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viernes, 25 de febrero de 2011

do you want to date my avatar?

Lo traduje para el diario digital, acaso a alguien pueda interesarle y buscar más y mejor.


Los adolescentes —al menos en Estados Unidos— se envían entre seis y ochos mil mensajes des textos al mes y se pasan todo el día en Facebook. Hay gente que envía mensajes desde funerales por simplemente no pueden estar ua hora del día sin sus BlackBerries, comenta la crítica Michiko Kakutani en su columna del New York Times al reseñar Alone Together (Juntos en soledad), el nuevo libro de Sherry Turkle, psicóloga clínica y docente del Instituto Tecnológico de Massachussetts que desde los tempranos 80 investiga las relaciones entre la tecnología y las emociones. “¿Por qué tenemos cada vez más expectativas de la tecnología y menos del otro?”, se pregunte Turkle.
En más de 300 páginas la autora ofrece ejemplos acerca de cómo la tecnología cambia el modo en que la gente se relaciona y construye su vida interior. No se concentra en este libro en el uso político de internet —en las ventiladas opiniones acerca de la incidencia que pudieron haber tenido las redes sociales en los levantamientos de Egipto o Túnez—, sino en sus efectos psicológicos colaterales.
A diferencia de sus libros anteriores, en los que investigó cómo la gente construye identidad a través de las computadoras e internet, en Alone Together Turkle es menos optimista. Su argumento puede exponerse así: “Nuestras nuevas tecnologías —que incluyen correos electrónicos, anotaciones en Facebook, intercambios vía Skype, juegos de rol online, boletines y mensajería robot en internet— han hecho de la conveniencia y el control una prioridad, al tiempo que desvanecieron las expectativas que teníamos sobre nuestros pares”.
“Aunque cada vez más personas projectan cualidades humanas sobre robots (como los juguetes digitales de Furby o las mascotas virtuales de Paro, pensadas para jubilados) —señala Kakutani en su artículo— cada vez esperamos menos de los encuentros humanos en la medida en que son mediados por la red”.
La tecnología —señala Turkle— “hace más fácil que nos comuniquemos cuando lo que queremos es no comprometernos y desentendernos a voluntad”. Para escribir este libro Turkle entrevistó a cientos de niños, jóvenes y adultos acerca de la tecnología. La autora pasó décadas investigando estos temas, su primer libro sobre la relación entre la gente y la computadora data de 1984; el siguiente Life on the Screen (La vida en la pantalla) es de 1995.
Muchos de los adolescentes entrevistados en este último libro manifiestan un decidido disgusto por el uso del teléfono. “Hablar por teléfono lleva mucho tiempo y es siempre difícil decir adiós”, dice uno de los chicos. Y otro: “Cuando estás hablando por teléfono no pensás mucho lo que decís, a diferencia de lo que sucede cuando uno lo escribe en un mensaje. En el teléfono se puede llegar a mostrar demasiado”.
Los textos —los mensajes de cualquier tipo— ofrecen mucho más control y, sugiere la autora, la posibilidad de mantener a resguardo los sentimientos. “Les da la posibilidad —escribe Turkle— de procesar sus emociones en tiempo real”.
Mientras los docentes deben lidiar con estudiantes distraídos que navegan en la web o se envían mensajes por teléfono, los chicos —señala la autora a la periodista— debe vérselas con padres distraídos con sus BlackBerries y celulares: “Pueden estar presentes físicamente, pero mentalmente están en cualquier parte”.
Internet, señala Turkle, no sólo suministra a los adolescente un montón de oportunidades para explorar quiénes son y a qué aspiran, sino que además suma ansiedad, una elevadísima presión de sus pares y anima a muchos a construir, editar y fabricarse un «yo» como parte del esfuerzo de ganar amigos e influencia”.
Turkle cuenta el caso de Brad: “Brad dice, sólo a medias bromeando, que le preocupa «confundir» lo que «compone» para su vida online y quien «realmente» es. Aunque su identidad no está del todo definida, lo pone ansioso poner cosas en la red acerca de sí que él ni siquiera sabe si son ciertas. Le pesa que las cosas que dice en internet afecten el modo en que la gente lo trata en la realidad. Dice que incluso cuando trata de ser «honesto» en Facebook, no pude resistirse a usar el sitio para causar «la impresión correcta»”.
Aunque suene a veces sentenciosa, Turkle se incomoda al entrar a un café y encontrarse con que todo el mundo está metido en las pantallas de sus computadoras, o enviando mensajes de texto por celular: “Esta gente no es mi amiga —escribe—, aunque de alguna manera extraño su presencia”. Este pequeño detalle marca también el horizonte de Alone Together: la noción de que la tecnología ofrece la ilusión de la compañía sin las demandas de intimidad y comunicación, sin riesgo emocional, mientras la gente se vuelve más solitaria y más abrumada”. Y cita una canción muy popular en YouTube en 2010, “Do You Want to Date My Avatar?” (¿Querés citarte con mi avatar?), que termina con estas líneas: “Y si pensás que no soy el adecuado, desconectate, desconectate y habremos terminado”. 

"And if you think I’m not the one, log off, log off, and we’ll be done."

monreal

Vicente ya probó el Jockey y le gustó.


 Mariela, en cambio, eligió el Jorge I.
Altamente recomendable la música de Fernando —vía Grooveshark— en Monreal: Hank Jones & Charlie Haden (lamentablemente lo que hay en el Tubo de Jones-Haden tiene muy mal sonido).

la letra hipocondríaca


En julio de 2004 Alan Pauls presentó en Rosario El pasado —novela ganadora, además, del premio Herralde. En 1987, cuando recién conocía a mi esposa, había leído El pudor del pornógrafo con cierto asombro: ¿esto es literatura?; de modo que Pauls se había ido convirtiendo, con el paso del tiempo, en algo así como una aspiración. Además, lo veía a veces en televisión, sumando velas al pequeño altar del cine que me fui haciendo entre fines de los 80 y los 90. Así que en julio de 2004, cuando lo entrevisté, hice como un ajuste de cuentas. Hasta hablamos de mi amigo Gustavo, quien lo tuvo de vecino en el cuarto piso del edificio de Uriburu y Córdoba en algún momento de fines de lo 80. En fin. La entrevista que publiqué el 19 de julio de 2004 bajo el título "El arte de enfermar" difiere un poco de ésta, en la que me incluyo aquellas cosas demasiado personales para las páginas del suplemento.


 Alan Pauls. Fotos de Juan José García.

The Pauls' tapes: 

—Por qué el diario, me parece que tiene una relación con tu postura ante la literatura...
—El diario me parece una forma en la que me siento muy cómodo. Porque tiene, yo creo, las dosis exactas que yo tolero y necesito de coacción y libertad, por otro lado es una forma que tiene como una determinación rítmica muy convencional que es la sucesión de días y que es lo que de algún modo todo diario tiene que respetar para llamarse así y, al mismo tiempo, dentro de esa regularidad podés escribir absolutamente todo. Y lo que me interesa del diario es que abole la jerarquía entre los acontecimientos, entre los materiales, entre los tipos de narración y, para mí, que vengo de la crítica, de la teoría literaria dura y que siempre escribí ficción, me parece que esa forma, la del diario, es como una especie de terreno perfecto para trabajar con zonas intermedias, entre la crítica y la ficción, entre la autobiografía y la ficción. En principio, los pienso como si fueran diarios de lecturas, entonces, cuando me invitan a un congreso, ponele, sobre la lengua nacional, y decido escribir un diario, lo que hago en general, es leer algo que sería más o menos previsible para ese lugar al que me invitan y el diario parte de lo que voy leyendo en ese texto más o menos canónico y después, digamos, se delira. Los diarios siempre funcionaron así. Hay uno que es sobre (Manuel) Puig que partía de la lectura del Buenos Aires affaire, que fue el tema del encuentro Puig del año pasado. Y el diario es eso, empieza como un diario de lectura y el personaje del diario, que soy yo, un crítico, un lector, después derrapa: el diario es más bien la historia de un derrape, siempre, siempre.
—“El factor Borges”, como otros trabajos críticos tuyos tiene también esa impronta...
—Puede ser, estoy buscando desde hace tiempo, primero no deliberadamente y después, cuando me di cuenta de que había síntomas de que estaba en esa dirección, buscando hacer confluir distintas prácticas de escritura que antes, para mí, estaban bastante compartimentadas o tabicadas. Aún cuando lo que escribiera en los años 80 o 90 es ficción tenía como marcas de cierta reflexión sobre la literatura y la teoría, yo consideraba que eran escrituras muy diferentes. Pensaba que escribir crítica era una cosa, ficción era otra, periodismo, otra; y me parece que desde hace algunos años estoy tratando de ver si es posible hacer converger esas tres prácticas básicas en una sola escritura. Entonces, me interesa que cada vez sea posible leer más afinidades estilísticas o de concepción en las cosas que escribo para distintos medios. Y me parece que en ese sentido el diario es un género perfecto, que permite toda la heterogeneidad y, al mismo tiempo, el género mismo, lo que hace es regularizar, normalizar esa especie de anomalía que es hacer encontrar esas tres prácticas de escritura.
—Tu texto sobre los diarios de Pavese, en recopilación de El Ateneo, se llama El Pasado, donde declara lo que has dicho sobre tu novela, esto de trabajar no sobre las causas, sino sobre los efectos, esto de que las causas son siempre causas perdidas... ¿Hay ahí una génesis de El pasado?
—Mirá, en todo caso es algo totalmente inconsciente. Alguien me lo señaló a eso y para mi fue como escuchar sobre otro, me costó reconocer que yo había escrito eso y era casi alarmante el nivel de pertinencia que tenía ese texto con relación a esta novela. No tenía para nada presente eso en la cabeza, pero es evidente que...
Yo tengo muy mala memoria y me doy cuenta de que cada vez más no soy consciente de las relaciones que hay entre lo que escribí hace tres años y lo que estoy haciendo ahora, que cuando me doy cuenta de eso porque alguien me lo señala, yo hago la relación y es una situación que me resulta como irreconocible, totalmente siniestra, como si yo tuviera vidas anteriores que no reconozco como propias...
[Pasan unos niños de algo así como un taller que funciona en el lugar donde hacemos la entrevista.]
—Ese extrañamiento que produce la mala memoria...
—Sí, me pasa lo mismo con el diario. Yo llevo un diario verdadero y, por ejemplo, jamás se me ocurriría pensar que algo de lo que escribí en El pasado pudiera tener algún tipo de germen o de embrión en el diario. Y mucho tiempo después de terminar de escribir la novela, escribí un par de entradas en el diario y releía anotaciones anteriores y descubría que había frases literales de la novela que habían sido escritas ahí mucho tiempo antes y para mi eran un hallazgo. Yo creo que debe haber algo más que desmemoria ahí, algo así como una política de olvido deliberada...
—Aparece incluso mencionada en la novela: “Para recordar hay que poder olvidar”.
—Yo creo exactamente eso. Me parece que es una parte muy importante del trabajo de escritura, olvidar. Porque me doy cuenta de que el modo en que reaparecen las cosas olvidadas, en el campo de la literatura, por lo menos… No vamos a generalizar eso al campo de la política: para mí siempre es un modo revelador y en algún sentido te diría que es como un principio de juventud, un principio de rejuvenecimiento el olvido. En el sentido de que hay como un efecto de novedad en eso viejo que retorna que a mi me resulta muy estimulante, porque lo que vuelve nunca vuelve al mismo lugar donde estaba, entonces ya hay una lógica del retornar que me parece muy interesante. Y creo que la novela tiene una lógica del retornar, es un poco espectral la novela, en ese sentido.
—Lo que retorna atrae siempre un fantasma.
—Sí, de hecho el fantasma sólo existen en una única acción que es volver. Entonces, cuando empecé a pensar el personaje de Sofía en la novela lo pensé en ese molde. La novela se llamó durante mucho tiempo La mujer zombie, porque veía al personaje de ella como una zombie, alguien que sólo existe cuando vuelve de algún lado, y tenía muy en mente esa lógica fantástica que, en más de un sentido, creo que es una lógica histórica, y creo que la Argentina en ese sentido es un país muy gráfico, muy ilustrativo del modo en que las cosas vuelven en la historia, del modo en que la historia no tiene una lógica, digamos, lineal, progresiva, sino en espiral. Pero me doy cuenta de que olvidar, en ese sentido me ayuda a eso, a ver el pasado de una forma totalmente nueva. Mientras que si recordara con cierta fidelidad lo que me pasó, lo que escribí, probablemente pensaría cosas que me resultan menos estimulantes como que uno va mejorando, que uno va madurando, como progresando, que son todas ideas que no me resultan interesantes para trabajar.
De hecho la novela trabaja mucho sobre la memoria, sobre qué se hace con el pasado, la cosas que más me interesan de la novela no son las que yo recordaba de mi vida, de mi experiencia o lo que fuera, sino las que de algún modo la novela empezaba a recordar por sí misma. Porque escribiéndola, es una novela larga y escrita durante mucho tiempo… Me daba cuenta de que la novela se convertía en una especie de memoria, que ya la lógica misma de la escritura de esta novela que habla del pasado —que nunca termina de pasar—… Me daba cuenta que de repente empezaba a recordar cosas inducido por la novela misma, por ejemplo, todo el episodio de la maestra, de la señorita Sanz, en esa excursión que hace el protagonista a la fábrica de golosinas, es un personaje de la infancia que llegaba al colegio con el camisón debajo de la ropa, porque no tenía tiempo de quitárselo, porque siempre se levantaba tarde, porque tomaba pastillas para dormir y tomaba pastillas para dormir porque los novios la dejaban; era un personaje que yo tenía totalmente olvidado. O sea que fue la novela la que la erradicó del olvido. Y eso me parece interesante. Creo que una de las cosas que descubrí con esta novela es la fuerza y la potencia del olvido, la potencia artística del olvido.
—Que no vendría a ser algo que uno reafirma como ciertos razonamientos, ciertas obsesiones, sino que es algo que irrumpe...
—Creo que sí. Sobre todo me parece que es una manera de extrañar, de volver extraño algo, creo que solamente puedo pensar lo que hago, o pensarme a mí mismo, o pensar mi experiencia —si hay algo que antes la vuelve extraña—, tiene que haber una cierta alienación, un cierto desfasaje interno y recién ahí puedo pensar, o puedo actuar o desarrollar algo con relación a esos materiales. Y el olvido es una de esas cosas que permite ese extrañamiento. La otra fuerza que a mi me interesa mucho es la enfermedad.
—Hay en la mayoría de tus textos, desde los diarios, de Wasabi, en El pasado, algo de la incomodidad física, que afecta al cuerpo... Y toda esta cuestión del cuerpo tiene una presencia en tu escritura, es más, hablabas vos del cuerpo de los escritores...
—Sí, me interesa mucho la enfermedad porque, de algún modo, es una suerte de droga legal. Cuando uno se enferma la acción de la enfermedad sobre el cuerpo, la percepción, el pensar, es una acción que produce un efecto muy parecido al que producen las drogas legales e ilegales. Me interesa mucho el modo en que cada enfermedad postula una cierta forma de existencia. Creo que los asmáticos tienen un estilo, que los alérgicos tienen un estilo, los hipocondríacos. Cuando digo estilo digo concepción del mundo, manera de moverse, de reaccionar, velocidades, formas de vincularse con los objetos y las personas, entonces, me sigo mucho esa pista. De hecho, en el libro de los diarios íntimos hay un capítulo introductorio que es una especie de teoría sobre el diario y lo básico es que todo diario es la escritura de una enfermedad, los escritores escriben diarios íntimos no para saber quiénes son, sino para saber en qué se están transformando. Y la enfermedad es un principio de mutación continua, y tengo la experiencia muy concreta de estar enfermo en la infancia. Eran los momentos más gloriosos, como momentos de drogón. Tenía ocho años y estaba engripado y me quedaba en mi casa y no iba al colegio y era como tomarme un ácido: estaba en mi casa y veía cómo la cocina de mi casa… Todo lo que no veía durante el día porque estaba en el colegio y encima lo veía desde mi cama, con 38 grados y medio de fiebre, que empezás a ver las cosas como levemente temblorosas y el sabor de la comida era otro, y veía televisión durante cuatro horas seguidas y eso me ponía como en un estado casi de insolación y al mismo tiempo leía mucho. Entonces era como un momento muy productivo, y veía como el revés de todo: qué hacía mi madre cuando estaba sola en mi casa, o cómo era la casa sin nadie... Viste eso que dicen: los niños cuando se enferman crecen. Creo que crecen porque en dos días de enfermedad que se pasan en la casa, sin ir al colegio, viven una cantidad de aventuras, de experiencias nuevas, reciben una cantidad de estímulos tan extraordinarios —en el estado de postración y de inmovilidad en que están— que no pueden no salir con diez centímetros más o diez meses más de vida mental. Y me parece que eso sigue pasando cuando se está enfermo y uno es adulto... Tengo la idea de hacer un libro de enfermedades, desarrollar esta idea de que cada enfermedad es un modo de existencia, como que los enfermos no son víctimas de sus enfermedades, que es una idea bastante obvia, que la gente pone en elaborar su enfermedad el mismo arte, la misma pasión, la misma escrupulosidad que los artistas ponen en elaborar sus obras... Yo, por ejemplo, soy bastante hipocondríaco y me doy cuenta de que, en parte —aparte de que deben haber razones bastante oscuras para que lo sea—, las razones que me sirven para pensar lo que pasa, es que soy hipocondríaco porque me gusta mucho experimentar enfermedades. Entonces, siendo hipocondríaco tengo la ventaja de coquetear con enfermedades que nunca voy a tener, porque no tengo una disposición a contraerlas, pero sí tengo una gran disposición a simularlas, como a experimentar con maquetas de enfermedades... entonces digo, bueno, paso de detectar un lunar al cáncer terminal. En media hora realmente experimento como una cantidad de estados, que seguramente no deben ser los del enfermo de cáncer, pero el grado de creencia que tengo con los síntomas que tengo y el grado de sugestión, me permiten tomar una impresión de que estuve en la patria del cáncer. Y durante esa media hora me despido del mundo: veo a mi hija y digo: cómo me verá, este será el último rostro mío que vea... como un pequeño delirio...
—Voy a hacer algo que no se debe hacer que es mezclar cuestiones personales en la entrevista: yo era muy hipocondríaco hasta que me convertí a la diabetes.
—Ah, mirá... ¿Y por qué tuviste diabetes?
—La abuela rusa...
—Sí, bueno, la historia de la enfermedad es interesantísima. Porque lo pienso mucho en términos de cómo fabricamos nuestras enfermedades, pienso la enfermedad como una obra subjetiva, del mismo modo en que el pintor Riltse, en la novela, hace de su propio cuerpo su obra. El psicoanálisis explicaría muy fácilmente esto. Pero no me interesa tanto la génesis psicoanalítica de la enfermedad, porque esa es más bien la idea de que la enfermedad es una afirmación, la afirmación de un cierto mundo, no tanto una condición negativa o la consecuencia de represiones, sino más bien al revés, la enfermedad como una fuerza de afirmación: el modo en que un sujeto se afirma en el mundo de una manera particular y por lo tanto ordena el mundo a su alrededor. Una de las cosas geniales que tienen las enfermedades es que son como máquinas de manipular. Toda enfermedad organiza un contexto, lo primero que hace es cambiar tu contexto. Como una manera de administrar el mundo a distancia, como un control remoto. Entonces ahí uno ve la función psicópata de la enfermedad, esa gente que se enferma y tiraniza a todo el mundo. Porque creo que hasta las enfermedades más benévolas, más inocuas, menos psicopáticas, de algún modo organizan un cierto contexto...
—Volviendo a este error de meter lo mío, desde que me hice diabético empecé a ser ruso...
—Y sí, y bueno, más la diabetes que es una enfermedad de la sangre...
[Acá hay una pausa en la desgravación, algo que no trascribí y ya no haré. Y sigue la pregunta:]
—El tema de la juventud está en Wasabi y en El pasado, esto que dice que Sofía y Rímini, cuando queman las obras de Riltse, dicen que nunca fueron jóvenes... Esto de que la juventud es el pasado, y mencionás esto de los niños... Habría algo más fantasmático en esto del niño enfermo que mencionabas, antes que en el joven...
—Encuentro una relación muy evidente y muy interesante entre la infancia y el arte. Y la juventud es una fase que me parece como completamente anartística, ni siquiera anti-artística, sino anartística, indiferente al arte, en el sentido de que es como una fase por completo acorralada por mandatos y ambiciones y frustraciones. Para mi la juventud siempre fue como un lugar totalmente neurótico, como una etapa de un cierto despilfarro poco interesante. En cambio, me parece que en la infancia hay una psicosis que es muy atractiva y que tiene algo que ver con la práctica artística. En términos vitales, existenciales, tengo la sensación de que es como si hubiera estado viviendo la vida de otro, de joven. Y me parece que lo que me pasa ahora es que estoy como rejuveneciendo, en cierto sentido, voy como al ridículo de la juventud total. Seguramente dentro de diez años voy a ser como uno de esos señores maduros de los que los hijos se ríen porque se quieren hacer los pendejos. Pero me parece que voy hacia una cierta juventud en el sentido de una suerte de inocencia, de un no saber. Y yo que vengo de un cierto saber… Y creo que vengo por lo menos del prestigio del saber: es una cosa que no elegí, que es así, incluso me pasa mucho cuando escribo, lejos de dominar cada vez más mi arte y mi técnica, cada vez me cuesta más, me resulta cada vez menos natural escribir, me plantea más problemas, de todo tipo, o sea que no estoy llegando a ningún tipo de madurez profesional, ningún profesionalismo, al contrario de lo que uno pensaría. Yo voy desde el saber hacia el no saber, vengo de la híper-conciencia y voy hacia una cierta inconsciencia que… Por supuesto, no soy partidario de la espontaneidad, de la ingenuidad, digo siempre inocencia y no ingenuidad, no soy partidario del no saber, pero creo que en alguien como yo, que tuvo una formación intelectual muy rigurosa y muy ligada a ciertas instituciones, me parece que el modo en que estoy olvidando lo que puede ser interesante en el sentido en el que hablábamos antes, de que lo que uno olvida que sabe retorna en lo que hace cambiado… Hay como restos, como vestigios de toda esa formación que tengo que irrumpen en lo que escribo y el modo en que aparecen me gusta mucho más que en el momento de sentarme a escribir, lo que tenía en mente era Bajtin o los formalistas rusos, que hablan del extrañamiento, bueno, prefiero el extrañamiento que me produce el olvido... Y yo creo que eso es simplemente haber hecho cuerpo la ostranenie de los formalistas rusos, extrañarlo todo olvidándome todo para que todo pueda volver a irrumpir de una manera desconocida para mi es como haber hecho carne una idea que siempre fue totalmente rectora en torno a la concepción del arte y que nunca había sido corporal. Y la enfermedad también es eso. Y lo que llamo un rejuvenecimiento, una cierta invención, no es más que eso: encarnar cosas que antes estaban en mí como ideas...
—Hablando de la infancia, la inocencia y la juventud, en la novela, la que está en ese lugar de la que sabe es Sofía, y Rímini, como en Wasabi, está en ese lugar más infantil...
—Sí, son personajes muy catatónicos, lo veo como un personaje muy contemporáneo también. Como los héroes de las novelas del siglo XX, como los de las grandes novelas del alto modernismo, El hombre sin atributos, los personajes de Kafka, incluso el Bloom del Ulises, incluso los de Marcel Proust de En busca del tiempo perdido, son personajes que están en una mezcla de apatía, perplejidad. En todo caso siempre son personajes que están muy afuera del mundo que protagonizan de algún modo, lo que les da por un lado un carácter de inacción, de pasividad total y al mismo tiempo los hace mentalmente hiperkinéticos. Rímini es un poco eso, una especie de pura conciencia porque no hace nada y la que hace todo es ella; él es arrastrado por corrientes que aparecen en su vida y al mismo tiempo tiene un nivel de insight, un nivel de perspicacia de lo que pasa, de desmenuzamiento del mundo, increíble, como un hombre-cerebro. A mi me interesa mucho esa condición que me parece muy contemporánea, la potencia de la impotencia: alguien que está imposibilitado por alguna razón, pero alguien a quien esa imposibilidad le permite o lo condena a hiperdesarrollar o hipertrofiar funciones que de otro modo estarían más razonablemente distribuidas. Rímini es un personaje irritante porque no hace nada, es como si no tuviera deseo, pero la falta de deseo es, justamente, lo que le permite pensar...
—Cuando leía la novela pensaba en esa frase de Ibsen: “Pretender vivir es de megalómanos”.
—Está muy bien, sí... Pienso que realmente yo por lo menos no puedo hacer las dos cosas al mismo tiempo. No puedo mirar y vivir al mismo tiempo, no puedo escribir y vivir al mismo tiempo. Alguna de las dos cosas tiene que suspenderse para que la otra pueda suceder...
—Con respecto a la enfermedad, decías que mucho no te interesa la explicación psicoanalítica, por otro lado, los médicos que aparecen en tus novelas son siempre homeópatas. En El Pasado, como en Wasabi.
—Sí, voy a seguir. La homeopatía tiene un concepto de la enfermedad que es muy afín a mí, muy simpático. Para empezar, la homeopatía es la única ciencia médica, el único tipo de medicina que no piensa en términos de enfermedades, sino que piensa como en tipologías idiosincráticas, piensa más bien que lo que hay son idiosincracias. Y en vez de, como hace la medicina halopática tradicional, uniformar esas idiosincracias en categorías (entonces está el alérgico, el que tiene trastornos gastrointestinales), lo que hace es tratar esa particularidad. A un homeópata le importa si vos tenés hemorragias, pero le importa también mucho que vos le digas que te desmayás cuando te cortan el pelo. Por ejemplo, si a un homeópata le decís: “Me duele mucho la cabeza”, después te empieza a hacer una serie de preguntas completamente ridículas que uno dice: “A dónde va”. Si te gusta más lo salado o lo dulce, si te sentís mejor en espacios cerrados o abiertos. Y a lo que va es como a dibujar una especie de retrato tuyo que no ordeñe tus irregularidades en algún tipo de regularidad clasificatoria de la medicina, sino más bien que las respete. Lo que el homeópata medica o lo que trata, es tu diferencia subjetiva, exactamente aquello que te hace a vos como sos y te hace diferente de otros, no lo que hace la medicina tradicional, que vos sos asmático y te pone con los asmáticos. Entonces, a lo que llega la homeopatía es a hacer una suerte de tipología de excentricidades y a mi eso me parece genial. Entonces, desde el punto de vista de un paciente que es artista, que escribe literatura, a mi me interesa mucho más la homeopatía que lo que me puede decir un clínico halópata. Yo no tengo diálogo posible con un halópata, en cambio, con un homeópata tengo muchas cosas que hablar. Entonces, me parece que como concepto es mucho más interesante una medicina que dice quiero ver exactamente qué clase de sujeto es el que tengo enfrente que otra que dice: quiero ver en qué categoría puedo encajar a este tipo. Yo siento que la medicina tradicional lo que hace es como pulir, limar todas las cosas que constituyen exactamente tu originalidad. Puede que tu originalidad sea tu enfermedad, lo único que no tenés que hacer con eso es limarlo, tenés que entender el contorno, las personas son fractales, son irregulares, son como costas. La homeopatía trata de escuchar eso, de ver eso, en ese sentido tiene más que ver con el psicoanálisis de lo que puede tener que ver la medicina halopática, siendo que Freud era neurólogo.
—Hay personas que construyen una enfermedad durante años y van al médico que limpia todas esas particularidades.
—Claro. Por supuesto, yo no estoy enfermo de nada grave, la diabetes sería para mí una enfermedad grave. Pero la gente en general se enferma de cosas idiotas pero que son muy constitutivas, a la gente le cuesta mucho abandonar enfermedades. Una idea muy interesante de la homeopatía es que uno no se cura, cambia de enfermedad, como quien cambia de modo de vida. Entonces yo, por ejemplo, me desmayaba, me hicieron electroencefalogramas y de todo, no tenía nada. No había patrón, el único patrón era que yo producía desmayos en algunas condiciones atmosféricas: lugares muy limpios, muy claros y con aire acondicionado. Eso me disponía al ataque. Ahora, por ejemplo, no me desmayo más y pasé a ser hipocondríaco. Y realmente mi vida cambió. Muchas veces protesto, preferiría desmayarme, porque los terrores que me asaltan son peores que la caída cuando me desmayaba.
—En “Migajas” (El factor Borges): “Borges: la literatura es uno de los lugares de la aparición de lo poético...” Lo que postulás es que la homeopatía es un lugar de aparición de lo poético...
—Sí, totalmente. Creo que es una idea difícil de sostener, pero cada vez más quisiera relacionarme artísticamente con todas las instancias y todas las figuras con las que me toca relacionarme en mi vida, quisiera tener una relación artística con mi médico, con las personas con las que trabajo. Muchas veces esos criterios para elegir un médico, como que sea muy experimentado, muy recomendado, me resultan menos satisfactorios que pensar: “¿Qué clase de conversación quiero tener con el médico?”. Si va a escuchar las idioteces que pienso sobre mi enfermedad o no, y creo que tener una relación artística en ese sentido, ¿no?, que siempre es una manera de hablar, eso contribuye a una cierta curación, o a una cierta salud. Porque pienso que podría redefinir la salud como tener la enfermedad que te potencia. Eso es estar bien: tener la enfermedad que te multiplica, que no te vuelve negativo, que no te socava, tener la enfermedad que te da poder. Estar enfermo es tener la enfermedad que te vuelve impotente y tener la que te da poder, creo que es el colmo de lo que podemos aspirar.
—Hablabas a propósito de un libro de crítica que estabas escribiendo y decías que se está abandonando la hipocresía en el sentido de teatralidad por algo que tiene que ver con cierto cinismo...
—Sigo trabajando en eso. Creo que en ese momento estaba enardecido con esto del paso de la hipocresía al cinismo por la época menemista, pero creo que es más bien un movimiento universal, como pasar de un régimen de doblez, que es el régimen de la hipocresía, donde hay una cara pública y una secreta que contradice a la pública, a un monorrégimen donde hay una sola cara y todo es visible. Me parece que vamos cada vez más hacia eso, hacia la desaparición del secreto total...
—Lo que (Eduardo) Grüner llamaba el régimen de “opacidad-transparencia”.
—Exacto, y a la vez, lo que es bastante estremecedor es que esa transparencia, lejos de producir acción, produce una especie de impotencia total, que es un poco lo que uno ve con la hipertrofia de la prensa y de los medios, uno podría decir que nunca antes las personas medias supieron tanto, tuvieron tanta información del mundo como ahora, y nunca como ahora están tan desamparados. Nunca estuvieron tan lejos de actuar como ahora. Entonces, es muy rara esa desproporción entre lo que se sabe y lo que se hace. Eso me asombra mucho. Pareciera que la única posibilidad de actuar es dentro de esa especie de superficie que circula que es la de los medios, la información, creo que ya las imágenes son secundarias, ni siquiera diría que estamos viviendo en la civilización de la imagen, sino de la información. Las imágenes son como una variante de la información, lo que importa es la unidad de la información.
—Esa literatura profesional de la que estás en contra, vendría a ubicarse en ese lugar de la transparencia: nos explica cosas, reafirma valores.
—Sí, es como la idea del producto contra la producción. Para retomar una terminología bastante pasada de moda, estoy a favor de la producción, no del producto, entonces me parece que esa literatura profesional es una literatura-producto, donde lo que ves que tiene un libro, una novela, es que tiene todas las virtudes que podría tener un buen producto bien colocado en un mercado: como un buen acabado, una eficacia, llegada, una cierta idea de lo que está bien hecho, la idea como de algo satisfactorio. Y me parece que la idea de producción va en otro sentido, como de cierto desajuste, de una cierta decepción, incluso, una confusión, desproporción. Lo que noto incluso en esa literatura profesional es como un gran arte de la proporción. Entonces, la dosis de cultura que tiene que haber en la novela tiene que ser proporcional a la dosis de aventura y de intriga, y está a la relación con la actualidad, esa suerte dosaje que tienen las novelas profesionales que yo detesto. Prefiero mil veces una novela mamarracho, a la que le sobra todo por todos lados, que una en la que todo está en su lugar y todo cierra. Cuando me dicen que una novela no cierra de inmediato me intereso por esa novela. Me parece que eso puede volver a la novela interesante, por ahí es mala igual.
—De qué escritores te sentís contemporáneo.
—Me siento contemporáneo de escritores que, por supuesto, no son contemporáneos míos. Uno arma su propia contemporaneidad. Me gusta mucho lo que hace Sergio Chejfec, creo que escribe la literatura más extraña que puedo leer en la Argentina. La escribe desde otro lugar, en Venezuela. Pero la extrañeza que me produce Sergio no me la produce nadie y eso es algo que valoro muchísimo en la literatura. Me está gustando mucho lo que hace Mario Bellatin, un mexicano que tiene un libro que publicó hace poco Interzona (Perros héroes), tiene un libro que se llama Salón de belleza que publicó Tusquets y es genial, trata de un peluquero que convierte su peluquería en un sidario: un lugar donde van a morir enfermos de sida. Escribe textos en general cortos, y me interesa mucho. Me interesan los escritores que me vieron crecer. Ahora estoy releyendo los diarios de Kafka porque voy a hacer un pequeño seminario sobre diarios y Kafka me parece un escritor indestructible, aunque yo estoy totalmente alejado de lo que él hace. Por lo general me interesan escritores que hacen cosas muy distintas a lo que hago yo. Tiendo a no interesarme por aquello a lo que yo me parezco.

jueves, 24 de febrero de 2011

bioyphone


Dos veces llamé a Adolfo Bioy Casares por teléfono. La primera, en Buenos Aires, desde la casa de mi amigo Fernando Demarco. Sería el otoño de 1985 y yo había leído La aventura de un fotógrafo en La Plata, y antes Historias desaforadas—hallazgo que le debo, como tantas otras cosas, a una reseña de Ángel Faretta en una Fierro de 1984— y, antes, compradas en El buen libro de San Nicolás, novelas como El sueño de los héroes, Dormir al sol y algunas otras. Entonces, en 1985 yo estaba como sumergido en ese universo Bioy. Busqué en la guía el teléfono de editorial Emecé, llamé, dije que necesitaba entrevistar a Bioy Casares y me dieron el teléfono. Bioy Casares me atendió el segundo o tercer timbrazo. Me dijo que sí, que cómo no. Y me dio no sé qué engañarlo: ¿en dónde iba a publicar qué entrevista? Le dije entonces que en realidad me gustaría mucho hablar con él. Y así se fue armando una charla pequeña y ridícula en la que el hombre siempre decía que sí, que cómo no. Y quedamos en no me acuerdo qué hora de no me acuerdo qué día. Fernando me dijo entonces que fuera a comprar a alguna panadería de Barrio Norte una docena de “tortitas guarangas” —se refería a las tortitas negras, pero le decía “guarangas”. Me pareció incluso, por la convicción y el entusiasmo con el que hablaba mi amigo de las tales tortitas, que Bioy celebraría la llegada de esa bolsita de lípidos como si una gavilla de sus personajes muertos le tocara el timbre para brindar con anís. Es decir, Fernando había interpretado algo de esas lecturas y de Bioy en el hallazgo de las tortitas “guarangas”. Sí, algo que se ausenta con su mención, que es acaso uno de los temas de la literatura de Bioy: esto de que el relato irrumpe siempre para traer la muerte o para suspenderla, como sucede en el cuento “El perjurio de la nieve”, que es como la puesta en abismo de su propia obra.
Bien. Al final, desde el mismo teléfono del departamento en Caballito de Fernando llamé horas antes de aquél encuentro con no me acuerdo qué excusa. ¿Qué iba a decirle? ¿Le iba a mostrar unos escritos míos en los que ni siquiera creía? En fin, acaso allí está el germen de mi dificultad para hablar con “los maestros”.
La segunda vez fue en Rosario, desde el teléfono de mis suegros, en la calle Vélez Sarsfield. Sería el año 87. Llegamos una noche con mi esposa a la casa, después de haber hablado de esa primera vez que había llamado. Yo tenía el teléfono en algún lugar de mi billetera, o de un cuaderno —porque siempre rechacé las agendas. Mariela, mi esposa, me dijo que llamáramos. Y eso hicimos. Eran pasadas las doce. Pero la que habló fue Mariela. Es que Mariela tiene algo para el diálogo que es casi de otro mundo. Una vez —y esto es una digresión—, más tarde, en el año 1989, cuando hacíamos en LT24, la radio de San Nicolás, el programa Bla Bla Bla —sí, por el disco de Iggy Pop—, nos enteramos de que había llegado a otro estudio Fabio Zerpa. Nos dijeron si no nos interesaba entrevistarlo. Sí, claro, dijimos con Mariano; y de inmediato nos abocamos a disparar entre nosotros posibles preguntas con las que nos desbocamos cuando lo tuvimos enfrente. Eran pregunta recontraidiotas, que pretendían ser capciosas y no buscaban respuesta alguna: intentábamos hablar a través de ellas y Zerpa, que tenía claros esos mecanismos, las aprovechaba para hablar él. Por suerte Mariela estaba en el piso y empezó a preguntar: preguntas simples, en las que ella parecía no inmiscuirse —no introducir nada capcioso, no emitir opinión alguna—; eran también —porque la sé de ese misticismo devastado de las personas educadas en el positivismo de la izquierda—, preguntas sinceras: no porque creyera que Fabio Zerpa fuese a contarle una verdad, sino porque creía (y cree, claro) que si hay una verdad está en los interrogantes. Entonces Zerpa habló, y dijo las mismas boludeces de siempre, pero les dio un espesor que para mí y para Mariano —mi compañero en ese programa— resultó inesperado y rutilante.
Entonces, vuelvo a la llamada desde el teléfono de calle Vélez Sarsfield —digamos, año 87. Como no me animaba a hablar, le pasé el tubo después de discar. Mariela se puso a hablar con una mujer, que le decía que no, que “el señor” ya se había acostado. También, que era tarde para llamar. Mariela se excusó, le dijo que sabía lo tarde que era. Y le preguntó con quién hablaba. “La empleada doméstica”, dijo la mujer. “¿Y no es tarde para que usted esté levantada?” Sí, dijo la mujer, y dijo también que le costaba dormirse. Y así hablaron alrededor de diez o quince minutos de esas nimiedades: lo tarde que era, las dificultades del sueño, las tareas en casa de Bioy Casares.
Días, o semanas, o no sé cuánto tiempo después, Mariela le contó a su amiga de la secundaria Judith Gabriela —que entonces creo que ya elaboraba alguna tesis-ensayo-paper o investigación sobre Silvina Ocampo— esa charla con la “empleada doméstica” de Bioy Casares. Y Judith le dijo que sabía que muchas veces Silvina Ocampo atendía el teléfono en su casa —que era la de Bioy— y se hacía pasar por la empleada doméstica.
Pienso en esta última cosa y me vuelven a la mente aquellas tortitas “guarangas”, antes por lo de guarangas que por lo de tortitas. Pienso también que esos diálogos de mi esposa, como esas señales de mi amigo Fernando han sido una obra tan influyente para mí como las que he leído de Bioy.
 Con Fernando, Patricia, Mariela, Elena y Vicente, en casa, en octubre de 2010.
 Fernando, Mariela, (de espaldas) Patricia y Vicente, en el Paseo del Caminante, Rosario, octubre de 2010.

la incomunicación fundamental


En 1986, en el cuento “Planes para una fuga al Carmelo”, que inaugura su libro Historias desaforadas, Adolfo Bioy Casares vuelve a visitar el universo de su novela Diario de la guerra del cerdo, que ahora (2003) reeditó Emecé, a 34 años de su publicación original. En el cuento, entonces, un profesor llamado Félix Hernández, se sorprende y se dice: “Últimamente me dio por hablar solo”. La misma frase repite Isidro Vidal, protagonista de la novela, como una letanía que pretende ahuyentar con un golpe de conciencia el anuncio de la vejez. Escrito casi con 20 años de diferencia, el héroe del cuento es más astuto que su par del Diario y, acaso, más cínico.
Decir que el Diario de la guerra del cerdo anticipa a su modo el cambalache de cirugías estéticas que fue la década del 90 en Argentina, o los glamorosos manotazos de la farándula por mantenerse joven sería pueril. El mismo Bioy Casares admitió que hacia 1969, cuando escribió la novela, sentía los embates de la vejez. La obra narra la vida cotidiana de Isidro Vidal, un sexagenario cuyos días transcurren casi distraídos de la cruzada que los jóvenes acometen contra los viejos, a los que llaman cerdos (no sin una acotación de un personaje que define sutilmente el diario de bitácora de la escritura del autor: “Este pueblo no es consecuente en nada. Ni siquiera en el uso de las palabras. Acá siempre dijimos chancho”). Cómo ha empezado la guerra y por qué son detalles a los que Bioy alude con la maestría de ciertos sobreentendidos: un tal Farrell que arenga a la juventud desde la radio, miradas de fastidio ante la lenta figura de un abuelo que avanza por la calle. Vidal continúa como puede sus días, reuniéndose con los amigos, a los que llama “los muchachos”, y envuelto en la irrealidad del sueño, que lo arroja a la vigilia ya viejo, cansado, hablando solo. Y se dice en la página 86: “Si uno vive bastante, los hechos de su vida, como los de un sueño, se vuelven incomunicables porque a nadie interesan. Las mismas personas, después de muertas, pasan a ser personajes de un sueño para quien las sobrevive; se apagan en uno, se olvidan, como sueños que fueron convincentes, pero que nadie quiere oír”. El mismo Vidal, al comienzo del relato, se había dicho, solo: “Hablando nadie se entiende”.
“Planes para una fuga al Carmelo” (se refiere al viejo cruce entre Tigre, en el delta del Paraná, y Carmelo, en Uruguay) puede leerse como unas apostillas al Diario, allí el veterano Hernández, que pronto deberá fugarse a Uruguay, país con el que Argentina está en guerra por prolongar la vida y estar lleno de viejos, explica a su joven amante: “Cuando ya nadie creía en los políticos, la medicina atrajo, apasionó al género humano con sus grandes descubrimientos. Es la religión y la política de nuestra época”. Luego sintetiza el hallazgo de los médicos argentinos: la prolongación de la juventud. Y el de los uruguayos: la supresión de la muerte. Ninguno de los dos países pudo detener el envejecimiento. Uno trata al enemigo como jóvenes fascistas. El otro, como moribundos que no acaban de morir. La propuesta, ridícula y llena de ironías para orientales y porteños, cierra el periplo iniciado en la novela.
Leopoldo Torre Nilsson, estrenó el 7 de agosto de 1975 La guerra del cerdo, un sesudo bodrio de 90 minutos, basado en esta hermosa novela, que protagonizaron, entre otros, José Slavin, Marta González, Víctor Laplace, Emilio Alfaro y el rosarino Héctor Tealdi que traiciona esa distante cotidianeidad de la obra de Bioy Casares, de la que hasta Vidal se asombra y, al reparar en que ingresa por primera vez a la pieza de su amigo, donde lo están velando, pronuncia: “La intimidad que dejamos de lado no impidió que fuéramos amigos (...) Hoy todo el mundo es íntimo; amigo, nadie”.
Esta incomunicación fundamental y fundamentada sostiene gran parte de la obra de Bioy Casares. Una interferencia que flota en el aire de sus relatos y que sólo cristaliza en ellos, únicos dispositivos para un saber que siempre llega demasiado tarde y enturbiado por una pátina onírica. El otro gran tema es el tiempo que, como escribió Leon Bloy, “está hecho de la desolación de los hombres”.
Antes del Diario de la guerra del cerdo, Bioy Casares había escrito acaso su novela más famosa (luego de la inicial La invención de Morel): El sueño de los héroes (1954) y, luego, Dormir al sol (1973), ambas tienen el sello del sueño, que flota sobre el tiempo como un velero (para usar la línea de la famosa canción flamenca): el diagrama de las idas y venidas entre destinos sobre los que el creyente va creando su credo.
Bioy Casares murió el 8 de marzo de 1999, a los 85 años, en Buenos Aires, donde había nacido y donde habían muerto ya su esposa Silvina Ocampo y su única hija, Marta. El mismo año que se editó el Diario de la guerra del cerdo, el director de cine Hugo Santiago, luego radicado en Francia, llevó al cine Invasión, un argumento que perpetraron Bioy Casares y su amigo Jorge Luis Borges en el que se palpa este mismo clima: el del orden antiguo amenazado por la novedad, una novedad sin forma precisa, que siembra el germen de una batalla eterna.

Diario de la guerra del cerdo
Adolfo Bioy Casares
Emecé, Cruz del Sur, Buenos Aires, 2003
205 páginas