El XIX Festival Internacional de Poesía de Rosario reunió a cincuenta
poetas de todo el país y de diversas partes del mundo. El editor de Rastros fue
invitado a participar y tomó apuntes desde el corazón de un evento que ya es
referencia a nivel mundial.
Miércoles. Oso panda.
por Santiago Alassia en La Opinión, Rafaela, Santa Fe
Llego a Rosario a media tarde. Pegado al hotel hay un local de El pez volador que tiene los tres tomos de la poesía completa de Alfredo Veiravé. “¿Quién gozará estas islas de imaginar cuando ya no estemos? // Mudez, tartamudeo, registro de las angustias de una conversación / que nadie escucha, la poesía.” De una época difusa retengo estos versos desordenados del entrerriano, y me entran ganas de comprar el primer tomo. Pero el joven de barba que trabaja detrás del mostrador me advierte que la cosa es tres o nada. El precio me hace temblar un poco, así que ya. Nada. Opto por un ensayito de Malraux y le pido que me indique un bar tranquilo y cercano para sentarme a leer. Esta vez el tipo se amiga, me manda a Pasaporte, un encanto. Es una esquina rodeada por un cerco hecho de plantas que se parecen a cañas de bambú, y a uno se le antoja que en cualquier momento va a salir un osito panda a juguetear y comerse las hojas. Hay luz tenue, grietas en las paredes que arman un dibujo a su manera y, enfrente, al otro lado de la angosta callecita, medio tapado por lapachos, se puede ver un edificio antiguo que parece no terminar nunca. Impresiona tanto silencio a tres cuadras de la peatonal, a dos del río. Esto es una melodía, pienso, caer en buenas manos. Un rincón para quedarse a vivir. Así que ahí me quedo, acurrucado en esa constelación que se teje entre el libro, mi mesita, el café y las escalinatas lúgubres del edificio. Cuando me doy cuenta, leo en el programa que en este mismo sitio se realiza La Previa, una primera ronda de lecturas como para ir preparando el clima festivalero. Levanto la cabeza y miro alrededor. Jóvenes rugbiers, señoras paquetas y hombres de traje que han salido a tomarse un vermouth. Nadie parece tener mucha cara de poesía, así que le pregunto al mozo. “Son aquéllos”, me indica, con el brazo extendido y el dedo señalando hacia el interior del bar. El que estaba en otra parte era yo, como siempre.
Enseguida entro y no hace falta averiguar, porque una de las organizadoras me va presentando a Osvaldo Aguirre, a Daniel García Helder y a Pablo Makovsky, los curadores del Festival que tienen a su cargo la selección de los poetas invitados. Aguirre y yo nos sentamos a la mesa larga donde están los poetas, que de a poco siguen llegando. Hablamos sobre “Una poesía del futuro”, el libro de entrevistas a Juan L. Ortiz compiladas y prologadas por el propio Osvaldo que la editorial Mansalva publicó en el 2008 y, ya que tengo a mi lado al responsable de semejante joya, aprovecho para agradecerle por ese trabajo, un hallazgo que me permitió dar con una lectura esencial. Pasa riendo Edgar Pou, seudónimo gracioso del poeta paraguayo Edgardo Cazal Figueredo, y más allá se sienta Damián Ríos, fundador del hermoso selloInterzona, que además de leer va a dictar una clínica. Cuando el poeta chileno José Ángel “Pepe” Cuevas llega y se acomoda junto a nosotros, la conversación vira de Juanele a otro enorme, Gonzalo Rojas, chileno como “Pepe”. Por el solo gusto de oírlo recitar en su cántico trasandino, le escarbo un poco a Cuevas hasta que logro sacarle algunos versos de Rojas: “no le copien a Pound, no le copien al copión maravilloso / de Ezra, déjenlo que escriba su misa en persa, en cairo-arameo, en sánscrito…” y fantaseo con estar viendo al gran adorador de los esdrújulos diciendo su poesía frente a mí. Es la mano de alguien que me toca el hombro lo que me hace bajar de golpe. Mi amigo porteño Lucas "Funes" Oliveira, creador de la editorial independienteFunesiana, con la que viene publicando desde hace años buena parte de la mejor literatura joven del país, a Luciano Lamberti, por ejemplo, me da un sonoro abrazo. Me dice que va a estar durante todo el Festival metido en la Feria de Editoriales, otro de los tantos espacios atractivos que tiene el evento. Hace bastante que no nos vemos así que al instante empezamos a inventar varios motivos más que suficientes para brindar. Todavía no sabemos que el más poderoso está por venir. Y es la lectura del soberbio poema del dinamarqués Niels Frank, que llega después de la boliviana Jessica Freudenthal, de la peruana Ana María Falconí, del mexicano Luis Felipe Fabre y de las rosarinas Amanda Poliéster, Nora Hall y Sonia Scarabelli. “Viajé un día entero para leer este poema”, dice en inglés el danés. Y empieza con su texto. En perfecto danés, claro. La lectura de Frank encadena sonidos bellos, rosados como la piel de los daneses. Nadie entiende nada salvo él mismo, pero esa quietud que de golpe se instala en el bar dice varias cosas. Cuando llega la versión traducida al español, en la impecable voz de Pablo Makovsky, entendemos que sí, que el texto es potente. “Si la poesía no es un lenguaje / si / es tal vez una focalización en un inmenso campo de borrosidades. / Y tan pronto como empieza a focalizar un cactus / o unas losetas puestas unas encima de otras en Berlín / en un chapuzón o pedacitos de pan en la cama / en el cambio de la luz del semáforo de rojo a verde en un cruce inhabitado / sí ¿y entonces qué? / Entonces aparece en medio de esa focalización / creo yo / eso que llamamos un poema. Sí: un poema. // Entonces el poema se relaciona a la poesía como un copo de nieve / se relaciona a la nevada: cada copo es el ojo de la nevada / pues la nevada misma nada ve. (…) Perdón por haberlo dicho de un modo tan complicado. / Tan corrupto. Yo sólo quería decirte / que generalmente estoy solo (…) A veces siento que el poema ha visto algo / a veces cojo un bolígrafo del vaso y escribo el poema / casi como si yo también fuera un mirón. / Un mirón. No un visionario. Porque para el visionario / las cosas y las imágenes se relacionan como si fueran mellizos gemelos. / No para mí. Escalar esa montaña enanísima de pedacitos de pan / no es para mí una lucha contra el viento frío / ni contra la ceguera de nieve o animales salvajes. / Es una lucha contra las imágenes. / Como si escribir el poema se tratara de / combatir las imágenes. // ¿Qué significa eso? Significa: / todo de lo que no tenemos imagen / todo lo que no posee la más mínima imagen reluciente / debe ser poesía. // Es tan simple. / También la poesía.”
Un ars poética. Un tratado sobre la formación de las imágenes y el trabajo de acecho de la palabra virgen detrás de todo lo visible. Y además la soledad del poeta, la soledad: una forma de decir: también menos. “Dios mío”, me dice Funes, “¿qué estamos haciendo nosotros, entonces, buscando mover imágenes para colorear lo que aún no existe?” Eso mismo me preguntaba yo, le digo. Bueno, la cosa está toda haciéndose. El XIX Festival Internacional de Poesía de Rosario ya nos da lo que hemos ido a buscar: nombres. Ninguna cosa en concreto. Palabras nuevas.
Jueves. La mueca del mundo.
A media mañana los poetas empiezan a salir del hotel en distintas direcciones. Hay charlas y lecturas en escuelas periféricas, en centros barriales, y hasta en un penal. Voy a la clínica que dicta Damián Ríos en la Biblioteca Argentina. El programa dice que la consigna es “recuperar la experiencia y perder el sentido.” Pero estamos tímidos como para perder cualquier cosa, o simplemente un poco dormidos. Falta café. Están la rosarina Carolina Musa, Victoria D’Antonio, que es de Buenos Aires pero vive en San Marcos Sierras, o sea que ahora es de la montaña. La sunchalense Carina Radilov, prácticamente una vecina, y Harry Troncoso, dominicano que no integra la programación oficial pero deambula por todos los espacios absorbiendo lo que los poetas quieran darle. Luego nos haremos amigos y me contará de sus viajes y de Goico, un pintor medio loco que vivía en su pueblo y hacía cuadros con búhos porque, decía, los búhos condensan un miedo que no es de ellos, sino de la gente. Terminó regalando su arte por unas pocas monedas para poder comer.
Damián Ríos tiene una lectura extraña. Dedica tiempo a indagar en cada poema y pregunta al autor: “¿te sirve?” Parece que la lengua se le resbalara de las sílabas que va pronunciando de a poco. ¿Cómo pensamos cuando escribimos? ¿Cómo hacemos ceder peso al objeto, cómo desviar la referencia, o encontrarla más allá, en un recodo insospechado del camino, que nunca se sabe y en ese no saberse va paralelo al lenguaje ordinario? ¿Qué trabaja en nosotros cuando hacemos esto? Pero ¿qué es: esto? ¿Alguien, alguna vez, se puso realmente a escribir? Ya entramos en el asunto, y alrededor se abren discusiones sobre el fofo fondo al que caemos cuando las viejas palabras de siempre nada llenan. En esto de pensar sobre el poema aparece “la ilusión de cosagrande redonda”, aquél juego o concepto de Osvaldo Lamborghini en torno a la escritura, y el trabajo de reconstrucción de lo real, de la porción de mundo que se nombra. Damián lee un texto que le hace acordar a los versos iniciales de “Los mares del sur”, de Pavese, su música lenta, y entre los dos nos sostenemos la memoria, lo decimos: “Caminamos una tarde por la ladera de un cerro, / en silencio. En la sombra del tardo crepúsculo / mi primo es un gigante vestido de blanco, / que se mueve pausado, con faz bronceada, / taciturno. Callar es nuestra virtud. / Algún antepasado nuestro debió encontrarse muy solo / -un gran hombre entre idiotas o un pobre insensato- / para enseñar a los suyos tanto silencio.” Y ahí está todo, o casi. Es hora de cerrar la Biblioteca.
A la tardecita paso por la Feria de Editoriales, ubicada en uno de los túneles del Centro Cultural Parque de España. El gesto de Bustriazo Ortiz, la mano fuera de foco que igual sostiene un vaso de vino, me llama desde la tapa del libro en el que Ediciones En Danza compiló parte de su obra. También me llama Fernando Callero, mi amigo poeta y músico que está dando vueltas con su Diatriba, la editorial que dirige en Santa Fe. Aparece Francisco Bitar, otro amigo poeta santafesino. Conversamos un rato hasta que, a pocos metros, en el Teatro Príncipe de Asturias, se anuncia la apertura oficial. Después de las palabras de Marcelo Romeu, del Ministerio de Innovación y Cultura de la Provincia de Santa Fe; de Horacio Ríos, Secretario de Cultura y Educación de la Municipalidad de Rosario; y de Martín Prieto, Director del Centro Cultural Parque de España, sube el maestro Hugo Gola, acaso el más grande poeta vivo de Argentina. Lo que hace es dar una clase magistral de poesía, mezclando lecturas con reflexiones sobre el trabajo del poeta y algún recitado de memoria. “¿Ves esa niebla que anda como desprendiéndose del río, la ves ahora, casi rozando el suelo, acariciante y huidiza sobre los pajonales secos, amarilleados por la escarcha de un otoño desmedido?”, pronuncia Gola con voz redonda, acompañando esa música con el gesto circular que hace la mano en el aire. El anfiteatro resplandece, sumido en un silencio elástico. “Son nubes, nubes que han bajado, cansadas de tanto movimiento puro, sin apoyo, deseosas de sentir la solidez tozuda de la tierra, su beso opaco.” Este texto aireado, de cristal, es el único poema en prosa escrito por el maestro a lo largo de muchos años de continua dedicación a la poesía. Ver y oír a Gola es una puesta en acto de la poesía. Uno está tentado de creer que un aura lo rodea, más allá del spot frontal que pone esquirlas de luz sobre su rostro y las multiplica en sus cabellos blancos, en su barba de sabio papá noel. En cada respiro que le dejan las lecturas se toma un momento para seguir pensando en torno a la poesía. En Gola, a lo largo de los años hay una idea (muchas, en realidad, aunque una se impone con especial fuerza) que permanece. El origen del poema es un palimpsesto de movimientos interiores, de los que la palabra es simplemente una emergencia, un registro precario. Hay una íntima continuidad entre poesía y mundo, como si el paisaje de lo real se derramara líquidamente hasta llegar a la forma de la letra. A diferencia de Borges, que no parece haber tenido cuerpo, para Hugo Gola todo está en los sentidos. Percepción e intuición antes que razón. Santo y sensual, si se permite el falso oxímoron. Esa materia lábil con que ha forjado durante décadas una obra musical y perdurable, esas visiones de alguien que ha mirado su paisaje, que caminó por la orilla del río y supo traer sus secretos hasta ensanchar la puerta de lo real, se nos prenden del pecho. Se nota en el silencio compacto que hacemos al contemplar el esfuerzo paciente de Gola por recordar versos lejanos. Tenemos el privilegio de ver trabajar una amalgama de imaginación, poesía y memoria que viene de otro tiempo, de las tardes quizás en que cruzaba hasta la casa de Juanele para hablar y hablar por horas sobre el cambio cromático del río según la intensidad y el ángulo de la luz. Se diría que estamos preñados por su voz, prendidos de sus ojos, de su barba cana, de la cadencia soleada con que lee. Gola nos saca del tiempo. Nos tiene a todos en su mano, que juega con el aire cada vez que lee o que recuerda.
Cuando termina el gran poeta, se oye la voz del locutor que llama a los siguientes: Carolina Musa, de Rosario; el formoseño Fernando Acosta; yo. Bueno, así que se supone que después de Gola quedaría resto para algo, me digo. Musa lee con voz temblorosa, Acosta muestra una remera en contra de las empresas mineras que saquean las reservas de agua, y yo leo “Fanto”, el poema que dio origen a la obra teatral. Lo único real es que cada tanto despego los ojos del papel y veo que Gola sigue allí, sentado en primera fila, mirando. Eso, y una luz, o la mueca del mundo que se desfasa, invierte las cosas: Gola escucha lo que leo. Parece que se terminó, porque García Helder se acerca a saludarme. Pongo cara de “qué puedo si me toca leer después de semejante…”, y en eso llega Fabián Iriarte, de Mar del Plata, que se queda intrigado con una palabra. “¿Qué significa ‘bachacho’?”, me pregunta. “Babacho”, le aclaro, es un sonido que aprendí a repetir desde niño, escuchando a mi abuela piamontesa, y quiere decir algo así como tontito, lento, corto de entendederas… Es el mote justo para el tonto del pueblo. “¡Ah!”, exclama Fabián con el rostro iluminado, y yo me quedo sin saber qué imagen se enciende en su cabeza.
Pasan cosas raras en Rosario. Como que hay cuatro festivales casi al mismo tiempo: danza, video, poesía, teatro. Los poetas se van a escuchar otras lecturas, yo me quedo en el teatro. Viene Tejido Abierto/Tejido Beckett, la obra con dramaturgia y dirección del argentino Jorge Eines que hilvana retazos beckettianos sobre los cuerpos de cuatro formidables actores españoles. Un tren que es la muerte, no viene nunca, y cuando llega, nada parece tan trivial como eso: una lucecita. Salvo el hombre, que se afana en subir y bajar de una escalera, y fabricarse un resguardo con palabras que morirán tarde o temprano.
La lectura de trasnoche se hace en el bar Jekyll Hyde. Leen Carlos Pardo, de España, y Juan Dicent, dominicano, que a toda velocidad se pregunta por qué los poetas insisten en ser tan llorones cuando en verdad la vida puede ser bonita: él ha visto a parejas salir del cine y abrazarse y reír luego de una con Sandra Bullock. Pasa el paraguayo Edgar Pou haciendo masa con guaraní, español e inglés, hasta que Beatriz Vignoli toma el micrófono por asalto y se despacha con “Kerouac en el Mac”, un delirio kitsch plagado de recodos, volteretas y tragicomedias que se suceden en un McDonalds, que Vignoli casi que rapea y así levanta y sacude un poco el humo estacionado a media altura en el barcito. Hace años que no veo a Beatriz Vignoli, poeta y crítica rosarina. Está encendida. Otro poema suyo, “Si en lo que resta”, se me grabó hace años a la primera ojeada, pero esta noche no lo va a decir. “¡Alassia!”, me grita desde la otra punta del bar, antes del abrazo. “Tuviste a Gola de telonero, qué nivel.” Seguimos riendo.
Viernes. Una ráfaga y silencio.
La mañana está nublada y hace frío. No hay gente en la costanera así que es una linda oportunidad para caminar despacio mirando el río, los bucles de agua marrón que se le hacen con el viento, la grisura del aire. El restaurante en el que almorzamos queda por aquí, pero no aparece. Estoy por desistir cuando me choco con Natalia Litvinova, que también está un poco perdida, así que damos unas vueltas hasta que finalmente encontramos el ascensor que nos baja al subsuelo donde están almorzando los poetas. Pescado a la parrilla en un quincho con enormes ventanales que permiten ver el río, dan ganas de dejarse caer al agua. Litvinova nació en Bielorrusia pero vive en Buenos Aires desde hace quince años, y cuando habla en ruso le sale una voz capaz de aflojar el Uritorco, o ponerlo a caminar. Publicó “Esteparia”, su primer libro de poemas, en el 2010, en Ediciones del Dock, y está preparando otro: “Grieta”. Traduce a Tsvetáieva, Esenin, Mandelstam, Ajmátova. Lee y lee. Ahora está, por ejemplo, leyendo la pared. Hay una dedicatoria encuadrada de Mario Trejo, el de Poesía Buenos Aires, compañero de Raúl Gustavo Aguirre y de Bayley, Edgar Bayley, que escribió “nunca terminará es infinita esta riqueza abandonada.” Enfrente, desde su campera de cuero negro nos mira José Villa, fundador involuntario (junto a Fabián Casas, Daniel Durand, Juan Desiderio, y otros) de eso que alguien llamó, con nombre impreciso, la poesía de los ’90. Y dos sillas más allá almuerza Marina Yuszczuk, poeta de Bahía Blanca que está haciendo una tesis doctoral sobre, precisamente, la poesía de los ’90. El Festival reúne estas cosas interesantes. Miramos el río, hay pajarracos blancos que sobrevuelan y a su modo traen los ecos del poema que Gola leyó la noche anterior, “Variaciones”, sobre un pueblito francés con gaviotas que no se nombran, pero están: “qué ha perdido / ese vuelo / que no cesa / su ala? // qué diálogo / tiene con el aire?” Llega el mozo, un señor amable con leve aspecto de pescador de Liverpool, y nos deja fuentes con boga asada y limón. Sonríe cuando le menciono el cuadrito con el autógrafo de Trejo. “Un grande, Mario”, dice, y se retira. No estamos en Saint Nazaire pero sí en Rosario, con el río, algunos versos alados, una comida abundante. Hay de qué alegrarse.
A la tarde me topo de casualidad con un paisaje fascinante: debajo de una avenida que corre paralela al río, por un tramo de dos o tres cuadras, aparece un túnel. La boca grande y oscura hace de sopapa gigante que traga autos sin parar. Estoy un rato sin decidirme hasta que finalmente me tiro, la boca me lleva a mí también. Camino todo el tramo por la veredita, pegado al muro cóncavo en el que retumban, centuplicados, los motores, la combustión que no se ve. Se intercalan ráfagas de autos pasando a ciento veinte con segundos de un silencio abismal: quedan las bombillas de luz raquítica, tintineando. Ráfagas y silencio. Es un sitio excelente para una rave, pienso, o ya que estamos en el Festival, para una lectura. Sin micrófono, porque ya el eco amplifica todo a niveles imposibles y hechiza el espacio. Más tarde, se me ocurre proponerle esta idea a Pablo Makovsky: me mira mal. Quiero decir, los ojos se le abren como huevos. “¿Una qué?”, me dice. Le aclaro, por las dudas, que mi idea es hacerlo con el tránsito cortado; todavía no pretendo que semejante jauría mecánica nos arrolle a todos. Pero no, no va a ser posible. Optamos por café mientras llegan las lecturas de la noche.
Después del mexicano Luis Felipe Fabre, del costarricense Luis Chaves y de la francesa Florence Pazzottu, llega la mesa de Paula Soruco (Jujuy), Mayra Oyuela (Honduras), Rosa Chávez (Guatemala) y Natalia Litvinova. “recuerdo el día que nací. // tenía los ojos ciegos, la boca muda y el alma intocable. // mi padre me prestó su mano para que yo no supiera / qué hacer con ella.” El tono elegíaco de Litvinova se desovilla, se abre en un murmullo claro que es casi una plegaria: que el mirar no mate la inocencia. Rosa Chávez, poeta de origen maya, lee en su lengua materna y hace hablar a las piedras: esto es literal. A mí, que apenas si conozco un solo idioma, estos sonidos me dejan extrañado y envuelto por igual. Sonidos rocosos, llenos de síncopas, una textura hecha de muescas, de pequeñas anfractuosidades, de accidentes. Y sin embargo un ritmo fabuloso, chamánico. Impacta oír la música de esos versos, que son como el tanteo original de los hombres de estas tierras, las primeras vacilaciones en el acto de nombrar las cosas del mundo.
Ya en plena noche, después de leer en el Centro Cultural Lapacheta, de oír la narrativa seca y brutal de los poemas del esloveno Brane Mozetic, de encontrarme con Claudio Pérez, fundador de Ediciones Bella Sombra, que me dice que está preparando un libro con textos del genial Aldo Oliva, mientras voy caminando hacia el hotel me intercepta de golpe una vidriera: es un club de billar. Más de diez mesas, una al lado de la otra. La poca luz y el humo estacionado de los cigarrillos le dan un aire espectral. ¿Aún es posible un club de billar? De aquél lado hay hombres que juegan a dar tacazos, planean sobre el paño buscando carambolas. La bola va, pega, viene, vuelve a pegar, sigue. Ninguno habla: esto es lo increíble. Juegan en silencio, como niños mudos. No se dan cuenta que los miro.
Sábado. El gran ventilador.
El desayuno en la confitería del hotel es ruidoso, desde temprano el televisor está encendido. Pero me demoro, tengo suerte. Llega Hugo Gola con su paso lento y se ubica en la mesa de al lado. Es verdad que lo espío, y también que al rato me animo a entablar conversación. Afable, Gola me cuenta que ha vuelto de México y está viviendo otra vez en Santa Fe, así que arreglo para ir a entrevistarlo uno de estos días. En eso llega Litvinova, se presenta, saca su cámara y se pone a hacerle retratos al gran poeta blanco. Le habla de Rusia, de Mandelstam, y Gola sonríe, dice, un poco en broma, un poco en serio: “ustedes lo trataron mal.” “Bueno, yo no…”, responde enseguida la bielorrusa, que de stalinista nunca ha tenido nada.
Al mediodía arranca la tradicional Maratón de lectura en la plaza Montenegro. Participamos todos. Hay voces de veinte países distintos. Somos pocos, cincuenta, o muchísimos, que esperamos con paciencia para oír efímeras palabras, sin más expectativa que la de estar allí, aunque en secreto dispuestos a resistir contra todo cinismo. Dispuestos a recibir la palabra del otro. La gente que pasa detiene su marcha para quedarse a escuchar unos minutos. Las palomas vuelan en círculos entre el sol y nuestras cabezas, los niños corren, juegan. Como el poeta formoseño Fernando Acosta aún no ha llegado, me toca leer primero. Maldigo la costumbre de empezar por orden alfabético, que me persigue desde la escuela, aunque aquí no se trate de dar ninguna lección. Leo un texto que escribí en homenaje a Gonzalo Rojas; más tarde, Beatriz Vignoli vendrá a decirme que ciertas cosas logran conmoverla. Jessica Freudenthal lee con maestría un poema extenso y combativo: “mi madre es hija de un militar que dicen estuvo involucrado / en la muerte del che guevara y la nacionalización de la gulf oil company / mi padre es hijo del hombre de confianza del presidente que hizo la revolución de 1952 / el padre de mi padre fue exiliado por el padre de mi madre / yo soy hija de mi madre y de mi padre // la madre de mi padre dice que nació en un lugar donde el cementerio es más grande que el pueblo, / y que no conoció la palabra amor // (…) a este árbol le cuesta respirar / no conoce sus raíces / los apellidos recorren toda la estructura / se desvanecen / se hacen transparentes.” Lo que alcanzo a entender bajo este sol tremendo es que un texto así, como pocos, logra hacer visible el drama de tener un cuerpo sudamericano.
El almuerzo es en el bar El Cairo. Me siento con el poeta colombiano Felipe García Quintero. Estar en El Cairo y hablar de Fontanarrosa es un escándalo de obviedad, así que no debemos ser muy originales porque es lo primero que hacemos. Y de ahí, claro, saltamos al fútbol. Felipe me dice que ya no mira como antes, cuando era adolescente y vivía surcado por el fanatismo. Que algunas derrotas en finales de Copa Libertadores le hicieron mucho daño. Parece que me estoy mirando a un espejo. Le pregunto de qué equipo es hincha, y dice: “América de Cali”. Sonrío con malicia, sin dar crédito a mi suerte, recordando aquellas batallas del ’86 y el ‘96. “¿No vas a decir que eres del River…?”, implora Felipe, y le digo “sí, pero quedate tranquilo, por ahora no puedo cargar a nadie.” Me quedo pensando en Francéscoli, el Beto Alonso, los colores de siempre, mi viejo, las finales ganadas: cosas que de tanto irse son como para ponerse a llorar.
La noche del sábado es la que convoca el mayor movimiento en el Centro Cultural Parque de España. La canadiense Nicole Brossard en diálogo con Sara Cohen, una entrevista pública a Hugo Gola, un panel sobre poesía latinoamericana, y lecturas de José Ángel Cuevas, del suizo Markus Hediger, de Daniel Samoilovich, director del prestigiosoDiario de Poesía. En la última mesa, Juan Dicent sigue tratando de convencer a los poetas para que dejen de llorar: él ha visto parejas que son felices en un shopping. Damián Ríos y la uruguaya Lalo Barrubia también se ganan el aplauso de la gente con textos dichos o cantados en sendas performances poéticas. Después, ya es hora de ir a la mentada fiesta de los poetas, un agasajo que se nos hace en un salón de baile, con sillas de pana roja dispuestas en círculo, mozos que van y vienen alrededor de las mesas atiborradas de canapés. Alguien bromea diciendo si no parece que estamos en una fiesta de quinceañeros, y ya en el baile, Daniel Samoilovich sorprende exhibiendo una soltura inusitada. El premio se lo lleva Leonel Lienlaf, chileno que canta cuando lee, habitante de una colonia de mapuches, con su cara redonda que no da más de alegría y sus saltitos cortos de gorrión que amanece.
Vuelvo de la fiesta y el caminar solo, de noche, por esas calles desiertas, con ecos lejanos de la vida, me pone en la nevada del poema de Niels Frank, en el copo de nieve que es su ojo pues la nevada misma nada ve, en Rimbaud, “el nácar mira”, en la gran nevada de Yves Bonnefoy: “Las cinco. Nieva aún. Escucho voces / del comienzo del mundo”. Parece que de noche las cosas se ponen entre paréntesis. Se escucha en Rosario un gran ventilador hecho de motores lejanos que ronronean sin parar. Es un rumor continuo que aquieta y adormece. El Festival habla en las calles. Hay baldosas pintadas con frases de Paco Urondo y de Raúl González Tuñón, el poeta homenajeado en esta edición. Se impone “La calle del agujero en la media”, sus versos finales: “Yo conozco una calle que hay en cualquier ciudad, / una calle que nadie conoce ni transita. / Sólo yo voy por ella con mi dolor desnudo / solo con el recuerdo de una mujer querida. / Está en un puerto. ¿Un puerto? Yo he conocido un puerto. / Decir: Yo he conocido, es decir: Algo ha muerto.”
Domingo. Gaviotas, gaviotines.
Con el domingo llegan las horas cansadas a instalarse sobre todas las superficies. Mientras espero las últimas lecturas vuelvo a Pasaporte, el bar de la esquina de cañas de bambú, con el libro de Bustriazo Ortiz, que llamó tanto que no pude esquivarlo. Estoy haciendo unas anotaciones rápidas cuando algo me dice que gire la cabeza, una intuición, y me quedo mirando a un tipo que camina por la vereda de enfrente. El hombre me mira, levanta la mano, y recién cuando dice “¡Santiago!” me doy cuenta. Es Miguel Passarini, crítico teatral del diarioEl Ciudadano, que de casualidad pasea por aquí, y nos quedamos a conversar unos minutos.
Después camino por la costanera, que rebalsa de gente. Vuelven los gritos de los pajarracos blancos, cada tanto alguno se hunde en el río. Me acerco a un pescador para preguntar el nombre exacto de esos animales. Bah, pescador: el tipo dejó su caña erecta contra la baranda y está despanzurrado en el banco, tomando vino blanco con soda y limón mientras escucha por radio el partido de Central. Se limpia los dedos en la musculosa desteñida y me mira raro. “Son gaviotines”, me dice. ¿Cómo? “Claro, como las del mar, pero más chicas. Por eso.” Ajá. Gaviotines. Es linda la palabra, se me graba. Así que voy al teatro a escuchar la última lectura, antes de que se vaya el colectivo.
El neuquino Tomás Watkins lee con una voz rasposa que delata el grosor de las noches que hemos venido pasando. Después llega Richard Gwyn, de Gales, que hace un prólogo sobre lo mucho que le gusta, de nuestro idioma, la palabra ‘polvo’. Lee en inglés, y Pablo Makovsky da cuenta de las versiones en español. Se escucha un poema construido alrededor de esa imagen, la del polvo. Termina con un hallazgo: “desempolvar. Si no fuera una metáfora del olvido, sería un verbo feliz”.
Salgo. Afuera el mundo reluce y parece dispuesto a dar abrazos. Es hora de volver.
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