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lunes, 9 de diciembre de 2013

el soplamocos

Mientras miraba la miniserie australiana de ocho episodios The Slap (El soplamocos, podría ser una traducción deseable) no podía dejar de pensar en aquella crítica que Ángel Faretta escribió en 1984 cuando se estrenó en Argentina la película australiana Razorback: un cine posible, es decir, un cine que nos interpela.
Imagen tomada de HeyUGuys.

Basada en la novela –un best seller– de Christos Tsiolkas de 2008, la serie está ambientada en Melbourne. Según nos lo hacen saber todos –y es fácil intuir que así es– la versión filmada es mejor que la escrita. John Crace lo afirma en el primer párrafo de su reseña y, al comentar el libro, el crítico de The Guardian señala sobre todo las falencias de la novela. Incluso sin intención de ser crítica, una nota el Sidney Morning Herlad lo destaca.
La trama es más o menos así: un profesional “liberal” –progresista, en español, término que siempre debería llevar comillas–, de padres griegos, cumple 40 años (Jonathan LaPaglia). Su esposa (Sophie Okonedo), descendiente de aborígenes australianos, le organiza una fiesta en el jardín de la casa, una barbacoa. Entre los invitados están Rosie, su esposo y su hijo Hugo, de 4 años, un monstruito sin límites que aún toma la teta como sedante. Rosie (Melissa George) es amiga de la esposa del cumpleañero. En un momento Hugo, que ya hartó a todos con sus desplantes, recibe una bofetada de parte del primo del dueño de casa. Un macho a la vieja usanza, emprendedor, adinerado, etcétera. A partir de allí comienza una carrera en pos de enjuiciar al pegador que irá horadando las relaciones de todos los protagonistas.
En ocho episodios, cada uno dedicado a uno de los personajes, la serie avanzará sobre los alcances de ese soplamocos.
Sí, como dice un crítico, es una novela sobre “el derrumbe de la clase media” y acerca de la fragilidad de los valores liberales en una sociedad multicultural. Hay acá dos o tres sistemas de valores que se cruzan: el tradicional –representado por la familia griega del personaje que encarna LaPaglia–, cuyas creencias son, como se los muestra a los personajes– “sordas”; el más liberal –entendido como se entiende tradicionalmente el liberalismo y su red de contratos civiles–, que encarna el cuarentón, su esposa y sus amigos, todos de algún modo profesionales; la re-ligazón de lo tradicional, sutil y brevemente en juego en la trama a través del hermano de la esposa de LaPglia, un músico convertido al Islam que dejó el alcohol y la mala vida gracias a su “nueva” religión (su valores están firmes, es devoto y su credo es, en ese sentido, efectivo: funciona) y, acaso por último, la caricatura que hacen Rosie, su esposo y su consentido hijo de una pareja altamente ideologizada.
La serie tiene momentos brillantes, comienza como una comedia y se despliega como un drama con momentos siniestros. La denostación del racismo y el sexismo, que en la novela deben ser una catarata textual, en la serie está matizado con elegancia y hasta con humor.
Es pro último una serie sobre lo extraño que resulta, para el universo liberal, un niño.
Debo coincidir con Crace en que las escenas de sexo casi explícito son no sólo estúpidamente innecesarias, su principal razón de ser es no permitirnos disfrutar de estos episodios junto con nuestros hijos adolescentes.
Volviendo al cine posible de la cita inicial, conversé hace un tiempo en MTQN con Patricio Vega sobre sus series Los simuladores y Hermanos y detectives, le pregunté si esas producciones, que intentaban llevar el cine a la televisión no habían sembrado nada en la tevé vernácula. “Es que encima le sembraron soja”, me respondió. Aun así, creo que The Slap cabe en la definición “una televisión (argentina) posible”.

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