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martes, 19 de abril de 2011

la novela del chisme

Daniel Link se casó y montó una carpeta alfombra roja en la que desfiló una lista de invitados que vendrían a ser algo así como el top ten de cualquier academia de Letras o publicación cultural del Río de la Plata. Entre los invitados estaban Edgardo Cozarinsky y Roberto Jacoby, de los que Link, de algún modo, noveliza dos encuentros en su blog.
En enero de 2007 Link anota en el blog este chisme: «Hace muchos años, cuando Edgardo Cozarinsky había vuelto después de doce años de ausencia a Buenos Aires, la Fortuna lo reunió en un ascensor del Teatro Municipal San Martín (o del Centro Cultural San Martín: en este punto las versiones son divergentes) con Roberto Jacoby quien, sorprendido por esa presencia inesperada que no lo saludaba, lo interpeló diciéndole su nombre y agregando la socarrona frase: "¿No me reconocés?". La respuesta no se hizo esperar: "Pero cómo te iba a reconocer si estás idéntico".»
Una nueva entrada, del 12 de abril pasado, completa: «Veinte, treinta, mil años después de aquel encuentro, Roberto Jacoby volvió a cruzarse con Edgardo Cozarinsky, esta vez en un casamiento y, como lo sobresaltó su forma de mostrarse en una fiesta que no era de disfraces, recordó deberle una réplica, que vino a su boca desde el fondo de los tiempos: “Edgaaaardo como estás, te reconocí por el antifaz.”»
Conocí en persona a Cozarinsky en el CCPE, el director nos invitó a cenar y luego fuimos a la milonga de El Levante, un grupo grande. Esa noche le hice firmar los libros más antiguos que tenía de él. Pero Edgardo no estaba muy contento de ver de nuevo esos libros. “Tírelos”, me dijo, y también lo puso en las dedicatorias. Yo sigo atesorándolos.




Foto tomada de Linkillo.

Junio de 2005, mi reseña de Museo del chisme
Las obras de Edgardo Cozarinsky parecen avanzar por décadas: en 1964 publicó su tesis doctoral, dirigida por Jorge Luis Borges, El laberinto de la apariencia (un ensayo sobre la obra de Henry James; en 1974 se radica en Francia pero un año antes, en Buenos Aires, escribió “El relato indefendible”, un ensayo sobre el chisme que azuza las influencias de Proust y de Faulkner y retoma los puntos suspensivos dejados por Robert Louis Stevenson en “A Gossip on Romance” (“Un chisme sobre la novela”). Ese texto inaugura el libro Museo del chisme, donde la vasta curiosidad de Cozarinsky se interesa por anécdotas de escritores vernáculos, nobles en decadencia, dictadores poderosos, actrices y actores de los años dorados de Hollywood y la vieja Europa, entre otros. Pero en 1984, veinte años después de aquél primer libro, la editorial Anagrama distribuyó en Argentina una obra de Cozarinsky que aún circula como un libro de culto, Vudú urbano (hay que aclarar que la producción del autor entre los 60 y el presente es mucho más vasta e incluye films, novelas, ensayos y su prolífica labor de crítico de cine en las revistas Panorama, Primera Plana y el diario La Opinión).
En uno de los prólogos a Vudú urbano, redactado en Nueva York en setiembre de 1984 por Susan Sontag (el otro prologuista era Guillermo Cabrera Infante), la ensayista escribe: “El deambular solitario de una conciencia refinada y solitaria solía ser ante todo una forma de asomarse a la mala vida. Pero desde que se ha aliviado el oprobio moral vinculado con el goce del kitsch y la práctica del sexo instantáneo, el flaneur de hoy ya no tiene experiencias «bajas» sino meramente «rápidas». La forma literaria propia del consumidor de experiencias rápidas, experiencias que uno atraviesa, es la tarjeta postal. Así llama Cozarinsky a los textos breves de su libro: no cuentos sino tarjetas postales, la escritura del turista”. Y, en Londres, Cabrera Infante escribía a propósito de Vudú: “Su libro es una colección de postales posibles o póstumas: no ha muerto el que recuerda, pero el recordar no es más que un gesto o una acción (o apenas ambas) hacia una zona vivida que se trata de recobrar precisamente porque ha desaparecido”.
Es esa “escritura del turista”, con la que Sontag alude a Benjamin, así como la experiencia de algo que ha desaparecido, en los términos de Cabrera Infante, lo que también está presente en Museo del chisme: las aspiraciones titánicas de Fritz Mandl en La Cumbre, Córdoba; la pasión de Stalin por el arte de una pianista rusa devota que lo desprecia; la somnolencia de un aristócrata parisino homosexual, que esperaba un posible encuentro en un baño público hasta que un policía lo despertaba de su modorra; el método con el que Ernesto Sábato desarmaba la cama sobre la que fingía haberse revolcado con una inexistente amante en el bulín que compartía con Torre Nilsson, según lo descubriera Beatriz Guido; el descaro con el que André Gide se presentaba ante sus mancebos africanos como el célebre escritor católico François Mauriac, como la gran mayoría de los 69 “chismes” reunidos en la segunda parte de Museo, “Cuadros de una exposición”, narran no sólo un detalle divertido o curioso de los protagonistas de un remoto Paseo de la Fama, sino que intentan dibujar en un relato nimio aquel resplandor del pasado que desaparece en el momento mismo en que se revela, para volver sobre una conocida cita filosófica.
Traductor de varios idiomas (italiano, inglés, ruso), Cozarinsky, que escribió partes de Vudú en inglés y lo tradujo luego al español para que “el original mismo se vuelva traducción”, ejercita en Museo del chisme el oído del turista no tanto para rescatar unos pequeños periplos notables como para “leerlos”, para desdoblarlos y confrontarlos con una obra cuyos volúmenes están en la literatura, el cine, la política o la historia y en los que puede sopesarse un inquietante principio de placer y de realidad.
En “El relato indefendible”, luego de trazar un puente entre la novela y el sexo femenino (el sexo, precisamente ese “chisme”) y de volver sobre la relación que hiciera Henry James entre el principio de placer y el principio de realidad que rige en la imaginación (en la del artista pero, sobre todo, en la del lector), el mismo Cozarinsky anota: “El relato es el vehículo temible del conocimiento profano. El placer es esa alquimia peligrosa que la mujer administra en cuanto bruja, que ignora en cuanto virgen”.
Transitorio como relato, el chisme es también un saber transitorio y variable, según sus versiones. Por eso, tal vez, el más apropiado para conjurar el rostro furtivo de la Historia en la celebrada cita de Benjamin.
Hay una rara operación en las anécdotas “sexuales”, por llamarlas de algún modo, de este espléndido libro: las anécdotas que recoge Cozarinsky (Gerchunoff ofreciéndole a una vieja encopetada que le preguntó si, como decían, era judío, poner las pruebas en sus manos; o el cruce de Manucho Mujica Láinez con un joven amante, ahora de la mano de otro poeta entrado en años, quien lo presenta como un sobrino: “Fue sobrino mío el año pasado”, contesta el autor de Misteriosa Buenos Aires) rozan a veces el límite de cierta obscenidad con la que el autor disfruta. Es que lo obsceno, como el “chisme” femenino en el que se abisma el chisme que corre de boca en boca, es aquí el fondo privado que se trasluce sobre la esmerada escena de un relato público. En ese sentido, el relato que hace Bioy Casares de un ex campeón de tenis, esporádico actor de cine que, dotado de un excepcional miembro viril, repartía “pijotazos” en la nuca en el vestuario del club al que concurría el autor de El sueño de los héroes, no es ya la simpática semblanza de cierta camaradería aristocrática, sino su desconcertante contrapunto.
Sin embargo, es muy probable que Museo del chisme vaya camino a convertirse en un manual de citas para algunas ocasiones sociales que lo multiplicarán y, seguro, terminarán tergiversándolo, como sucede con los chismes.

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