento de la identidad de aquél anónimo viejito de 75 años fulminado por un infarto mientras esperaba el metro, en París, una mañana fría en la que se disponía viajar a las provincias a hacer su trabajo. Sus ojos, entreabiertos y perdidos en la tiniebla de la muerte, mientras yacía en el andén de la estación ferroviaria, habían visto rodar 400 cabezas humanas y ese día verían rodar una más si ese ataque al corazón no hubiese detenido sus tareas. Deibler era el verdugo oficial de Francia, trabajo que desempeñó desde los 19 años, cuando comenzó ayudando a su padre, Louis, y por el que el Estado le pagaba a través de un contrato. La República no quería tener entre sus funcionarios al hombre que era el último eslabón de su administración de justicia, el que mantenía, armaba, desarmaba y ejecutaba la guillotina.
Deibler era metódico, llevaba un diario en el que algunos pasajes mencionan, sin remordimientos aparentes, que de joven intentó sacudirse el sayo de la tradición del oficio familiar: su abuelo alemán y su padre, radicado en Francia, habían sido verdugos (le sucedería su sobrino). Esos diarios, 14 cuadernos manuscritos en lápiz y tinta que suman dos mil páginas, fueron subastados el 4 de febrero pasado por la muy distinguida casa de ventas Drouot-Richelieu, en París, a 109.400 dólares. La identidad del comprador, como hace 64 años la identidad del autor de esas anotaciones, fue mantenida en reserva.

Un asesino legal
Cuando aún no había fundado la Escuela de Sociología parisina y u curiosidad escarbaba en los sucesos cotidianos como en los libros, el precoz Roger Caillois, en su Sociología del verdugo, describió la cobertura minuciosa y prolífica que la muerte de Deibler tuvo en la prensa de Francia y anotó: este hombre había hecho rodar las cabezas de cuatrocientos de sus semejantes y, cada vez, la curiosidad se había orientado hacia el ejecutado, nunca hacia el ejecutor. Es decir: el verdugo no tenía nombre, era todos, era el Estado, no tenía cara, no era nadie como no son nadie los cuatro tiradores innominados de los fusilamientos sumarios. Y algo más: era como si una interdicción misteriosa y omnipotente prohibiera evocar al maldito; como si un obstáculo secreto y eficaz impidiera hasta pensar en hacerlo.
En 1898 Anatole Deibler sucedió a su padre, que era el verdugo oficial desde 1879, aunque su trabajo en el uso de la guillotina había empezado antes, a los 19 años, cuando Louis, el progenitor, lo llevó consigo para que fuera sus asistente.
La de asistente de verdugo no era una tarea menor. Leon Berger, en 1870, asistente y carpintero del verdugo Nicolas Roch, desarrolló y puso en práctica un modelo de guillotina (cuya imagen es la que tenemos grabada: el filo oblicuo, la hoja suspendida y trabada en la cima) que se usaría hasta el fin de las ejecuciones públicas, en 1939.
Pero a los 19 años, cuando Anatole comienza a colaborar con su padre, que había heredado el cargo de Roch, su suegro, lejos estaba de querer continuar la tradición familiar. Atraído por la obra de Victor Hugo (que abundaba en ejecuciones). El joven Deibler podía pasar por un poeta taciturno, narcotizado por una obra futura, cuya oscuridad percibía en la oscuridad de sus lecturas. Faltaban aún dos largas décadas para que el mote de poeta maldito se difundiera en Francia y, para entonces, Deibler ya era un verdugo consumado: un ejecutor personal, un asesino legal, empleado del Estado que, como observó Caillois: no hablaba ni era objeto de manifiesta atención, se le volvía literalmente la cara y como el condenado –su par, su complemento necesario– sólo existía a partir y en función de su muerte, que lo legitimaba, la daba identidad, le quitaba la capucha. Al menos en esa simultánea atracción y repulsión que le provocaba su trabajo, Deibler podía ser observado como un poeta maldito.

Los 400 golpes
Un día antes de morir, encerrado en su despacho, en la prisión Santé, en las afueras de Versalles, Deibler se sentó frente a su cuaderno gris y anotó en tinta roja: “396”, hizo correr la pluma en el papel, trazó un firme guión y escribió: “300”. La primera cifra mentaba el número de cabezas que había visto rodar desde 1890, cuando su padre lo obligó a ser su ayudante, es decir, llevar y traer los cestos donde se depositaban las cabezas de los ejecutados, limpiar el filo de la guillotina y dejarlo reluciente y afilado, para que el corte acabara de un golpe certero con la vida del siguiente condenado; desarmar todo el aparato y dejarlo en condiciones para la próxima ejecución. El segundo número cifraba las cabezas que el mismo Anatole había hecho rodar desde que se había hecho cargo del negocio.
Gérard A. Jaeger, en L’homme qui trancha 400 têtes, describió la vida de Deibler de un modo tan gris como dejaban intuirlo las anotaciones del diario del verdugo, que un anónimo comprador se llevo hace unas dos semanas por poco más cien mil dólares. La biografía de Deibler salió en el 2000 y aún espera una traducción al castellano.
A los 19 años el joven Deibler, quien ya entonces mantenía en secreto hasta último momento el oficio de su padre entre las doncellas de la época, imbuido de las lecturas de Hugo, sintió por primera vez aquello que su autor favorito describía en un pasaje de Los Miserables: “Nadie permanece neutro ante la guillotina. Quien la divisa se estremece con los más misteriosos escalofríos”. Una marea de olor acre lo punzó con las sensaciones más crispadas la primera vez que el tronco de un condenado escupió sobre la cesta un baldazo de sangre. Anatole sintió náuseas y presintió que ese olor lo perseguiría por las noches. Entonces se desentendió de sus emociones y se aferró a los instrumentos que le habían asignado como si espantara esos fantasmas al afirmar el tacto. Su abuelo Joseph, en cambio, lo mismo que su padre Louis, le habían advertido ya, como anotó Anatole en 1885, que cada vez que dejaban caer el pesado filo sobre la testa de un condenado “no hacían más que expresar la voz del pueblo” y que eso eximía al trabajo de cualquier tipo de emoción. En ese año, en Argelia, Anatole comenzó su ayudantía, que consistía en transportar hasta el sitio de la ejecución el patíbulo, además de montarlo y desmontarlo; guardar la guillotina, mantenerla en perfecto estado y correr con los gastos de la reparación si se estropea. La cuchilla es afilada antes de cada uso.
Cinco años y catorce ejecuciones corrieron antes de que el muchacho obtuviera su licencia para matar y se convirtiera él mismo en el verdugo de Francia, como mandaba la ley desde 1870, que establecía un solo ejecutor jefe para las dos guillotinas de todo París y Córcega.

La primera vez
El primer condenado que ejecutó Anatole se llamaba Lantz y había sido acusado de haber matado a golpes a su padre hasta hacerle estallar la cabeza. Los hechos se empeñaban en desparramar signos por el camino de Anotale. Él, que siempre había deseado escapar del oficio paterno debía ajusticiar a un parricida.
En 1892, dos años después de establecerse Anatole en París, cuando se sucedían las ejecuciones a anarquistas, la doncella (como se le llamaba a la guillotina en el condado de Gibbett, en Inglaterra), le arrebató de sus manos a su prometida, la hija de una fabricante de guillotinas, quien le espetó que no aceptaría jamás ver a su hija en brazos de un hombre que cada día acariciaba las cuchillas que él fabricaba. Anatole anota al pasar esta circunstancia antes de ejecutar al anarquista Émile Henry, de 20 años y dotado de una excepcional inteligencia, como remarcaron las crónicas periodistas de entonces, que antes habían pedido al presidente de la República, Sardi Carnot, el indulto. Pero el perdón no llegó jamás y otro atentado anarquista acabó con la vida de Sardi. Y de nuevo la guillotina decapitó a un hombre, esta vez acusado de magnicidio.
Tras presenciar la ejecución de Henry, el escritor y pensador George Clemenceau escribió: «Sólo el espectáculo de todos esos hombres asociados para matarle, por orden de otros funcionarios, igualmente correctos, que, mientras tanto, duermen con un sueño apacible, me subleva como una horrible cobardía (...)». Se iniciaba la discusión acerca de la pena de muerte en Francia, que culminaría con la última decapitación, en 1977.
Durante los primeros años del nuevo siglo XX, en el club de ciclismo al que concurría a diario, Anatole cortejó a Rosalie Rogis, unos catorce años menor que él. Cuando las conversaciones con la chica prometieron algo más que charlas galantes, Anatole se limitó a decirle que era un funcionario de la República, cosa que de un lejano modo era cierto. Hasta que un día le confesó cuál era el tipo de cargo que desempeñaba en la estructura del Estado. Rosalie no pareció incómoda por el oficio de su futuro esposo aunque, de todos modos, ese dato no figura en el acta matrimonial. Un día más tarde, en ocasión de una nueva ejecución, Deibler anotó en su cuaderno: «La muerte, cualquiera que sea la razón que la provoca, debe mantenerse digna».
Rosalie le dio a Anatole una hija, Marcelle, por la que el verdugo profesó un amor lleno de cuidados que lo distraía de su trabajo metódico y preciso (como el doctor Guillotin, creador del aparato de ejecuciones que lleva su nombre, creía que la guillotina era la forma menos dolorosa de infligir la muerte).
Seis mil francos en doce entregas distribuidas a lo largo del año era el salario del verdugo oficial de Francia. El monto, del que Deibler debía descontar los gastos de reparación y mantenimiento de la guillotina, no figuraba en la contabilidad de la Administración pública. El verdugo de Francia, en los papeles, no existía. André Obrecht, sobrino de Anatole, casi como en la película de Luis García Berlanga, El Verdugo (1951), continuó la tradición familiar.

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