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miércoles, 29 de junio de 2011

i'll be seeing you, lieutenant

Peter Falk (1927-2011) está muerto. Si bien Columbo fue en principio creación de los escritores Richard Levinson y William Link, fue Falk quien puso el cuerpo y eligió el Peugeot 403 descapotable en que andaba. Levinson y Link también inventaron la esposa fantasma del detective, con quien Columbo discutía los casos y era, a la vez el fantasma mismo del ascenso social. No hay que olvidar que la mayoría de los asesinos que perseguía nuestro héroe eran tipos de clase alta. La esposa de Columbo (que llegó a tener serie propia a fines de los 70), encarnaba invisible el espíritu cholulo (si es que el cholulismo tiene espíritu): su sed de notoriedad era tan grande como la de condenar. Columbo no era una serie en sí, sino varios telefilms, uno de ellos incluso dirigido por Steven Spielberg (“Murder by the book”) en 1971. Algunos se consiguen en los buenos doblajes de antes en taringa.net.


viernes, 24 de junio de 2011

musa marxista

Bajo el título “Musa marxista se hace amiga de Gaga”, el diario New York Post, siempre de fuentes vidriosas, desliza que el esloveno Slavoj Zizek andaría chichoneando con la cantante Lady Gaga, que se conocieron en Londres, etcétera. La noticia incluso “interpreta” (es un decir) un artículo del filósofo (“El comunismo no conoce monstruos”), publicado en un blog. Zizek rompió hace poco el matrimonio con nuestra Analía Hounie que, dicho sea de paso, lo trajo a Rosario y lo tuvo viviendo en Buenos Aires. Según el Post, Zizek se instala en Nueva York con la coartada de un curso en alemán para tener cerca a su chica. Lo que probaría, si debemos creer al periódico, que el esloveno lleva encarnado el turismo de ideas.
Lady Gaga en Atlantic City, en julio de 2010, foto de Donald Kravitz|Getty Images|AFP.

Ah, y llegué a la noticia porque Veselka Medich tuvo a bien poner uno de los fragmentos de metralla del asunto en mi muro de Facebook.  
Mayo de 2005, Zizek en Rosario expone detalles sobre su primera noche con Analía Hounie. Fotos de Marcelo Manera.

martes, 21 de junio de 2011

polvo de estrellas

GregMottola (a quien debemos la muy popular Superbad y la magnífica Adventureland) dirigió Paul. Siempre atento a esos momentos claves de la adolescencia, cuando una salida nocturna, o un trabajo que se hace sin ganas es la excusa para emprender el camino hacia una nueva etapa, para cruzar el puente, como en la clásica imagen del cine; Mottola hizo de sus películas unos fascinantes ritos de iniciación en muchos sentidos. Si Superbad era el pasaje a la madurez de un deseo no declarado, Adventureland era el fin de la inocencia (ambientada en los tempranos 80, el film es una metáfora de una América que ya no es más un parque de diversiones justo en el momento en que los megaparques comienzan a construirse). Bueno, con ese espíritu está hecha Paul, tal vez uno de los mejores films del año (según nuestro crítico de cine amigo) que, por ahora, sólo puede verse en internet.
 
Paul es un extraterrestre fugitivo que cayó a la Tierra en 1947. Estuvo sesenta años recluído, en algo así como el Área 51 (que Mottola simula retratar "documentalmente" en algún punto de su película) y ahora, en 2010, huye y en su huída se topa con dos británicos nerds (o geeks, whatever: Simon Pegg y Nick Frost, autores del guión original) que viajan en un motorhome por el medio oeste americano, siguiendo la ruta de los fanáticos de los ovnis, los cómics, Star Wars y toda esa parafernalia (de nuevo: es como un parque de diversiones pero diseminado por el paisaje de Estados Unidos. Dijo Mottola a un periodista de npr.org que toda la película es un homenaje a Steven Spielberg –quien a su vez aparece en el film en un diálogo telefónico con Paul: claro, porque es como un ET políticamente incorrecto —Paul insulta, cancherea y se desnuda– o un Encuentros cercanos del tercer tipo –que está perfectamente citado– bizarro). Sin embargo, parece que Paul no es una parodia de de esos films del homenajeado, sino su original.  
Al promediar la película, mientras uno de los agentes que persigue a Paul y sus amigos habla por teléfono con su jefe (nada más y nada menos que Sigourney Weaver, la heroína de Alien), se nos muestra sobre una mesa en el dormitorio de la mujer una foto de George Bush (padre) autografiada con la frase “Fuiste lo mejor que invadí”. Ese chiste es acaso el centro de la prolífica relación que explotó Hollywood entre lo que sucede en un dormitorio y el ministerio de relaciones exteriores norteamericano: esta idea de que las grandes conquistas imperiales son polvo de estrellas, como dice la canción (“Stardust”) y a veces, polvo nomás.
Pero vuelvo a la idea de Paul como original. El lema del film, en su póster original rezaba: "La historia de dos extraterrestres y un cowboy de otro planeta". Y es que Paul es eso, invierte esa otredad del alien: Paul, el personaje, el alien que está en la Tierra hace 64 años e inspiró las películas de Spielberg y las imágenes de los cómics, no sólo es algo familiar, sino lo reverso de lo otro, de eso otro que postula un alien, de modo que la otredad nos es devuelta en las figuras de los personajes más "americanos" que aparecen en el film: el creacionista fanático que toma al pie de la letra la Biblia y considera a Charles Darwin un autor satánico (como en La herencia del viento), los dos tarados que nos recuerdan a los forajidos de Deliverance (cosa que también se cita de modo explícito en Paul); en todos ellos percibimos a seres hostiles, ajenos a esa trama simbólica, de algún modo "integradora" que nos ofrece Paul, en la que la humanidad es más nootoria porque nos enseña sus costuras, su marca de fábrica (dicho sea de paso, única "humanidad" que puede construir el cine si quiere seguir siendo cine). 
En fin, que la tarea del cine no fue otra: mostrarnos lo otro, crear monstruos (monstruo: de monstrarum), incluso cuando son amigables.
Mottola, Simon Pegg y Nick Frost. Tomado de http://4lifecostarica.net

copa de agua

Recuerdo que a principios de los 80 (o fines de los 70, algo así), Mirtha Legrand solía invitar a sus almuerzos a algún miembro de Alcohólicos Anónimos, que se nos mostraba siempre de espaldas y bebía una copa de agua cristalina.

Este hombre (porque siempre era un hombre, al menos en mi recuerdo) se me aparecía así como una suerte de asceta, un san agustín que había conocido días de fiesta y ahora bebía un líquido insípido y transparente en el que sólo él podía hallar sabores inapreciables para los prosaicos mortales que no habíamos hecho ese periplo del abismo a la luz.
Me preguntaba por qué no tomaba coca cola, o seven up, o crush. Y ante esa obviedad (si no toma vino, que lo reemplace con gaseosa), me respondía que tal vez la opción por la copa de agua subrayaba la elección de la abstinencia, como quien hace un voto de pobreza.
Pasarían luego poco menos de diez años hasta que me encontrara con las historias del detective alcohólico Matt Scuder (una de cuyas citas flamea el principio de esta bitácora), sobre todo con Ocho millones de maneras de morir, en la que la historia de la novela se divide entre la investigación de Scuder y las reuniones en Alcohólicos Anónimos: "Descubrí que bebía porque me hacía sentir bien, hasta que un día me dije, ¿por qué tengo que sentirme bien?", dice una de las mujeres que van a las reuniones con Scuder.
La copa de agua, para volver a nuestro asunto, estaba ahí para transparentar la copa de vino, no era un objeto del presente, sino del pasado y el futuro. 

domingo, 19 de junio de 2011

el tirsa


Entre 1989 y 1992 primero, y entre 1993 y 1998 viajé casi todos los días a San Nicolás (al principio porque trabajaba en un canal de televisión, luego porque daba clases). Conocía a los pasajeros del Tirsa (Transporte Interprovincial Rosarino S.A., empresa que ya no existe) e, incluso, hasta sabía qué marca de cigarrillos fumaban algunos —en esa época se podía fumar en el ómnibus, pese a que un cartelito indicaba lo contrario.
Eran años de lecturas intensas, febriles, y esos viajes transcurrían en su duermevela. Además, como suele pasarme, la gente que me rodeaba tenía una identidad que se desvanecía ni bien bajábamos del ómnibus: al encontrármelos en el calle o en el Museo Castagnino, como me pasó una vez con uno de esos viajeros que trabajaba en los Tribunales de Villa Constitución y fumaba Parissiennes, me llevaba un tiempo reconocerlos, asociar sus rostros.
Aún suelo cruzarme con algunos por las calles de Rosario, en particular un hombre medianamente alto, pelado, que se engominaba el pelo que tenía en la base de la cabeza y se fabricaba una especie de peluca que apretaba contra el cráneo. También otro, muy ojeroso, que parecía siempre fastidiado y hablaba con mucha familiaridad con el chofer.
Hoy me pareció reconocer a uno de ellos en la cuadra de casa, pero no sé exactamente a cuál y no estoy seguro siquiera de que se haya tratado de un ex viajero del Tirsa. De todos modos, tuve la certeza de que la sensación que me producían esos cruces fugaces con los ex compañeros involuntarios del viaje, era la de ver a un ser extraviado, actuando en falso una vez salido de esa suerte de vida en suspenso que produce el viaje de corta distancia.

miércoles, 15 de junio de 2011

greg mottola all the way!

Acabo de ver Paul, la comedia de Greg Mottola sobre un extraterrestre fugitivo que escapa con dos nerds ingleses (Simon Pegg y Nick Frost) en un motorhome por el medio oeste americano. ¿Qué decir? Ampliaré en breve: de nuevo esos momentos de la semijuventud de Mottola, cuando todo es prueba de un lazo perdurable, irrepetible. Quería señalar, nada más, que Paul no es una parodia de ET o Encuentros cercanos del tercer tipo, sino su original.
La imagen es un fotograma de Paul, al promediar la película. La tiene en su escritorio "el Jefe" (no espoiliaremos diciendo quién es), supuestamente George Bush (padre) la autografió con la frase "Fuiste lo mejor que invadí". El que no entienda esa prolífica relación que explotó Hollywood entre lo que sucede en un dormitorio y el ministerio de relaciones exteriores norteamericano acaso tenga menos recursos para reírse a lo grande con esta película.

viernes, 10 de junio de 2011

jugar, hablar, escribir

En algún momento de la primavera de 1999, Martín Prieto, entonces editor de Grandes Líneas —suplemento cultural del desaparecido diario El Ciudadano & la región— me propuso entrevistar a Ana María Ilari: fijate, me dijo, y me pasó unos textos impresos con algunos trabajos de ella. Fui a su casa, que es también su consultorio. Hablamos largo y tendido, mucho más de lo necesario para la entrevista. Que salió luego, con el título "Hablar se ha vuelto una cosa medio tonal", el 7 de noviembre de aquel año. Aunque con mis habituales lagunas, desde esa primavera mantenemos con Ana María una amistad que recreamos con encuentros en la calle, en el CC Parque de España o en la Biblioteca Argentina, donde nos encontramos por última vez este año.
Ana María en su consultorio. Primavera de 1999. Foto de Marcelo Manera.

La escena –como le gusta paladear a Ana María Ilari, fonoaudióloga, terapeuta del lenguaje, niñóloga; esta entrevista no va sino a la caza de un hacer que la pueda clasificar– es como sigue: el fotógrafo llega con el cronista, algo sabe de esa mujer que van a entrevistar: que trabaja con niños, que participó en la elaboración de juegos, que habla medio como en solfa y tiene un tono burlón, todo eso le dijo el cronista. En el departamento de Ilari el fotógrafo dice que sí, que lo mejor es ir a donde la mujer trabaja. Ahí, en una pieza con muebles dispuestos para que los gurises los armen y desarmen, Ilari abre un placard que ocupa toda una pared e iluminados por el sol escarlata de la tarde refulgen un montón de juguetes. “Por qué no acomoda algunos juguetes sobre la mesa para hacer la foto”, pide el fotógrafo. “No, no, yo no voy a inventar la escena de un niño; ahora –dice Ilari–, si usted quiere armar su propia escena con los juguetes, no me opongo”. Entonces el fotógrafo, el ser más corpulento dentro de la habitación, se agacha contra una de las estanterías y comienza a sacar autitos, muñecos, teléfonos de plástico rojo y amarillo. La mujer se divierte, como todas esas personas habituadas a divertirse en su trabajo.  
Por lo que puede leerse en los textos que hablan de su trabajo, parece que en cierto momento usted se riñó con la fonoaudiología.
—Sí, no sé si se trata de una riña, porque en el léxico corriente la palabra reñir significa pelea, donde siempre alguien muere y otro sobrevive. Pero puede ser, en el sentido de que yo soy una cuestionadora del discurso. Cuestiono pero a partir de una práctica, no de una idea cualquiera. En mi trabajo Una boca, que es más o menos como la historia de mi hacer, queda denotado esto. Uno puede cuestionar la formación académica, que es lo que uno lleva como el espacio que lo habilita para hacer algo, a partir de una práctica y entonces ejercer una producción. Si no es muy fácil.
Sin embargo, hasta donde llegan los legos, la fonoaudiología no tiene un trabajo sobre la palabra escrita y la palabra hablada, más bien tiene que ver con cierta mecánica del hablar.
—Efectivamente. Yo hace pocos años he podido ponerle un nombre a lo que hago. Cuando digo poner un nombre quiere decir que ese nombre tiene un sustento teórico, es el nombre del acontecimiento, pero no el acontecimiento que uno lee en el diccionario, sino lo que esa palabra significa en el sentido de la filosofía del psicoanálisis. Yo creo que aquella fue la causa de mi malestar: advertir que entre mi formación académica del orden técnico mecanicista me empezaban a aparecer los niños, que es el lugar donde uno se siente siempre más interrogado, como tratando de acomodar la escena.
¿Y qué es trabajar con niños?
—Cualquiera sabe que la primera condición para trabajar con un niño es reconocerlo tal como es. Si está saludable –yo ya no uso la palabra “normal”–, bienvenido, y si el orden de la salud no está armónico, quebrado por alguna circunstancia, ese niño está con eso. Después se verá qué hay de niño y qué hay de eso; bueno, vamos a poner ese nombre, no el del síntoma.
¿Cómo es ese trabajo?
—El punto es este: no cualquiera –quien no haya estudiado, ni haya tenido una práctica lo suficientemente intensa y comprometida– puede respetar eso. Parece muy sencillo, pero lo más complejo es dejar hacer a un niño e intervenir en relación a ese hacer. Y no prepararle la escena, como si le dijeran: “Mirá lo que te trajo papá”. El pibe recibe el juguete y se va a jugar con otra cosa y la decepción del adulto es muy grande. Eso le pasa también a algunos terapeutas. Preparan una escena mental; dicen: ahora cuando venga le voy a enseñar la palabra gato, perro. Y ese día el chico viene chupando un chupetín y toda su escena es chupar ese chupetín. Entonces yo tomo esto de chupetín y digo bien, veamos qué es todo lo que se puede hacer con la boca. Ahí se empieza, si es que hay un nivel de recepción de esto. Porque a veces es quedarse solamente con el niño chupando el chupetín.
¿Y por lo general quiénes son sus pacientes?
—Bueno, eso también ha ido teniendo una marca histórica. Empecé a trabajar como fonoaudióloga sobre finales de la década del 60. Siempre cuento esta escena del primer paciente que me tocó atender, un niño que tenía problemas respiratorios. Entonces entra la mamá con el niño y dice dónde está la fonoaudióloga que me va a atender. Y ella repite: dónde está la fonoaudióloga. Así que ya desde la primera vez se me planteó un interrogante, como que yo no era vista. La primera mirada de la historia de mi hacer empieza con esa pregunta. Se ve que entonces la práctica fue denotando esto; porque ya dije que yo renunciaba a mi condición de fonoaudióloga para identificarme con la terapéutica del lenguaje. En realidad, como dice Tonucci, a esta altura del partido me considero una niñóloga. Cuando abrí mi primer consultorio en Casilda, mi ciudad natal, mi primera paciente, una niña de cinco años. En esa época nadie sabía qué hacía ni qué podía hacer una fonoaudióloga. No había un campo de trabajo, más que el problema de la voz, la audición, los problemas audiométricos, y la palabra, los tartamudos; esa era la habilitación académica que teníamos. Cuando me fui becada a México entré de veras en el mundo de la palabra. Porque ahí la especialidad mía fue la afasia, que siempre me produjo una atracción muy inquietante, sobre todo porque ahí hay un problema importante del lenguaje.
¿Cómo es ese problema?
—El problema de la afasia es la pérdida del lenguaje, que se ve en las situaciones traumáticas de los adultos, que antes eran adultos seniles, por lo menos en nuestro país. En los países de la posguerra eran los adultos con heridas de bala. Las investigaciones empezaron allí.
En uno de sus textos usted escribe que olvidar es parte de recordar. ¿Cómo se relaciona esto con la afasia?
—Es parte del ejercicio de la palabra. Porque en el afásico puede quedar predominantemente, según dicen los libros, en el campo de lo que no entiende, o en el campo en el que no puede decir aquello que quiere decir. Pero en mi práctica con afásicos adultos, que no fue mucha, hay que trabajar con el recuerdo, porque hay que reconstruir algo, qué de eso se puede traer, cómo se fue tejiendo el relato de la familia y entonces poder volver a armar todo eso.
Como aquél fragmento de Fernando Pessoa que dice “Ver es haber visto”.
—Claro, entonces podríamos hacer una perífrasis de eso y decir: hablar es haber hablado, en el adulto. Retomar esa cuestión, haber sido marcado por la palabra y haberla perdido por circunstancias especiales. En el niño es al revés. No haber hablado y la posibilidad de que hable. En términos del psicoanálisis uno se olvida de aquello que le hace una marca en la estructura de su aparato psíquico. Una persona puede no poder hablar pero puede escribir, recuerda el ámbito de la lengua pero no la puede enunciar. No se puede olvidar aquello que de alguna manera no se ha instalado en la condición de uno. Entonces describo esa cuestión paradójica, olvidar es parte de recordar.
El lenguaje también está hecho de paradojas; uno se incluye en el lenguaje.
—No hay otra manera. Si no uno no sería un ser hablante, sería un repetidor, que es esta cuestión en la que yo insisto tanto en el campo, no hay posibilidad de hacer repetir para poder hacer decir, hasta tanto esa repetición no tome un sentido para quien la dice. Mucha gente dice: “Mi hijo fue a una fonoaudióloga, pero dejó porque se aburría”. ¿De qué se aburría? De ser desconocido como sujeto hablante y ser puesto a decir cómo se tiene que decir.
¿Cómo aparece esto en el consultorio?
—Tengo un caso que marcó una historia en mis reflexiones. Un niño de cinco años que había aprendido a decir las cosas que no podía decir, entonces no las usaba. A mí medio me sorprendía. Había aprendido a decir los fonemas que no podía articular, la erre, la de, las sílabas compuestas. Entonces un día le hago la pregunta, ¿y, por qué no podés decir estas cosas que ya sabés decir? “Porque yo me pongo triste”, dijo. Triste era dejar esa infancia lingüística, esa lengua de la infancia, entonces hubo que respetar todo ese tránsito de cómo se va haciendo todo ese pasaje.
Usted también se encarga de la palabra escrita, que en apariencia es ajena a la fonoaudiología.
—Ah, mire qué interesante lo que dice, eso me gustaría que figurara en la entrevista.
¿Por qué?
—Porque yo digo que cualquier persona que realice una práctica en relación a la lengua no puede estar ajena a la escritura. La escritura es el punto de caída máximo de cualquier persona que trabaje con la lengua y es, por cierto, un espacio altamente doloroso de transitar, con esa cuestión de que el texto escrito se transforma en público en un punto y ya no le pertenece. El seminario que hice el año pasado tenía que ver con esto. Se llamaba La lectura. La práctica clínica, en las patologías en el lenguaje.
¿Cómo era?
—En ese seminario trabajé  partir de un pedido que me hizo por teléfono un traumatólogo de la ciudad, me dijo que quería que hiciera una lectura de lo que le pasaba a su hija. Y me sorprendió esta palabra que hacía mucho tiempo que no escuchaba en boca de un médico: lectura. Yo creo que todo lector en un punto necesariamente cae en la escritura.
Leer ya es una manera de escribir.
—Claro, por lo menos en la interpretación del texto. Además, cualquier lector siempre marca, o hace una reflexión al costado del texto, entonces ya está implicada de alguna manera allí la escritura.
Me decía que en fonoaudiología no se aborda la escritura.
—Sí, son pocos los fonoaudiólogos que producen textos. Es histórico esto, tal vez porque han quedado en esa cuestión de la voz, esa cosa técnica.
¿Y qué hay en la escritura para usted?
—Para mí en la escritura está lo más fantasmático de la condición humana. La producción más íntima que cae como consecuencia de todo un trabajo, ya sea porque la palabra lo toma a uno y porque el significante lo va llevando. La palabra escrita tiene ese poder, que en la poesía se transforma en la regeneración permanente del lenguaje.
Emerson decía que en su origen cada palabra fue un poema, una metáfora.
—Tal como usted lo dice, creo que es esa dimensión la que estuvo cercenada, y lo voy a decir en pasado, como un deseo, estuvo cercenada por el trabajo fonoaudiológico; ese pequeño olvido, que cada palabra es una metáfora y que aunque usted le quiera hacer decir gato a un niño, si el niño sigue nombrando al gato como miau, por qué no, si lo mismo significa gato, ningún otro animal hace miau. No es necesaria la enunciación del sustantivo. Aquello que lo define y lo representa también lo nombra.
Su último seminario se llama Jugar, diagnosticar. ¿Cómo es su trabajo con el juego?
—Bueno, el niño juega. Y si juega, listo, ya está saludable. Si no juega vale la preguntase: ¿hay un niño? Porque si el niño está jugando demuestra aquél enunciado de Freud que todos conocemos: el niño pone en escena aquello que sufre, que padece. Entonces, un niño también muestra en un juego aquello que no puede enunciar porque todavía su campo metafórico, su campo de decires, no le permite decir lo que lo hace padecer. Hace poco dos nenitas de padres que acaban de separarse vinieron al consultorio y les pregunté si no querían armar la casita –una casita que yo tengo junto con personajes para introducir en la casa–; cuando termina la escena le digo al padre: acá está el papá bañando a la nena, acá la mamá durmiendo con las dos nenas en la cama grande, toda la escena de lo que está aconteciendo en la separación estaba puesto en ese juego. Las nenas se hablaban entre ellas y no se nombraban, sino que se llamaban hermana y hermana. Usaban un lenguaje de filiación, que es lo que se resiente cuando una familia se desarma. Todos estos aconteceres vinculares que los nuevos amores producen necesitan palabras que los signifiquen. Uno de mis primeros pacientes, allá por el 70, cuando las primeras separaciones se sustanciaban socialmente. El papá le había dicho al niño que formaría una pareja con otra mujer que a su vez tenía otros hijos. Al poco tiempo la mamá le dice algo parecido. Entonces el papá y la mamá trataban de explicarle lo que iban a ser esos niños en relación a él. Él escuchaba y los papás no sabían cómo iban a decirle, hermanastros no eran, entonces el pibe hace una solución magnífica, dice: miren por ahora seamos todos primos, hasta que encontremos otra palabra.
¿Qué cambios ve en los niños en relación al lenguaje; no están las nuevas generaciones más imposibilitadas para contar?
—Efectivamente. Hace poco me crucé con una de las profesionales que más abordó el tema en Santa Fe y me habló de una “involución lingüística” y aunque no soy evolucionista me pareció muy buena esa palabra. Estamos en la época re. Con ese prefijo que se le pone a la palabra, es re-lindo, re-grande, re-macho, re-bueno, se acabó. La marca del lenguaje es la predicación, es lo que significa, no la sustantivación. Entonces ahora todos los predicados se agotan en el re, y no hay adjetivaciones que tengan esta cosa sublimante de la lengua, este uso de un lenguaje calificador y que califique, se encontró un prefijo que anula esa posibilidad. Y después los tonos, por ejemplo, el boludo tiene una cantidad de entonaciones, hablar se ha vuelto una cosa medio tonal.
¿Por qué pasa esto?
—Creo que hay en esto hay un quiebre. Lo que define para mí el tiempo joven es la palabra fragmentación. Allí hay un quiebre, un corte, no hay posibilidad de entrelazar, de generar lazos, entonces sobrevienen todas estas desautorizaciones a las históricas leyes, lo que dice el padre, la madre, el maestro. Para significarse, para hacer esa articulación necesaria de la adolescencia que significa matar un adulto en un sentido simbólico, como que tiene cierta resonancia de certeza ahora, como que la lengua lo mata y los pibes quedan desarticulados, no hay ley para esa lengua, sino que es una situación de cambio.

No le doy tanta bolilla a la gramática, la gramática salta en la escucha, no es necesario estar allí examinándola. Pongo el ejemplo del Padre Ignacio. Un agramático más grande que el Padre Ignacio y, sin embargo, qué de su decir convoca de esa manera. Creo que justamente hay en esta cuestión de la entonación, en su manera de discursivizar los mensajes, aparte de que está la cuestión de la creencia, y lo que he escuchado –porque yo soy una lectora de la Biblia, como texto–, el rigor que él tiene en relación al mensaje bíblico, que lo podrá decir de una manera u otra, y lo va articulando con esta realidad a la que se ve conminada la gente por la falta de trabajo, la salud; pero él es riguroso en eso, es bíblico realmente. Y en este momento, en que las leyes se han cambiado y da la sensación de que nada está en el lugar en el que tiene que estar, o que se han cambiado los lugares donde se estaba parado, la gente se sostiene en estos discursos con los que se pueden relacionar mejor.
 Foto de Marcelo Manera.

carrito-colchón

Preparaba mis vacaciones del año 2003 y le escribí un correo electrónico al complejo Axinela de La Lucila del Mar pidiendo presupuesto. Recibí una respuesta que no me satisfizo y descubrí en ese mensaje una palabrita que encendió mi imaginación: entre las comodidades que me ofrecían figuraba un “carrito con colchón”. Leí en esa frase una invitación, una provocación casi, y me puse a escribir de madrugada. Doce horas más tarde, un correo electrónico por copia oculta daba cuenta de un intercambio epistolar que empezó buscando el placer del mar y terminó buceando en insultos.

Familia y amigos en Aguas Verdes, en 2003. Foto de Gustavo Ng.

“Somos una familia que rompió hace un año su romance con la tarjeta de crédito y consideramos que este dato es lo bastante sugestivo como para alentar buenas ofertas que, desde ya, recibiremos encantados”, anoté en el primer mensaje, el que pedía presupuesto, entre otras cosas. Ese mensaje fue enviado el lunes 20 de enero de 2003 a las 21:03.
La respuesta me llegó ese mismo lunes dos minutos antes de las 23. Decía: “Gracias por comunicarse le comunico que El unico Duplex que nos queda cuenta con 1 Dormitorio Matrimonial y otro Dormitorio con 2 Camas y un carrito con colchon el precio del mismo es de $1400.- (reservas mediante deposito bancario) Saludos”. La transcripción conserva la prosa original de Axinela.
Alrededor de las cuatro de la mañana del martes, desvelado, encontré ese mensaje en la bandeja de entrada. El precio me desalentó, me pareció excesivo, pero el detalle “carrito con colchón” me azuzaba. Escribí: “Estimado Complejo Axinela: le agradezco su pronta respuesta. Me quedan dudas acerca del precio del dúplex. ¿Mil cuatrocientos pesos sale comprarlo, alquilarlo durante una temporada, un mes o una quincena? Entenderá que este dato es de vital importancia para una persona acostumbrada al tráfico de información.
“Por otra parte, no menos importante me parece saber si «el carrito con colchón» que menciona su mensaje me permitiría pasear con las niñas por la playa, si es que el dúplex se encuentra cerca de la costa (dato que no aparece mencionado en vuestra respuesta) y qué velocidad es capaz de alcanzar ese carrito. Asimismo, ya que la reserva de alquiler debo hacerla mediante depósito bancario, estimo que no les sonará desatinado que incorporen al colchón del carrito una boca para depósitos fuera de hora. Ya han visto la desconfianza que despertaron los bancos en el último año y lo atinada que resultó la vieja costumbre de guardar los ahorros debajo del colchón. En fin, no pretendo descuento alguno por estas ideas que, entiendo, podré extender ni bien le ponga motor y un doble par de ruedas a mi cama matrimonial y me llegue hasta vuestro Complejo”.
A las 17.35 de ese martes estaba en la redacción de un matutino que ya no existe cuando leí la respuesta desde el complejo Axinela, promovido desde el sitio de Internet del que tomé la dirección como de primera categoría. Era una respuesta breve, concisa; una literatura que suele tener sus adeptos en letrinas y excusados. Decía con sencillez: “Por que o [sic] te vas un poquito a la concha de tu madre!”


 Fotos de JD Hancock, de las series Duel 365 y Stormtroopers.

jueves, 9 de junio de 2011

nepantla

Ya casi no uso el chat, a lo sumo el de Gmail. Pero usé mucho el msn. Llegué a pedirle una pizza por teléfono a Guillermo Piro desde Rosario (Piro, claro, estaba en Buenos Aires con su hija entonces pequeña dormida y hambrienta) porque me lo pidió por chat. 
Hace un par de días encendí (es un decir) el de Facebook para pedirle un par de cosas a mi hija, que estaba en otra habitación (para no gritar), y de inmediato se encendieron lucesitas verdes, gente de acá y de allá tenía preguntas para hacer, querían saber cómo andaba y cosas por el estilo.
 Foto de JD Hancock, visitadlo.

En el año 2004, creo, escribí estas cosas sobre este asunto del chat:
Por chat, mi amigo Juan Pablo, desde el southwest de los Estados Unidos, recién llegado de México, donde un lustrabotas le cobró diez dólares por dejarle los zapatos hechos una bola de espejos; mi amigo Juan Pablo, decía, me cuenta un término que aprendió de no sé qué indios autóctonos: nepantla. “El nepantla es un estado, no una cosa”, me aclara por la ventanita de diálogo. Y sigue: “Es un entrelugar”. La nueva definición me fascina. Se lo digo y me aclara que la tomó de un crítico brasileño. Con Juan Pablo es así. Me pasa conceptos y citas de autores que nunca leeré. Bien, entonces ahí estaba: el nepantla. Los frailes de la época de la colonia que cristianizaban a los indios mexicanos decían que el aborigen estaba en estado de nepantla cuando se hallaba en esa situación en la que no había abandonado aún sus creencias originales pero ya había sido seducido y vislumbraba la verdad del cristianismo. Eso, un entrelugar. Juan Pablo me hablaba de la literatura epistolar y me decía que ese género es también una suerte de nepantla. Yo pensaba en el chat.
Por chat, le contaba a una amiga que mi entonces pequeña hija interrumpió un juego que la tenía absorta y me soltó la pregunta: “El papá le de una semillita a la mamá... Pero, ¿cómo se la da, eh? ¿Y de dónde saca la semillita, eh? ¿Dónde se consigue la semillita, eh?” Viendo que su padre sólo podía ofrecerle la risa de un idiota, mi hija se retiró de nuevo a sus juegos. Mi amiga se reía por el chat y me contaba que sus padres resolvieron el asunto con una película medio porno. “Aprendí todo de una”, me decía. A lo que de inmediato pregunté: “¿Cómo medio porno?” Y ella: “Supuestamente era «educativa» pero no”. Pensé que su observación —mezclar imágenes educativas con las pornográficas— son muy apropiadas para pensar la imagen cinematográfica. Aquello que el buen cine muestra del sexo siempre está atravesado por otra cosa, por otro horizonte que nos permite percibir no ya el sexo en sí, sino aquello que, no por ser ajeno al sexo, nos ofrece un camino de vuelta, un camino hecho de palabras. La imagen educativa, en cambio, se agota en eso que muestra, eso es un poco la pornografía.
Por chat, Alvarito, un profesor de música de 26 años destilaba, azuzado por sus alumnas, su odio hacia el mundo y sus colegas en la cátedra de iniciación artística del terciario en el que trabajaba. Se quejaba amargamente de la incomprensión del mundo, explicaba que él es un artista, un compositor, un devoto de Igor Stravinsky, y se refería a su novia como a “su musa inspiradora”. Sus alumnas, apenas unos cinco años menores que él, de madrugada, se divertían sin saña de la escena que Alavrito desplegaba con ambicioso patetismo en las ventanitas del Messenger.
El chat, le digo a Juan Pablo, es un entrelugar. No es del todo un diálogo, no es del todo una carta. Pero lo que sucede en las ventanitas del chat ya fue “tentado”, seducido por eso que tiene de diálogo y de carta. Algo real ya sucedió allí y su busca prolonga la conversación.
El chat puede ser una buena película, o una educativa, la imagen metafórica del cine, o la imagen obscena de la película porno, la imagen que se agota en sí misma.
En todos los casos el chat bordea siempre del patetismo de Alvarito, es decir, confesiones que buscan su realidad en la letra y no en el interlocutor. Pero, en todo caso, también las confesiones crean a su interlocutor y le dan una realidad que sólo poseen las letras, las palabras escritas. Una realidad que no por virtual es menos real, como suele suceder con todas las experiencias de la adolescencia, fundadas en esos ideales que sólo son un postulado futuro. Las palabras del chat son como una máscara y me recuerdan aquél diálogo de Oscar Wilde en La decadencia de la mentira: “El hombre es menos él mismo cuando habla por sí mismo. Dale una máscara y te dirá la verdad”.
 Foto del Flickr de JD Hancock.

miércoles, 8 de junio de 2011

nuestro príncipe

Leonard Cohen es ahora el premio Príncipe de Asturias de las Letras: los jurados, entre ellos nuestro Víctor García de la Concha (remember el III Congreso de la Lengua en Rosario), arguyeron que unía la tradición del poeta y el trovador (algo así). ¿Significa que ahora deberemos compartir en Grooveshark nuestra lista de reproducción de Cohen con la de alguien que escucha, digamos, a Luis Eduardo Aute? Esperemos que no. Cohen (Montreal, Canadá, 1934) arrancó tarde con su carrera de cantautor, publicó libros de poesía y novelas y es, junto con Bob Dylan, acaso uno de los mayores letristas del siglo. ¿Sus canciones son micronovelas, como dicen? No, son el mundo tal como debe ser recordado: “Dígame, capitán –canta con sorna en “The Captain”–, ¿conoce algún lugar decente que se mantenga en pie? No hay lugares decentes en una masacre, pero si una mujer lo toma de la mano, vaya y manténgase a su lado”.

martes, 7 de junio de 2011

oscar

Día del Periodista. Leo en Facebook un mensaje de Javier Vogel, a quien no conozco, que me hace pensar en el oficio, en las cosas que uno ha pasado y, sobre todo, me recuerda a Oscar Casas, quien me invitó a escribir en el primer número de la revista Usted, que él comenzó a publicar en San Nicolás en 1981.
A veces me cruzo a María, su novia de entonces, que ahora vive en Rosario. Y siempre demoro preguntarle por Oscar. Oscar murió, vivía en Peyrano la última vez que lo vi y estaba ligado de alguna forma a la municipalidad del pueblo. Por 1985 se apareció en el departamento en el que vivía en Rosario, sobre avenida Pellegrini: me había rastreado y quería saber de mí. En los años que lo visitaba en su casa de Guardias Nacionales, en San Nicolás, me prestó las Cartas a un joven poeta, me abrió su casa y escandalizó a mi madre, que temía que me metiera en política, usando giros como "la revista va a durar menos que un pedo en una canasta".
Oscar tenía su pasado político, era abogado y la revista Usted ("la única vedette", decía) no era un espacio para hacer periodismo jugado, no en esos años, sino para pelear un espacio dentro de la cultura nicoleña. Oscar tenía esa idea sobre el espacio público y eso fue lo primero que aprenedí: el periodismo es una intervención en lo público de la que no podemos no ser responsables. Pero, sobre todo, en esos años de terrorismo de estado, Oscar me señalaba que el periodista es también una suerte de farsante, un ser con dos caras: con una mira hacia la página que debe escribir, con la otra hacia la batalla política que hay que dar.
Quería sobre todo recordarlo, acaso saber de él, de su historia tal vez pequeña que para mí es tan grande.
Oscar en San Nicolás, ¿es el mostrador del desaparecido bar Roque? Bajo el codo de la derecha, creo que el segundo número de Usted. Año 1981. La foto pertenece al archivo de César Bustos.

lunes, 6 de junio de 2011

droga, cáncer y acumulación de capital

Si hay algo que muchas series cuentan –y por eso es tan intensa la expectativa que generan– es el imperio, es decir, el despliegue y el soporte simbólico sobre el cual el actual imperio estadounidense se sostiene y, claro, tambalea. Se nos rebatirá: sí, pero cualquier relato nacido del vientre de la bestia cuenta, de alguna manera, el imperio. Cierto. Pero no todas esas narraciones trabajan sobre sus afirmaciones, sobre sus lados A, para usar una imagen anacrónica. Es decir, 24, The Event, The Unit, por citar algunas tiras televisivas de cierto éxito, actuales y pasadas, dibujan una imagen del imperio desde la afirmación, se sostienen en los valores aceptados, más allá de las fallas: la democracia, la libertad, la defensa de la soberanía. Pero hay otras series que cuentan lo real del imperio —sin que necesariamente se ajusten a la realidad o, mejor, el realismo—, es el caso de Breaking Bad, cuya cuarta temporada arranca el 11 de julio próximo. Así que a ponerse al día con las tres primeras (son sólo 33 episodios).

Breaking Bad, creada por Vince Gilligan (escritor y productor de muchos episodios de The X-Files) para la cadena AMC, cuenta la historia de Walter White, un profesor de química quien, enterado de que va a morirse de un cáncer de pulmón, decide asociarse con un ex alumno para fabricar metanfetamina y asegurarle un futuro a su familia: su esposa espera un bebé y tiene un hijo con discapacidad motriz. Que no engañe el tono de comedia negra que muchas veces tienen los episodios (ambientados en Albuquerque, Nuevo México): el humor está allí para dar cuenta de eso que es imposible deslizar sin caer en el reduccionismo, que la relación entre el crimen y las drogas es el centro gravitacional del capitalismo. Si no, ¿de qué trata Boardwalk Empire, ambientada en la Atlanta de los años 20, cuando nacía la mafia, cuyos esbirros se habían formado en la recién finalizada Primera Guerra mundial? Lo mismo: crimen, alcohol ilegal y poder político corrupto (Boardwalk Empiere arranca sus segunda temporada en septiembre). Claro que una serie no es gran cosa por la grandeza de sus tópicos, sino por cómo despliega ese universo particular de sus personajes. Hasta ahora nuestro Vince Gilligan no ha fallado en eso.