Las vueltas del camino
(1992), Al fuego (1994) y El General (2000) pueden leerse hoy en
un solo libro que la editorial Iván Rosado presentará el sábado próximo en su
local de la galería Dominicis bajo el título El campo.
La obra de Osvaldo Aguirre se multiplicó desde que publicara
aquél primer tomo –premiado en esos años por un concurso que organizó la
legendaria editorial Libros de Tierra Firme, que dirigía José Luis Mangieri–:
relatos, novelas, literatura para niños y jóvenes, investigación periodística,
además de su trabajo al frente del Festival de Poesía de Rosario entre 2008 y
2012 y las jornadas sobre literatura policial La Chicago Argentina (este año en
el Espacio Cultural Universitario), su labor como editor y periodista cultural.
Su poesía, una de las más particulares que produce su
generación, está hecha de acontecimientos pequeños, precisos: la quema de un
paraíso caído, la busca de un perro llamado General después de una tormenta en
Navidad, cuando la familia estaba reunida en la casa del campo. Pero el tiempo
es siempre el de una transformación, el cuadro sereno de una postal rural al
que la lluvia convierte en un lodazal, por ejemplo.
Aguirre, fotografía de Marcelo Bustamante.
Con los años, Aguirre acaso complejizó los temas; seguro, perfeccionó su forma: halló en la trama de esas historias hechas de voces oídas la carnadura de una mitología. Así, Campo Albornoz (2010) desparrama trece pinceladas sobre un territorio preciso —aunque desaparecido—: un caserío rural del departamento de Constitución en la provincia de Santa Fe. En esas pinceladas aparecen personas que acaso tuvieron su doble también en la vida real: una maestra, una mujer que erigió una capilla al lado de un camino, un hombre que sale a buscar a un perro predador. Dice el autor en la página inicial del libro que Campo Albornoz “era el nombre de un paraje que surgió alrededor de una estancia, en el sur de la provincia de Santa Fe. La estancia fue fraccionada y desapareció, y con ella el paraje, que la cartografía no registra. Sin embargo, el nombre persistió en el habla de la gente del lugar, como un punto de referencia en el tiempo y en el espacio”. Es decir, Campo Albornoz, que existe en el habla y la memoria, existe ahora en ese libro de Aguirre, y su recuperación, a través de los poemas, se realiza mediante el recuerdo escriturario de las acciones más simples (comer, beber, lavarse, cazar: funciones vitales y elementales que son las que representan los sacramentos).
—¿Qué te parece que ha pasado en Rosario para que una pequeña editorial independiente decida poner en circulación de nuevo y en un solo tomo tus tres primeros libros de poesía?
—No creo que haya pasado nada en particular –responde
Aguirre–. Me pone muy contento que Ivan Rosado reedite mis primeros libros en
una edición tan cuidada. Que unos editores jóvenes decidan poner de nuevo en
circulación estos textos es un reconocimiento que me hace feliz, tanto como el
hecho de compartir un catálogo con nuevos escritores de Rosario y del Litoral y
con grandes maestros.
—Edgardo Dobry dijo una vez que tu relación con el campo en
la poesía, a diferencia de la Pedroni, implicaba cierto tono de ironía,
mientras Pedroni creía en ese paisaje, tu poesía se aleja de esa postura y se
centra más en el lenguaje. ¿Coincidís? ¿Cómo es esa relación?
—Sí, no es tanto la experiencia directa del campo como los
relatos que he escuchado sobre el campo lo que me mueven a escribir, y lo que
de esos relatos perdura en lo que recuerdo. Las formas de hablar, ciertos
giros, los refranes, todo eso resuena de una manera particular para mí. También
incide cierta experiencia propia, pero desde el desconocimiento absoluto. Mi
familia proviene del campo, pero yo nunca viví en el campo, soy de hecho la
primera generación de mi familia, desde mi bisabuelo, que no pasó su vida o
gran parte de su vida en el campo. Entonces el campo es para mí algo familiar y
también algo ajeno. Yo fui, yo todavía soy por momentos, el que hace las
preguntas desconcertantes o fuera de lugar en ese espacio. Escribir sobre el
campo, reinventar un lenguaje familiar a partir de los restos que me han
legado, o del legado que tambièn me he inventado, fue por un lado apropiarme
simbólicamente de algo que en otro sentido no me pertenecía ni me pertenece y
por otro restaurar al menos en un plano imaginario un diálogo con mis padres y
con mi familia que, en la realidad, casi nunca se produjo.
—Por lo menos el primero de tus libros, Las vueltas del
camino, fue escrito antes de que comenzaras a trabajar en un diario. ¿Cómo te
parece que influyó tu trabajo periodístico diario –porque ya publicabas notas
periodísticas antes– en tu escritura de poesía?
—Influyó de manera muy negativa, porque la escritura
periodística es una máquina de producir estereotipos y frases hechas. Hasta que
me di cuenta de eso pasó un tiempo. Hay que ir contra la escritura periodística
convencional, ponerla entre signos de pregunta, despojarse de su retórica.
—¿Y cuál es la relación entre tu escritura de poesía y de
narrativa?
—Creo que pasa por la atención hacia el lenguaje oral. En
narrativa también me interesa trabajar con formas de hablar, tal como las
escucho. Escribí algunos cuentos de Rocanrol y de El año del dragón, por
ejemplo, en base a una larga entrevista que hice y grabé con Osvaldo Guevara,
alias el Pato, en un salón de la Facultad de Humanidades. El Pato me impresionó
como un consumado narrador oral; tenía un corpus de historias que solía relatar
en reuniones sociales y que, además de tener peripecias y derivaciones
impactantes y llenas de aventuras y resoluciones sorprendentes, estaban
narradas con un registro de lenguaje muy particular.
—Además de la poesía, la narrativa y el periodismo, también
trabajás como editor, ya sea en la edición de libros como en tu rol de curador
del Festival de Poesía, hasta hace dos años, o impulsando la publicación de
libros de otros autores. ¿Cómo entendés ese trabajo en lo que podríamos llamar
el campo cultural?
—Como una forma de redescubrir y valorar la producción
actual y el pasado cultural de Rosario. En la medida de lo posible, ¿no?
—¿De qué escritores de la ciudad o el país te sentís más
cercano?
—Los más cercanos que tengo son los chicos de Puño y Letra,
que entre otros libros reeditaron El fusilamiento de Penina, de Aldo Oliva, y
que tienen el taller a la vuelta de mi casa. Y a una cuadra y media vive Irina
Garbatzky. Cruzando calle Dorrego está el Espacio Bravo, donde Romina Mazzadi
Arro presentó Ya estoy solo, un notable texto teatral. Bueno, al margen de la
cuestión barrial, me siento cercano de muchos escritores, no sabría bien por
dónde comenzar.
—¿Qué análisis hacés de lo que se produjo culturalmente en
la ciudad en este año?
—Creo que fue intenso y muy productivo. En el
plano editorial, creo que corresponde destacar también la tarea de Baltasara,
que viene publicando a nuevos autores y que está conformando un catálogo muy
interesante. Entre tantos otros, es una alegría que se hayan publicado libros
como El arte de silbar, de Sonia Scarabelli, o El año de Stevenson, de ElvioGandolfo. En mi caso particular, estoy muy contento, también, por la
publicación de Como si fuera hoy, unos relatos autobiográficos que editaron los
amigos de El Ombú bonsai y por el festival de literatura policial La Chicago
argentina, que hicimos con Julieta Tonello, Nicolás Doffo y la gente del
Espacio Cultural Universitario, y salió muy bien, tanto en términos de
convocatoria de público como de debates y aportes, de gente tan disímil y
estimulante para la reflexión como Esteban Rodríguez Alzueta, Eugenia Cozzi,
Carlos Varela, Germán de los Santos, Alejandra Rodenas, Marisa Germain,
Francisco Broglia, Laura Rossi y muchos otros de los invitados.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Los comentarios se moderan, pero serán siempre publicados mientras incluyan una firma real.