En Gazpacho:
Me desasné sobre los programas sociales cuando leí, alrededor de 1981, este párrafo en uno de los textos de Cómo acabar de una vez por todas con la cultura, en el que Woody Allen se mofa de un posible curso dentro de los estudios de humanidades de entonces: “Introducción a la asistencia social: un curso programado para el asistente social que quiera trabajar en «la práctica». Los temas cubiertos incluyen: cómo organizar equipos de baloncesto con gangs callejeros, y viceversa; parques recreativos como medio para prevenir la delincuencia juvenil; cómo lograr que homicidas en potencia se dediquen al patinaje sobre hielo; la discriminación racial; los hogares destruidos; ¿qué hacer en caso de ser golpeado con una cadena de bicicleta?”
Allen publicó ese libro en 1974 (en español se conoció cinco años después), cuando el trabajo social (la asistencia, entonces, como asunto del Estado; desvinculada de la caridad religiosa y la beneficencia de las damas bien con mucho tiempo al pedo) tenía unos 20 años, poco más, y había sido incorporado al folclore urbano, a la opinión pública, cuando había sobre él una memoria, un relato, una ficción (relatos fílmicos, literarios, historietas). Bien, lo que quería decir es que el chiste en ese párrafo de Allen es el sobreentendido: se trata de la paz social, del estudio de una de sus herramientas, y de los enormes abismos que cubre todo eso. Porque así como la alfabetización universal fue necesaria en el siglo XIX para que todos pudieran leer el contrato social, así la asistencia o el trabajo social devino a mediados del XX uno de los tantos espacios recreativos de una sociedad que a fin de cuentas había reducido el horizonte revolucionario a una “utopía” y necesitaba prevalecer llamando a sosiego a aquellos que excluía.
Es notable cómo la imagen de la marginalidad, sólo en el cine, mutó desde los años en que se publicaba ese libro hasta ahora: si The Warriors (Walter Hill, 1979), por citar un film emblema, además de ser la Odisea en clave fierita, enseñaba un bajomundo organizado, acaso concentracionario, pero organizado y gigantesco; hoy Limitless (Neil Burger, 2011), por ejemplo, enseña la deriva de una marginalidad que nutre y de la que se nutren las altas esferas sociales, un modo de integración en el que la paz está salvaguardada de manera casi “corporativa”, porque no se trata sólo de economía: un joven escritor se hace adicto a una droga que lo vuelve un ejecutivo y, más tarde, senador de los Estados Unidos. Y así.
O las series. La paz social en las series no está pensada de acuerdo a los tiempos que se viven, sino que retrospectivamente la visión es otra. Las grandes diferencias no aparecen cuando se compara Miami Vice con Breaking Bad —ambientadas a 25 años de distancia—, sino cuando se compara Boardwalk Empire —ambientada en la Atlantic City de los 20, cuando la mafia hallaba esbirros en los soldados que volvían de la Primera Guerra y cuya escena principal es el despacho de un político republicano— con Miami Vice, en la que los capitostes de la droga, como en las películas japonesas de monstruos, llegan siempre por el mar, desde el más allá.
Volviendo al chiste de Allen del principio, si la idea era organizar picaditos de básquet para rescatar pandilleros, es posible que, de acuerdo a la imagen más persistente en las nuevas narraciones del cine y las series, para resguardar la paz sea necesario ir por las grandes ligas. Cosa que, desde luego, ya sucede.
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