Esta semana se cumplen diez años de la revuelta de Diciembre de 2001 y de los asesinatos que cometió el Estado argentino y los estados provinciales en defensa de los capitales privados que se vieron amenazados entonces. Creo que está bien que se juzgue a los responsables de esas muertos, pero creo que las esperanzas de un mundo mejor estarían mejor fundadas el día que se juzgue a los verdaderos responsables, es decir a los economistas y banqueros que llevaron a un pueblo a esa devastación.
Publiqué esta nota hace seis años, en el desaparecido diario El Ciudadano & la Región, cuando salió el libro Buenos muchachos.
Foto de Marcelo Manera que será motivo, muy pronto, de una nueva entrada.
En 2004, cuando más de un despistado interpretaba la visita de cualquier intelectual ilustre a Rosario como el anticipo del bendito Congreso, la Fundación Libertad trajo a Fernando Savater, quien dio una conferencia de prensa en el edificio de Mitre y Wheelwright y una charla en el salón mayor del Parque de España. Allí lo flanqueaban el cónsul español y, a la izquierda (curioso lugar), Gerardo Bongiovani, el más reconocido capitoste de los pregoneros vernáculos del neoliberalismo. Al terminar la disertación, unas señoritas enfundadas en unos trajecitos coreanos de promotoras de luxe recogieron del público (que contaba entre sus filas al gobernador y a funcionarios municipales) los papelitos con las preguntas para el célebre profesor de filosofía. El encargado de leer y transmitir las inquisiciones era el capitoste de la Fundación, quien seleccionó un promedio de uno de diez mensajes hasta que, desentendiéndose del mandato de la nutrida concurrida, dijo: “La última pregunta la voy a hacer yo”. Y, acaso sin perder de vista que su misión también era propalar la buena nueva del ajuste fiscal, la flexibilización laboral y el libre mercado, desempolvó números de principios de los 80. Dijo que Argentina y Bolivia tenían entonces un ingreso per cápita –o tal vez otra cosa– mucho más elevado que el actual, mientras que España, una vez finalizado el gobierno de Aznar, había incrementado esa misma variable. Y preguntó qué opinión le merecía a Savater la ecuación. Y el profesor de filosofía, quien acaso no quería ser descortés con la organización que le había pagado su viaje y su conferencia, no pudo esquivar una cuota mínima de lucidez y respondió algo así: “Supongo que si España hubiera estado en el mismo lugar que Bolivia hubiese corrido la misma suerte”. La risotada del público desencajó la expresión perruna del capitoste.
Los neoliberales, quienes manejaron la economía argentina desde que se convirtieron en los más eficientes secuaces de José Alfredo Martínez de Hoz en los primeros años de la última dictadura cívico-militar, tienen una irracional fe en el modelo y piensan –acaso sinceramente, acaso posesos de una literalidad propia del credo pentecostal– que sus paradigmas funcionarán en este país, en Rusia o en Somalia, lo mismo que en Inglaterra o España. El ridículo del que suelen estar siempre de vuelta llamaría a risa si no fueran los responsables de un régimen fascista criminal como el Proceso de Reorganización Nacional y de condenar a un 60 por ciento de la población a la exclusión, el desempleo y la muerte durante los años de democracia. El que quiera saberlo lo sabe. Que estos tipos son tan poco serios a la hora de pensar políticas nacionales como las empresas que los bancan, ávidas de saqueos e intereses que difícilmente encontrarían en sus países de origen, no es ninguna novedad. Pero no hubo hasta ahora un libro como Buenos muchachos. Vida y obra de los economistas del establishment, del periodista y politólogo José Natanson, que uniese todos los datos y los ofreciera dentro de un relato que rara vez se agrieta con estridencias y expone los treinta últimos años de Argentina a través de las carreras de Domingo Felipe Cavallo, Ricardo Hipólito López Murphy, Roque Fernández, Miguel Ángel Broda o Pedro Pou, quien reclamaba austeridad y recortes en el gasto público durante los últimos años del menemato y gastaba 78 mil pesos (dólares entonces) anuales en mantener su jardincito de 120 metros cuadrados en la presidencia del Banco Central.
Como relato, Buenos muchachos recuerda tangencialmente a la propuesta de Michel Foucault en Vidas de hombres infames, sólo que los economistas neoliberales no son los marginales posesos del crimen que atraían a Foucault para su vivisección del poder. Aunque los hombres de la bolsa locales han ampliado mucho su margen de acción, pretendiendo siempre que su trabajo es técnico, gerencial, ajeno a las lides empantanadas de la política, cuando la mayoría de ellos han incursionado con artillería pesada en la política y, sobre todo, en la función pública, desde donde volcaron información, recursos y muchas, muchas oportunidades a los sectores privados con los que siempre estuvieron vinculados: la estatización de la deuda en los años en que Cavallo era parte del staff de la dictadura, el despilfarro de las privatizaciones y los estertores del gobierno de la Alianza.
En enero de 1945 el escritor Raymond Chandler le escribe a su editor inglés una carta en la que se refiere a su detective Philip Marlowe y anota: “Marlowe y yo no despreciamos a las clases altas porque se bañan en dinero; las despreciamos porque son farsantes”. Con un gesto casi distante y austero, Buenos muchachos practica un desprecio similar: recorre las madrigueras de los economistas y une los cabos sueltos de tanto gurú neoliberal, desde que López Murphy era funcionario del Ministerio de Economía en la dictadura y la guerra de Malvinas le hizo pensar en una integración económica de las islas; hasta los días en que Sonia, la esposa de Cavallo, tenía que disfrazarse para que no la escupieran en el supermercado de Barrio Norte, durante el 2001. El libro también recoge las perlitas de toda esta gente a lo largo de los años: Carlos Rodríguez (camarada de Roque Fernández y Pedro Pou en el Centro de Estudios Macroeconómicos, Cema, ex asesor del Banco Central en el Proceso), asesor del Ministerio de Economía hasta 1998, dijo entonces: “El problema es la clase media, porque los ricos, que por desgracia son pocos, pagan los impuestos”. En enero de 2001 a Cavallo se le escapó: “De la Rúa será recordado como el Sarmiento del siglo XXI”. O en diciembre de 2002, luego de una audiencia judicial que investigaba el patrimonio de Pedro Pou –acusado por el Congreso de mudar varios millones al extranjero durante el corralito–, el ex titular del Central se quejó: “Tener plata en Argentina es sinónimo de ser delincuente y de que todo lo que tiene uno se lo robó”.
Dividido en cuatro partes: “¿Quiénes son?”, “¿Qué dijeron?”, “¿Quién les paga?” y “¿Por qué se los escucha?”, Buenos muchachos –en alusión a la banda de mafiosos del film de Martin Scorsese, Goodfellas– no sólo confronta los pronósticos interesados de esta gente formada en su mayoría en Chicago, bajo el influjo de Milton Friedman en los 70, sino que releva también una extensa bibliografía (desde los programáticos escritos de Elisa Carrió o Cavallo hasta los ensayos de Mario Rapoport, Guillermo O’Donnell o Joseph Stiglitz) con la que analiza y le da un marco sociológico, político y económico a esta gesta neoliberal.
El 24 de marzo de 1977, en la carta que selló su sentencia de muerte e inauguró una etapa en el periodismo que aún sopesa sus consecuencias, Rodolfo Walsh le decía a la Junta Militar, luego de enumerar los crímenes y las torturas que sufrían por entonces militantes sociales, gremialistas, periodistas y hasta oficiales del ejército que habían cuestionado las ínfulas criminales de los dictadores: “Estos hechos, que sacuden la conciencia del mundo civilizado, no son sin embargo los que mayores sufrimientos han traído al pueblo argentino ni las peores violaciones de los derechos humanos en que ustedes incurren. En la política económica de ese gobierno debe buscarse no sólo la explicación de sus crímenes sino una atrocidad mayor que castiga a millones de seres humanos con la miseria planificada”.
En el siguiente párrafo, Walsh detalla las cifras de la caída del empleo, las rebajas de salario, la participación en los ingresos nacionales de los sueldos, la progresiva destrucción de la industria o la caída del Producto Bruto. “Basta andar unas horas por el Gran Buenos Aires para comprobar la rapidez con que semejante política la convirtió en una villa miseria de diez millones de habitantes”, escribía Walsh y personalizaba el incremento de la deuda externa a la que luego Cavallo le sumaría la privada: “600 dólares por habitante”, anotaba Walsh antes de que una patota paramilitar lo asesinara.
De eso trata Buenos muchachos, de cómo una gavilla de rufianes bien pagados (por ejemplo, para difundir de modo aceptable en los medios masivos los beneficios del rebalanceo telefónico en 1997), han sabido transformar a cada ciudadano argentino en un deudor de un bien ajeno, en un paria del Estado y el derecho.Buenos muchachos. Vida y obra de los economistas del establishment
José Natanson
Prólogo de Guillermo O’Donnell
Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2005
124 páginas
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