para Dang Dai
Lai Lai suele ser el fin de un largo viaje. Salir de Rosario en la madrugada y llegar a Buenos Aires alrededor de las 9. Hacer las cosas que se suelen hacer en Capital Federal y, además, acompañado por alguno de los hijos. Tengo fotos con la mayor de hace 8 años, cuando aún era una niña y llegaba al restaurante cargada de las baratijas que comprábamos en los negocios de calle Arribeños. Hoy tiene 18 y volvemos a Lai Lai en parte porque forma parte de un ritual y, sobre todo, porque nos cuesta imaginar a qué otro lugar podríamos ir en esa cuadra de Bajo Belgrano que llamamos con total ligereza Barrio Chino.
Lai Lai suele ser el fin de un largo viaje. Salir de Rosario en la madrugada y llegar a Buenos Aires alrededor de las 9. Hacer las cosas que se suelen hacer en Capital Federal y, además, acompañado por alguno de los hijos. Tengo fotos con la mayor de hace 8 años, cuando aún era una niña y llegaba al restaurante cargada de las baratijas que comprábamos en los negocios de calle Arribeños. Hoy tiene 18 y volvemos a Lai Lai en parte porque forma parte de un ritual y, sobre todo, porque nos cuesta imaginar a qué otro lugar podríamos ir en esa cuadra de Bajo Belgrano que llamamos con total ligereza Barrio Chino.
“La china es una comida extranjera que existe en todos los
países del mundo”, me dice una velada de julio de este año Miguel Chin, uno de
los dueños de Lai Lai. Mi hijo de 9 conversa con uno de los amigos que nos
acompañan. Se terminó unos fideos con verduras y ensaya modos de deformar un
tomate de silicona y lleno de agua que compró en uno de los locales de calle
Arribeños y Juramento.
Lai Lai abrió sus puertas en mayo del terrible año 2001.
Miguel tenía 38 años entonces y había llegado con su padre de Taiwán.
En Taipéi, al norte de la isla de Taiwán y capital de facto
de China, Lai Lai es el nombre del restaurante del hotel Sheraton y, como
nombre, está esparcido en varias ciudades, como acá lo estuvo el nombre Savoy.
Lai, dice Miguel, significa “vení” y su repetición puede dar lugar a la
metáfora “bienvenido”.
Le digo que es de algún modo paradojal que un nombre tomado
de algo así como una cadena de restaurantes chinos (en Buenos Aires es el único
que se llama Lai Lai) se ofrezca en Buenos Aires como un lugar que atrae por su
profesionalidad pero, sobre todo, por cierto aire doméstico. Su misma
arquitectura es la de una casa: se ingresa por un pasillo con mesas a un
costado para desembocar en el espacio más amplio del fondo, con el mostrador
que cierra el salón y el espacio central con mesas rectangulares y redondas,
como una vieja cocina porteña, donde se desarrolla la actividad principal del
hogar y la familia se encuentra y comparte su familiaridad.
Si no conociera a Miguel y me hablase por teléfono pondría en duda que es chino: mastica las palabras y las suelta con el ritmo y el tono de los porteños. Recuerda las veces que se cruzó con personas en Buenos Aires que sin tener rasgos orientales tenían algún chino en la familia. Un funcionario municipal, un gasista, gente que encontró haciendo trámites y le contó su lejana familiaridad con esa tierra que a Miguel se le dibuja en la cara.
Como en el antiguo proverbio zen que contaba la historia del
discípulo que, al principio, ve la montaña y sólo piensa que es una montaña;
luego, mientras inicia su camino en el zen, piensa que la montaña es la
metáfora de algo más grande y al fin, cuando ya es un iniciado, vuelve a ver en
la montaña una montaña; con en ese proverbio, digo, pasé de ver en Lai Lai a un
restaurante chino a ver una suerte de alusión a algo que los chinos enseñan a
través de platos traen aromas y texturas que tuvieron como paisaje la montaña
de Maokong y sus ancestrales plantaciones de té.Y, por último, fin del
proverbio, lo veo como un restaurante chino en Buenos Aires: con los mozos
peruanos –que comparten la tradición de la comida china–, los tenedores, los
cuchillos, los palitos (incluidos los que vienen con un dispositivo flexible
que los une y permite a los niños argentinos o, mejor, no chinos, iniciarse en
su uso– y la familia china (además de Miguel, la madre, Nancy Hu; los hijos,
Carlos Hsu y Andrea Chin) siempre sentada en una de las mesas, cerca de la
barra que separa la cocina.
Como suelo ir acompañado de un amigo cercano a la comunidad
china, dejo que él haga el pedido, que siempre llega con algún plato de arroz
banco que empapamos en salsa de soja hasta mezclarlo con algunas de las
frituras de pollo o pescado. Mezclar y mezclarse, empapar y empaparse es la
sensación que tengo de cómo se come en Lai Lai.
Además, Lai Lai es lo suficientemente grande como para
internarse y pedir los platos más regulares de la comida china y lo
suficientemente pequeño como para experimentar cierta extranjería: así, lo que
uno ingiere no es sólo comida china, es la comida de ese otro mundo del que
estuvimos ausentes. No sé si un sentimiento así es posible, es traducible a
alguno de los otros restaurantes que conozco.
Platos
Las especialidades de la casa, según nos lo hace saber
Miguel es el Sam Pei Chi, el pollo a los tres aromas: ajo, albahaca y jengibre.
También el Kwo Pao, cerdo agridulce, y el pollo o el cerdo típico de Taiwán.
La “comida extranjera que existe en todos los
países del mundo”, como reza la máxima de Miguel, es en su restaurante de una
sensualidad “delicada”, como describía al arte chino Henri Michaux luego de su
viaje al Asia a fines de la década del 30. La delicadeza, en esas páginas,
aparecía opuesta a la espesura de la sensibilidad europea. Michaux decía que en
los cuadros chinos los objetos aparecían como en el éter, que su espacio era de
algún modo transparente, claro. Los platos de Lai Lai comparten esa
“transparencia”: creemos identificar cada ingrediente, hasta que nos lo
llevamos a la boca y el sabor trae una lejanía inasible, casi ajena a eso que enseñan
los ojos, una experiencia de lo invisible.
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