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sábado, 14 de enero de 2017

adriana astutti

2017 arrasa. No sabía que Adriana Astutti estaba enferma. En estos días es como si olvidara la noticia de su muerte.
En 1991 –año más, año menos–, le llevé unos cuentos reunidos en torno a una ciudad y un personaje que nunca era el protagonista, para que evaluara su publicación en Beatriz Viterbo. Pasó el tiempo y cuando nos encontramos no sólo recordó el original, me dijo algo así: "Qué rara la adjetivación de esos textos". Era cierto: una mezcla de anarquía e infantilismo me llevaba a una metaforización permanente que pude corregir mucho más tarde.
Adriana tenía una risa encantadora, contagiosa y, en el mejor de los sentidos, "doctrinaria": uno intentaba siempre coincidir con eso que su risa señalaba. 
Leí sus Andares clancos un verano de 2004 en una playa bonaerense. Cuando se lo comenté le causó gracia que esas páginas soportaran el sol, la arena y la sal del mar. 
La acompañe una noche hasta su casa en calle España, luego de una cena patrocinada por Martín Prieto y el CCPE. Su conversación era franca y ligera, extemporánea a veces: la charla ocasional asediada por su lucidez y su gracia.
Me enviaba libros con mucha serenidad: sabía lo que me atraía de sus libros de Viterbo y no pretendía presionarme.
De la editorial  tengo muchos libros y creo que leí la mayoría, al leerlos también la leía a Adriana. Ahora que es letra necesito leerla para recuperar su espíritu.  

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