Sonia Scarabelli en 2003. Foto de Leonardo Vincenti.
En su libro sobre Juana de Arco (1910), Charles Peguy escribió que “el milagro es cotidiano”. Lo escribió para desalentar la idea de los intercambios y las compensaciones entre la órbita de lo divino y lo mundano; la idea burguesa de que puede invertirse con una buena acción y ser recompensado por una buena limosna. La cotidianeidad llevaba el milagro al terreno de lo ordinario: lo excepcional no era la mano divina que operaba sobre el llano, sino la mirada que la descubría. La poesía de Sonia Scarabelli (Rosario, 1968) remonta muchas veces esa postulación. Flores que prefieren abrirse sobre aguas oscuras es un libro bello, hecho de veinte poemas y una escena exclusiva: lo familiar, lo cercano. Aunque decir sencillamente que lo próximo, lo doméstico, es el objeto de esta poesía, sería tan desacertado como decir que no lo es. Es un soporte, sí: “Tengo en los oídos, para siempre –cita Scarabelli a José Pedroni–/ el rumor de la máquina de coser de mi madre”. La escena doméstica funciona como estudio, lugar de ensayo: “En nuestra infancia/ comer era/ un acto enorme, un acto/ de predestinación”, escribe en “Ritual”. Y también: “Alto rincón de fuego:/ ha caído la sombra sobre el patio”. Un patio, sus árboles, la mañana o la caída de la tarde en la casa, la cocina, los episodios de una rutina de la infancia que la memoria novela son los materiales de la poesía de Scarabelli en este libro suyo, el tercero. Pero no son del todo sus temas, aunque esos temas escarben hasta el fondo esas escenas.
“¿Pero es la tarde/ que parece o es una/ tarde siempre anterior/ esa que llama?” (“Cinco de la tarde”), escribe. Y también: “Esto sucede y es/ milagro que suceda/ visto de pronto así/ gustado/ desde el recuerdo pertinaz/ pequeño/ de ese tiempo anterior” (“Compara”). El tema, acaso el tema central, dicho con la vacilación con la que Scarabelli escribe su poesía, es el tiempo. Sus versos lo señalan, lo dicen con serenidad y hasta recato: las mañanas evocan otras mañanas y las tardes son la irradiación de una tarde que estuvo primero, y el recuerdo y los signos cercanos apuntalan ese devenir que encuentra en la sombra otra sombra. El tiempo, además del pasado, es un despertar: “¿Cómo fue que entró luego/ la noche/ así?” (“La casa”). El tiempo también como el encuentro de un hueco, un abismo: algo pasó y el yo del poema despierta, avanza con media mirada vuelta hacia atrás y la otra mitad hacia una irradiación que ese mismo abismo proyecta.
El tiempo, en definitiva, en la fórmula de Léon Bloy: “Los acontecimientos se despliegan bajo nuestros ojos como una tela inmensa. Sólo es nuestra visión la que es sucesiva”. Es decir: el tiempo de la desolación y la pérdida, el cronos corrosivo, acompañado por el momento justo, el del encuentro, el de la reunión, el kairós: “y en esta falta/ que nos completa y pone/tres a conversar,/ enteros somos,/ fugazmente,/ como si dijéramos/ ante lo que no fuimos” (“Ritual”).
Porque hay un cultivado no-saber en la poesía de Scarabelli desde Celebración de lo invisible, el libro con el que ganara el premio Felipe Aldana del 2003 (en el jurado estaban Diana Bellessi, Edgardo Dobry y Hugo Diz) y en el que trabajó sobre algo así como el dictado del Génesis: el mundo creado a partir de la palabra, pero que es mundo, además de palabras. Con ese no-saber exquisito y leído, Scarabelli avanza en círculos en Flores que prefieren abrirse, observa aquella tela inmensa y escoge algunos de sus signos y prefiere abrir aquellos sobre los que es posible aún desplegar un saber oscuro, pero con palabras claras, con imágenes que dialogan con un tiempo no del todo ido, un tiempo recobrado en ese círculo. Porque Scarabelli también conoce el poema de Héctor Álvarez Murena: “Diálogo somos entre una corza oscura y el secreto claro”. La materia de sus versos no está hecha de ese decir amable con el que la poeta ofrece el poema. Está hecha de pérdidas, de muerte, de los fantasmas con los que se forja un destino y se mira la infancia.
“Estas cosas –escribe en «Lección»– se aprenden,/ me dijiste,/ en parte de los libros/ sí, cuando la palabra/ todavía es humana/ y no ha perdido/ su lustre de tibieza,/ pero más te enseña/ la tenaz partida de los otros”.
Y lo más fascinante, es decir, literalmente, lo más abisal de la poesía de Scarabelli es que todos sus hallazgos son un tanteo, todos aceptan esa luz –de la luz y su irradiación están hechos estos poemas–, al tiempo que la enfrentan con ojos semiabiertos: “corrupción/ que se anuncia/ deslumbrando” (“Stapellias”). Y es entre esos versos, los de “Stapellia”, donde mejor cabe su ars poetica, hecha de preguntas, de cosas que tantean la distancia entre la palabra y la cosa; cosas que avanzan en el círculo con su veneno y su antídoto. “¿Qué es aprender/ un nombre?”, dice. Se refiere al nombre de una flor, la stapellia –capullo que emula la carne podrida para atraer las moscas y polinizarse en el desierto–, que durante años esa que narra en el poema ha cultivado con su madre, ignorando el nombre y atraída por esa herida ficticia que la flor emulaba para parecerse a la carne. Lo curioso, lo maravilloso de la poesía de Scarabelli, es que el sartori que propone con sus preguntas no está en la pregunta misma, sino en las respuestas que parece haber dado con sus versos. Descubrimos entonces, al encontrarnos con esa interrogación ignorada, la de versos que afirman una escena, un paisaje cercano; y esa interrogación elocuente (“¿qué es aprender/ un nombre?”, o “¿será cierto/ que hay flores que prefieren/ abrirse sobre aguas oscuras?”), que las palabras, como las del Génesis evocado en Celebración de lo invisible, son mensajeras, son el nuncio de algo que existe más allá de las palabras. Son, al fin y al cabo, objetos de un silencio que la poesía evoca. Esto acaso lo sabíamos. Lo que ignorábamos, lo que ahora venimos a enterarnos con este libro de Sonia Scarabelli, es que esa tarea del nombre, de la evocación y el canto, es también la tarea humana con el tiempo, que es menos el lamento por aquello que ya no vuelve que el hallazgo de una bondad y una entrega que prevalece, que encuentra en los minutos un momento y, en lo remoto, un reencuentro. Ese es el milagro cotidiano de estas “flores que prefieren abrirse sobre aguas oscuras”.
Ficha: poesía
Flores que prefieren abrirse sobre aguas oscuras
Sonia Scarabelli.
Bajo la luna, Buenos Aires, 2008
56 páginas
A principios de abril de 2003 el jurado de la edición 2003 del Premio Municipal de Poesía Felipe Aldana, integrado por Diana Bellessi, Edgardo Dobry y Hugo Diz, daba a conocer a los ganadores: Sonia Scarabelli (Rosario, 1968), por Celebración de lo invisible, y Daniel Pérez, por Puerto de los cangrejos. Por esos mismos días, en este mismo espacio, Dobry (poeta, traductor y periodista cultural rosarino radicado en Barcelona), se refería a la poesía de Eva Smith, el seudónimo que usó Scarabelli para el concurso, en estos términos: “fue el trabajo que se presentó como el más libro, el mejor armado, el más trabajado. Este libro ganó una unidad temática y de estilo”. Conociéndola a Scarabelli, que despliega las cualidades fundamentales de la charla: la locuacidad y el oído atento, el seudónimo escogido no pasa desapercibido. En “Eva” se remonta el antiguo nombre femenino, el del lenguaje caído (la expresión suena a H.A. Murena, uno de los autores favoritos de la poeta) y en Smith, esa extranjería anónima e inglesa, como T.S. Eliot (otro de los nombres que vuelven en boca de Scarabelli). Un nombre casi “ordinario”, como ordinaria, cotidiana, suele ser la experiencia poética para la ganadora del último Aldana. Da la sensación de que uno puede tirar de ese nombre, raspar su superficie, y descubrir cómo cantan esas palabras. Algo así. Mientras tanto, Sonia Scarabelli habla y habla.
Había empezado a estudiar Antropología, en el año 97, porque la atraían las religiones. Pero en quinto año supo que iba a “construir su verdad desde otro tipo de vacilaciones”, abandonó y empezó Letras. Y ahí está. Lleva en la mano un par de tomos viejos, de la biblioteca de la Facultad, que se iluminan en el amarillo de su blusa. “Illiam Dilthey”, se lee en uno de los volúmenes, porque la “W” de William se la tragó la cinta de papel con el que está arreglada la tapa. No, no es que estén estudiando a Dilthey en Letras, pero es que Scarabelli está leyendo unos ensayos de Walter Benjamin: “Son intereses personales”, dice. Luego, hablar de Murena se devora la primera hora de la charla. Habla del trabajo de Murena con el silencio: “Como si destripara las palabras para encontrar dónde está el silencio. Es un tipo que tiene la capacidad de hablar de poesía ahí donde todos nos quedamos mudos”, dice Scarabelli y es como si interpretara la sentencia de Murena: “Vamos a hablar hasta donde el silencio nos deje”. La lectura de Murena transita también aquél interés por la religión: “En la poesía funciona permanentemente el dilema sagrado”, dice Scarabelli, quien recién en la segunda hora de la conversación habla de su poesía.
Celebración de lo invisible nació de unas anotaciones en verso, hechas en la isla, alrededor del año 2000; también nació de unas líneas de Amalia Biaggioni, del trance de esa lectura, del libro Las estaciones de Van Gogh, en el poema “Jardín”: “nuestro reino en la vigilia se deshoja”, decían los versos. Y la cita hace volver a Scarabelli al descubrimiento de la poesía, a la experiencia, a su acontecimiento: “Es un lugar raro –dice–, uno nunca se acostumbra a esa experiencia desproporcionada”. Es decir, explica: no se acostumbra a que las mismas palabras con las que se habita la vida cotidiana sean capaces, en la escritura –lo mismo que en la lectura– de crear otro mundo. Habla de esa propiedad de tránsito, “de ponernos en trance”, que tiene la lectura de poesía: “uno estuvo en otra parte”, dice. Entonces hay que corregirse: la charla de Scarabelli sobre Murena, sobre José Gorostiza, sobre Eliseo Diego –menciona a las profesoras de Letras que le abrieron cada puerta– es siempre la charla sobre su poesía, sobre su hacer propio las palabras que es, al fin y al cabo, la inminencia de una identidad, porque el lenguaje es un misterio. Y el entrevistador sabe que lo que escucha es una cita, al tiempo que sabe que en boca de la autora esa cita vuelve a escribirse. Acaso la poesía, más allá de los libros que le dan cuerpo, no sea sino eso: la compañía de una charla, la locuacidad de alguien que al hablarnos sabe más de uno que las palabras que balbuceamos para decirnos.
Celebración de lo invisible, el tomo que la Editorial Municipal de Rosario presentará el próximo viernes a las 19.30 en el túnel 4 del Centro Cultural Parque de España (Sarmiento y el río), junto con el de Daniel Pérez y los de los ganadores del concurso de narrativa Manuel Musto (Pablo Solomonoff y Jorge Barquero), es el segundo libro de Scarabelli, que en el 2000 publicó La memoria del árbol y participó en dos antologías de poesía rosarina.
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