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martes, 10 de abril de 2018

alien

Durante casi veinte años se dedicó a viajar. Para los que lo tratábamos de cerca, en el trabajo, en reuniones de amigos, su charla fue siempre la del colega cercano, el compañero con el que se intercambiaban comentarios y opiniones que iban desde libros hasta coberturas periodísticas cercanas. Pablo Bilsky nunca necesitó hablar de sus viajes para transmitir conocimientos ni experiencia. Allá estaban, los viajes, así como se tiene una biblioteca o una colección de discos, se tiene un pasaporte lleno de sellos.
Hace tres años, cuando publicó su primer libro, Herodes, que transcurre en una Rosario onírica, asolada por una guerra que trae los fantasmas de la historia reciente y lejana, era obvio para sus lectores que la principal operación de la literatura de Bilsky era el lenguaje o, mejor, ese extrañamiento que se produce cuando se fuerzan las palabras, cuando las palabras son expelidas por un paisaje que se volvió ajeno. “Crónicas”, ese libro de hace tres años se presentaba como crónicas: a falta de un género para esa experiencia orgiástica de lenguaje y extranjería, en la que un linyera que se travestía aparecía muerto en Granadero Baigorria y los vecinos le atribuían haber combatido en Malvinas, Herodes se presentaba como una crónica. Y lo era, una crónica de la sinrazón histórica.
En China (Baltasara Editora, Rosario, 2018), que se presenta este jueves a las 19 en Facultad Libre Rosario (9 de Julio 1122), Bilsky ensaya también unas crónicas, la de sus viajes por varios continentes, de La Habana a Nueva York, de Liverpool a Jerusalén, de la Atenas de los disturbios contra el ajuste a la Varsovia contemporánea, ultraderechista y xenófoba. Sólo que estas crónicas, a diferencia de la anterior, ya no son sobre la sinrazón histórica sino, acaso, para decirlo con una cita oscura y reconocible, crónicas sobre los sueños de la razón que producen monstruos.
Imagen de Franco Trovato Fuoco

La visita al museo de la Esclavitud en Liverpool, al que se puede llegar por el callejón del Penique (el “Penny Lane” de la canción de los Beatles); la nieve sobre Ámsterdam, donde Bilsky recoge la historia financiera y esclavista de la ciudad; el fuego que consume libros y luego consumirá seres humanos en una ciudad del centro de Europa: en muchas de las crónicas el autor se arma de un objeto, lo personifica, crea una prosopopeya; los elementos no hablan, pero dan forma y hacen reconocible esa “cadena de asombros” que Bilsky despliega en sus crónicas, donde accedemos a un rincón de una ciudad extranjera mientras nos volvemos también extranjeros, como lectores, con la mención de lugares, carteles y señales a veces impronunciables.
En “Enfurecida ignorancia”, el texto que abre el libro y sirve de prólogo, Bilsky describe ese rol de cronista que asume en estas crónicas en las que recoge viajes, escenas y recorridos que van desde 2005 hasta agosto del año pasado. “(El cronista) sí tiene una decisión, personal e histórica, en algún sentido patológica, de enfrentarse con lo indecible, con el asombro, con el fracaso”, escribe. Y también: “Escribir lo que no se entiende. Y escribir por eso”.
En esta conversación Pablo Bilsky habla de la trastienda de esas crónicas, desde su percepción de los viajeros hasta las sensaciones de ser extranjero y, sobre todo, extranjero de su propia lengua.
Ámsterdam, imagen de P.B.

—¿Se puede zafar de ser un turista?
—Viste que están esos que dicen “Yo soy viajero, no soy turista”. Y para el otro, para el que es del lugar, el que llega es turista, no ven las diferencias. Y me da un poco de risa. Porque ¿el viajero qué sería? Te dice: “No, yo me mezclo con la gente del lugar, viajo en transporte público”. Está bien, entiendo, hay formas y formas de viajar, y es cierto que hay formas de turismo que son brutales. Partiendo de la base de que el turismo es una forma de consumo en el que el lugar pasa a ser la mercancía y, si bien todos consumimos, no todos somos consumistas. Hay maneras de consumir. Uno a veces quiere zafar de eso, pero por el hecho de ser extranjero el tipo del lugar te ve como turista, y en cada vez más países no con buenos ojos. Lo que traté también de mostrar en el libro es que hay una mirada despectiva y casi xenófoba no sólo para los refugiados sino también para el turista.
—¿Eso sucede en Europa?
—Sobre todo en Europa. Y en el transcurso de los años lo he visto como un cambio que se produjo que puede tener que ver, por ejemplo en Holanda, con los gobiernos de derecha: los tipos están cansados del turismo narcótico –en Holanda va todo el mundo a fumar de todo. También hay que estar. El tipo que vive ahí ve cómo se llenan las calles de gente, entre quienes hay también esas formas brutales de turismo. Antes eran los japoneses y ahora son los chinos, cosa que la corrección política no te permite enunciar. Y es imposible zafar de ser turista, primero por esta cosa de consumo que hay en todo viaje. Después, ante los ojos del otro somos todos iguales, no corren esas diferencias del turista, el viajero. Y también el grado de frivolidad, consumismo e ignorancia y cierta inocencia que veo contenido en el término turista es hasta cierto punto ineludible. Es un buen intento el de ser un viajero y no caer en esas formas brutales de consumismo. No olvidemos que el viaje fue también una forma de conquista, y sigue siéndolo: el viaje de conquista capitalista del lugar. Por ejemplo, en todos los lugares, y sobre todo en este último viaje a países escandinavos, hay muchos letreros pidiéndole  a la gente que no destruya el lugar, la naturaleza, porque ese es un problema grave: la depredación del turismo. Carteles que dicen: “Puede hacer lo que quiera siempre y cuando no destruya la naturaleza”, cosas básicas. Ese ánimo de depredación que tiene cierto turismo: ir a Grecia y traerse un pedazo de Partenón. Pero imaginate, una gran ciudad de un país capitalista hoy en día es también como un gran mercado, ¿quién puede tener la capacidad de decir “No soy turista en Nueva York o en Londres”? Es como decir que uno no es consumista en el capitalismo. Podés no serlo en un grado patológico, pero de algún modo todos estamos en el sistema. Pero quién puede ser tan omnipotente para decir, como decía (José) Martí, “en las entrañas del monstruo”, “Yo zafo de las leyes del mercado capitalista en Nueva York, solito, encima”. Si uno está solo en Berlín, Londres, París, en grandes maquinarias del capitalismo ¿quién sos para zafar de eso? En algún punto te va a tragar y vas a trabajar al ritmo de la música que te pone esa gran ciudad que no deja de ser un gran mercado.

—Y como decís, las ciudades son grandes mecanismos también.
—Grandes mecanismos de dominación para los que uno es muy pequeño. Esa es la gracia: sentirte pequeñito en las entrañas de ese monstruo en el que uno se mueve con una libertad relativa.
—Tus acotaciones en las crónicas, las citas de escritores de las ciudades que visita el cronista, acompañan de algún modo al lector, como si el viaje ya estuviese ahí, en esa cita. ¿Te parece que hay algo así en la construcción de esas crónicas, que las lecturas son parte importante del paisaje?
—Claro, son hechos de lenguaje. El que escribe no es del todo consciente en el momento que escribe y debe esperar que un buen lector lo perciba y lo diga. Pero todas las cosas, de alguna manera, son convertidas en hechos de lenguaje, más que ciudades o paisajes. Uso una cita de Paul Celan para hablar de Varsovia porque de ahí me vine con muy pocos apuntes –en cada viaje Bilsky llena libretas y cuadernos de apuntes que usa como material para escribir sus crónicas–, lo cual es como un fracaso, porque en otros lugares sobraban los apuntes. De Varsovia me vine con muy poco. Lo que vi del lugar me conmovió de tal manera que me llevó a un estado como de mutismo. Y los pocos apuntes que hice son como unos versos. El camino, visto ahora, es como bastante obvio: recurrir a la poesía, rever a Paul Celan, que además tiene que ver con el Holocausto –la crónica repasa los lugares de Varsovia donde los judíos dieron pelea a la matanza nazi o transitaron hacia su ejecución en campos de exterminio, desde el gueto hasta las estaciones que conducían a Treblinka–. Lo obvio: la poesía para decir lo indecible, y así. Pero en el momento sentí como una impotencia total en esa ciudad cruzada por distintas angustias y hechos tremendos de distintas épocas, y encima mis antepasados vinieron de ese país, pero a la vez me sentí más extranjero que en ningún otro lugar, y sentí también esa hostilidad. Extranjero porque uno no conoce la lengua. Eso de que “la patria es la lengua” es tan obvio como cierto. Me sentí muy extranjero y deprimido para dar cuenta de eso. Me vine con nada. Y encima esa opresión de estar en un medio hostil, que era la otredad absoluta, y prendo la televisión y había una telenovela con Natalia Oreiro, hecha en Argentina. Es terrible, es una burla.
—¿Estaba doblada al polaco?
—Estaba doblada. Tuve un episodio con la conserje del hotel, llego a la habitación y estaba Natalia Oreiro en la televisión. ¿Cómo es eso de la globalización? Soy extranjero y me tengo que comer la mierda de los dos lados, por ser de afuera y, encima, me trago la propia en la pantalla de la televisión. Y así salió una crónica que tiene versos. Porque cada texto fue construido de una manera diferente.
—La crónica sobre los disturbios en Atenas contra el ajuste del FMI es ejemplar, ese aire de antigua batalla entre griegos y brutos germanos, la descripción del ahogo que provocan los gases lacrimógenos, la aclaración de que los escudos policiales llevan la palabra policía en inglés y griego y ese final con los titulares de los principales diarios.
—En Grecia no podía respirar por los gases que había tirado la policía contra la multitud. Y después, al día siguiente, cuando el Parlamento aprueba el ajuste, leo en los diarios: “Respiran los mercados”. Es algo impresionante, durante varios meses sentí los efectos de los gases. Las crónicas tienen varios principios de construcción y ahí, más allá de los disturbios, es como si hubiese vivido mi mambo de que yo estaba peleando con los hoplitas (soldados de la antigua grecia), mi fantasía de participar de una batalla griega, era griegos contra germánicos, eso estaba en juego. Y realmente los griegos lo vivían así, era un mambo consentido por la gente que estaba peleando allí, no es que me haya tocado hablar con un intelectual, realmente lo vivían así: “Estos alemanes –decían–, vivían en chozas cuando nosotros ya teníamos el Partenón, y lo señalaban. Y también: “Todavía nos deben lo de la Segunda Guerra mundial”. Lo vivían con esa perspectiva histórica.
China, el título del libro, funciona como aquél personaje de un western de Anthony Mann que interpretaba Walter Brennan: se llamaba California, porque el deseo de toda su vida había sido llegar a la costa del Pacífico. China, en este libro, es eso, el deseo de alcanzar un lugar que parece alejarse cuando se intenta alcanzarlo.

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