Esta crónica se publicó en el número 78 del Diario de Poesía (junio a octubre de 2009). La editaron Mirta Rosenberg y Daniel Samoilovich, probablemente sea mejor esa versión. La primera versión de la entrevista, al final, apareció en inglés en el Buenos Aires Herald, que entonces editaba Martín Gambarotta.
Hay un tumulto de nubes allá arriba que parecen freírse en el resplandor del cielo. Es el sábado 8 de noviembre de 2008. El calor envuelve Rosario, está por terminar el XVI Festival Internacional de Poesía y a las tres de la tarde, después de un almuerzo en el hotel República, donde se alojan los invitados, James Fenton, que cerrará con su lectura el encuentro esa anoche, se aparece en el lobby con el uniforme que ha usado desde que llegara a Argentina, unos chinos —esos pantalones de gabardina color kaki— y una camisa de algodón de mangas largas y a bastones celestes con los puños cerrados sobre las muñecas. Por fuera de eso, todo el equipaje que le hemos visto ha sido una traducción al inglés de la poesía de Jorge Luis Borges que comenta con Mirta Rosenberg y Liliana García Carril y un BlackBerry con el que incluso me ha escrito desde Londres, antes de llegar al país. Habíamos quedado en visitar el cementerio El Salvador, frente al Parque Independencia. Porque Fenton estaba interesado en conocer los monumentos funerarios de Luigi Fontana.
Afuera el aire es un caldo tibio, quieto, puro resplandor. Le señalo el Renault 12 estacionado bajo el sol y le advierto que no tiene aire acondicionado. “Está bien”, dice, como diciendo “No lo esperaba”. Y agrega que siempre anduvo en autos así.
Cuando tomamos bulevar Oroño hablamos del viejo límite de la ciudad, de la zona de hospitales y del cementerio, donde los enfermos, los locos, los criminales y los muertos eran expulsados extra muros. Claro que no hay ni hubo muros, pero ahí está el parque, la espesa línea de árboles que opera como límite y divide zonas. De la ciudad hablamos, acaso porque recuerdo su paso por el trotskismo inglés y porque las invenciones de la burguesía capitalista y colonial, como estas ciudades, son materia de sus crónicas en Asia. De vuelta, con tiempo apenas para darse un baño y echarse unos minutos en la cama antes de ir al Bernardino Rivadavia a leer los poemas de Tsunami, el libro que tradujo Rosenberg, Fenton me preguntará por Malvinas. ¿Fuiste?, dice. ¿Fue algún amigo tuyo? El tema se disuelve en la atmósfera ahora agitada por un chaparrón mientras Fenton se mete en el hotel, con la camisa arrugada en la espalda y las mangas apretadas en los puños.
Familias imponentes
Cuando Fenton me habló de conocer las esculturas funerarias que hizo el padre de Lucio Fontana (“Lucho”, pronuncia), llamé a Dante Tapparelli para preguntarle qué tan accesibles eran esas tumbas. Desde hace unos años Dante realiza visitas nocturnas guiadas por el cementerio. “Mirá —dijo Taparelli al otro lado de la línea—, vas a ver las firmas: ‘Fontana – Scarabelli’, son muy visibles”.
El vapor espeso y caliente coagula el aire, en el cielo hay unas nubes oscuras, como barrigas grises, por las que se filtra un resplandor uniforme. Bajo esa luz los monumentos de Luigi Fontana —las firmas tienen el tamaño de una mochila para llevar una notebook de los años 90— en las calles centrales de El Salvador lucen aún más imponentes. Fenton las mira fascinado y habla del cementerio de Milán donde se encontró con algo parecido. La principal diferencia entre las necrópolis como la de Rosario y las de Inglaterra, dice Fenton, es esa presencia imponente de la familia, a diferencia del cementerio inglés, con sus tumbas al ras de la tierra y sus lápidas individualizadas. “Allá —habla Fenton—, el visitante parece encontrarse siempre a solas con el muerto. Es una experiencia mucho más privada y solitaria”.
Cuenta también que al norte de Manila, donde debió refugiarse cuando cubrió como cronista la caída de Marcos, a principios de los 80, se encontró con un cementerio similar y que la familia que lo alojaba en Filipinas le contó que una inundación había arrasado el camposanto, que poco antes habían metido en una bóveda a la abuela y que, pasada la inundación, cuando volvieron a sepultar a otro pariente, se encontraron con el mausoleo inundado. Pero que eso no era todo, que descubrieron que en la bóveda nadaba un discreto cardumen de “catfishes” (bagres, traduzco), y que los peces habían sobrevivido alimentándose de los restos de la abuela. No se ríe de la anécdota, aunque no ignora el dato grotesco que trae. Es que allí, en este cementerio rosarino donde hemos venido a dar con la obra de Fontana, de la que Fenton se admira, sopesamos también el extraño recorrido que nos une, la historia si se quiere grotesca por la que llegamos a ir tras la belleza de unas formas funerarias mientras esa conversación reseca y árida de la muerte prosigue su camino. El final de ese diálogo que no tuvimos, que tanteamos en el aire tibio mientras mantuvimos nuestra charla amable y salpicada de anécdotas, fueron aquellas preguntas finales, también sin respuesta —sin una respuesta que abarcara lo que la interrogación desplegaba: él un británico galardonado por la Corona; yo, un uruguayo metido en el papel de argentino desde la infancia tardía—, sobre la Guerra de Malvinas. Curioso, en el mismo festival estaba Fogwill, quien cuenta en una de las entrevistas que reproduce Los libros de la guerra (editado por Francisco Garamona y Laura Crespi, quienes también rondaban la escena), que se unió políticamente a Aldo Rico a principios de los 90 para “malvinizar” la Argentina. Qué hubiera sido de una conversación sobre el tema con Fogwill presente es algo que habrá que resolver de manera ficticia.
Oxford
El New Faber Book of Love Poems (2006) lo presenta: “James Fenton nació en Lincoln en 1949 y se educó en Magdalene College, Oxford, donde ganó el premio de poesía Newdigate. Trabajó como periodista de política, crítico de teatro, de libros, corresponsal de guerra y en el extranjero y columnista. Es miembro de la Sociedad Real de Literatura y fue profesor de Poesía en Oxford en el período 1994-1999”. La cátedra en la que impartió clases es la misma que en su momento ocuparon Mathew Arnold, W.H. Auden y, antes que Fenton, Seamus Heaney y, luego, Paul Muldoon. “Es una experiencia extraña y debo decir que estaba feliz el día que terminó”, refiere Fenton su paso por los claustros de Oxford en unas preguntas que le hice vía correo electrónico.
A pesar de su flemática humildad, con la que evita expedirse sobre algunos aspectos legendarios de su vida como corresponsal, es un escritor que durante años intentó desvincular su escritura de las urgencias del periodismo. El escaso éxito de esa empresa legó a los lectores un libro como Lugares no recomendables (All the wrong places, en el original), que Anagrama publicó en 1991 y cuya contratapa opone el estilo de Fenton al de Ryszard Kapuscinski. Allí reúne las crónicas de Fenton en Vietnam, cuando acompañó como corresponsal al primer tanque del Vietcong que ingresó a la casa de gobierno en Saigón, la caída de Marcos en Filipinas, el golpe de Sukarno en Indochina. “Cuando comencé a escribir poesía —pone en el mensaje— era todavía un estudiante. No había asistido con regularidad a Oxford y mis planes de volverme un psicólogo clínico eran desalentados por mis calificaciones pobres. Me volví entonces un periodista. Hubiera resultado fácil seguir siendo un periodista literario, pero no quería desperdiciar la vida entera escribiendo sobre poesía al mismo tiempo que escribía poesía. También participaba en política. Fui muy influido por Christopher Hitchens. Él era un socialista revolucionario en esos días, un trotskista. Así que yo también me volví trosko”.
Perdimos
En Buenos Aires, tres días antes de la apertura del Festival, nos conocemos con Fenton en el hotel. Están ahí Eduardo Milán y María Auxiliadora Álvarez. Las conversaciones se cruzan, se rozan, pero mantienen cada una su línea melódica. Destaca, claro, la de Milán, que cambia de acordes mayores a menores, con citas de Alain Badiou o Walter Benjamin, anécdotas de Octavio Paz o descarnadas escenas de la vida mexicana como golpes de tambor estridentes. Y, de vez en cuando esos descensos al paisaje urbano que nos rodea, un paisaje demoníaco tras su velo esplendoroso. En esas charlas Milán ironiza (literalmente, en el sentido más antiguo del término: se pregunta con humor) sobre ese grupo que somos y la gigantesca realidad que sopesamos con las viejas teorías, quebradizas en las manos. Entonces Milán dice: “Perdimos”.
Recuerdo ese “Perdimos” cuando llegamos a la tumba de uno de los líderes del Grito de Alcorta, enterrado bajo un monumento a siete calles de la entrada principal al cementerio El Salvador por Ovidio Lagos. Trato de explicarle a Fenton lo que ha sido el Grito de Alcorta. Lo pienso y no sé exactamente qué término inglés reemplaza el tipo de grito al que quiero referirme. Opto por “uprising”, pero a duras penas encuentro ahí, en esa historia improvisada del movimiento agrario santafesino que estoy armando, las palabras para colonos (porque “pioneers” me parece que tiene un sustrato de voluntad protestante que no cuaja), palabras para campesinos, etcétera. Pero Fenton entiende muy bien.
Miramos un cuadro de esa escultura moderna y geométrica en una de las paredes del monumento funerario, con su sembrador de bronce que corona la cima: los brazos cruzados que sostienen uno la espiga de trigo y el otro el maíz, el granito colorado que le da un tinte cálido y cercano, las chapas de bronce que recuerdan la gesta (unas recuerdan los orígenes de Federación Agraria, otras son más familiares y las últimas, personales). El vasto silencio del camposanto tambalea en esa tumba cuya altura compite con las bóvedas donde posan los ángeles y yacen difuntos de una aristocracia inventada en el mármol y las esculturas de Fontana. Algo de esa lucha que quiere reivindicar el granito y el bronce, trato de decirle a Fenton, calla y se hunde en esa misma materia. Y me sale entonces el “Perdimos” de Milán, que paso al “We lost” del inglés. Pero no estoy seguro de a quién me refiero con ese “nosotros” y dudo que esta vez Fenton me entienda. Pero sonríe y chupa uno de los mates que le cebo (porque Mirta Rosenberg ya le impartió clases de mate en Buenos Aires).
Fotografías
Nos detenemos en las fotografías de los muertos, esos pequeños retratos de marco por lo general plateado. Algo vulgar y entrañable se mezcla en esas imágenes. Descarto hablar de aquellas de jóvenes o niños —hay algo doloroso e inabordable en ellas—, pero en las de hombres o mujeres mayores —las vemos con Fenton en la tapa de los nichos— refulge algo cuya estridencia tiene más que ver con ese entorno de construcciones fúnebres monumentales que visitamos que con la imagen en sí. Como si la fotografía viniera a decirnos alguna cosa de la fragilidad del rito ante la muerte antes que de la pretendida persona que evocan.
De eso hablamos con Fenton, de lo democrático y endeble de las fotografías en las lápidas comparadas con los fastos erigidos por Fontana. Entonces Fenton me cuenta cosas sobre el cementerio de Milán, sobre la democrática disposición de las tumbas y los credos. De cómo allí en el camposanto yacían judíos y cristianos, ateos y desafortunados.
En eso estamos cuando la lluvia empieza a regarnos entre unos cipreses oscuros, ya en la parte de las tumbas en tierra. Me persigue el “We lost”, me persigue ese hueco en la charla. Entonces Fenton nota que la mitad de la yerba del mate permanece seca. Sí, sí, le digo, es que ahora doy vuelta la bombilla y es como volver a empezar. Y James, que hace un rato pronunció un encendido “Thank you”, dando por finalizada la ronda de mates, acepta probar el artilugio por el que el mate renace de su propio agotamiento. Hay un “good”, un renovado “thank you”.
Entonces llegamos a la bóveda de la Caja Mutual de Policía. Fenton lee las letras doradas sobre el mármol negro y pulido, aclaro el significado de “caja” y, pese a que su testa generosa va desnuda y pelada, hace el gesto como de descubrirse la cabeza e ingresa en la bóveda con “Excuse me”, dirigido a ese espacio en el que va a meterse antes que a esa charla que interrumpe para espiar la pila de nichos en los que las fotos de unos comisarios se destiñen entre flores de plástico.
De vuelta por la calle central, camino al Renault 12 que espera bajo la sombra de las tipas en el estacionamiento vacío donde están las vendedoras de flores, preparamos unas monedas para los cuidacoches que no encontraremos, una iniciativa de Fenton. Le pregunto si quiere que haga algunas fotos de los mausoleos erigidos por Fontana. “No, dice, prefiero llevármelos acá”, y alza el dedo para tocarse un punto en las sienes pálidas.
Correo electrónico > El poeta como vendedor ambulante
Muchas de las cosas que se encuentran de James Fenton en internet rozan la leyenda. No sólo acompañó como corresponsal al primer tanque del Vietcong que ingresó a la casa de gobierno en Saigón, cuando los norteamericanos habían abandonado la ciudad y dejado un tendal de vietnamitas sin horizonte alguno, también, en un memorable capítulo de su libro de crónicas Lugares no recomendables (Anagrama, 1991, traducción de All the wrong places), narra la caída de Marcos en Filipinas, el golpe de Sukarno en Indochina. Y así. Otra de las historias sobre Fenton en internet es el secuestro a manos de un comando del IRA, en Belfast. Sus captores votaron si le disparaban o no. Ganó la segunda opción y Fenton estuvo en Argentina en noviembre pasado, invitado al XVI Festival Internacional de Poesía de Rosario. La editorial Bajo la luna publica ahora los poemas de Tsunami, libro que Mirta Rosenberg tradujo y cuyos poemas leyó en su versión española en Rosario, junto con el poeta inglés.
Pero Fenton se excusa en el correo electrónico de todas esas anécdotas con las que cualquier periodista llenaría todas las mañanas de una radio. “Ya hablaremos de eso con tiempo”, pone.
Los poemas de Tsunami pueden leerse como canciones. La carrera pública de Fenton comenzó en los tempranos 70, cuando escribía en el New Statesman junto con dos figuras que son hasta hoy dos de sus buenos amigos, Christopher Hitchens y Martin Amis, quien dijo alguna vez: “James siempre se comportó con dignidad, a diferencia del resto de nosotros”.
Cuando veo que muchos de sus correos me llegan con el mensaje final “Sent via BlackBerry by AT&T” me espero unas respuestas telegráficas, así que abundo en las preguntas, como para hacerle saber de mis necesidades editoriales con el impacto visual de la cantidad de líneas.
Usted trabajó con Martin Amis, Ian McEwan y Christopher Hitchens —le escribo y le aclaro que menciono a tres escritores que son bien conocidos en Argentina— en el semanario socialista New Statesman, en los 70. Aunque tiene un memorable libro con sus crónicas en Asia, usted dedicó su trabajo a la poesía. ¿Por qué, considerando que se admite con frecuencia que la crónica ofrece las herramientas apropiadas para acercarse a esos matices de la realidad que son muchas veces comunes a sus temas, por qué la poesía? Me responde unas líneas sobre su amistad con Hitchens, sobre cómo Hitchens terminó convirtiéndolo al trotskismo, pero su verdadera respuesta llegaría un tiempo más tarde, en la conversación que Fenton mantuvo con el generosísimo Andrew Graham-Yool, en una de las mesas extra del Festival, en el museo Estevez de Rosario: “Lo que quería hacer —dijo Fenton— era encontrar alguna carrera que me permitiera hacer algo diferente de la poesía. Terminé haciendo lo que no quería: me ofrecieron el empleo de subjefe de comentarios literarios en el semanario New Stateman, pero todo el tiempo en ese empleo —que en el gremio es un trabajo de primera—, buscaba cómo salir. Y la ruta eventual que encontré para salir fue la de corresponsal extranjero, no por la crónica periodística en sí, sino por la calidad de algunas plumas en la cobertura. Uno de los personajes que recuerdo en los comienzos era V.S. Naipaul, que era un modelo importante a seguir en mi desarrollo. Una de las ironías de ser un poeta y a la vez periodista es que fui a Indochina, Camboya y Vietnam en los últimos años de la guerra y permanecí en Vietnam hasta la caída de Saigón, en 1975, y escribí esas experiencias en prosa. Lo irónico es que cuando se tiene una experiencia como esa uno no quiere caer en la acusación de que sólo buscó cubrir estos eventos para hacer una poesía en torno a esas circunstancias. Y me parece importante decir que lo que llamamos poetas de la Primera Guerra son el gran referente en torno a combate y poesía, pero es muy diferente ser un soldado bajo órdenes en el frente y ser poeta a la vez y la situación de estar voluntariamente buscando el frente como cronista y a la vez ser poeta”.
Hasta el momento de conocerlo había leído de Fenton unas entrevistas en diarios londinenses como The Independent o The Guardian, además de sus ensayos —la gran mayoría posteados en su página www.jamesfenton.com—: hay en esos diálogos entre el poeta y los periodistas una chispa, un sobrentendido culto y por momentos ácido, lo mismo que en los ensayos de Fenton, que parten de premisas muy legibles y van recogiendo en el desarrollo citas, ejemplos y nombres de poetas. Entonces creo oportuno hacer sonar la campanilla de los maestros y le escribo: Auden dedicó sus poemas a Isherwood y Kallman con este epígrafe: “Aunque seas, como yo, uno de aquellos/ que sienten un deber cristiano hacia la prosa/ porque la poesía es magia…”. ¿Hubo algo así como un “deber cristiano” en sus crónicas de Asia? “Fui cristiano —responde— hasta la adolescencia. Por supuesto que parte de la sensibilidad cristiana permanece en uno, si uno tiene una formación religiosa fuerte. Incluso cuando uno lucha contra ello, aún nos está moldeando. Pero espero haber escapado por completo de eso, y espero haberlo hecho hace tiempo”.
En un artículo publicado en The Guardian —le escribo— usted compara las canciones americanas del sur negro con algunos de los versos de Tennyson, y escribe: “La poesía misma comienza en esas situaciones en que debe alzarse la voz”. ¿Cómo es eso? “Según mi visión —escribe Fenton—, la poesía se basa en la voz hablada, y es como la voz que se alza sobre el nivel de la conversación normal. Eso es lo que conecta la cháchara del vendedor ambulante con la declamación del poeta. Cuando tenía 20 años más o menos los poetas ingleses eran muy modestos en esto de leer en voz alta: tenían miedo de sonar como farsantes. Pero si te parás en frente de una audiencia (no tenés por qué hacer esto, pero si lo hacés) necesitás tener algo que puedas leer o recitar, algo que la audiencia pueda escuchar con placer. Lo opuesto de esta teoría es que la poesía se escribe para la página, para ser leída en la página. Además del buen ejercicio de la caligrafía, no creo que este sea el camino hacia la poesía”.
Pregunto: También escribió usted que “la comunidad de un poema inglés en estos días es más extensa que la de cualquier estado nacional”. ¿Cuál es en su opinion la relación entre la poesía, el lenguaje y la política? Responde: “La poesía de Inglaterra (en el inglés moderno) es muy antigua: se retrotrae cerca de 500 años. Pero el inglés es como el español —ampliamente difundido en todo el mundo—. Un poeta americano comparte una comprensión inmediata de nuestra poesía, como lo hace un poeta irlandés, y nosotros como ingleses, a nuestro turno, podemos entender de inmediato no tal vez todo en poesía americana o irlandesa, pero sí una gran parte. Los americanos muchas veces dicen que esto no es tan así, que sólo los americanos pueden apreciar los ritmos americanos. Es probable que sea una especie de nacionalismo cultural lo que les arranca esa observación. El hecho es que la comunidad de la poesía es el lenguaje, no el estado nacional. Si mañana se independizara Escocia, eso no afectará mi comprensión de la poesía escocesa.
Vuelvo a mencionarle a W.H. Auden, esta vez para decirle que también fue un crítico, como él, como Fenton, que incluso algunos de sus poemas acarician la crítica. Que cuál es en su opinión el punto de equilibrio entre en la poesía y la crítica. “Auden —contesta— escribió crítica para ganarse la vida, pero su trabajo crítico estuvo muchas veces al nivel de su poesía. La crítica de D.H. Lawrence es muy parecida a su poesía, se sustenta en los movimientos de su pensamiento. Mi prosa, lamento decirlo, es una prosa más. Pero a veces, excepcionalmente, ha batido un poco sus alas.
Y retorno a uno de los puntos que más me atraen de la poesía de Fenton —llegué a instalar el reproductor Real Player en la PC para escucharlo leer “Wind” y otros poemas desde su página—, la relación poesía y canción. “Me gusta pensar que la música y la poesía —dice Fenton— pueden trabajar muy bien juntas, pero no siempre tuve éxito haciendo que eso sucediera. Una verdadera letra de canción bien puede ser misteriosa, pero debe conseguir su efecto por medios sencillos. Esa simplicidad es un gran desafío para muchos poetas modernos o posmodernos, y prefieren no tener nada que ver con la música. ¡Qué vergüenza! ¡Qué desperdicio! Algunos de mis poemas tienen ritmo musical (como opuesto a un ritmo poético), así que se componen mediante el método de agregar palabras a un ritmo en mi cabeza. Pero no hay reglas generales y tampoco hay secreto. Al menos no hay un secreto que yo conozca”.
Andrew Graham-Yool, James Fenton y, atrás, Liliana García Carril.
P.M., Graham-Yool, Fenton, en el Museo Estevez el sábado 8 de noviembre de 2008.
Analía Costa, Rocío Silva Valdés y Fogwill en el Museo Estevez. 8 de noviembre de 2008.
El sábado 8 de noviembre de 2008 al mediodía, James Fenton estuvo dando vueltas por la casa que Firma y Odilo Estevez donaron como museo de arte decorativo, frente a la plaza 25 de Mayo de Rosario. Es una casa antigua al estilo de las casas señoriales de la burguesía del interior argentino: paredes forradas en nobles maderas hasta el techo, claraboyas con vitraux y un patio con aljibe que ya en sus orígenes parece haber funcionado como objeto de decoración. Después de que Fogwill y la poeta peruana Rocío Silva Santisteban hicieran una antología en vivo (un recorrido por su propia obra y por los textos que la marcaron), Fenton dialoga con Andrew Graham-Yoolsobre poesía y crónica periodísitca. “Con James trabajamos para el mismo diario hace muchos años, como soy mayor que él tenía derecho entonces, en la redacción, a arruinar sus crónicas. Él escribía desde distintas partes del mundo, él poeta y periodista ya reconocido y yo, en el diario, tenía achicar sus textos para poder meterlos en caja”, cuenta Graham-Yool y cierra su presentación: “Por suerte nunca nos vimos en esa época. No sé lo que opinaba él de mí y no quiero saberlo ahora”.
“Cuando empecé a hacer periodismo —cuenta Fenton— ya escribía poesía, lo hacía desde que era estudiante y al mismo tiempo, siendo poeta en la universidad también empezaba a escribir crónicas periodísticas para diversas publicaciones. Por supuesto, eso ya era un principio de conflicto porque el resultado fue una pésima nota en los exámenes, donde resulté un poeta de tercera. Pero fue un honor, porque W.H. Auden también obtuvo una calificación de tercera en su diploma universitario, lo que alivianó mi conciencia pues estaba siguiendo sus pasos. La próxima etapa de estos inicios fue rebuscármelas para ver cómo me ganaba la vida. Auden tenía la teoría de que sería bueno que los ingresos de un poeta no provinieran del uso de la palabra, que no se mezclara la creatividad poética o literaria con los mecanismos para conseguir un ingreso. Entonces Auden sugirió que sería bueno que un poeta fuera carpintero. Otro ejemplo, aunque de aliento breve, fue T.S. Eliot, quien trabajó en el Lloyds Bank durante un tiempo. Si bien regía la teoría en estos poetas de no mezclar la creación literaria con el trabajo, hay que decir que en el caso de Eliot gran parte de su trabajo era como editor, eran informes críticos de libros que nunca se han publicado, nunca llegó a hacerse una edición de sus informes editoriales de sus años en Faber and Faber, pero ahora todo ese producto de informes críticos sobre originales se está por publicar”.
Sin embargo, como puede leerse en la información sobre Fenton desplegada en estas páginas, el poeta no sólo se dedicó a escribir, fue a la guerra, publicó un libro con sus crónicas y estuvo en algunos de los conflictos más intensos del siglo veinte. “Lo que ocurrió entre mis colegas periodistas que estaban en Indochina en ese momento (mediados de los 70) fue que se les prohibía permanecer en Camboya, y la cuestión era cuál sería su próximo destino, porque había colegas que habían llegado a funcionar únicamente con el sonido de los cañonazos y las bombas, entonces mis colegas empezaban a pensar dónde encontraban otra guerra para seguir escribiendo. Se fueron al Líbano, o a Rhodesia, que estaba en proceso de pasar de colonia británica a país independiente con el nombre de Zimbabue. Todos iban a su nuevo destino buscando lo que habían vivido en Vietnam, querían trasladar todo el escenario a sus nuevos destinos. Es una reacción conocida entre fotógrafos y camarógrafos. Entre los colegas había un escalafón de coraje en esa época y el más bajo en esa escala era el reportero, que iba, a veces veía parte de la acción, reunía información, se retiraba y escribía una buena crónica; le seguía el fotógrafo, que podía ir al frente, tomar una buena foto y retirarse; sin embargo, el que estaba en una situación más comprometida era el camarógrafo, quien debía esperar la acción para poder filmar y no podía salir hasta obtener sus imágenes. Otro de mis amigos era un camarógrafo y era muy bueno haciendo tomas en el frente, era en extremo experimentado y muy decidido y, en apariencia, era un hombre sin miedo, pero cuando buscaba otra cosa que hacer en la vida no hallaba satisfacción en nada fuera de la actividad en el frente, nada se comparaba. Así que en las últimas semanas que estuvimos juntos en Saigón conversamos mucho acerca de lo que haríamos de ahí en más. Finalmente este hombre terminó filmando su propia muerte, hubo un golpe de estado en Tailandia y estaba ahí filmando, instaló la cámara en un costado de la calle, apuntando a sí mismo y a un tanque que avanzaba sobre él. Recuerdo haber visto esa filmación en mi propia casa, donde se veía al tanque avanzar hacia el lente hasta que de repente la cámara apunta hacia arriba”.
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