Copio, traduzco, dos artículos
relacionados con la masacre de Las Vegas. Uno de Adam Kotsko, “El
apocalipsis sucede más o menos una vez por semana“. Otro de PolitiFact,
de 2015, en el que se señala que desde 1968 hasta esa fecha se produjeron más
muertes en territorio estadounidense debido al uso de armas de fuego que en
todas sus guerras. El último artículo recurre también a otras referencias.
Uno
Escribe
Kotsko:
Cuando
las personas abren fuego contra multitudes de extraños para liberar la
calentura, es señal de que ya no se tiene una sociedad. El crimen es bastante
malo, pero al menos sigue una cierta racionalidad: los motivos son antisociales
y peligrosos, pero legibles. El terrorismo da un paso más allá del crimen
normal, pero de nuevo, hay una meta ostensible que el grupo terrorista
persigue, aunque con fines trágicamente equivocados. Pero algo así como un
tiroteo en masa no es ni siquiera terrorismo. Es puro nihilismo. Es la
violencia como un fin en sí misma, como la expresión pura de un rechazo del
camarada humano.
En
este punto, es parte del ritual de un tiroteo en masa que el tirador sea
declarado “perturbado” o “enfermo mental”, y luego los liberales señalan que
así es como sucede cada vez y que resulta una explicación reductiva, etc.
Aunque hay un momento de verdad en la explicación individualista, porque la
causa sistémica de este problema sistémico de los tiroteos en masa es
precisamente un individualismo tóxico que, frustrado, puede encontrar su camino
hacia la aniquilación destructiva del otro –cualquier otro lo hará.
También
podemos llamarla masculinidad tóxica, en la medida en que toma los rasgos menos
deseables y estereotípicamente asociados con la virilidad –el aislamiento, la
falta de empatía, la rabia– mientras descarta por completo los rasgos más
deseables como la lealtad o el deber. Seguramente no es accidental que sólo los
hombres –y casi siempre los hombres blancos– participen en este anti-ritual
nihilista, pero hay un universalismo falso en fijar el problema en la
masculinidad. Así no es siempre, incluso a menudo, cómo se comportan los
hombres. De hecho, sólo en la América contemporánea han llegado a comportarse
de esta manera a nivel epidémico.
Llamémoslo
amercianismo tóxico, entonces. Esto nos permitirá incluir la no-respuesta
ritualizada dentro del fenómeno más amplio. Los efectos sistémicos tienen
causas sistémicas, y uno de esos efectos es la total negativa a tomar cualquier
medida para remediar el problema. Nuestros líderes políticos están tan
enamorados del romance de la propiedad de armas que están dispuestos a
sacrificar a decenas de nosotros por año al ídolo de la Segunda Enmienda. Aquí
cuento todo nuestro liderazgo político: los republicanos, que aman a sus
pistolas, y a los demócratas, que se pasaron las últimas dos décadas tratando
de aplacar el lobby de armas (que se negaba a aceptar una respuesta y usaba
todas las victorias demócratas para impulsar aún más el almacenamiento de armas).
Como siempre, la elección entre republicano y demócrata es la que existe entre
el nihilismo activo y el pasivo.
No
estoy siendo metafórico cuando caracterizo el tiroteo en masa y sus secuelas
como una forma de ritual. En cierto sentido, se ha convertido en el ritual de
base de la religión civil estadounidense –un enunciado ritual de la disolución
de la sociedad, una evocación ritual del apocalipsis. Es cierto que este ritual
se ha vuelto tan rutinario que solo nos preocupamos por llevarlo a cabo a nivel
nacional cuando las víctimas se vuelven particularmente numerosas (como en Las Vegas)
o cuando los objetivos producen un efecto especial de horror (como los niños Sandy
Hook). Pero es una pieza con todas nuestras otras observaciones
distintivas: los rituales de culpar a las víctimas del desastre, de excusar
formalmente la violencia policial contra los inocentes, de brutalizar a los
manifestantes sin ninguna base legal o racional que no sea la exigencia de
sumisión absoluta. Todas esas observaciones rituales apuntan hacia el tiroteo
masivo como violencia nihilista en su forma más pura, sin reivindicación de legitimidad
o justificación - una violencia nihilista que colectivamente rechazamos detener
o incluso impedir, porque ni siquiera recordamos ya cómo podría ser formar
parte de una sociedad.
Dos
Las últimas declaraciones del presidente estadounidense Donald Trump luego
de la masacre de Las Vegas, donde murieron casi 60 personas alcanzadas por un
tirador solitario desde un piso 32 de un hotel –mientras que otras 500 víctimas
resultaron heridas–, fueron expresadas por el millonario antes de que salieran
hacia Puerto Rico, en la Casa Blanca: “Ya hablaremos de las leyes sobre armas a
medida que pase el tiempo”, dijo. Horas antes, el conductor televisivo Stephen
Colbert había desafiado desde su espacio en la CBS a Trump a comprometerse dando
un pequeño paso hacia una regulación sensible de armas. Esa misma noche, el ex
asesor principal del mandatario, el ultraderechista Steve Bannon, había
aclarado que un solo gesto en ese sentido sería el final de todo.
En 2015, un artículo publicado en el New York Times por el
prestigioso columnista Nicholas Kristof, señalaba que, desde 1968, la cantidad
de muertes provocadas por armas dentro del territorio estadounidense superaban
a la de todas las guerras en las que había participado el país. Desde el sitio
PolitiFact.com (dedicado al chequeo de datos, lo mismo que Chequeado en
Argentina) salieron enseguida a señalar que Kristof había tomado esa
información a partir de un informe publicado por ellos dos años antes, por lo
que habían decidido actualizar esos datos sobre la omnipresencia de la
violencia armada en Estados Unidos.
En la nota original de Mark Shields de 2013 se afirmaba que
desde 1968, “más estadounidenses murieron por disparos de armas de fuego que
todos los que cayeron en las guerras de la historia del país”. Shields utilizó
el año 1968 porque entonces era candidato presidencial Robert F. Kennedy, quien
fue asesinado por el pistolero Sirhan Sirhan.
Así, PolitiFact realiza una nueva estadística en la que
registran los muertos de la guerra de independencia, la de 1812 y hasta la de
Irak –incluyendo escaramuzas en Líbano, Granada o Haití– y llegan a la cifra de
1.396.733 víctimas fatales. En la columna de los muertos por disparos de armas
de fuego, desde 1968 hasta 2015, la cifra es superior: 1.516.863.
Estados Unidos tiene leyes federales de control o regulación
de armas de fuego, pero también leyes estatales (o provinciales) que, según
los estados, suelen tener mucho más peso que las nacionales. Cada estado es
libre de exigir a sus habitantes licencias de compra y tenencia privada de
armas (que varían según el tipo de arma), así como de mantener un registro de
transacciones que permita limitar la circulación ilegal de armas. Así, el estado
de Colorado permite la portación de armas cortas a la vista excepto en la
ciudad de Denver. Pero otros estados, como Wisconsin, permiten también la
portación a la vista de armas largas, muchas veces sin tener que exhibir permiso
ni licencia. En abril del año pasado la secundaria californiana Kingsburg
aprobó el permiso de portación oculta de armas dentro de sus campus educativos,
donde cinco de los trabajadores del centro en cuestión podrán portar armas de
fuego con el propósito de proteger a sus más de 1.200 estudiantes, así como al
resto del personal trabajador, en caso de presentarse una situación de tiroteo.
Estados Unidos es uno de los pocos países industrializados
en los que la propiedad legal de armas es generalizada. La segunda de las diez
enmiendas de la Carta de los Derechos o
Bill of Rights, lo contempla y reza lo siguiente: “Siendo necesaria una milicia
bien ordenada para la seguridad de un Estado libre, no se violará el derecho
del pueblo a poseer y portar armas”.
En el último informe de PolitiFact –que, desde luego, no
incluye las muertes provocadas el domingo pasado Las Vegas– actualizan las
cifras con un estudio exhaustivo de las muertes relacionadas con la guerra
publicado por el Servicio de Investigación del Congreso el 26 de febrero de
2010, y lo complementaron con datos de muertes actualizadas en Irak y
Afganistán usando el sitio web Icasualties.org. En lo posible, utilizaron la
definición más amplia de “muerte”, es decir, todas las muertes relacionadas con
la guerra, no sólo las que ocurrieron en combate.
También, a diferencia de informes anteriores, revisaron al
alza del número de muertes en la Guerra Civil. Las cifras varían de 525 mil muertos
de la Unión y Confederados, a 750 mil que un estudio posterior que incluyó
decesos por enfermedad. Aunque, señalan, la enfermedad en una era de medicina
relativamente primitiva era tan difundida que no está claro qué parte de la
enfermedad mortal durante ese período fue realmente un resultado de la guerra. Sin
embargo, a riesgo de equivocarse asumieron la estimación más alta y utilizaron
la cifra de 750.000 para la estadística. En resumen: muertos en la guerra
Revolucionaria (1775): 4.435; guerra de 1812: 2.260; guerra de México: 13.283;
Guerra Civil: 750.000; anglo-española: 2.446; Primera Guerra: 116.516; Segunda
Guerra: 405.399; Corea: 36.574; Vietnam: 58.220; Golfo Pérsico: 383; Afganistán:
2.363; Irak: 4.492; otras guerras (incluidas Líbano, Granada, Panamá, Somalia y
Haití): 362. Total: 1.396.733.
Las muertes por disparos de armas de fuego en territorio
estadounidense desde 1968 incluyen estadísticas del Centros para el Control y
la Prevención de Enfermedades (CDC en inglés) y suman, por períodos: 1968 a
1980, 377.000; 1981 a 1998: 620.525; 1999 a 2013: 464.033; 2014: 33.183; 2015: 22.122.
Total: 1.516.863.
En total, 120.130 muertes más por armas de fuego en el
territorio que muertes en guerra –cerca de 9 por ciento más, o casi cuatro años
típicos de muertes por armas. Y eso con la generosa estimación académica de
muertes en la Guerra Civil, el mayor componente de las muertes de guerra en
Estados Unidos.
Estas cifras se refieren a todas las muertes relacionadas
con disparos, no sólo a los homicidios. De hecho, los homicidios representan
una minoría de muertes por armas de fuego, los suicidios constituyen la mayor
parte. En 2013, según datos del CDC, el 63 por ciento de las muertes
relacionadas con armas de fuego fueron por suicidios, 33 por ciento por
homicidios y aproximadamente 1 por ciento por accidentes, intervenciones
legales y causas indeterminadas.
Hay un riesgo en el uso de una estadística como
esta para condenar homicidios en masa llevados a cabo con armas de fuego, ya
que las cifras por suicidios superan en todo el período al de los asesinatos
masivos. En su columna del New York Times, Kristof se refirió específicamente
al impacto que las leyes de armas más estrictas pueden tener sobre los
suicidios con armas de fuego. Escribió que en 1996, después de un tiroteo en
masa en Australia, los legisladores reforzaron las leyes de armas: “La tasa de
suicidios con armas de fuego se redujo a la mitad en ese país durante los
próximos siete años, y la tasa de homicidios con armas de fuego casi se redujo
a la mitad”.
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