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lunes, 27 de agosto de 2012

paco jamandreu y la falda de alcaucil


La última entrada de Link en Linkillo me recordó las páginas de las memorias de Paco Jamandreu (La cabeza contra el suelo, De la Flor, Buenos Aires, 1975): en la página 68 cuenta cómo conoció a Eva Duarte*, cuando aún era una actriz conocida en el radioteatro y recién empezaba en el cine (ca. 1944, cuando ya estaba con Perón, quien aparece de inmediato en la escena).

Transcribo a partir de la página 70, habla de Evita:
«Me encargaba vestidos a granel. A esos días pertenece un tailleur a cuadro “Príncipe de Gales” con un pequeño cuello de terciopelo con el que posó para su foto que más tarde sería la más difundida a través de años y años, sobre todo en los afiches.
Yo la consideré siempre una mujer extraordinariamente buena y fuimos amigos, en la medida en que se podía serlo con ella que, si bien era cordial y amable, cuando se enojaba empleaba un vocabulario muy duro e inspiraba un muy especial respeto.
Se divertía conmigo. Me preguntaba dónde iba, si salía de noche.
—¡En qué puteríos andarás vos! –me decía cuando llegaba tarde o cuando me veía cansado a la mañana— ¡Vos debés ser una liebre! —Yo no me deschavaba mucho.
Un día me dijo muy suelta de cuerpo:
—Te espero a las ocho. Pero a las ocho. A ver si te encontrás con un chongo en el camino y llegás pasado mañana.
(…)
Era sensacionalmente auténtica y le daba a todo un enorme valor afectivo aunque las cosas no tuvieran valor material. Así, en sus vitrinas, entre porcelana de Sévres y Limoges, ponía pajaritos embalsamados que la gente del pueblo le regalaba. Me reí cuando vi, sobre su enorme piano de cola, una cotorra embalsamada, con anteojos de alambre y un pedacito de diario bajo el ala.
—Es una cotorra sabia. Y dejate de reir porque no tiene nada que ver con la decoración. Me gusta y se acabó.
Un día 8 de julio le entregué un vestido muy sencillo: un modelo que yo siempre he repetido más tarde y que siempre es un éxito en mis colecciones. Era de color verde, beige y marrón. Me lo había pedido en jersey, sin adornos. Lo iba a usar en una ceremonia de la casa de gobierno. El ahora todopoderoso líder recibiría una condecoración del gobierno español.
Le llevé el vestido. La ceremonia era a las 9 de la mañana del día 9. Estábamos a las 6 de la tarde del día 8.
—Me encanta. Pero ¿sabés?, le falta algo. No quiero usar ni una alhaja, así las asombro a todas las viejas que van a ir como arbolitos de Navidad.
Pensé un collar de fantasía, opaco, con esos mismos tres colores. A esa hora de la tarde no era nada fácil encontrarlo. Pero tengo un Dios aparte. Caminé por Callao. Doblé por Santa Fe. Allí, a pocos pasos, en La Sensación, estaba el collar. Ni que hubiera sido hecho especialmente, con los colores exactos. Precio: $ 5,95.
Cuando lo vio se puso muy contenta.
—¿Has visto? Vos tenés la pluma del cabiré. ¡Che, Perón, parece uno de tus ministros por lo ráipido!
Perón se cagaba de risa: —Sos cabeza dura y tenés suerte. No hay nada que hacerle. Ahora te dajarás de joder con el collar. Mañana vas a matar con ese vestido y ese abrigo.
Perón pocas veces se metía con la ropa de Eva. Un día que ella recibió una capa de plumas de Christian Dior se la miró mucho, se la hizo probar.
—No te enojés, Evita: parecés una gallina, una enorme gallina celeste. ¿En serio te la vas a poner? Mirá que estos franchutes son medio despistados. A lo mejor se equivocaron de caja y metieron en la tuya alguna capa de una loca del Folies Bergère.
Volvamos al collar. Ella lo usó en la famosa ceremonia y me llamó a la tarde. En medio de su furia, lo que se oía era la risa del presidente. Emocionada, en el momento en que a Perón le colgaban la famosa orden española, nerviosa, mordió su collar. Se pintó la lengua y los labios de verde: el collar estaba hecho de fideos pintados.
Otro día, volviendo yo a casa después de dejarle un soberbio traje de noche en lamé y oro, de estilo oriental, me llamó:
—Tenés que volver, te mando un coche. Quiero que veas los accesorios.
Volví a la residencia y la encontré vestida, sentada en la recámara. Sobre sus rodillas tenía un plato con dos huevos fritos. Abajo, ministros, militares, diplomáticos se impacientaban esperándola. En lugar de un hall de entrada parecía una sastrería teatral llena de empenachados, capas y uniformes.
—Para lo que hacen, bien pueden esperar. Además, yo no soy para la ópera. La de esta noche deberá ser un soberano plomo. Con el estómago vacío no aguanto eso.
En cambio, hay que reconocerlo, aguantaba con el estómago vacío, horas y horas, las largas colas de gente necesitada que recurría a ella haciéndola partícipe de sus problemas.
Me presentó a un muchacho francés que hacía sombreros. Dior se lo había recomendado. Nos hicimos muy amigos. Un día ella me dijo:
—No te pongas histérico, pero este chico me ha dado una idea para un traje de cóctel y él mismo me lo confeccionará. El collar es de terciopelo de Lyon, verde. Y la falda, ¿a qué no te imaginás cómo es? Un trabajo de locos. Toda llena de hojitas, una al lado de la otra, en tafetas de seda natural del mismo color. ¿Qué me decís?
A mí no me gusto que el francés se inmiscuyera en mi metier, pero me callé.
—Ahora vas a ver, ya está listo. Me vas a dar tu opinión. Estos franceses tienen ideas, che. No hay nada que hacerle.
Perón me guiñó un ojo, y me quedé sentado, muy piola.
Cuando apareció me sonreí:
—Es muy bonito, precioso. Está muy bien hecho, parece un alcaucil, Eva.
—Eso, justo, diste en la tecla. Sabés que yo le había visto algo de verdura. Pero estaba entre el alcaucil y el espárrago —dijo Perón.
Al decirlo se moría de risa.
Eva no se puso jamás el vestido. El francesito siguió haciendo sombreros para mis vestidos. Nos hicimos muy amigos y andábamos juntos todas las noches.
—Estos dos juntos deben ser una cosa seria. A ver si un día los matan y salimos todos en los diarios. Ustedes muertos y yo metida en el lío por vestirme con ustedes. ¡Qué carta para mis enemigos!
Una noche, el francés y yo estábamos en Saint Moritz, un bar que ahora se llama La Noche, en Tucumán al 600. De repente llegó la policía. Razzia. Ni él ni yo teníamos documentos. Eran las dos de la mañana. Al francés se le ocurrió:
—Llamá a Evita. Llamala ahora mismo.
Teníamos su número privado. Sólo nosotros y unas pocas personas más. Atendía ella a cualquier hora. Le expliqué: el bar, la policía, los documentos.
—¿Y qué hacen ustedes ahí a estas horas? Eso debe ser un puterío. ¡Joderse por yiros!   
Al día siguiente le dijimos:
—¡Linda amiga, qué buena cuña tenemos! ¡Cómo se jugó por nosotros! ¿Y si nos hubieran metido adentro? ¡Nos hubiera mandado algún libro para que lo leyéramos en las sombras!»

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* «Vivía en Billinghurst y Santa fe cuando recibí un llamado de Eva Duarte. En un principio no le di mayor importancia al asunto. Estaba acostumbrado a que día a día me llamen las grandes estrellas y las damas de la sociedad, el llamado de una actriz de radioteatro no me atrajo mucho. Me convenció la Bilbao que me dijo:
—Esa chica tiene un destino que puede llevarla a la gloria o al infierno, tenés que ir hoy mismo, llamala. Fui al día siguiente, un sábado, la cita era a las 18 horas. Ella misma me abrió la puerta. Me pareció altísima y muy desteñida. Me impresionó su piel desde el primer día: blanca, transparente, increíble. He conocido muy pocas mujeres con una piel semejante, como de marfil. Era rubia, de pasos largos y muy decididos. Usaba unos pantalones de satén gris plata, un chemisier celeste y zapatos blancos con grandes plataformas de corcho.
“¡Qué cache!”, pensé para mis adentros.
Su departamento me hizo acordar a las casas burguesas de mi pueblo. De entrada uno se topaba con un juego de comedor estilo 1940. No había detalles de buen gusto. Pero ella lo llenaba todo con su atracción. A los pocos minutos todo me pareció muy lindo, hasta sus pantalones de satén que nada tenía que ver con sus zapatos de corcho
—He visto sus dibujos en Mundo Argentino —me dijo. Me gustan mucho. Ahora voy a precisar ropa para mi trabajo de actriz ¿me entiende? En cine, en teatro. Me tiene que crear un estilo. Porque voy a hacer cine. Por otra parte necesito ropa sport, de calle, muy sencilla para mi trabajo con el coronel. Usted se imagina: concentraciones, colectas, visitas a barrios pobres a hospitales.
Me hizo pasar a un cuarto de vestir. Colgaban varios tapados de piel, largos, cortos, zorros plateados, zorros azules, nutrias. Me parecieron de pésimo gusto, pasados de moda. Nos interrumpió Guillermina, una especie de mucama, ama de llaves, compañera que estuvo con ella muchos años.
—Señora: el coronel quiere ver al modisto.
Perón, recostado en la cama, comía sándwiches de chorizo y tomaba vino. Confieso que de entrada me deslumbró su gran simpatía, con su enorme sonrisa.
—¿Así que vos sos el famoso Paco? Pero sos un pibe y hacés modas para mujeres. Mirá que te elegiste una muy difícil, ¿eh? ¿Qué te parece? ¿Qué te parece, Eva?, con ella podrás lucirte, ¿no es cierto?»

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