Siempre admiré y disfruté muchísimo de los Tiny Desk Concerts de la NPR por dos cosas: primero, el entendimiento de Bob Boilen con los músicos, la capacidad de definirlos y recibirlos por su enorme conocimiento de la música popular y, sobre todo, por su gran sensibilidad. Y, segundo, lo preciso de lo que busca la serie de grabaciones que la radio pública yanqui difunde: un espacio que es ni más ni menos que el de los escritorios de la redacción, todo lo que el músico va a realizar allí cae en ese set que trata de sacudirse el mismo set. Es decir, el lugar impone límites y esos límites vuelven al músico (una banda, un solista) un versionista de sí mismo, una versión propia, acaso más íntima, siempre otra, mientras la cámara (ahora hay dos cámaras pero hubo un tiempo en que solo había una) registra al detalle a cada uno de los presentes mientras tocan, como si la cámara estuviese allí para ponerle rostro a la música (que es lo que importa, porque los Tiny Desk Concerts eran parte del programa "All Songs Considered").
Lo prueba esta presentación de Conor Oberst, entre muchas otras.
Soñé con poder hacer algo así en alguno de los medios por los que suelo circular y veo que La Nación encaró algo parecido, aunque en el sentido contrario. Primero, puso a una periodista que parece una egresada de Letras; luego, montó un escenario en el que el artista queda aislado de la redacción, librado a sus mañas o, mejor, sin otra compañía que la de sus mañas, como en un escenario, con una cámara que tiene mucho más presente el espectáculo que el momento, y así. Una pena
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