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sábado, 5 de marzo de 2011

la biblioteca aluvional de murena

Juan me pasó este texto hace unos años, cuando aún editaba las páginas de Cultura. Me lo envió a través de un mensaje de corre electrónico que no encuentro y que era la culminación de algunas charlas que habíamos tenido sobre Murena. El título original era "Libros viejos, libros de saldos, libros usados: la biblioteca aluvional de Murena". Creo percibir en estas líneas —a las disparadas, lo siento— el aire del que sería su nuevo libro entonces, Decadentismo y melancolía, un tomo que recoge de manera excepcional su experiencia como lector de literatura.
 



Hay ciertos rasgos de la forma ensayística de Murena —prefiero hablar de forma antes que de estilo—, que no sé si pertenecen a lo que casi inevitablemente, casi resignadamente llamamos “pensamiento argentino”, pero seguramente sí pertenecen a la ciudad rioplatense y a sus mitos fundantes: la lejanía del Otro lado del mundo, cuya imagen desaparece en la gloriosa luz que sólo se abre a la memoria intermitente, en contraste con el entorno local, más bien fluido, informe, descascarado, a veces intenso en su reminiscencia de elegía del Ponto.
Estos rasgos, en los que de primera intención podemos reconocer el anacronismo léxico y el rigor sintáctico asomados desde un fondo más difícil de reconocer, para nada ajeno al que, con palabras del poeta, llamaría el “oír a la oscuridad en combate con la noche”, cobran cuerpo en la figura de una biblioteca ideal, que no es ni un cosmos ni un laberinto, que no es refugio fetichista de las desventuras del mundo ni emblema de prosapias intelectuales, sean legítimas o impostadas.
 Juan B. Ritvo, ca. 2003. Foto de Gustavo Ércole.

¿Una biblioteca inhóspita?
¿Una biblioteca que al igual que el Estado patrio es puro campamento?
En cualquier caso, la biblioteca de Murena no cierra las puertas, despectivamente, a todo novedad, como se cierran las de la biblioteca nobiliaria, suavemente, para no perturbar el sueño de los libros y de las memorias de padre.
En un breve e intenso ensayo —“Ser música”— en el que llega a descubrir, como él mismo lo dice “torpemente y por azar, ...que no se oye solamente por los oídos centrales”, aparece, sin énfasis, la escena de la biblioteca-campamento, tan distinta de la biblioteca-refugio; esa biblioteca que se derrama desde los estantes al piso e inunda de confusión y polvo al lector-escritor absorto.
“En Nueva York —dice— había encontrado cuatro años atrás un disco que me llamó la atención. Un recital de textos del Corán por el sheik Abdul Basset Abdul Samat. Cuatro años yació en el desorden de mi habitación, sepultado bajo libros, otros discos, reemergiendo, polvoriento. Yo no estaba preparado...Ayer llegó la hora. En el silencio de la casa solitaria sonó esa voz. Yo estaba desplomado indolentemente en un sillón. Mi primer acto impensado fue sentarme en forma correcta”[1].
El lector de Murena podrá continuar con su segundo acto, el del encuentro entre el cuerpo sutil de la voz y el hogar de la resonancia que es el cuerpo humano. Yo me detengo, para empezar, en la escena previa, la del desorden de libros y discos.
 H.A. Murena.

En una biblioteca digamos normal, una parte está sometida al orden numérico y la otra es confiada al azar; en la biblioteca perfecta —algo raro, rarísimo, quizá imposible de lograr, porque ninguna biblioteca abolirá jamás el azar— la equiparación entre la biblioteca y el mundo parece disponerse, sin los temblores del barroco, en un juego recíproco de espejos.
Aunque parezca lo contrario, la perplejidad que testimonia el amontonamiento, es, para expresarme en un lenguaje tradicional, más objetiva que subjetiva; inconcebible, pongo por caso, en la época de Cicerón, para quien esos pocos manuscritos eran preciosos antídotos contra la intemperie, intemperie de los clanes, intemperie de un mundo demasiado vasto, rústico e ingobernable.
Hoy hay demasiadas voces, demasiados registros, demasiados productos; y es poco y obvio decir que tanto estímulo favorece, aunque sea como causa ocasional, el escepticismo y su forma moderada y adocenada denominada ‘eclecticismo’; y no es mucho, tampoco, recalcar cómo tanta abundancia, inasimilable, condiciona esa forma particular de defensa que es, en su definitiva inhibición académica, la fría pastoral del comentario autorizado y la consiguiente autorización para comentar al comentador del comentador; no obstante, nos acercaremos a la verdad si pensamos que la técnica, hoy mucho más que en tiempos de Murena, claro, nos deja a merced de la ausencia de pausa, a omitir el intervalo, a quedarnos sin silencio y sin el hambre del libro, del capítulo, de la sección que nos falta y cuya presencia redentora anhelamos.
 J.B. Ritvo, ca. 1999. Foto de Fernanda Forcaia.

Ese entorno de polvo, discos y libros que rodea al escritor sentado en su sillón alegoriza un momento de detención y también la reacción frente a él; hay exceso de solicitaciones ahí, en el suelo, en el montón construido con la desidia, el cansancio, el hartazgo —todas manifestaciones del ennui baudeleriano, ese ancestro común a Benjamin y a Murena—; pero también lo hay en la intimidad del escritor, intimidad enteramente física, para quien el disciplinamiento del caos no pasa por plegarse a un nombre y a una obra —al nombre emblemático de una obra— sino por disponerse, en actitud musical, a escuchar una voz que viene de lejos, un Verbo que conviviendo con el caos no se entrega a él y deja que fluya, en el texto que se forja, dolorosamente, sin garantías de continuidad, y con la constante interrupción del sentido, la invención que brinda alojamiento a todo lo disperso, fragmentado y discordante que alienta en lo que llamamos mundo.
La unidad de ese mundo, la nostalgia por ese mundus —Murena ha recordado que esa antigua palabra latina designaba, originariamente, el foso donde se arrojaba tierra del antiguo lugar en el nuevo, de ahora en más terra patrum también—; la persistencia de semejante horizonte, sólo se sustenta en la férrea articulación de una escritura tensa, altiva, voluntariamente anacrónica, para que resuene al fin en ella el aluvión de las voces que llegaron y llegan a nuestras playas, desfasadas, ensordinadas, a veces estúpidamente ahuecadas, otras virulentas, casi sin motivo aparente,y para que esa habitación atestada sea una febril prolongación del aura de las fotos que todos vimos alguna vez, fotos cuyo marco es el Berlín ya demolido por las bombas aliadas, y cuyo escenario está en alguna biblioteca desventrada, a medias quemada, en la que, con paciencia, algunos lectores inmóviles buscan por siempre restos preciosos.
Por lo tanto, cuando habla, lo hace desde una transformación del material que no busca la homogeneidad y un efecto de convergencia; antes bien no oculta, sino que revela, antentamente, la dispersión de donde surgió, la fractura de los planos, la distancia crispada y sin esencia que apacigüe, la herida del puñal del idiota que se adueñó finalmente de su prosa y que se expresa en tantos lugares; así en el comienzo de Caína muerte.
“Caína muerte, pero no por mortal, ni en la cainidad ni en nada, caína por no hacer ser su nada anonadante, pues de tal suerte abrió puerta plena al cainismo canino.”[2]
Todo el texto, vertebrado por el humor negro, quevedesco en su mezcla, a través de la condensación despectiva, de homofonías cultas y vulgarismos, y con frecuentes interpelaciones al lector (“Has dado de hocicos contra un culo negro y carbonizado y al sulfuro”) , parece derivar de esa serie inicial que une, separándolos, a Caín y al Can y los disocia en la pendiente unificadora de la nada, como si fuera la primera tríada dialéctica y bufona de un relato sin dialéctica, inenarrable.
El sustantivo ‘Caín’, puesto en posición adjetiva, califica a la muerte: Caína muerte, muerte asesina engendrada por el fundador de la especie original en y por el fratricidio original; a su manera, esta ¿novela? es una leyenda bíblica que bien podría integrar el Talmud rioplatense.

* * *
 Héctor Álvarez Murena.

En uno de sus ensayos representativos: “La lección a los desposeídos: Martínez Estrada”[3], habla de su inicial formación juvenil en la ciudad, de la selva de las lecturas devoradoras e incesantes, arbitrarias: “Ayer fue un tomo de Spengler , recorrido a la carrera, a saltos, entre la incomprensión de muchas cosas, el asombro y el sobrecogimiento; hoy es el descubrimiento de Flaubert; mañana se tropieza con Baudelaire... Adelante, sin parar, adelante. Dormir, comer, amar, son actos despreciables, tiempo perdido, y las luces que más brillan en la noche de la ciudad, las únicas, son las de las librerías de segunda mano.”
Pero pronto adviene el divorcio, que Murena describe con dolorosa precisión, entre el joven escritor y su medio: nadie puede escribir poesía sin alguna relación entre lo que hace y el ‘sentimiento’ de su tiempo y de su lugar; nadie puede escribir filosofía sin la tradición europea que sostiene; Murena no quiere rendirse a la impotencia complementaria de los que añoran el viaje a París mientras mastican pensamientos ya masticados o de los que, igualmente estupidizados, se folklorizan. La biblioteca se ha vuelto hospital.
Y aquí aparece Martínez Estrada como salvación; sus poesías eran decorosas, cultura rubenista aprendida; ecuménico y castizo, creía entonces poseer todas las riquezas europeas cuando sólo alcanzaba la gratuidad; y así le llegó el colapso, la enfermedad y junto con ella, contra ella, el remedio , que era la enfermedad misma.
Si, para emplear las transitadas metáforas, los trajes eran prestados, es preciso ahora mostrar la desnudez que ocultan.
¿Cuál es la lección de Martínez Estrada?
“Digámoslo de entrada: los americanos somos los parias del mundo, como la hez de la tierra, somos los más miserables entre los miserables, somos unos desposeídos .Somos unos desposeídos porque lo hemos dejado todo cuando nos vinimos de Europa o de Asia, y lo dejamos todo porque dejamos la historia. (...) Porque en los mundos antiguos hay un padre que guía en estos primeros pasos graves, que protege contra la crudeza del mundo, que mitiga esa sensación de desposeimiento. Ese padre es la historia. Los mundos antiguos están encubiertos por un manto de sentido que generaciones y generaciones de seres humanos les han ido inculcando, son menos mundo en el sentido en que el mundo es hostil, en que le falta al hombre para ser.”
Yo también tengo algo que decir de entrada, pero para proteger estas afirmaciones que no son conceptos sino, las llamaré así con provisoriedad, criptogramas; para protegerlas de la crítica metodológicamente cauta y políticamente progresista que antes y ahora, aunque ahora con menor énfasis, ya que Murena va en camino de convertirse en autor crónico, le objetó y le objeta su brutal simplificación sustancialista.
Claro: ‘ nosotros’ no ‘nos’ vinimos de Europa; los que vinieron fueron antepasados pobres e incultos que transmitieron a sus descendientes el ardor de la nostalgia del terruño, cuya miseria embelleció la distancia y el tiempo; fue, no obstante, un ardor que la tradición —la transmisión —, despojó de contenido: el médico hijo de un campesino de Agrigento, añoraba formarse en las clases de psiquiatría de la Salpetriére en París, y si pensaba en el sur de Italia es porque leyó las crónicas de Maupassant. Y así queda reducida la clase masiva, ferozmente masiva: ya no ‘América’, ni siquiera ‘Argentina’ —¿cómo olvidar que en pueblitos que el nacionalismo suele llamar del “interior profundo”, pueblitos donde nada pasa y donde nada pasó, hay ese entrañable cobijo de la tradición que Murena localiza en Europa? — no; en las ciudades portuarias, rioplatenses, en las que los intelectuales se juzgan desposeídos, incluso parias, es donde hay que afincar el sujeto de la afirmación.  
Pero, además y con toda evidencia, ¿ la afirmación de Murena no es el reverso estricto, especular, de la cornucopia liberal y humanista que pensaba —piénsese en Rodó, piénsese en el Lugones liberal — que éramos los herederos jóvenes y promisorios y eclécticos y universales del tesoro europeo?
Pero esta crítica sensata olvida, con esa soberbia tan típica de la razón analítica que la lleva a desconocer todo lo que no sea significación recta, con ciego desdén de los significados oblicuos, laterales, difusos, verdadera riqueza a la par que tormento del pensamiento, el meollo de los criptogramas de Murena: aunque el enunciado nos señale, enfáticamente, el pecado original de América, lo que efectivamente indica es un desdoblamiento de ese mismo enunciado; el pecado original es el del escritor rioplatense, urbano, hijo de la civilización capitalista nacida luego de 1880, cuando fluyen aceleradamente los capitales y los inmigrantes; el pecado original que no tiene pecado original en el que sostenerse porque es habitante del reino intermedio, entre José Hernández, el último que tuvo padre del sentido y padre de la historia, padre de la tradición, digamos, y Martínez Estrada el primero, según la enumeración mureniana, en reintegrarnos a la historia, es decir, a la soberanía paterna en la que la imbricación de pensar y sufrir, del pensar que sufre su propia grieta y se alimenta de ella sin reclamar el auxilio de un nombre propio tutor, se ha replegado, no cesa de replegarse y de concentrarse, en un decir fundacional.
De tal modo, a falta de un padre al cual heredar desobedeciéndole, sólo quedaban y aún quedan en un reino intermedio que no termina de extinguirse, la imitación servil, el eclecticismo o la renuncia final, a veces acompañada por la denostación o la impotente reivindicación folklórica.
Desde luego, Murena ha invertido el mito liberal europeísta, pero el suyo está hecho de la misma estofa que la oposición de Sarmiento de la civilización con la barbarie, mito pobre, sin duda, pero que debe su subsistencia, más allá de las contiendas ideológicas inmediatas, a que lleva en sus entrañas lo que supo percibir muy bien Martínez Estrada, lo que aún resuena en el título de una obra póstuma de Arlt, me refiero al “Desierto entra en la ciudad”; el desierto, que no se confunde con la barbarie, porque la barbarie es la proyección ilustrada, romántica, del tumulto y el capricho extremos sobre ese fondo desnudo y silente, compacto y a la vez vacío, que es el desierto, geográfico, alegórico y moral, que todo lo nivela, todo lo desgasta, todo lo consume.
Una vez más: ¿qué nos transmite Murena?
Que nadie puede escribir fundando su escritura en el blanco del silencio primordial[4] y en relación a lo inhóspito del mundo, sin hacer de sus carencias, de sus vacilaciones, de sus fracturas, de sus desposesiones, en suma, desposesiones que para un escritor de este lado del mundo se vierten en una condensada desposesión de segundo grado, el comienzo de una estética que contempla su propia declinación[5]. Es lo que capta en el texto ya citado, cuando recita la voz del sheik: “Ese canto, esa voz, crecían para retirarse, abolirse, para que surgiera un silencio desconocido: la voz de Dios”.[6] Quiero agregar algo que no carece de valor: Murena no dice que en el silencio se escuche la voz de Dios; la voz de Dios es, ella misma, el silencio desconocido; de tal forma, la teología en suspenso es la única forma de teología posible.
Declinación no es decadencia sino retracción de la forma sobre sí para que pueda surgir, más allá de los rostros, el torbellino quieto de lo que es sin nombre en el emplazamiento donde, finalmente, proliferarán nuevos nombres y nuevas relaciones.
Por resistirse, obstinadamente, a la declinación, buena parte de la literatura rioplatense declinó en inflación, en apelación al bronce y al mármol que terminaba, casi, en el ridículo, patético ridículo antecedente de nuestra actual ‘investigación’ universitaria, tan enferma de respetabilidad metodológica.
Pongamos el caso de Rodó; pobre Rodó. Veía a Italia por primera y última vez, ya enfermo, enfermo de muerte, y mientras viajaba hacia el sur, en dirección inversa a las tropas que marchaban al frente norte, decepcionado porque no hallaba la recepción triunfal que esperaba de los intelectuales italianos, preocupados por la guerra del 14 y no por agasajar a un ignoto viajero, cada vez más enfermo, seguía, entretanto, enviando sus artículos a estas orillas en los que, con la ayuda de las infaltables guías turísticas, describía lo que veía como si fuera un ocioso y culto europeo que entretiene y cultiva a su público con frases de aliento largo y de aspiración castiza, contándole amablemente las consabidas anécdotas e informaciones ‘pintorescas’, como si las supiera desde siempre, como si fuera un Renan o un Taine, y no, diría Borges, un mero sudamericano. ¡Pobre Rodó!

* * *

Una escritura forjada en la declinación, en el ocaso, en la melancolía —y estos tres términos son solidarios, ya se sabe — toma distancia con la naturaleza allí donde acecha el comportamiento inhumano y lo que Murena denominaba “el resurgir de la promiscuidad animal” que ahoga el eco del hombre en el hombre, mas, simultáneamente, naturaliza la cultura en los pliegues de lenguas fragmentarias entremezcladas, la ‘xenoglosia’ de que habla el poeta Zanzotto, inmensa masa en que se acumulan y destruyen procesos orgánicos e inorgánicos.
Si la esencia del arte es la música, como nos lo recuerda Murena, no deberíamos desdeñar que el sonido no es solamente figura sobre fondo de silencio; antes de que éste se imponga en su ultimidad, hay el ruido, ese ruido que nos entredice que escribimos con el cuerpo y con la muerte, contra la muerte, desde la muerte; allí y no en las distinciones inertes de los géneros escolares, yace nuestra única posibilidad, extrema posibilidad, de decir una palabra singular.
Quien haya entrado alguna vez en la vieja casona del general Mitre y haya visto, siquiera sea panorámicamente, su vasta biblioteca, vasta, ordenada, universal, que él levantó con un esfuerzo inaudito para la época, no dejará de conmoverse por la inanidad de ese monumento que el general erigió para sí mismo mientras practicaba casi todos los géneros con idéntica desventura, cerca del río fangoso y de los yuyales y de las quintas en las que todavía merodeaba el indio.
La biblioteca mureniana refiere, inevitablemente, a esta biblioteca; su desorden plebeyo, su precariedad, es expresión desértica de la monumentalidad que deserta de los géneros, perturbados por contigüidades insólitas y hasta insolentes y la contaminación constante de las especialidades.
Y de la biblioteca retornamos a la librería, que de suministro y alimento de biblioteca, se ha tornado materia de pesadilla:
“¡La librería!
¿Qué ha pasado allí? Todo es violencia, todo es vociferación: ¡ el libro grita! Grita asediado, carcomido en su centro por el no libro, por la imagen, prepotente y animalesca, que no ceja en sus codazos para suplantarlo. Pero también padece la agresión que él mismo se practica. Cada jornada cien libros nuevos llegan a la librería para tomar el puesto de los de la anterior. ¿Cuántos minutos conserva su papel en escena cada uno de estos actores? Así se ha vuelto chillón el libro. Chilla para tratar de que alguien recoja su mensaje en el fugaz instante que le concedieron, chilla al caer en la sombra del fracaso. ...Con la presión de su superexistencia el libro pone término a la lectura”[7].

Sin embargo, si descubrimos ese centro donde opera el no libro, carcomiendo al libro, la lectura cerrará su círculo —leer, pensar, escribir— con el tacto, con ese conocimiento táctil que Murena evoca en elprefacio a La metáfora y lo sagrado. Es la zona en la que no hay ya más respuestas, es la zona en la que se perfila, oblicua y claramente, lo que él mismo denominaba (la expresión es insustituíble) “el intento de practicar el arte de volverse anacrónico”.



[1] Murena, Héctor, La metáfora y lo sagrado, Alfa, Barcelona, 1984.
[2] Murena, Héctor, Visiones de Babel, (introducción y selección de Guillermo Piro), Tierra Firme, F.C.E., México, 2002.
[3]Murena, Héctor, El nombre secreto, Ensayos , Monte Avila, Caracas, s/f, págs. 81/95.
[4] Ver texto cit. en nota 1, pág. 53
[5] El término ‘declinación’ traduce los vocablos alemanes Unterlage/Unterlegen y Untergang/Untergehen, que emplea Adorno en su Teoría estética para caracterizar el punto culminante de la forma artística. Su uso me pareció pertinente en la ocasión con independencia del conocimiento que Murena tenía de Adorno.
Máxime si se tienen en cuenta los párrafos bellísimos en los que describe el recitativo del sheik. Por ejemplo: “Todos los versículos concluyen en forma abrupta, comprimiéndose casi con dolor al final, para transmitir la sensación física de aquello contra lo que chocan...Los trazos de un dibujo hacen nacer el espacio...Esa voz hacía emerger el silencio...”.
[6] Ib. nota 4, pág. 52.
[7] Ib. nota 2, pág. 423.

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