Verne y Schuiten
En 1989 se descubrió por azar una obra temprana de Julio
Verne, de la cual se tenían vagas referencias.
París en el siglo XX,
se titulaba esta novela de anticipación escrita antes de 1863, probablemente en
1860, en pleno Segundo Imperio. La obra que había sido rechazada por su editor,
Hetzel, alegando torpezas en la ejecución y puerilidad en la concepción, carece
del élan del Verne triunfante, con su
exaltación de la técnica y de la ciencia. Es más: es resuelta y
sentimentalmente pesimista.
La obra pública de Verne es uno de los rostros –el
positivista– del sueño de un siglo que quiere reconciliar la realidad y la
Idea. Con distintos medios Verne, Hegel, Marx, creyeron posible tomar el cielo
por asalto.
El agonista de Paris no es un científico, sino un poeta
burlado y desdeñado por aprendices de ingeniería, de matemáticas, de economía.
La electricidad, que el siglo XIX desarrolló bajo la
advocación de la economía, pero bajo la sombra de un mito, el fantasma
conmovedor de la transparencia universal, que goza de la irritación fulminante
de los sentidos, está presente en todo el relato, pero con signo manifiestamente
invertido: Michel, agonista principal, llega exhausto al depósito de cadáveres
y ve en un rincón un aparato eléctrico destinado a devolver la vida a los
ahogados: “De nuevo la electricidad”, exclama y huye de ese Paris que Verne
fecha en 1960.
Penetra entonces en Notre-Dame y contempla el altar,
resplandeciente de luces eléctricas.
Vuelve a huir hacia los cementerios, perseguido por el
estruendo de un concierto eléctrico de doscientos pianos, comunicados entre sí
por la corriente administrada por un único ejecutante.
La primera edición francesa del libro fue ilustrada por 17
planchas del dibujante y arquitecto belga François Schuiten.
La que abre la serie, influenciada sin duda por el relato de
Verne, pero también por Metrópolis de Fritz Lang, y quizá por los grabados de
Paris de Meryon, extraños y amenazantes, dibuja personas que parecen diminutas
en contraste con la altura de los edificios; también muestra la enormidad de un
arco de metal, cuyos pesados soportes verticales se comunican a través de un
puente peatonal vuelto irrisorio ante la parte superior del arco, curva fría,
maciza, opresiva.
La última plancha, la más original y sobrecogedora, fue
sugerida por la escena final de la novela, que transcurre en el cementerio del
Père Lachaise.
En primer plano, de pie sobre algo que puede ser un
cenotafio, se yergue un ángel, rígido bajo la nieve nocturna que cae,
implacable; la cabeza se inclina hacia Paris, situado más abajo, mientras
aferra con su mano una espada: quizá ícono del ángel de la venganza. Cae la
nieve sobre todo, mientras en el cielo permanecen suspendidos globos eléctricos
y la punta de un faro se eleva hacia el cielo, penetrando en la masa helada que
continúa cayendo.
Verne practica, no sin cierta torpeza, un conocido y eficaz
recurso: la multiplicación hiperbólica.
Un piano eléctrico, no dice nada; doscientos ya es número
insoportable. Casi involuntariamente, imagina algo verdaderamente atroz: a
cinco metros de las casas de los bulevares, forman parte de la exhuberante red
ferroviaria columas de hierro galvanizado que se apoyan, mediante arcos
transversales, sobre las casas colindantes. Con semejante decorado, ¿quién
podría practicar la flânerie?
Mientras los trenes surcan el aire con fantástica rapidez,
hoteles inmensos alojan hasta veinte mil personas.
El invierno de 1961 a 1962 fue excesivamente crudo; superó a
los inviernos de 1789, 1813 y 1829. La gente caía muerta en las calles,
agobiada por el frío pero también por el hambre. Los coches no podían circular,
los ferrocarriles se detenían y los maquinistas debían abandonar rápidamente
las locomotoras, para no caer muertos. El Sena, completamente helado, parecía
una calzada más. La nieve alcanza los setenta y cinco centímetros de espesor.
Durante quince días sucesivos, el termómetro cae veintitrés grados bajo cero.
Michel, poeta laureado y befado, en la última escena del
libro se desvanece sobre la nieve acumulada sobre el Père-Lachaise. “¡Oh,
París!”, son sus últimas palabras.
Esta escena es la inversión exacta de una de las más célebres
de la literatura francesa, también escena final. Me refiero a Le père Goriot de
Balzac. Transcurre también durante un invierno, aunque más clemente, durante la
Restauración, en 1819-1820.
El joven y ambicioso Eugène de Rastignac acompaña al
Père-Lachaise el cortejo que lleva el cadáver del pobre Goriot. No tiene ni una
moneda para darle una propina a los sepultureros; humillado debe pedirle veinte
centavos a un criado, Christophe; luego se dirige hacia lo alto del cementerio.
“Rastignac, permaneció solo, dio algunos pasos hacia lo alto
del cementerio y vio París tortuosamente acostada a lo largo de las dos riberas
del Sena, donde comenzaban a brillar las luces. Sus ojos quedaron suspendidos,
casi ávidamente, entre la columna de la plaza Vendôme y la cúpula de los
Inválidos, allí donde vivía ese bello mundo en el cual había querido penetrar.
Lanzó, sobre esa colmena que zumba, una mirada que parecía chupar la miel de antemano,
y dijo estas grandiosas palabras: ¡A nosotros dos, ahora!”
* * *
La historieta que inaugura Las ciudades oscuras de Schuiten con guión de Benoît Peeters, se llama Las murallas de Samaris.
En el epílogo Peeters cuenta el método, basado en la generalización
de un estilo, el amable y frágil Art-Nouveau, que en las grandes ciudades creó
islas en el mar gris y funcional de la ciudad moderna.
Mientras el Art-Nouveau permaneció como una alternativa entre otras, en tensión con la desnudez de la ciudad industrial, en tensión utópica, puedo agregar, con un entorno múltiple, dinámico, contrastante en extremo, señalando un horizonte de belleza presentida e irrealizable, como la entrada de la casa Tassel de Bruselas, podía ser, con sus fachadas, sus vidrieras, sus esbeltos copones, diré, con una pizca de exageración, un sutil espíritu del aire.
Pero ¿imaginamos una ciudad como la que dibuja Schuiten, esa
Xhystos que contrasta con la lejana e inquietante Samaris, que va configurando
incitado, estimulado, guiado por Peeters?
Una ciudad en la que todo, absolutamente todo, ropas,
utilería, transportes, edificios por dentro y por fuera, caminos y diseños,
planos bajos y planos altos, es Art-Nouveau.
Se me ocurre que un estilo sin dies natalis, sin natalicio,
ni eclipse ni posibilidad de resurrección, no es un estilo, es un monstruo que
ahoga.
Al agonista de la historia, Franz (obvia alusión a los
pasivos y resignados personajes de Kafka) quien debe viajar a Samaris, un
amigo, tras intentar disuadirlo de emprender una aventura tan riesgosa e
incierta, le confiesa, en el momento de la despedida, que Samaris “nos ahoga.”
Peeters ha dicho que Xhystos es invivible y nos recuerda que
Victor Horta, luego de construir una casa sublime, no tardó mucho en
abandonarla.
Conviene retener las últimas palabras de Peeters: “La
fascinación por la lejana Samaris, la dificultad de dejar Xhystos, la
melancolía de Franz, todo esto todavía nos toca.”
(Fascinación, inmovilidad, melancolía, son nombres de uno de
los trayectos más insidiosos de la modernidad.)
No se puede dejar Bruselas, envuelta en sus futuros
composibles, esa supuesta falsificación de París, como diría Baudelaire, sin
entender que para él y sus contemporáneos París era ya la nostalgia de un París
inexistente y que, por añadidura, la inexistencia nos salva, no se puede dejar
Xhystos-Brüssel sin añorar una lejanía que es por entero un trompe-l’oeil, tal
y como lo afirma Peeters.
Samaris es sin solución de continuidad un gigantesco
bastidor de teatro: cuando uno entra allí, se pierde en su infinita monotonía,
se pierde en corredores que semejan construcciones árabes, españolas,
renacentistas, yuxtapuestas sin cesar.
(Contemplada desde lejos, Paris también está entre el ahogo
y el trompe-l’oeil que se estrella contra el desierto.)
El encuentro con el objeto que nos fascina, nos destruye. En
la última escena, Franz, tras desconocer y ser desconocido por la ciudad a la
que retorna, vuelve a Samaris sin saber si encontrará otra cosa que un desierto
inacabable.
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