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viernes, 5 de agosto de 2011

viña

 Los niños (Elena, Martín, Francisco, Vicente y Tomás) en el campo de Lagostena.

Mi padre se infartó el viernes 15 de julio. Era la tarde del cumpleaños de mi hija cuando mi hermana me llamó al telefonito para decirme que nuestro padre estaba en la unidad coronaria del sanatorio de la UOM de San Nicolás –a cuyo subsuelo iba día por medio en el invierno de 1976 a hacerme nebulizaciones. Llegué al otro día, un sábado, y estuve hasta el lunes, cuando lo trasladaron a una habitación en el cuarto piso, ya libre de los cuidados intensivos. Desde una ventana de ese piso miré el pasado: las cuadras de San Nicolás, el casco céntrico, con sus centros de manzana despejados y cargados de árboles; lotes semivacíos donde aún se yerguen galpones viejos, de tiempos en que la zona rural se adaptaba a la urbe incipiente. Esos fondos, ese espacio ocioso en el que alguien acopió sus herramientas de trabajo y las dejó ahí, como testimonio de una vida, como un mensaje entre restos de cosas que aún no fueron construidas.
  La morza de mi padre en el fondo de la casa. El almendro que compramos en el campo de Bruschi, en La Emilia, en 2006, comienza a florecer en el patio.
 La bicicleta de la infancia entre las ramas secas de la estrella federal arrancada del fondo. La silla que mi padre fabricó en Paysandú, hace 45 años, entre sus herramientas.

El sábado 30 de julio fuimos a “la viña” que cultivan Mingo, Fernando y Hugo Lagostena en el campo de Hugo, en las afueras de San Nicolás. La viña es una lonja de tierra en medio de un campo pequeño donde “duerme” (es un decir, porque no es ni una ruina ni algo que pueda volver a usarse, por lo menos en lo inmediato) la vieja bodega de los Lagostena. Es el San Nicolás que desconocía hasta que Mingo y Fernando me llevaron hasta ahí hace casi una década.
Fuimos con Juan Pablo, Susan y su hijo Tomás. Al día siguiente se volvían a Boulder, Colorado. Estaban los niños, mi esposa; más tarde pasó a saludar Hugo. Había sol y un viento que corría helado cortando la tibieza dorada.
La casa del campo fue levantada a fines del siglo XIX. La cocina tiene aún el fogón a leña y, parado contra la puerta que da al sur, le dije a Susan que me gustaba pensar que allí donde estaba, hace 120 años, también se paró alguien que miró la planicie con ojos extranjeros.
Mingo abrió un merlot que prepararon con Fernando y estaba guardado en una de las habitaciones de la casa: la temperatura ideal y ese gusto ajerezado y herbáceo.
No sé qué sentirá Mingo cuando bebe el vino que hizo. Es decir, lo sé a medias. Yo siento una envidia enorme que no es del todo una envidia. Esa otra cosa que el vino trae se me ofrece en este merlot, cultivado ahí en San Nicolás, en el campo de Hugo, donde la humedad es siempre alta y la tierra poco pedregosa, de modo que la uva se impregna de esa fertilidad que el vino vuelve “ociosa”; se me ofrece, decía, como un recuerdo, un saludo, un anuncio de cosas que no sucedieron o que van a suceder no sé en qué dimensión del tiempo.
Nada debe haber más grato que arrancarle esas uvas a esa tierra. Mingo me ofrece con su vino una deuda que aprecio y disfruto como si fuera mi acreencia. 





 En el campo de Lagostena.

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