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martes, 4 de noviembre de 2014

anatomía de un urbicidio

Gabriela Massuh –nacida en Tucumán, formada y residente en Buenos Aires– tiene una larga trayectoria en periodismo y gestión cultural (además de docente universitaria, traductora de Kafka, Schiller, Enzensberger, entre otros, dirigió el departamento de cultura del Instituto Goethe de Buenos Aires durante más de dos décadas). Nos había maravillado en 2008 con su novela La intemperie, una suerte de diario de una separación que le sirve a la narradora para reflexionar, para deambular por algunos de los temas centrales del legado que la economía de mercado sembró en la Argentina y, sobre todo, en Buenos Aires, y que estalló en diciembre de 2001. Allí, en esa novela ejemplar, Massuh le hace declarar a su personaje en las primeras páginas: “Durante los años 90 me alejé del sufrimiento en letras de molde, me escapé de los laberintos del yo porque me parecieron, si se quiere, parte de la conciencia de una determinada calse social. Me dije: la pasión es la ficción”. Y agrega en el párrafo siguiente: “Empecé a pensar que el goce –y no la tortura– era una especie de responsabilidad”.
La sensibilidad –dramática, particular y social– desplegada en La intemperie continuó en La omisión (2012), en la que Matilde (la protagonista) y Sara, la amiga reencontrada, tienen esta maravillosa charla sobre el final del libro:
“—Yo sé muy bien que a los sojeros de aquí se les hace agua la boca hablando de las bondades de la sociedad del conocimiento. ¿Qué patraña es esa, de qué me están hablando? (...) Eso dicen. Yo misma lo vi por televisión a ese Soropol, Logrópoto, Porotel, Robocop o como se llame. Decía «Exportamos conocimiento a Venezuela» y se sentía Einstein. Se refería a esa semilla maldita, la terminator, esa que se suicida. Porque hay una semilla que se suicida, ¿no?
—Sí, una semilla manipulada para que no dé fruto (...).
—Mirá si no me doy cuenta de lo que pasa. Buen futuro nos espera si el conocimiento se concentra en una semilla suicida...
—Hablando en serio, ¿sabés lo que yo pienso? –preguntó Sara.
—No, decime.
—Que la soja es la gran venganza del peronismo contra la clase ganadera tradicional.
—¿No te parece una buena idea construir un museo del futuro? –dijo Sara de pronto–. Como el futuro dejó de existir, bueno sería dedicarle museos y monumentos para que las generaciones futuras se enteren de cómo era.”
Ya en La intemperie aparece otra declaración frecuente “la necesidad de entender” –entender ese vacío abisal que fue el 2001, el avance de una intemperie que arrasa el espacio público de todos los lugares: la ciudad, los medios, la universidad, las instituciones. Así que no nos sorprendió enterarnos de que esta semana Massuh presenta El robo de Buenos Aires. La trama de corrupción, ineficiencia y negocios que le arrebató la ciudad a sus habitantes, donde los protagonistas tienen apellidos la mayoría de las veces conocidos hasta para el lector de diarios más distraído: Macri, Dromi, Cavallo, Eskenazi, Grondona, entre otros.
Desde la construcción de Puerto Madero a la de Nordelta, las autopistas –que recuerdan los ensayos sobre el arrasamiento del sur de Harlem de Marshall Berman y sus nefastas consecuencias en la Nueva York de los 50– que generan tierras de nadie en sus baldíos techados y oscuros, Massuh procede con la minuciosidad de sus propios recuerdos, sus conversaciones, su background académico, su investigación periodística y su prosa ejemplar a describir un urbicidio que transformó a Buenos Aires de Reina del Plata a Princesa de Disney, igual a otras ciudades con su masa de edificios exclusivos y anodinos. Una ciudad “sin calle”, donde los espacios se privatizaron y lo que queda para la prole es el vasto desierto que ingresa a una ciudad vaciada.
Si no queda claro, el texto de promoción del libro, lanzado por la propia editorial, no es para nada eufemístico, dice: “Denuncia de la destrucción arquitectónica, ambiental y social ejecutada durante la última década por el macrismo y el kirchnerismo contra la ciudad de Buenos Aires y el conurbano. ¿En qué se parecen Nordelta y el Parque Indoamericano? ¿Existe conexión entre las inéditas inundaciones y los emprendimientos inmobiliarios en la ribera del Río de la Plata? ¿Cuándo estallará la burbuja inmobiliaria que tiene vacíos uno de cada cuatro departamentos nuevos de la ciudad? ¿Es posible recuperar lo mejor de la Buenos Aires que alguna vez conocimos?”
La Buenos Aires festejada –se arguye en el libro– “por la dimensión de sus espacios públicos y su mezcla social, tan diferente al resto de sus pares de América Latina, sufrió una transformación radical. La demolición desenfrenada del patrimonio arquitectónico y el brutal crecimiento de los barrios cerrados destruyeron también el ecosistema del conurbano. Por negligencia y complicidad política, la especulación inmobiliaria se convirtió en el único motor de cambio y arrasó con una tradición cultural integradora, agravando la inseguridad y el hacinamiento y generando tierras de nadie liberadas a su propia suerte. Convertido en botín, el metro cuadrado aumentó exponencialmente su precio y desmanteló barrios enteros para construir viviendas suntuosas que hoy nadie habita”.

Puerto Madero, frente al hotel Faena.

Ya en sus novelas, desde un lugar distinto, Massuh había puesto a sus personajes a encontrarse con esa ciudad que asoma, irradia desde la postal barrial con adoquines –que la administración porteña se emperra en quitar: ya sea los cruces con cartoneros en La intemperie como los viajes en colectivo de Matilde en La omisión. En esta última novela escribe: "Esa vereda y esa esquina, intensificadas por la luz ocre del ocaso, se le ofrecían amorosamente, como una dádiva del pasado, un acto de generosidad, una gracia. Flotó en un indiscriminado acto de infancia cubierto por el empedrado de entonces. Entendió que lo que puntualmente veía o recorría era la calle Juramento en su versión original, como si la viera ya no sesenta años antes, sino la calle como huella de su propio origen exhibiendo esa grieta donde la construcción urbana retrocede y estalla y se disgrega en lo que alguna vez fue: campo. Todo le resultaba familiar, aunque sabía que la imagen constitutiva de ese pasado que a ultranza necesitaba retener como un estallido de placer a punto de desvanecerse, esa imagen no la contenía, es decir, ella, Matilde, no la había habitado, pero podía entenderla porque rebasaba de una especificidad que sólo puede descifrar un puñado de seres humanos en riesgo de extinción: la impronta Buenos Aires". En esas mismas páginas leemos, cerca del final: "La condición de la modernidad es no tener a donde volver".
Y, si el lector no está tan interesado en la denuncia concreta que este libro construye, acaso le convenga reparar que su trama está hecha con algunos de los autores más intensos en el análisis urbanístico y social, desde Adrián Gorelik a Andreas Huyssen, de Richard Sennett o David Harvey a Maristella Svampa o Patricia Pintos; o sea, un resumen tematizado del pensamiento urbanístico desarrollado en los últimos años en el país y el exterior que es en sí un mapa de situación.
Vía correo electrónico y desde Mardulce editora, la editorial que Massuh fundó en 2011, la autora nos responde unas breves preguntas sobre este libro.
—Habías ensayado una crítica o una exploración de la crisis de 2001 o el boom sojero en tus novelas, ¿hay una continuidad en El robo de Buenos Aires?
—El Robo no surge de mí, como el resto de mis libros, sino de un editora inteligente. Hace unos cuantos meses me encontré con Ana Laura Pérez, que acababa de asumir como editora en Random House. Me miró de manera misteriosa y me dijo “tengo un proyecto para vos”. Ese libro que me pedía partía, creo, de la presencia de la ciudad en La intemperie y en La Omisión. Pero además, de dos o tres columnas sobre la catastrófica gestión actual de la ciudad que yo había escrito para el colectivo Plataforma 2012. Así nació El Robo, que es un libro de investigación y también de denuncia.
—La constante señalización del deterioro del espacio público hace pensar que las ciudades, lo urbano, no es sólo cuestión de infraestructura, sino política. ¿Cuáles han sido las intervenciones en la ciudad que mayores desplazamientos generaron y qué consecuencias trajeron?
— La intervención más nefasta y brutal sobre la ciudad de Buenos Aires fue la creación de Puerto Madero: la impune privatización de 170 hectáreas de ciudad para convertirlas en un coto privado de especuladores y lavadores, narcos o no narcos. El modelo Puerto Madero dio a luz el mecanismo que en la década del 2000 se aplicó a toda la ciudad: especular con el suelo urbano para colocar excedentes y terminar destruyendo la ciudad. Esta es la gran industria de la construcción que, en Buenos Aires, produjo 450 mil personas que no tienen acceso a la vivienda, un crecimiento exponencial en villas con la existencia, al mismo tiempo, del 29% de departamentos nuevos vacíos, construidos solamente para “mantener el valor del dinero” sin haber crecido un ápice la cantidad de habitantes de la ciudad desde 1946.
—También Rosario se generaron impresionantes movimientos inmobiliarios que desplazaron a la gente que trabaja en la ciudad a zonas suburbanas porque los precios de las viviendas son inaccesibles.
—Por supuesto, esto mismo pasó en Rosario y hay indicios de que esos rascacielos horribles frente a la línea de la costa, horrendamente caros y de construcción seudo lujosa es la contraparte del incremento de las villas. Porque esta falsa “valoración” del suelo urbano hace que sea inaccesible para las clases medias y bajas, para terminar expulsándolas hacia zonas de miseria e indigencia. La creación de esta falsa riqueza (digo falsa porque no es para todos) no solo genera pobreza, sino también miseria, exclusión y violencia. Todo esto podría evitarse si se respetaran, tanto en Buenos Aires como en Rosario, los planos urbanos ambientales. Pero los políticos trabajan para la industria inmobiliaria en contra de la población de las ciudades, obnubiladas por la publicidad mentirosa.

Rosario, Puerto Norte.

—¿Con qué otras obras o autores te parece que dialoga tu libro?
—Como el resto de mis libros, este también dialoga con la nostalgia, el paso del tiempo y la noción de la pérdida. Perder el paisaje urbano que en algún tiempo te dio amparo es tan duro como perder un amor, un ser querido o un tesoro. Hacernos sentir extranjeros en la propia ciudad es un acto criminal en el que incurre la mayoría de la política. Nuestros políticos son todos urbicidas: responsables de crímenes contra las ciudades. Merecerían ser juzgados por esto porque violan nuestro derecho a la ciudad.



El proceso (un fragmento)
Por Gabriela Massuh

El proceso comenzó hace décadas y, si hay que pensar en algún turning point, habrá que darle la razón a Adrián Gorelik cuando dice que todo empezó cuando los argentinos empezaron a viajar a Miami y dejaron de viajar a París. El juicio puede parecer nostálgico o elitista, pero no queda más remedio que aceptarlo porque define de manera contundente el tipo de ciudad, y también de sistema político, de cultura y de sociedad por los que hemos optado. Darle la espalda al espacio común para privilegiar el privado es uno de los factores principales para fomentar la inseguridad que tanto preocupa a la ciudadanía (y a los políticos cuando hacen campaña). Indefectiblemente hay que soportar que todas las estrategias para captar votos prometan guerras nucleares contra el crimen: más policía, más cámaras, más control, más armamento, penas más duras, tolerancia cero, menos espacios oscuros (y, sobre todo, menos espacios verdes).
El modelo de ciudad que tenemos es el más propicio para fomentar la violencia porque ha anulado el espacio común. A pesar de todas las promesas, los índices de inseguridad no han cesado de trepar, sobre todo a partir de los años noventa, cuando pasamos de ser una ciudad con veredas para caminar y plazas para convivir, a integrar la nómina bochornosa de ciudades latinoamericanas conocidas por sus villas miseria y sus números de homicidios, violaciones, y robos. A esta altura, deberíamos haberlo aprendido: la inseguridad no se combate con más policía, sino con planes integrales y, sobre todo, con voluntad política.


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