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sábado, 1 de octubre de 2011

profilaxis


Fui el viernes a la tarde a cubrir la visita de Hugo Moyano a la UAI. Nada fuera de lo esperado. Hubo incluso un pequeño gag entre el secretario general de la CGT y su hijo Facundo, a la cabeza de la juventud sindical argentina (lo que sea que eso signifique). 

El encuentro de Moyano con los estudiantes de la UAI, sindicalistas, militantes y periodistas acreditados se hizo en el aula magna del décimo piso de la institución. Los ascensores desbordaron, de modo que hice los diez pisos por escalera. En el sexto descansé, y me encontré con una docente que me indicó una escalera más amable por la que continuar los cuatro pisos restantes, al final del pasillo.


Fotos de Marcelo Manera.

El décimo piso, además del aula magna, tiene salones y una cafetería en la que alumnos y docentes se repartían las mesas. Mucho orden. Nada de ese folclore estudiantil que puede verse en la universidad estatal (Medicina, Abogacía, Arquitectura, para no hablar de Humanidades, que es un caso aparte). No quiero abundar en el tema, pero a mí me pareció que el intercambio, en esas salas pulcras, no era tanto el conocimiento (el desbocado conocimiento político-académico-pasional que puede insinuarse en la mugre y los afiches de Humanidades) como otra cosa: el título, el ascenso social, no sé, cosas más simbólicas, en el peor sentido del término. Pero el comentario no pretende ser peyorativo con respecto a la UAI. También yo he dado clases en lugares así y encontré gente encantadora de uno y otro lado del escritorio. Sólo menciono algo que me pasó.
Bien, pero algo de eso también percibí en un detalle: en un momento, mientras Moyano, el rector de la universidad, y los disertantes hablaban con la audiencia, dos muchachas vestidas con esos trajecitos de poliéster de secretaria administrativa, ingresaron al escenario con dos bandejas metálicas que llevaban café. Pero he aquí que las muchachas tenían las manos enfundadas en guantes blancos, ¡pero de látex! Sí, unos guantes que volvían esas manos un instrumento casi quirúrgico, como si escondieran bajo la bandeja del café el plan de hacerles un tacto rectal a Moyano. Entendí que la idea era, de algún modo, distinguir la presencia de los invitados proveyendo a las mozas de guantes blancos. Pero todo lo que el guante blanco distingue, el de látex lo vuelve otra cosa. Evidentemente, el exceso de beneplácito llevó a una confusión entre significado y significante (aprovecho la inspiración provista por la lectura de Pepe Cuevas en el Festival: pretender que el significado de unos guantes es ajeno a ese detalle formal en torno al tipo de guantes) por parte del encargado de ese pequeño protocolo de servir el café. Imagino la escena, alguien diciéndole a las muchachas: “Chicas, lleven café. Esperen, ¿no tenemos unos guantes? Acá, acá hay unos”. Debe haber abierto una alacena y tomado el paquete de nylon donde estaban los guantes de látex. Así, un gesto protocolar y de distinción se convertía en uno profiláctico cuya interpretación me ahorraré.
Del mismo modo, ¿no podría pensarse que la educación o el conocimiento en ciertos lugares es también un acto profiláctico: limpiar una clase con su promoción social?

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