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sábado, 11 de diciembre de 2010

un soplo



Leo un párrafo de la Retórica especulativa, de Pascal Quignard —y debo esa lectura a Gilda Di Crosta—: "La voz humana es un soplo (psyché) sin el cual la vida es posible". Es una cita de Aristóteles —bastante intrigante e incómoda— y a mí me recuerda los poemas de Osvaldo Aguirre en Campo Albornoz. Es más, me lo recuerda mejor el recuerdo que tengo de la cita, en el que creí leer algo así como que el ejercicio estético fundamental es el que prescinde de todo sentido y se queda con el "soplo".
Es decir, Campo Albornoz [el enlace lleva a dos poemas en el blog de Aguirre] continúa con esa línea que Osvaldo desarrolla desde Las vueltas del camino (1992): unos versos escuetos que cuentan un momento, una pequeña revelación, un satori despreocupado que acontece en un paisaje que la voz narrativa-poética recupera porque de algún modo abandonó. La quema de un paraíso caído, la busca de un perro llamado General después de una tormenta en Navidad, cuando la familia estaba reunida en la casa del campo, y así. Campo Albornoz desparrama trece pinceladas sobre un territorio preciso —aunque desaparecido—: un caserío rural del departamento de Constitución en la provincia de Santa Fe. En esas pinceladas aparecen personas que acaso tuvieron su doble también en la vida real: una maestra, una mujer que erigió una capilla al lado de un camino, un hombre que sale a buscar a un perro predador. Y así.
Los pequeños detalles que diseñan esas vidas parecen ser el objetivo del dibujo que hace Osvaldo en sus poemas. Porque, tan importante como ese dibujo, esa figura que queda de unas personas perdidas en ese paraje del campo, tan importante como eso es que el relato —el poema— no se expide ni se pronuncia, no pierde su carácter de "soplo". Como en ninguno de sus otros libros, en ninguno de estos poemas hay una sola frase que nos sirva de emblema; cada frase es, antes que una cita, una huella en ese "soplo".
Dice Osvaldo en la página inicial del libro que Campo Albornoz "era el nombre de un paraje que surgió alrededor de una estancia, en el sur de la provincia de Santa Fe. La estancia fue fraccionada y desapareció, y con ella el paraje, que la cartografía no registra. Sin embargo, el nombre persistió en el habla de la gente del lugar, como un punto de referencia en el tiempo y en el espacio".
Yo no sé, pero a mí todo esto me suena muy eucarístico. Además, está ese poema —"El punto indicado"— de la mujer que levanta la capillita junto a un camino que fue, en el pasado, una ruta histórica. La mujer ha dejado a su esposo en la mesa, con la comida servida, y fue a mostrarle la capilla a unos visitantes, como si ese mostrar la capilla alimentara a su vez un tipo de "comunión" social que, como la religiosa, une la dimensión horizontal y la vertical, la historia personal y la de la comunidad.
Es decir, Campo Albornoz, que existe en el habla y la memoria, existe ahora en el libro de Osvaldo, y su recuperación, a través de ese "soplo" que son los poemas, se realiza mediante el recuerdo escriturario de las acciones más simples (comer, beber, lavarse, cazar: funciones vitales y elementales que son las que representan los sacramentos). Y es eucarísitico porque los poemas, al no expedirse, al mantenerse en sus palabras y sus frases fiel a ese "soplo" —un habla, las menciones de un lugar y una gente y las pequeñas obras hechas a un lado del camino—, nos ofrecen un banquete de micro-memorias que sólo podemos acoger como una acción de gracias: el lector y los personajes —alusiones a las personas reales— del poema, todos aquellos que se acercan a través de ese territorio de palabras, están a su vez siendo llamados a una communio que los liga.
Salir de un libro sin otra cosa que ese "soplo" que nos lleva a construir por nuestra propia cuenta las palabras que dan cuenta de nuestra lectura es, tal vez, el mayor de los méritos poéticos-literario (whatever): atravesar unas páginas como quien atraviesa un paisaje, una ciudad. 



Osvaldo Aguirre. Foto de Héctor Rio.

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