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viernes, 20 de diciembre de 2013

la ley de la calle

Los policías suelen ser buenos en las películas y series que vienen del norte porque la policía es concebida como un instrumento de la democracia. Y en Estados Unidos el gran poeta nacional, Walt Whitman, le cantó a la democracia. Claro que esto tiene sus matices. Un policía, un sheriff, es un héroe siempre que se haya confrontado con el lado oscuro y emerja de esa lucha iluminado por la estrella de la ley. Así, las últimas versiones del western que conocimos en las series, como Sons of Anarchy o Justified (que transcurren en la época actual pero con los paradigmas de las películas de cowboys), nos muestran a policías dispuestos a pactar con criminales para evitar un mal mayor. No es la corrupción –como sucede en otras series del tipo The Shield o en la versión de Werner Herzog de Maldito policía de 2009, ambientada en la inundada New Orleans– lo que se les achaca a estos agentes de la ley involucrados con hampones, sino un sentido de la justicia de acuerdo a los límites de la democracia y la justicia del capital. Porque el otro gran parámetro con el que se mide la acción policial es el de la libertad y, como sentenció Benjamin Franklin: “Quienes son capaces de ceder la libertad para obtener una seguridad temporaria no merecen ni la libertad ni la seguridad”.

Entonces, para esta suerte de configuración originaria del universo policial norteamericano, hay un sólo pecado capital: que la policía abandone su trabajo. Y el trabajo de la policía es, claro está, proteger y servir a la comunidad. Si bien la estrella de Belén que trae la buena nueva de la ley a la comunidad pionera, asolada por los forajidos, los indios y los poderosos, es la estrella sheriff, hay que decir que ese molde del policía abnegado, cuya entrega a su tarea es capaz de redimir su pasado oscuro, tuvo un momento de refundación a partir del cine de los años 30-40, cuando los coletazos de la feroz crisis del 29, el Crack-up, habían devastado las instituciones y se impuso la literatura policial dura, donde más importante que develar intrigas criminales era enseñar en detalle los mecanismos de la corrupción y el modo en que los ricos y los gángsters mafiosos compraban policías como quien compra caramelos en el kiosco. Elliot Ness y sus intocables fueron al policial urbano de entreguerras lo que Wyatt Earp al western.
Huelga decirlo, se trata de una realidad simbólica, ficticia, aunque no falsa.

Trabajo policial
Así el “trabajo policial” casi nunca es cuestionado de modo orgánico: la corrupción policial es siempre, en las películas y las series, el desvío de un agente en particular, nunca la falla de un sistema. Porque nuestra metáfora de la estrella del sheriff opera más bien como un símbolo: la realidad y el horizonte que acerca son en alguna medida reales.
Sólo en dos o tres momentos del cine del norte la policía se “detiene”, para su trabajo: en Robocop (1987) y de algún modo en The Purge (2013).
En el célebre film de Paul Verhoeven sobre el agente mitad máquina mitad humano, del que se conocerá una remake en 2014, 26 años después de su estreno, la policía está a punto de lanzar una huelga en reclamo de seguridad y mejores condiciones de trabajo: “No quiero escucharlos hablar de huelgas. No somos plomeros, somos agentes de policía. Y los agentes no hacen huelgas”, les espeta un jefa a los agentes reunidos en la puerta de lo que sería una jefatura de la fuerza en un futuro cercano, en una ciudad súperpoblada, colonizada por la publicidad y en la que una empresa monopólica tiene a su cargo la administración de la policía.
“Hace falta un agente que trabaje las 24 horas. Un policía que no requiera comer ni dormir. Un agente con poderío superior y los reflejos para aprovecharlo”, declara uno de los CEO que dirige la Corporación OCC, que a la vez comanda a la policía. Los encontronazos de las corporaciones, la “libre empresa”, con los intereses de la comunidad –como lo ensayaron muchos films de esa década, empezando por Alien – constituyen el núcleo temático de Robocop –al menos de la primera, luego vendrían una segunda y tercera partes intragables. Así, mientras el diálogo anterior se daba en las oficinas de un edificio corporativo, con ejecutivos cómodamente encapsulados, en otro lugar los villanos –quienes distribuyen una droga altamente adictiva– mantienen esta otra conversación: “Robamos bancos, pero nunca nos quedamos con el dinero”. A lo que le responden: “Robamos dinero para comprar droga, y la vendemos para hacer más dinero. Inversión de capital”. Pero el villano 1 insiste: “¿Tanta molestia? ¿No podríamos robarlo y listo?”. Y le enseñan: “No, no hay mejor manera de robar que la libre empresa”.
En Robocop los criminales proceden bajo el mismo modelo de negocios que la corporación –también la ahora inevitable serie Breaking Bad desarrollaría esa ecuación: lo que permite a la droga circular es, justamente, lo que hace circular al capital. Pero la policía, en ambos casos, sale indemne, no es parte del negocio o lo es en casos particulares y aislables. Al menos en la ficción, claro. Los policías de Robocop quieren ir al paro por mejores condiciones de trabajo pero también porque ya no hay “trascendencia” en la función policial administrada por una corporación que ha reemplazado la estrella de Belén, digo: del sheriff, por la plusvalía.
El colmo de este razonamiento lo vemos en la última serie creada por J.J. Abrams –creador de Lost–, Almost Human, también ambientada unas pocas décadas adelante, en el futuro y muy deudora de Robocop, en la que los policías son la única barrera contra el crimen. A tal punto que los villanos se toman el trabajo de intentar eliminar a los agentes de la ley en la misma estación central, para lo que montan un despilfarro de armas y tecnología que resulta muchísimo más costoso que lo que aconseja cualquier manual de libre empresa: comprarlos.

Distopías
Para hallar una distopía aún más perturbadora que la del futuro que vemos en Robocop debemos explorar el off-the-record de lo que sucedió en la Argentina y, en particular en Santa Fe, entre el sábado 7 y el lunes 9 pasados: policías que no sólo abandonan su trabajo, sino que instiganal saqueo y generan inseguridad.

Algo así viene a plantear el film The Purge (“La purga”, estrenado este año en España como “La noche de la bestia” y dirigido por James DeMonaco), cuyo argumento también transcurre como treinta o cuarenta años a partir del presente. Entonces, los Estados Unidos o como sea que se llame la potencia en la que sucede la acción, han sido refundados. Esta refundación requiere nuevos credos –liberales, claro está–, nuevas formas de trascendencia o gatopardismo –“Que todo cambie para que todo siga igual”–, de modo que se instaura un día al año en el que se suspende la ley: los ciudadanos están habilitados durante doce horas para cometer todo tipo de delitos, desde el asesinato hasta cualquier forma de pillaje. La policía no trabaja, tampoco las guardias de hospitales ni cualquier otro tipo de servicio.
The Purge propone un carnaval siniestro: la ley se ausenta para que renazca la barbarie, se expanda y estalle en un lapso acotado, medido, y la comunidad purgue, precisamente, sus deseos más oscuros, aquellos que, de otra forma, amenazarían con despertar en cualquier momento.
Si fuera una buena película acaso podríamos extendernos también en el comentario, pero al proponer sólo esa “anécdota”, nos queda sólo celebrar la actuación de Lena Headey y Ethan Hawke y subrayar esa intriga en torno a la trascendencia que, como dijimos, estaba presente en la estrella del agente de la ley y en la catarsis de la tragedia clásica, primera forma de purga de los deseos de justicia, sacrificio y redención.
Para reflexionar junto con el cine sobre lo que sucedió en Santa Fe hace poco más de una semana acaso sea necesario revisar buenas películas, con referencias menos directas, como aquellas de pandilleros que filmó Walter Hill a principios de los 80 –Hill es un filósofo cínico que descree de la justicia civil: “Siempre habrá alguien más poderoso con mejor llegada a los mecanismos de la justicia”, declaró cuando estrenó su último film, “Bullet to the Head”–: allí no había policías, sólo la intemperie de los barrios pobres en la que un puñado de jóvenes tratan de fundar una mitología a partir de la bravura y la violencia. 

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