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viernes, 19 de noviembre de 2010

bajo el signo del fantasma






 Genevieve Boujold restaura una Madonna en una iglesia de Florencia en Obsesión, de Brian De Palma.


Señuelo
Mitry ha postulado que la imagen fílmica es un señuelo. El siguiente ejemplo también le pertenece: las estrellas que vemos en el cielo, en muchos casos, no son sino el señuelo, la señal de que allí hubo una estrella. En el momento en que la contemplamos esa estrella acaso ya no exista; vemos la luz que esa estrella irradió hace —para precisar una vaga cifra— un millón de años. “Alzamos la vista y miramos el pasado”. Ahora, eso que vemos ¿no vendría a ser entonces una suerte de fantasma de la estrella? Y qué es un fantasma; lo que prolonga, más allá de la existencia, la ilusión de la existencia. (Jean Mitry, Estética y psicología del cine, 2 tomos, Siglo XXI Editores, Madrid, 1989.)
La imagen, en tanto señuelo, señala lo que ya no está —un objeto en la imagen, el lugar de una estrella en el cielo—, lo que estuvo, lo que existió y prolonga su ilusión, su reflejo, a través y por el tiempo. Porque un film se desarrolla en el tiempo o, mejor, en una dimensión "ontológica" del tiempo: el devenir. Es en esa dimensión en la que el cine ha engendrado sus fantasmas.
"El arte es visión o intuición. El artista produce una imagen o fantasma, y el que gusta del arte dirige la vista al sitio que el artista le ha señalado con los dedos y ve por la mirilla que éste le ha abierto, y reproduce la imagen dentro de sí mismo", Benedetto Croce, Estética

Ahora, la génesis de la creación artística, se funda, precisamente, en esa mirada interior (la contemplación —en griego: teoría—): el primer paso del artista —escribe Santo Tomás— es un acto interior y contemplativo en que el intelecto considera el modelo, como forma inteligible. Tenemos, entonces, según la exposición de Croce, que la obra transporta al espectador la experiencia de la creación. "Lo bello —dirá Walter Benjamin en “Sobre algunos temas en Baudelaire”— en su realidad histórica es un llamado que reúne a quienes lo han admirado precedentemente. La experiencia de lo bello es un ad plures ire («ir hacia lo plural—lo diverso»), como llamaban a la muerte los romanos. La apariencia de lo bello consiste, en este sentido, en que el objeto idéntico buscado por la admiración no es hallable en la obra."

En Vértigo (A. Hitchcock, 1956). Scottie (James Stewart), enamorado aun de la muerta Madelaine, a quien vio precipitarse desde un campanario, encuentra a Judith (ambas son la bella Kim Novak) y la lleva al restaurante donde un año antes llevara a Madelaine, ignora que las dos mujeres son una también en la ficción, ignora que ha sido engañado. En un momento, mientras charlan sentados a la mesa, Scottie se queda boquiabierto mirando algo detrás de Judith. Cuando ésta se vuelve vemos avanzar una rubia cuyo aspecto evoca al de Madelaine. Hay luego un primer plano de Judith y en el gesto que hace se entiende que su orgullo de mujer está en juego; intentará reconquistar a ese hombre al que acaso ha amado, volviendo a ser la que acaso siempre fue. Scottie mira fuera de campo —fuera de cuadro— y lleva a Judith a mirar detrás de sí. Se nos muestra luego a la rubia. La mujer rubia que avanza a espaldas de Judith ¿no es acaso el fantasma de Madelaine?


El simulacro 

Hay un enigma: quiero conocer el interior de una fruta. La corto y observo entonces lo que era su interior, porque una vez abierta lo que tengo enfrente es un nuevo exterior. Pero acepto que lo que estoy viendo —exteriormente— es el interior de la fruta, esto es un simulacro. El simulacro no revela el enigma, lo transporta, ensaya sobre ese enigma la ilusión de cierto conocimiento
El fin de la obra de arte: hacer resplandecer una forma en la materia. Este esplendor es lo esencial de la belleza y tiene infinidad de maneras diversas de resplandecer sobre la materia. "El resplandor de la forma es un resplandor ontológico que se halla de una manera u otra revelado a nuestro espíritu, no se trata de una claridad conceptual. «Claridad», «inteligibilidad», «luz», palabras empleadas para caracterizar la función de la forma en lo más íntimo de las cosas, no designan algo que se aclare inteligible para nosotros, sino algo claro y luminoso en sí, que suele ser, precisamente, lo que permanece oscuro a nuestros ojos, ya sea por causa de la materia en que esta forma está inmersa, ya por la trascendencia de la forma misma en las cosas del espíritu. Este sentido secreto se halla para nosotros tanto más escondido cuanto más sustancial y profundo es; tanto que, a decir verdad, afirmar con los escolásticos que la forma es en las cosas principio propio de inteligibilidad, significa afirmar por ello mismo que es principio propio de misterio. (En efecto, no hay misterio allí donde no queda nada por saber; el misterio está allí donde hay algo más que saber, que lo que se ofrece a nuestra aprehensión.) Definir la belleza por el resplandor de la forma, es al mismo tiempo definirlo por el resplandor de un misterio." Jacques Maritain, "El arte y la belleza", capítulo V, en Arte y Escolástica, La Espiga de Oro, Bs.As., 1945.

La herida 

En la novela Heliópolis, de Ernst Jünger —Seix Barral, Barcelona, 1981— leemos este diálogo:
"El mar sólo despliega sus más bellos colores en presencia de un cuerpo extraño... cerca de las costas, en las grutas o en la estela de los navíos y los animales marinos. A un fruto cerrado, cuya belleza interna no puede contemplarse si algo exterior no lo corta como un cuchillo. Sólo la talla descubre los secretos dibujos ocultos en las piedras preciosas.
"Si le he comprendido bien, ¿la belleza sería siempre el resultado de una herida?
"Podría decirse así, porque la belleza no se da en lo absoluto. Habría, pues, que adentrarse en la metafísica del sufrimiento."
Bien, pero ¿qué significa que la belleza no se da en lo absoluto? ¿Qué es ese absoluto? Hablamos de la contemplación de lo bello. Pero dijimos que tal contemplación no se da sino a través de un simulacro. O sea, lo bello no es algo observable a simple vista, exige un recorrido, una construcción. Tal contemplación, tal reconocimiento de lo bello es resultado de una herida, de un corte, de una fragmentación: "Ahora vemos por partes, en espejo, oscuramente; mas entonces conoceré como soy conocido" (San Pablo, Romanos). Lo bello, así definido, ¿no sería entonces un desprendimiento, un signo de lo absoluto: aquello de lo cual sólo vemos una parte; aquello que prolonga más allá —o más acá— de lo absoluto su ilusión?

En Obsesión (Brian De Palma, 1979): En una iglesia de Florencia se está restaurando la pintura de una Madonna. Al bajar las aguas de una inundación se descubrió, bajo la figura de la Madonna, una figura más antigua, más rudimentaria. Los expertos, como se dice en el film, deben optar entre averiguar lo que hay debajo, y perder así la bella imagen de la Madonna o preservar su belleza y mantener la incógnita. La opción favorece a la belleza, por lo tanto al misterio. La belleza, así concebida, es precisamente un simulacro, pero a

través de este simulacro podemos esbozar una forma sobre el misterio, sobre lo enigmático. A través del simulacro el misterio, lo intangible, lo no expresado, puede ingresar en el mundo de la expresión.

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