Por qué me atraen tanto las playas del Uruguay. Digo, además de la cosa lejanamente familiar: los colores y los aromas de las tiendas de comestibles, los canastos con alpargatas en los almacenes, todo el folklore que me devuelve fragmentos de la infancia.
Las playas de Uruguay, las de Rocha al menos, como Aguas Dulces o Valizas, donde estuvimos este verano, tienen el atractivo de la dimensión: la vasta franja de arena y el pobhlado pequeño. Pero también, un poblado e el que se ve, patentemente, la precaria incursión del hombre, el modo en que los hombres trasladaron sus deseos de algo agreste y cotidiano a unas construcciones que se amontonan sobre el mar como si lo respiraran. Es, desde la perspectiva argentina, un rincón pre-peronista: no hay allí el espacio para que las grandes masas acudan al mar, hagan vacaciones: nada de los edificios monumentales —y dicho esto sin menospreciar la monumentalidad peronista, que está acaso entre mis más grandes melancolías... esas que a la poesía conducen; cfr. G. Benn—, muy poco de la espectacularidad con la que se promueve el ocio en Punta del Este o Pinamar. Las calles, en estos pueblitos de Rocha, son aún caminos y el mar, su cosa inabarcable y gigantesca, se agita en las pequeñas chozas que han construidos unos hombres conscientes de lo precario de sus casas: sus casas no están allí y estas —las que alquilamos, las que vemos al pasar, montadas sobre pilotes en la arena— son apenas una fantasmagoría que no nos habla de la vida cotidiana del trabajo, allá en otras ciudades, hacia el interior del territorio, sino de lo escaso, lo mezquino del tiempo para con sus vidas. Así el mar agita esos pequeños retratos de vida como si fueran granos de arena. Así sopesamos un amor que flota en ese incertidumbre. Aguas Dulces.
Baywatch.
Un pasillo entre casas hacia el mar. Aguas Dulces.
El frente de la casa de Rosario Díaz en Aguas Dulces.
Plaza de juegos en Cabo Polonio.
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