Hace unos diez años ya el escritor Rodolfo Fogwill dijo que
Hebe Uhart era la mejor escritora argentina, opinión con la que acordarían
toros, como Elvio Gandolfo, rosarino nacido en Mendoza, residente en Montevideo
y lector de la autora desde los años 70. Uhart (Moreno, Buenos Aires, 1936)
espanta esos elogios como moscardones: no significan nada, dice. Es cierto.
Echarle el peso de semejantes aseveraciones es como ocultarla, imponer sobre su
obra una grandeza que a la aplasta.
Sus cuentos y novelas, que la editorial Alfaguara reunió en un volumen 2010, describen acciones pequeñas, cotidianas, cercanas. Lo mismo
que sus crónicas –desde hace unos cinco años Uhart escribe crónicas de viajes
que la trajeron en más de una ocasión a Rosario. El viernes 21 de abril pasado,
invitada por la secretaría de Cultura municipal a la Semana de la Lectura de
Rosario, Uhart estuvo, en el Centro Cultural El Obrador, en el lejano oeste
rosarino, donde transita parte de la comunidad qom que vive en la zona. No es
la primera vez que iba. De su trato con Ruperta Pérez y Arsenio Borgez, dos
referentes de la comunidad, surgieron dos textos que están en sus libros Viajera crónica y De aquí para allá, cuya presentación en el Museo de la Memoria, ese viernes, fue una excusa para una entrevista abierta con el
público, entre otros, una gran cantidad de jóvenes que la leen con devoción.
Una escena de la crónica que Uhart escribe en De aquí para
allá sobre los guajiros asentados en Ecuador parece resumir su estilo último:
una leyenda refiere que un castigo impide a los animales hablar con palabras
clara, por eso las tribus que provienen de la selva aguzan el oído para
descifrar lo que la jungla expresa aunque no tenga “palabras claras”.
Fotografía de Elena Makovsky
Le gusta viajar a pueblos y ciudades pequeñas, algunas difíciles de encontrar en el mapa de Argentina. Su tránsito por esos lugares es, según ella misma lo refiere, una lección que recoge su escritura pero también es ética, moral, espiritual podría decirse, si ese término existiera con mayor vehemencia en sus textos.
Los diálogos con la gente de pueblo son “lecciones de
humildad, de piedad”, dice. Y también: “La mirada y la audición se trabajan
como una artesanía”. O: “El acto de escribir no es en sí importante, sino el
acto de estar en contacto con el material (las charlas y las personas a las que
trata)” O define: “Yo no voy a tratar directamente un tema político, pero sí
voy a abordar a los indígenas, que son pueblos postergados y ahí sí habría una
dimensión política mía”, y la que menos risas despertó en el auditorio repleto
del Museo: “Pienso que las mujeres de clase media gozan de una libertad
bastante importante en América latina. No así las mujeres pobres”.
—¿Cómo prepara una
crónica?
—Si se trata de crónicas de viaje y son ciudades grandes,
estudio. Tengo que ver algo de antropología urbana, cómo funciona, etcétera. Si
se trata de pueblos chicos es muy simple: busco un referente, una persona mayor
que conserve bien la historia del lugar, y siempre hay un memorioso que conoce la historia del lugar. En
Conchillas, que es cerca de Colonia (Uruguay), es la parte que está más cerca
de Buenos Aires, en la costa del Uruguay, es un pueblo chico, muy pequeño. Y
dije: Voy a hablar con alguien mayor que me cuente qué es lo que pasa acá. Así
que le dije a un señor: ¿Conoce a alguien que me pueda contar la historia del
lugar? Y me dice: “Ay, qué lástima que Ruperto se fue al Chuy, quedó don Robustiano,
pero ese ya hizo un papelón en la televisión porque no se acordaba”. Pero de
todos modos la gente de pueblos chicos siempre revelan algo interesante, no
tienen filtros. Así que he trabajado mucho con pueblos chicos. Por ejemplo, en
Entre Ríos, Irazusta, en todos lados, y me gustan muchos porque es un trato
directo con las personas. Si son ciudades medianas, tipo Azul, Tandil, miro la
calle, los letreros, los graffitis son reveladores. Y en los casos de Rosario,
Córdoba, Montevideo, ya estudio la historia. Por ejemplo la historia de Rosario
es sumamente interesante: en 30 años pasó de ser plaza de carretas que iban
hacia el norte a una ciudad europea (a mediados del siglo XIX). O tiene
asociaciones italianas discriminadas por zonas: la friulana, la siciliana,
porque hubo tanta inmigración italiana que al llegar tenían que pertenecer a
algo. Lean a Fray Mocho para entender cómo fue en Buenos Aires. Y todo eso a
veces incide en el presente, en cómo son las personas. En Buenos Aires, que
conozco más, la gente es muy cholula. ¿Por qué? Aman los cantantes de rock,
todo cantante de rock que viene de afuera dice que es el público más
maravilloso –les deben decir que diga que es el público más maravilloso. Buenos
Aires es cholula desde 1880. A Avellaneda le decían Taquito, porque se ponía
taquitos para parecer más alto, pero le decían así los sectores altos por
conocimiento común, los medios y los pobres, todo el mundo tenía una confianza
brutal todo el mundo. Eso somos nosotros, eso describe a una sociedad en su
momento.
—Elegí Irazusta porque un verano no tenía plata para
vacaciones. Hacía en ese momento las notas para el suplemento cultural de El
País de Montevideo. Y no les interesaba Irazusta, querían Bariloche, o puntos
muy claves de Argentina, pero no un pueblo de mil habitantes. La gente es más
divertida, me interesa el lenguaje criollo, campesino. Me tomo un taxi de
Gualeguaychú –donde ya había ido a ver el corso: los hoteles ponían unos
precios exorbitantes– y voy a Irazusta, porque lo había visto en televisión y
dije: voy a gastar menos en Irazusta que en mi casa. Y el taximetrero me dice:
“¿Y usted se va a quedar acá?” Siii, le dije con mi mejor voz de estúpida. En
un solo golpe de vista se ve todo el pueblo. Llego a una casa para alquilar una
habitación y le digo a una mujer: Señora, quiere mi documento. “No, m’hija, acá
nos conocemos todos”, me dice. “Eso sí, cuidado con los perros que son
garroneros y no la van a conocer”. Y eso no te lo va a decir nadie en la ciudad.
Me divierte y aprendo cosas. Me divierte el saber de la gente de campo sobre
los animales y esas cosas. Ahora estoy trabajando la relación entre humanos y
animales, que me encanta. Me voy a Azul, donde tengo gente conocida, y le digo
a una mujer que me preparen una payada con tema de animales. Hay un taller de
payadores policlasista allá, van desde domadores hasta abogados. Entonces me
voy a Azul, escucho la payada y después tengo una conversación con el hermano
de la señora de la casa y otro señor, que es de esos hombres que se jubilan y
después se van al campo. Y escucho esta conversación en la que uno dice: “Y la
vez pasada se murió mi caballo. Dio dos relinchos y se murió”. Y el otro le
dice: “Lo estaba saludando”. Y a mí me da risa. Esa conversación es insólita,
con mis amigos no decimos esas cosas. ¿Sí o no? Y a lo mejor era verdad. Es un
saber que no tengo con mis amigos o conocidos de todos los días, porque somos
muy parecidos los sectores de clase media: uno lee La Nación y otro Página 12.
Fotografía de FGC.
—También te interesan los refranes.
—Ay, también se puede hacer una crónica de una mala
experiencia. Una vez en Pergamino, cuando me interesaba el habla criolla,
alguien me dijo: “Vaya a Tapalqué, porque en Tapalqué se engendran refranes”,
como si fuera constante el engendramiento de refranes. Me mando a Tapalqué y
uno llega a esos pueblos al mediodía y la estación de micros de Tapalqué no
tiene ni un quisco de cigarrillos, ni de caramelos. Uno se baja y lo primero
que se pregunta es qué hago acá. Y veía que hablaba un señor con la chica de la
boletería. Y no sé por qué uno se da cuenta de que hace mucho rato que están
hablando. Y le digo a la chica: ¿Hay algún hotel acá para ir a dormir? Y el
señor, mala onda, dice: “No, hotel acá no hay. Había uno pero el intendente lo
cerró. Pregúntele al intendente”. Ah, le digo: ¿y alguna casa de familia? Y la
chica, gentil, dice: “Lo de Lita” “Lita está en Buenos Aires”, dice él y
agrega: “Lo que usted tiene que hacer es ir al museo, que mi mujer es la
encargada”. ¿Ah sí, de parte de quién voy?, le digo. Y me mira como diciendo
qué estás preguntando; yo bajaba de un micro, venía de otro lado. “De Coco”, me
dice, como si preguntara “¿No sabés quién es Coco?” Y yo harta le digo: Porque
me dijeron que acá se generan refranes. Y él me dice: “El que le dijo eso
estaba mamado”, me dice el señor Coco. “¿Por qué no va a lo de doña algo?”, me
dice la chica. Y bueno, voy para allá. Me atiende una señora limpita con una
casa toda blanca. Y con una sonrisa me dice: “¿Comercio?” Si yo iba por
comercio. No, comercio no, le digo, refranes. Me miró con una cara como si le
hubiese dicho pecado mortal. Refranes. Y yo ya consternada le digo: Señora, ¿no
conoce ningún refrán? Y evidentemente no sabía lo que quería decir refrán. “No
–me dice–, yo de mi casa al trabajo y del trabajo a casa”. ¿Y dónde trabaja,
señora? “En mi casa”, me dice. Y ahí agarré mi bolsa y me pequé la vuelta.
—¿Y cómo es la
transcripción de lo oral a lo escrito? ¿Sos fiel a lo que la gente dice?
—Sí, trato de rescatar lo que la gente dice, cómo hablan.
Porque los matices del idioma son muy interesantes según los países y los
lugares. Por ejemplo, una cosa de mal gusto para nosotros es mersa. Para los
chilenos es siútico y para los peruanos es huanchaco. Pero tienen distintos significados,
y es más liviano en Argentina. Porque mersa es una calificación ética y
estética, pero acá es imaginable una señora elegante con un señor que dice “Me
voy a poner sandalias con medias porque se me da la gana; soy mersa y qué!” En
Chile o en Perú la bajada de línea no es
individual. El huanchaco peruano es lapidario, es de clase, porque son
sociedades más estratificadas. Ahora, el habla de la gente me revela muchísimas
cosas y debo respetarlo porque es el contexto de esas personas.
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