Del libro Tsunami. Un ciclo de canciones, de James Fenton, que editorial Bajo la Luna publicó en 2009 con traducción de Mirta Rosenberg. Mirta hizo esta traducción para acompañar la lectura de Fenton en el XVI Festival Internacional de Poesía de Rosario (2008). Fue acaso la primera que hizo y posiblemente el libro publicado tenga algún cambio. Leí la versión en inglés, que es excpecional (Fenton es un heredero de Auden), y el trabajo de Mirta es titánico y maravilloso a la vez.
Tsunami
Este mobiliario es arrogante. No para de alardear.
Escondo la cristalería del estudio y cambio sillas de lugar
y lleno un cuenco con frutas coloridas, sin defecto
y lo pongo cerca de la lámpara,
encuentro un jarrón verde y meto adentro
unas anémonas que crean buen efecto.
Nada de esto me engaña ni un momento.
Apenas si me ayuda a lograr que pase el tiempo
pero el optimismo no es un crimen, según siento,
y las anémonas conocen bien su oficio:
abrirse en negro y en azules profundísimos.
Flores indulgentes:
cortadas, envasadas, viajan horas y horas como nada
y reaparecen apenas aplastadas.
¡Y con qué rapidez recobran lozanía!
Son ejemplares. Tan azules en su intensidad.
Son demasiado buenas para ser verdad.
Casi te alegran de seguir con vida.
Como solo, control remoto en mano,
y tengo todo un mundo en primer plano.
Noche tras noche, pasan la misma filmación
y la gran ola rompe sobre la vegetación
azotando las palmeras a la altura de los cocos.
Dan ganas de decir: paren un poco,
entre el agua y los árboles se perdió la proporción,
vuelvan a pasarlo, por favor.
Y aquí está de nuevo la gran ola.
Sobre la copa de los árboles rompe ahora
y ¡ay! se lleva todo lo que es mío:
esposa, hijos, casa, todo está perdido,
perdido, succionado a través de la línea de palmeras,
más allá del banco de arena, más allá de la rompiente,
fuera del alcance de lo que un humano puede o siente.
Lo primero que vieron
era que el mar había desaparecido, todo entero,
y tan rápido que dejó peces en cantidad
sobre la arena, un milagro imprevisto, algo antes nunca visto,
como si el deseo de un idiota se hiciera realidad,
y corrieron los niños a llenarse las manos de comida
entre risas y alborozo, absurdamente sorprendidos,
incapaces de atender los gritos
de los que les decían que volvieran. Entonces vino la ola.
Entonces vino la ola. Los pescadores que estaban mar adentro
sólo sintieron una fuerza verde que levantaba el bote
y que los dejó intactos y perfectamente a flote.
Sin embargo, para registrar la hora miraron el sol, allá arriba,
sin calibrar en ese instante todo lo que habían perdido:
esposa, hijos, casa, aldea, todo desaparecido
junto con cada rasgo familiar de su costa nativa…
Hasta que, invadidos por un miedo solemne por los suyos,
pusieron proa hacia la costa
y, al tocar tierra, mirándose entre sí,
arrastrando las quillas allí, donde antes era playa,
supieron en qué se habían convertido: una flota de viudos,
los suertudos, los ausentes,
solos, vivos entre árboles arrancados de raíz,
a los que los objetos de su amor no ofrecían bienvenida.
Tsunami
Este mobiliario es arrogante. No para de alardear.
Escondo la cristalería del estudio y cambio sillas de lugar
y lleno un cuenco con frutas coloridas, sin defecto
y lo pongo cerca de la lámpara,
encuentro un jarrón verde y meto adentro
unas anémonas que crean buen efecto.
Nada de esto me engaña ni un momento.
Apenas si me ayuda a lograr que pase el tiempo
pero el optimismo no es un crimen, según siento,
y las anémonas conocen bien su oficio:
abrirse en negro y en azules profundísimos.
Flores indulgentes:
cortadas, envasadas, viajan horas y horas como nada
y reaparecen apenas aplastadas.
¡Y con qué rapidez recobran lozanía!
Son ejemplares. Tan azules en su intensidad.
Son demasiado buenas para ser verdad.
Casi te alegran de seguir con vida.
Como solo, control remoto en mano,
y tengo todo un mundo en primer plano.
Noche tras noche, pasan la misma filmación
y la gran ola rompe sobre la vegetación
azotando las palmeras a la altura de los cocos.
Dan ganas de decir: paren un poco,
entre el agua y los árboles se perdió la proporción,
vuelvan a pasarlo, por favor.
Y aquí está de nuevo la gran ola.
Sobre la copa de los árboles rompe ahora
y ¡ay! se lleva todo lo que es mío:
esposa, hijos, casa, todo está perdido,
perdido, succionado a través de la línea de palmeras,
más allá del banco de arena, más allá de la rompiente,
fuera del alcance de lo que un humano puede o siente.
Lo primero que vieron
era que el mar había desaparecido, todo entero,
y tan rápido que dejó peces en cantidad
sobre la arena, un milagro imprevisto, algo antes nunca visto,
como si el deseo de un idiota se hiciera realidad,
y corrieron los niños a llenarse las manos de comida
entre risas y alborozo, absurdamente sorprendidos,
incapaces de atender los gritos
de los que les decían que volvieran. Entonces vino la ola.
Entonces vino la ola. Los pescadores que estaban mar adentro
sólo sintieron una fuerza verde que levantaba el bote
y que los dejó intactos y perfectamente a flote.
Sin embargo, para registrar la hora miraron el sol, allá arriba,
sin calibrar en ese instante todo lo que habían perdido:
esposa, hijos, casa, aldea, todo desaparecido
junto con cada rasgo familiar de su costa nativa…
Hasta que, invadidos por un miedo solemne por los suyos,
pusieron proa hacia la costa
y, al tocar tierra, mirándose entre sí,
arrastrando las quillas allí, donde antes era playa,
supieron en qué se habían convertido: una flota de viudos,
los suertudos, los ausentes,
solos, vivos entre árboles arrancados de raíz,
a los que los objetos de su amor no ofrecían bienvenida.
Con Fenton en Rosario, noviembre de 2008.
Si conoces a Fenton acaso te interese este sitio.
ResponderEliminarhttp://www.poetryarchive.org/poetryarchive/home.do
Saludos