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sábado, 23 de octubre de 2010
lunes, 18 de octubre de 2010
composición de lugar
El 17 de octubre pasado Irina Garbatzky firmó en Señales esta reseña de mi libroto San Nicolás de la frontera.
Hernán Moreno (niño) y su padre en la puerta de su casa del barrio Somisa (circa 1970). Foto cedida por Hernán a través de Facebook.
por Irina Garbatzky
"No sé por qué esas cuestiones de tiempo atrás que no viví sino en su irradiación me dicen algo de mi vida" escribe Pablo Makovsky hacia el final de San Nicolás de la frontera. Aprovechar de la crónica la posibilidad de entramar géneros y confrontar el relato histórico y la descripción geográfica con una topología del afecto parece la forma de responder a esta pregunta. La consecuencia es una crónica sobre San Nicolás de los Arroyos, la ciudad a la que el escritor arribó a los once años. Se trata en este caso de una construcción de lugar a horcajadas entre la realidad y lo imaginario. El tono del cronista, por lo tanto, apela a la sensibilidad del descubrimiento y a cierto afán por historiar la ciudad de la adolescencia, de cuya percepción parece tener más recuerdos ajenos o señales vagas que precisiones.
"No sé por qué esas cuestiones de tiempo atrás que no viví sino en su irradiación me dicen algo de mi vida" escribe Pablo Makovsky hacia el final de San Nicolás de la frontera. Aprovechar de la crónica la posibilidad de entramar géneros y confrontar el relato histórico y la descripción geográfica con una topología del afecto parece la forma de responder a esta pregunta. La consecuencia es una crónica sobre San Nicolás de los Arroyos, la ciudad a la que el escritor arribó a los once años. Se trata en este caso de una construcción de lugar a horcajadas entre la realidad y lo imaginario. El tono del cronista, por lo tanto, apela a la sensibilidad del descubrimiento y a cierto afán por historiar la ciudad de la adolescencia, de cuya percepción parece tener más recuerdos ajenos o señales vagas que precisiones.
Toda ciudad del interior tiene sus secretos y sólo el que escribe puede hacer de eso algo misterioso. Uno de estos secretos es que en las islas de Las Lechiguanas, frente al Club Regatas de San Nicolás, se realizó un congreso del PRT-ERP, "una reunión secreta en la que se juntaron cuarenta militantes llegados de todo el país, entre ellos Roberto Santucho y su hermano Asdrúbal", en la que hubo un encuentro azaroso entre un ruso que habitaba las islas y los militares congregados.
Otro de estos secretos le fue revelado a Makovsky por su esposa. En San Nicolás de los Arroyos la vida conlleva un "plan simple": "la gente trabaja, tiene su casa, va al bar, a la confitería, sus hijos crecen en casas con patio y los sábados a la tarde pasean por los negocios de Mitre y Nación". Pero a esa revelación otorgada sucede, mientras escribe, otra, asociada a la figura de Manuel Nicolás Savio, un militar que impulsó la industria siderúrgica y que apellidó una de sus grandes avenidas. El proyecto industrial de la ciudad (sobre todo a partir de la instalación del Barrio Somisa) funciona como una suerte de partenaire ineludible, una sombra que reincide a medida que el relato avanza. Mediante estos ocultamientos y puestas de relieve, el cronista vuelve central el pasaje entre una utopía y su concreción; los desencantos de la historia.
La escritura se interna en la ciudad mediante una forma que releva tanto los patios de ladrillo que se expanden hacia el centro de las manzanas como la escuela Enet nº 1 ("el Industrial"), en cuyo edificio, dice una maestra a la que el narrador casi no recuerda, estudiar es un privilegio. Pero en esta descripción pormenorizada la ciudad va cobrando el espesor de la política. La escuela técnica, desmantelada con la Ley Federal de Educación o la privatización de Somisa, funcionan como testimonios de un proceso social trastocado: "Lo que desapareció es la sociedad en la que educarse en la Enet 1 tenía un significado que hoy sólo atesoramos como un recuerdo".
A pesar del impulso historiográfico reiniciado cada vez —el libro se subdivide en apartados en su mayoría intitulados con los nombres de los sitios o las referencias geográficas que aparecen relevadas— el cronista se evade hacia el recuerdo. De la imagen de la movida nocturna nicoleña durante los 70 y 80 hacia el primer jean Wrangler, por ejemplo, media sólo la decisión de comprobar la fluidez entre la historia vivida y la historia compartida. Lo mismo sucede con la imagen de Carlos Menem "recién salido de la cárcel y con un poncho de vicuña". Los recuerdos particulares van y vienen de lo público hacia lo privado y viceversa.
La introducción de las fotos es coherente con este doble sentido. A lo largo del libro las fotografías de la infancia junto a aquellas de manifestaciones públicas, o de la ciudad a secas, formulan el relato de vida y el de la ciudad; elaboran un momento de pasaje entre un tiempo y otro.
De ahí que el nombre de "frontera" reemplace en el título a "los Arroyos". Porque el cronista se tomará el trabajo de aclarar y enmarcar la llegada a San Nicolás a partir de haber atravesado una distancia mayor, la que se extiende entre Paysandú, su ciudad natal, y la provincia de Buenos Aires. El marco uruguayo está dado por elementos paratextuales: la dedicatoria al comienzo ("mi esposa, que en sueños probó de la cajita donde guardo tierra del patio de mi abuela, en Paysandú, Uruguay") y la imagen de una caja de fósforos llena de tierra que sólo en el reverso de la última página muestra, como una suerte de ex libris, la leyenda: "CIA GRAL de fósforos Montevideana", con una luna de fondo y dos plantitas al frente.
Rodeada de tierra uruguaya en el imaginario, de San Nicolás sólo se escapa cruzando el paso, hacia otro sitio y volviéndolo a reconstruir en la memoria. Rodeada de arroyos, cercana al Paraná sólo a través de brazos de otros ríos, inestable como el barro, San Nicolás resulta, al final de cuentas, la metáfora de todas las fronteras.
viernes, 15 de octubre de 2010
una modesta medida
El 15 de septiembre pasado, en Rosario 12, Beatriz Vignoli repasó los tres títulos de la colección naranja de la emr e hizo este comentario sobre San Nicolás de la frontera por el que nunca le estaré lo suficientemente agradecido.
La montaña invisible, de Ricardo Guiamet; San Nicolás de la Frontera, de Pablo Makovsky, y Contorno Don Bosco, de Matías Piccolo se suman a los libros anteriores de la colección. Pasajes históricos, autobiografía y geografías memorables.
por Beatriz Vignoli
Tres nuevos libros ilustrados, de edición reciente, acrecientan la apuesta de la Editorial Municipal de Rosario por la crónica literaria sobre el acervo de la región a través de su Colección Naranja: La montaña invisible, de Ricardo Guiamet; San Nicolás de la Frontera, de Pablo Makovsky, y Contorno Don Bosco, de Matías Piccolo. Se suman a los seis títulos ya publicados en dicha colección por Sergio Delgado, Daniel García Helder, María Cecilia Muruaga, Elvio Gandolfo y Beatriz Vignoli.
En La montaña invisible, Ricardo Guiamet (Rosario, 1959), retoma y perfecciona temas y modos de narrar que ya abordaba en su novela Silvia, tálamos y túmulos (Ross, 2008). Los hombres buscan tesoros ocultos, decía la heroína del título, y en La montaña invisible el Indiana Jones en cuestión es el cronista, cuya búsqueda tiene mucho de novelesco o de épico ya que se lanza por los terrenos chatos de la llanura santafesina en un auto sugestivamente marca Clio: la musa de la historia, apunta Guiamet, quien no por nada es psicoanalista y poeta objetivista y los pasajes históricos de cuyos libros son de una intensidad formidable. Va tras una pista aportada por una geóloga olvidada y en pos del legendario "morrito de Monasterio": el punto más alto de la provincia, una elevación topográfica casi imperceptible en la región santafesina donde se crió el autor.Devenido en narrador protagonista, éste va y viene en su narración entre el recuerdo de un viaje hecho con su padre y la investigación mediante la que reúne el material histórico y geográfico que constituye el meollo del libro. Lo que al fin encuentra tiene que ver con el recuerdo de mundos entrevistos en libros de aventuras que transcurrían en lugares exóticos. El que cada toponímico y cada apellido sea rigurosamente real y esté corroborado no le impide a Guiamet anudar todos esos significantes en una trama de sentido que se articula con tanta belleza como si hubiera sido creada al vuelo de la pluma o a la luz mortecina de la pantalla sobre el teclado. Documental lírico, se podría llamar esta crónica literaria si fuese una película como las que ama y analiza Guiamet, también crítico de cine. Lo que va encontrando en sus peripecias son las palabras justas, los nombres correctos de las cosas. También, como los cronistas de antaño, inventa apodos fabulosos para lo divisado en la distancia: alfalfa violeta, chanchos a lunares.
En San Nicolás de la Frontera, su segundo libro publicado por la EMR, el poeta, periodista, curador del Festival de Poesía y ghostwriter Pablo Makovsky (Paysandú, Uruguay, 1963) sorprende agradablemente con un relato de eje autobiográfico. Allí, el asombro acerca del propio destino se amplía a través de los círculos concéntricos que van formando los diversos ámbitos por donde el autor fue creciendo, desde el hogar al espacio público, y que él vuelve a recorrer para escribir el libro. No hay muchas vidas que logren contener, en sí mismas, un universo tan compacto como el de una ficción. Es decir, no suele suceder a menudo que una biografía real funcione como la cápsula cerrada en torno a un sentido que constituye la vida de un protagonista de novela; no si le corresponde abrirse además al acontecer histórico. Cuando todo eso sucede, y cuando además personaje y autor coinciden en un único individuo, el género autobiografía abraza un enfoque estético del mundo, pega un salto y se eleva a las alturas de la literatura grande, o casi. El fuerte de Makovsky es la condensación poética con que trabaja desde el lenguaje la experiencia inefable de lo que pudo haber sido y no fue: la historia nacional como un depósito de cadáveres de grandes sueños. Su tema es el vacío denso en expectativas no realizadas que flota sobre esas ruinas del futuro del pasado.
La vida de Makovsky acredita algunas particularidades que la hacen excepcional en alguna modesta medida. Cuenta que se casó y sueña con Mariela Mangiaterra y que migró de Uruguay a Argentina, de San Nicolás a Rosario, de una familia marxista a su conversión a la fe católica en la que se bautizó de adulto; todas estas transiciones lo constituyen en algo parecido a algún antihéroe de alguna novela de Graham Greene. Muchas de tales particularidades no fueron narradas en este libro, ni siquiera en la solapa del mismo, y entre ellas podría resaltarse su incursión en la literatura experimental allá por los años ochenta en colaboración con Mariano Guzmán (del que da cuenta un opúsculo casi inhallable titulado Turkey Alley Rumble Sex) o, por la misma época, sus carismáticas performances musicales en inglés que prefiguraron en parte su actual rol de cantante, letrista (en español) y frontman del grupo La Mecedora, con el que sí estuvo presente en la presentación de los tres libros el viernes 27 del mes pasado.
Menos ambicioso en lo literario pero mucho más preciso en lo periodístico que sus predecesores generacionales, Matías Piccolo (Rosario, 1974) se toma el atrevimiento de bautizar su hábitat urbano como Contorno Don Bosco, que por supuesto es el título del libro. En su crónica, Piccolo es a la vez el ciudadano que habita el centro de Rosario, el pionero que inaugura una cartografía, el topógrafo empecinado que emprende un relevamiento e inventario de absolutamente todo lo que hay en el territorio al que previamente delimitó, y el estudioso de las ciencias sociales que no sólo analiza y saca conclusiones de los datos obtenidos sino que además elabora un pronóstico a futuro (que no deja de ser preocupante).
El sesgo subjetivo y personal también se halla presente, pero con más pudor y modestia que en los otros dos autores (o menos que contar, ya que es más joven). El lenguaje es atemporal. Excepto por sus evocaciones de travesuras con los amigos de la niñez, podría decirse que en su rigurosa objetividad Piccolo como narrador se asemeja a un científico que fuera a la vez el espécimen estudiado, ya que cuando habla de su vida es para dar cuenta de sus hábitos en lo que éstos podrían tener de común con costumbres generales de la época contemporánea. La parte histórica de la obra arroja luz sobre la arquitectura de los edificios de inquilinatos de fines del siglo pasado o comienzos del siglo veinte y la labor local de los salesianos.
jueves, 14 de octubre de 2010
cuba se hunde
La lectura de El hombre que amaba a los perros, de Leonardo Padura, me recordó el Canto III de El hundimiento del Titanic: acaso porque allí también se habla de algo Titánico que tambalea en el momento en que se yergue.
Alec Guiness en Nuestro hombre en La Habana (Carol Reed, 1959, con guión de Graham Greene)
Canto III
Recuerdo La Habana, las paredes desconchadas,
la insistente fetidez ahogando el puerto,
mientras el pasado se marchitaba voluptuosamente,
y la escasez roía día y noche
el añorado Plan de los Diez Años,
y yo trabajaba en El hundimiento del Titanic.
No había zapatos, ni juguetes, ni bombillas,
ni un solo momento de calma jamás,
los rumores eran como moscardones.
Recuerdo que entonces todos pensábamos:
mañana todo será mejor, y si no mañana,
entonces pasado mañana. Bueno, tal vez no mucho mejor
en realidad, pero al menos diferente. Sí, todo
será bastante diferente.
Una sensación maravillosa. ¡Cómo la recuerdo!
Escribo estas frases en Berlín, y al igual que Berlín
huelo a viejos cartuchos vacíos,
a Europa del Este,
a sulfuro, a desinfectante.
Vuelve el frío poco a poco,
y poco a poco leo las ordenanzas.
Allá lejos, detrás de innumerables cines,
se alza, inadvertido, el Muro,
y más allá, distantes y aislados, hay otros cines.
Veo a extranjeros con zapatos recién estrenados
desertando solitarios por la nieve.
Tengo frío. Recuerdo —es difícil creerlo,
apenas han transcurrido diez años—
los extrañamente esperanzados días de la euforia.
En aquel entonces nadie pensaba en el fin,
ni siquiera en Berlín, que hacía tiempo que había
sobrevivido a su propio fin. La isla de Cuba
no vacilaba bajo nuestro pies. Nos parecía
que algo estaba próximo, algo que inventaríamos.
Ignorábamos que hacía tiempo que la fiesta
había terminado, y que todo lo demás
era asunto de los directores del Banco Mundial
y de los camaradas de la Seguridad del Estado,
exactamente como en mi país y en cualquier otra parte.
Buscábamos algo, algo habíamos dejado atrás
en la isla tropical, donde la hierba crecía
hasta cubrir la chatarra de los Cadillac. Se había
agotado el ron, los plátanos se habían desvanecido,
pero buscábamos algo más —es difícil especificar
qué era realmente— y no acabábamos de encontrarlo
en este diminuto Nuevo Mundo
que discute ávidamente sobre azúcar,
sobre la liberación, y sobre un futuro abundante
en bombillas, vacas lecheras y maquinaria para estrenar.
En las calles de La Habana, las mulatas
me sonreían con sus fusiles automáticos
al hombro. Me sonreían a mí y a algún otro,
mientras yo trabajaba y trabajaba
en El hundimiento del Titanic.
No podía dormir en las noches calurosas.
No era joven —¿qué quiere decir joven?
Vivía junto al mar— pero tenía casi diez años menos
y estaba pálido de anhelos.
Probablemente ocurrió en junio, no,
en abril, poco antes de Semana Santa;
paseábamos por la Rampa
después de medianoche, María Alexandrovna
me miró con ojos encendidos de cólera,
Heberto Padilla estaba fumando,
todavía no lo habían encarcelado.
Pero hoy ya nadie le recuerda, porque está perdido,
un amigo, un hombre perdido,
y algún desertor alemán estalló en una risa deforme,
y también acabó en prisión, pero eso fue después,
y ahora está aquí otra vez, de nuevo en su país,
embriagado y haciendo investigaciones de interés nacional.
Resulta raro que yo lo recuerde todavía,
sí, es poco lo que he olvidado.
Charlábamos en una jerga híbrida
de español, alemán y ruso,
acerca de la terrible zafra
azucarera de los Diez Millones
—hoy ya nadie la menciona, desde luego.
¡Maldito azúcar! ¡Vine aquí de turista!,
aulló el desertor y después citó a Horkheimer,
¡nada menos que a Horkheimer en La Habana!
También hablamos de Stalin, y de Dante,
no puedo imaginarme por qué,
ni qué relación guarda Dante con el azúcar.
Y miré hacia fuera distraído
sobre el muelle del Caribe,
y allí vi, mucho más grande
y más blanco que todas las cosas blancas,
muy lejos —yo era el único que lo veía allí
en la oscura bahía, en la noche sin nubes
y en un mar negro y liso como un espejo—
vi el iceberg, alto, frío, como una helada Fata Morgana,
deslizándose hacia mí, lento, inexorable y blanco.
Hans Magnus Enzensberger, El hundimiento del Titanic, 1978. Traducción de Heberto Padilla (Anagrama, Barcelona, 1986).
Recuerdo La Habana, las paredes desconchadas,
la insistente fetidez ahogando el puerto,
mientras el pasado se marchitaba voluptuosamente,
y la escasez roía día y noche
el añorado Plan de los Diez Años,
y yo trabajaba en El hundimiento del Titanic.
No había zapatos, ni juguetes, ni bombillas,
ni un solo momento de calma jamás,
los rumores eran como moscardones.
Recuerdo que entonces todos pensábamos:
mañana todo será mejor, y si no mañana,
entonces pasado mañana. Bueno, tal vez no mucho mejor
en realidad, pero al menos diferente. Sí, todo
será bastante diferente.
Una sensación maravillosa. ¡Cómo la recuerdo!
Escribo estas frases en Berlín, y al igual que Berlín
huelo a viejos cartuchos vacíos,
a Europa del Este,
a sulfuro, a desinfectante.
Vuelve el frío poco a poco,
y poco a poco leo las ordenanzas.
Allá lejos, detrás de innumerables cines,
se alza, inadvertido, el Muro,
y más allá, distantes y aislados, hay otros cines.
Veo a extranjeros con zapatos recién estrenados
desertando solitarios por la nieve.
Tengo frío. Recuerdo —es difícil creerlo,
apenas han transcurrido diez años—
los extrañamente esperanzados días de la euforia.
En aquel entonces nadie pensaba en el fin,
ni siquiera en Berlín, que hacía tiempo que había
sobrevivido a su propio fin. La isla de Cuba
no vacilaba bajo nuestro pies. Nos parecía
que algo estaba próximo, algo que inventaríamos.
Ignorábamos que hacía tiempo que la fiesta
había terminado, y que todo lo demás
era asunto de los directores del Banco Mundial
y de los camaradas de la Seguridad del Estado,
exactamente como en mi país y en cualquier otra parte.
Buscábamos algo, algo habíamos dejado atrás
en la isla tropical, donde la hierba crecía
hasta cubrir la chatarra de los Cadillac. Se había
agotado el ron, los plátanos se habían desvanecido,
pero buscábamos algo más —es difícil especificar
qué era realmente— y no acabábamos de encontrarlo
en este diminuto Nuevo Mundo
que discute ávidamente sobre azúcar,
sobre la liberación, y sobre un futuro abundante
en bombillas, vacas lecheras y maquinaria para estrenar.
En las calles de La Habana, las mulatas
me sonreían con sus fusiles automáticos
al hombro. Me sonreían a mí y a algún otro,
mientras yo trabajaba y trabajaba
en El hundimiento del Titanic.
No podía dormir en las noches calurosas.
No era joven —¿qué quiere decir joven?
Vivía junto al mar— pero tenía casi diez años menos
y estaba pálido de anhelos.
Probablemente ocurrió en junio, no,
en abril, poco antes de Semana Santa;
paseábamos por la Rampa
después de medianoche, María Alexandrovna
me miró con ojos encendidos de cólera,
Heberto Padilla estaba fumando,
todavía no lo habían encarcelado.
Pero hoy ya nadie le recuerda, porque está perdido,
un amigo, un hombre perdido,
y algún desertor alemán estalló en una risa deforme,
y también acabó en prisión, pero eso fue después,
y ahora está aquí otra vez, de nuevo en su país,
embriagado y haciendo investigaciones de interés nacional.
Resulta raro que yo lo recuerde todavía,
sí, es poco lo que he olvidado.
Charlábamos en una jerga híbrida
de español, alemán y ruso,
acerca de la terrible zafra
azucarera de los Diez Millones
—hoy ya nadie la menciona, desde luego.
¡Maldito azúcar! ¡Vine aquí de turista!,
aulló el desertor y después citó a Horkheimer,
¡nada menos que a Horkheimer en La Habana!
También hablamos de Stalin, y de Dante,
no puedo imaginarme por qué,
ni qué relación guarda Dante con el azúcar.
Y miré hacia fuera distraído
sobre el muelle del Caribe,
y allí vi, mucho más grande
y más blanco que todas las cosas blancas,
muy lejos —yo era el único que lo veía allí
en la oscura bahía, en la noche sin nubes
y en un mar negro y liso como un espejo—
vi el iceberg, alto, frío, como una helada Fata Morgana,
deslizándose hacia mí, lento, inexorable y blanco.
Hans Magnus Enzensberger, El hundimiento del Titanic, 1978. Traducción de Heberto Padilla (Anagrama, Barcelona, 1986).
miércoles, 13 de octubre de 2010
utopía y desencanto
Ni el asesino se llamaba como decía ni su víctima había nacido con ese nombre. Y el narrador que nos cuenta la historia de El hombre que amaba a los perros le hace decir a uno de sus personajes, un agente de la temible agencia de inteligencia soviética: “Importa el sueño, no el hombre, y menos aún el nombre”. Sin embargo la Historia, la que compartimos dentro y fuera de la novela, necesita de los nombres. Así, Trotski es también el sustantivo de un sueño y Ramón Mercader, el asesino que ingresó a la residencia del revolucionario ruso en Coyoacán un 20 de agosto de hace sesenta años, designa la pesadilla sanguinaria de José Stalin, cuya política del terror no sólo disolvió en la oscuridad la esperanza del socialismo y arrasó con la Revolución Rusa, sino que produjo la “mayor masacre de la historia en tiempos de paz”, tal como leemos entre las cavilaciones de Trotski en las páginas que nos ocupan.
Leonardo Padura (La Habana, Cuba, 1955), autor de varias novelas y, entre ellas, unas inolvidables historias protagonizadas por el desencantado investigador cubano Mario Conde, escribe en la nota final de su extensa novela (573 páginas) que comenzó a escribir El hombre que amaba a los perros en 1989, cuando caía el Muro de Berlín y él hacía su primer viaje a México, a Coyoacán, donde había sido asesinado Trotski en 1941.
Pero El hombre que amaba a los perros, que lleva a su vez el nombre de un relato de Raymond Chandler, no es sólo el cadáver exquisito de un crimen atroz y deleznable, ejecutado mientras el mundo se hundía en la Segunda Guerra. Padura contemporiza el asesinato de Trotski con la memoria de un cubano que conoció a Mercader en sus últimos días, cuando el asesino estuvo efectivamente en la isla. Y es también un repaso de lo que fue hasta años recientes la vida en Cuba bajo la irradiación soviética.
El hombre que amaba a los perros tiene la virtud de ofrecer, lúcida y terriblemente, algunas imágenes que son el contrapeso doméstico de la gran tragedia que fueron las luchas revolucionarias del siglo pasado, por ejemplo, el éxodo de cubanos en la playa de Cojimar en 1994 donde, como en los exilios masivos que conocimos en el sur, desde una balsa volvió a desplegarse la leyenda “El último que apague la luz”. Desde Cuba, por correo electrónico, Padura respondió estas preguntas sobre lo que su libro trae a la playa.
—En el personaje de Ana, la esposa de Iván, el protagonista, hay una religiosidad en la que parece contemplarse otra posibilidad para esa historia que se narra. Este aspecto de algún modo religioso vuelve en la cruz del naufragio que recoge Iván en la playa, en el irresuelto sentimiento de compasión hacia el asesino. ¿Qué clase de interrogación introduciría lo religioso?
—No creo que la religión, o la posible religiosidad de algún personaje de esta novela, sea una cuestión esencial (a pesar de la importante presencia de un posible sentimiento de compasión, que no veo llegar por vía religiosa sino más bien humana). En el caso del personaje de Ana, como en el de miles de miles de cubanos, fue una experiencia muy típica de los años 1990, cuando todas las “creencias” ideológicas fabricadas empezaron a caer y la gente buscó otras, y encontró, donde siempre estuvieron, las religiosas. También en esa época mucha gente que creía y no revelaba públicamente sus ideas, empezó a mostrarlas, bien porque hubo más permisibilidad política (en una época muy larga era muy mal visto tener creencias religiosas, incluso podía traerte problemas políticos y hasta administrativos), bien porque ya no les importaba que pudieran reprimirlos; y comenzaron a llenarse otra vez las iglesias, los templos protestantes y a verse los collares de santería. Por último, ten en cuenta en el caso de Ana, que está muriendo, y en situaciones así, Dios (el que sea) suele ser un consuelo.
—El desencanto del narrador de la novela ¿confronta con una suerte de interpretación de la Historia, no hay en El hombre que amaba a los perros una suerte de afirmación de que ciertos hombres son la Historia?
—Hay hombres que están en el centro de la historia, y Trotski fue uno de ellos, y de él es la noción de que no hay tragedias personales, pues lo veía todo en una dimensión histórica suprahumana, porque era tan histórico, tan político, tan marxista-dialéctico que casi no era humano. El marxismo trata de equilibrar el peso de las personalidades, las individualidades, en la historia, pero dentro de la propia práctica marxista encuentras que muchos líderes se presentan como históricos, o aceptan ser presentados como tales, como seres casi mesiánicos que conducen a los pueblos... hacia la historia o a través de ella.
—Usted ha escrito biografías. ¿Qué es lo que lo atrae de las biografías en relación a su obra? ¿Qué cosas le permite escribir un personaje como Conde y cuáles uno como Mercader o Trotski?
—No soy lo que se dice un biógrafo: trabajo con biografías escritas por otros para conocer la vida de ciertos personajes que me interesan en un momento determinado. Es el caso de Mercader, Trotski, José María Heredia, Hemingway, o ahora Rembrandt, para una novela que quiero escribir. Pero como soy novelista hago una selección de los aspectos de la vida, la personalidad o el pensamiento de esos personajes que me sea interesante para lo que quiero expresar desde la novela y los trato entonces como personajes de ficción, pero respetando cronologías y hechos esenciales, aunque no siempre sus palabras, que hago mías gracias a la libertad de la literatura de ficción que no tiene la literatura científica de la biografía. Pero sí, me interesan mucho las vidas de los otros... así aprendo algo para la mía.
—Asimismo, la novela cumple con la tarea de devolver a la vida a un personaje histórico como Trotski a través de las cosas de la vida. Y aquí es clave el personaje de Frida Kahlo y su relación con el revolucionario. Me pareció percibir allí esta suerte de antagonismo entre eros y revolución o, por lo menos, un antagonismo de cierta moral de izquierda que resultaría doble. Acaso la atracción por los viejos goces del mundo y a la vez su condena.
—Hay un hecho extraño en la imaginería revolucionaria del siglo XX y es la abundante presencia de la figura del líder públicamente célibe que, sin embargo, también puede ser sexualmente activo, incluso irresistible, elementos todos que lo hacen distante y cercano, misterioso. Pero no me interesaba —ni me interesa— meterme en esa confusa y hasta discutible percepción, sino que trataba de buscar la parte más humana de un hombre que, como ya te dije, en lugar de sangre tenía política en las venas. Y una relación amorosa, o mejor dicho, erótica, como la que sostuvo con Frida (una ninfómana enloquecida, físicamente deforme incluso, al parecer sin fronteras sexuales ni morales) me pareció un lado propicio para entrar en ese resquicio humano del personaje. Pero no debes ver nada más allá que eso: Frida y la relación con Trostki estaría en el mismo nivel que la relación de Trotski con los perros, en el camino de una búsqueda de lo humano en un ser casi inhumano.
—“Importa el sueño, no el hombre, y menos aún el nombre”, dice en la segunda parte de la novela el instructor de Ramón Mercader. Noto que la justicia, como la literatura, buscan lo contrario: para llegar al sueño es necesario restituir el nombre, reconstruir al hombre. ¿Sería en este sentido su novela una suerte de testimonio: de ese camino hacia la revolución, de la Cuba que no fue, de su propia experiencia como escritor?
—La experiencia socialista no siempre ha cumplido sus preceptos filosóficos, y el hombre no ha sido el centro esencial de la revolución, sino la búsqueda de la idea y en ese proceso el hombre, como individuo, ha sido supeditado al destino del proceso. Muchas veces se ha dicho que se debe vivir, luchar y morir por la idea, no por la vida; que ningún sacrificio es pequeño si se hace por la causa y la causa exige todos los sacrificios. La retórica está llena de esas frases, y la realidad también lo ha estado, pues muchas veces se les ha pedido a las gentes —o se les ha impuesto— que vivan para crear un más allá, terrenal, es cierto, pero que no será disfrutado por ellos, que nunca lo disfrutarán por mucho que se esfuercen. En Cuba la llegada de ese futuro luminoso siempre se ha visto pospuesta por mil razones, y de ese enfrentamiento entre la promesa, el sueño, la realidad y la vida, es de donde ha surgido mucho de ese desencanto que ves en la novela. Y que no solo aparece en la mía, sino que es muy común a la narrativa cubana más reciente.
—A propósito, ¿cómo es su experiencia como escritor en Cuba? ¿Los de su estirpe no están por lo general fuera de la isla?
—Pues yo estoy, porque este es mi medio natural, mi ambiente cultural, mi circunstancia espiritual. Estoy en la misma casa en la que nací y donde he vivido mis 55 años, en el mismo barrio, en la misma ciudad. Por fortuna he podido desarrollar sin mayores contratiempos (o con los mismos contratiempos que el resto de los cubanos) mi trabajo literario, y mis libros, todos, han sido publicados en Cuba, muchos de ellos premiados, y disfruto del reconocimiento de los lectores cubanos, que son los primeros a los que me dirijo cuando escribo. Y vivo en Cuba por una decisión personal, familiar, sentimental.
—¿Cómo se metió en esta historia, la de El hombre que amaba, cómo supo detalles de la vida en Rusia en los 60, de la vida de Mercader en la cárcel, en México; cómo se dejó seducir por algo tan grande como todos esos momentos, los más importantes del siglo XX: la Revolucíon Rusa, la Guerra Civil Española, la Revolución Cubana, la persecusión de Trotski? Son cosas lo suficientemente grandes como para devorar cualquier novela.
—Sí, fue casi una decisión irresponsable lanzarme con ese proyecto de novela que me obligó a estar dos años leyendo sobre sus distintas aristas, personajes, momentos, algunos de ellos muy confusos, llenos de inexactitudes, contradicciones y hasta mentiras. Fui muy cuidadoso en ese proceso de investigación y trato de que cada afirmación que hago en el libro esté respaldada por un documento histórico, por una opinión autorizada, o por una certeza muy clara, obtenida a partir del conocimiento que alcancé de los procesos. También hablé con mucha gente, entrevisté a decenas de personas, y di a leer los originales a varios amigos con capacidad para leer críticamente mi trabajo. Para obtener toda esa información fui a muchos de los lugares donde ocurrieron los hechos —desde México a Moscú— y gasté mucho, mucho dinero comprando libros. Hoy tengo acá en mi estudio un estante lleno de esa bibliografía. Y siguen entrando textos, pues terminé con la novela, pero no con la historia.
—El balancín que funciona a la larga como la gran intriga de toda esta enorme historia es Iván, el “derrotado”, cuya pequeña humanidad aparece para montar otro relato, la del cotidiano de la Cuba desencantada…
—Iván es el centro de la novela, es la razón de su existencia. Y hablo de la novela, no de la historia, porque soy un novelista cubano y necesita que esta construcción tuviera sus cimientos en Cuba, en mi experiencia de estos años, en la vida más común, trágica, abarcadora, sintetizadora de un cubano “posible”, porque aunque es exagerada la mala suerte de Iván, todo lo que le sucede —incluso a nivel sicológico— le ha sucedido a muchísimos cubanos de mi generación. Gracias a Iván es que esta es una novela cubana sobre un conflicto universal.
—En un momento Ramón se dice, o el narrador dice de Mercader, que actúa guiado por el fundamentalismo del odio. ¿Puede leerse allí una reflexión sobre lo que actualmente conocemos como “fundamentalismo”?
—Sí, también. Porque todos los fundamentalismos se parecen, ya sean sexuales, religiosos, políticos, raciales, y en su fondo tienen al odio, o por lo menos lo alimentan y lo engendran. Yo soy un hombre pacífico, pero soy un fundamentalista del antifundamentalismo, y los fundamentalistas me provocan una mezcla muy extraña de compasión, rechazo, pena, dolor, y un poquito de odio, por qué no. Ya soy tan aintifundamentalista que ni siquiera me apasiono demasiado con algún equipo de beisbol, que es mi gran pasión, más que la literatura. Creo que en lo que nunca dejaré de ser fundamentalista es en los valores, nunca mejor dicho, fundamentales: la amistad, la fidelidad, la honestidad, el esfuerzo propio como camino hacia lo que se desea; por encima de políticas y hasta de ideologías.
martes, 12 de octubre de 2010
algunas fotos
Con Germán Rampo, Isis Milanese y Mariela, en el CEC, julio de 2010. Foto de Gabriel Milanese.
En Sunderland, mediados de septiembre de 2010. Casamiento de Martín y Cecilia. Con Sergio Raimondi, Daniel García Helder, Gabriela Saccone.
En casa. Mayo de 2010. Foto de Vicente Makovsky.
Con Francisco Bitar. Agosto de 2010. Foto de Daniel García Helder.
Con Fernando Vallejo en el CCPE, agosto de 2010. Foto de Nora Avaro.
Con Alan Mills, Carlos Ríos, Marcelo Díaz, José Eugenio Sánchez y Yanko González en un almuerzo del XVII FIPR, septiembre de 2009. Foto de Giselle Marino.
Con Alan Mills, Carlos Ríos, Marcelo Díaz, José Eugenio Sánchez y Yanko González en un almuerzo del XVII FIPR, septiembre de 2009. Foto de Giselle Marino.
En el barrio Somisa. Ca. 1979-80. Con amigos del secundario en casa de Marcela Sosa.
Fines de septiembre de 2010. Cena final del XVIII FIPR. Foto de Giselle Marino.
Los primos Makovsky. Ca. 1971.
La Mecedora, en la plaza San Martín. Ca. julio de 1999.
Con Fernando Demarco, en el departamento de Ayolas, Rosario. 1991. Foto de Ricardo Mazalán.
Con Gustavo Ng en Coglan, Buenos Aires. 1991. Foto de Ricardo Mazalán.
Con dos sacados en una de las fiestas municipales de la juventud, Ca 1999. Foto de Héctor Rio.
Con Fernanda Blasco en el muelle del CCPE, en 2004, en el III Congreso de la Lengua. Foto de Marcelo Manera.
Con Chachi Verona cuando vivía en calle Constitución. 2005. Foto de Marcelo Manera.
Con Demarco, Patricia y la familia en casa. Octubre de 2010.
Con Rafa Andrecito, Rodolfo Santullo, Luciano Lamberti, Horacio Cavallo, Henry Sandin, Fabián Muniz Umpiérrez, Fabián Severo, Ignacio Fernández de Palleja, Jorge Montesino, Marciano Durán y Damián González Bertolino al cierre del V Encuentro de Escrituras en Punta del Este, octubre de 2010.
Con Luciano Lamberti en Punta del Este. Octubre de 2010.
Con Peter Theunynck en el Paseo del Caminante. Rosario, septiembre de 2010. ¿Foto de Sarah Theunynck o de Elena Makovsky?
Con Luciano Lamberti en Punta del Este. Octubre de 2010.
Con Peter Theunynck en el Paseo del Caminante. Rosario, septiembre de 2010. ¿Foto de Sarah Theunynck o de Elena Makovsky?
Con Damián Schwarzstein en diciembre de 2005, en el último programa de Después de todo, en Radio Universidad. Foto hecha con el viejo Motorola no-me-acuerdo-qué-modelo.
Con Lisandro Machain y Mariela en el casamiento de Fernanda Blasco. 2007.
Con Lucio Guberman, en agosto de 2006, en la presentación de la revista Lenta Prisa, que editábamos para la ex Secretaría de Cultura de Santa Fe.