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jueves, 10 de mayo de 2018

el paradigma perdido

para La Capital

La serie Lost, aquella que sedujo a una gigantesca audiencia por su relato –por sus formas, antes que por una trama que en la temporada cuatro ya resultaba inentendible–, fue convirtiéndose en una suerte de paradigma, de modelo no sólo de desarrollo de la trama, la intriga y los personajes, sino de la percepción misma de la realidad que nos enseña la ficción (para el lector curioso, eso se llama “diégesis”). El 23 de mayo próximo se cumplirán 8 años de la emisión del último episodio de Lost.
Dos series en curso hoy en día –de otras tantas que podrían citarse– abrevan en el paradigma Lost: un fin de mundo (la caída del avión en la isla es el fin del mundo que esos pasajeros habían conocido, quienes deben construir uno nuevo en un ambiente hostil y desconocido que ya trae una historia), el grado cero de una comunidad y el anhelo de salvación (este último término puede leerse con todos sus ecos religiosos). Lost también desplegó a su modo las utopías del mundo pasado: los hippies tecnologizados de la Iniciativa Dharma, la paranoia conspirativa de los Otros, el poder especulativo de los de afuera, la guerra y, sobre todo, la guerra entre hermanos con nombres bíblicos (Jacob y Esaú). Como si la serie recorriera las posibilidades de las “formas de vida” de la historia.
Una es The 100, cuya quinta temporada lleva ya tres episodios emitidos. Producida por la cadena estadounidense The CW, que confirmó hace cinco días una sexta tanda en 2019, en España se distribuye a través de SyFy; hoy sus cuatro primeras temporadas están disponibles en Netflix. Si bien no se anunció dónde se emitirá la quinta en Argentina, en caso de que alguien quiera verla vía un canal tradicional, en internet abundan sitios seguros para descargar los episodios o verla online.
La otra, Colony, fue craneada por uno de los creadores de Lost, Carlton Cuse, y protagonizada por Josh Holloway (Sawyer en la isla perdida): la tercera temporada comenzó a emitirse hace dos semanas y las dos primeras, que cuentan entre sus directores y productores al otrora desvelado realizador argentino Juan José Campanella, también están subidas a Netflix.

Un género analógico


La ciencia ficción presente en las dos series es de un modelo analógico: una hecatombe nuclear en The 100 dejó varados a los sobrevivientes de la humanidad en una estación espacial y, luego de 97 años, deciden purgar a 100 jóvenes enviándolos a la superficie terrestre, a la que aún creen contaminada y devastada. Una vez aquí abajo, mientras sus padres los observan desde el cielo –sí, sí, tampoco es gratuita la metáfora religiosa– los muchachos se encuentran con que la Tierra no estaba vacía.

En Colony, la ciudad de Los Ángeles está dividida por una muralla inconmensurable y la sociedad es controlada por colaboracionistas de un invasor invisible y poderoso, con drones letales y naves que parecen provenientes de una galaxia muy, muy lejana. El personaje de Holloway trabaja para una especie de Homeland Security cuya principal misión es detectar focos de resistencia; ignora, durante gran parte de la primera temporada, que su esposa (Sarah Wayne Callies, The Walking Dead) es miembro de esa resistencia.
Lo que las dos series proponen es un ensayo político: como ya nos enseñaron que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo“ –que es el tema de estas ficciones en las que todo debe empezar de cero–, Colony explora el colaboracionismo, la violencia y los lazos sociales y familiares contaminados por la opresión colonizadora y “The 100”, todas las posibilidades de la organización política, pero con un condimento picante que pocas ficciones se atrevieron a mostrar con crudeza: en el origen de cada una de estas etapas de organización política hay, como en los grandes mitos, violencia homicida y engaños, incluso de parte de las heroínas más deseadas. Porque hay que agregar esto: mientras los hombres sufren y salen a matar y matarse por pequeñas deudas personales, son las mujeres las que llevan adelante en The 100 las grandes tareas.

Golosina pop 

No hay que dejarse engañar por las apariencias. En The 100, un apocalipsis nuclear hizo que los muchachos crecieran esbeltos y bien parecidos y las mujeres se desarrollaran bellas y enérgicas, unas amazonas post-adolescentes, hostiles, capaces de blandir sus dagas, sus espadas y sus argumentos. ¿Por qué una serie cuyas actuaciones no superan en ocasiones a la de Juana Viale en Edha merece un comentario? (Bueno, Viale tampoco está tan mal, no es peor que la serie misma.) The 100 se nos ofrece como una golosina pop, con un envoltorio brillante, un caramelo apetecible y el destello de un mundo que refulge en ese combo, con muchos más interrogantes e ironías que respuestas. Las discusiones en los foros de Reddit acerca de la serie varían según la formación del forista: unos dicen que se trata de la historia de Israel, otros, de la de Estados Unidos e, incluso, de la conquista de América. No ignoran las analogías magistrales de la serie: los 100 jóvenes que descienden al nuevo mundo descubren, también, el amor (en la estación espacial estaba restringido el apareamiento y la reproducción por elementales motivos de espacio). Cuando, en la segunda temporada, los padres también logran bajar del cielo, descienden con ellos los vicios de los viejos dioses.
En esa segunda temporada decisiva, mientras los padres de los 100 bajan a la Tierra, nos enteramos de que la vieja aristocracia terrestre (o estadounidense, es lo mismo) sobrevive en el interior de una montaña y guarda –como en el museo de Los niños del hombre, film en el que alguien, que cuidaba celosamente el patrimonio británico, se preguntaba qué sentido tenía el arte si no había nuevas generaciones para apreciarlo– obras de la pintura que ofrece a Clarke –protagonista principal de la serie– para un goce que ella ignora. Lo que representa el arte en un mundo arrasado es pura nostalgia, un néctar amargo que sólo puede ser leído en relación a lo que ya no existe y, para los recién llegados, destinados a fundar una nueva lengua, una nueva alianza en el mundo nuevo, algo que es sólo una cáscara vacía.
Además de las alegorías políticas que suelen hallar los comentaristas de la serie (ataques preventivos, fortalecimiento de políticas fascistas a partir de infundir miedo a los extraños, etcétera) The 100 explora el modo en que los líderes manipulan información para persuadir a sus seguidores, lo que recuerda, en ese futuro metafórico, las operaciones de la posverdad y las noticias falsas. En todo momento, como espectadores, nos vemos compelidos a evaluar la legitimidad del poder de los líderes y el origen de la injusticia que anida en sus decisiones. Esto, en los claustros occidentales, se llama teología política.

Territorio ocupado

En Colony, nadie es del todo bueno o malo; el protagonista principal, Will (Holloway), se pasó dos temporadas en un trabajo al que la resistencia tilda de traidor de su especie, el grupo que debería ser la voz del idealismo y la rectitud. Pero también vemos que la Resistencia está tan llena de manipuladores traicioneros como cualquier autoridad. “Pocas series son tan inteligentes en la actualidad al mostrar las formas en que las personas –escribe Alex McLevy en AVClub.com– se aferrarán obstinadamente al poder, incluso cuando saben que su miopía hace a largo plazo mucho más daño a la causa. Si vivís en una sociedad capitalista, ya tenés algo de experiencia con esto”.
La primera temporada de Colony explora el costo psicológico de la colaboración. La segunda, el costo de la violencia y la vida en una zona de guerra. La tercera temporada, hasta donde pudimos ver, ensaya las posibilidades de formar una comunidad entre personas oprimidas y entre grupos infectados por la ideología militarista que impulsa la resistencia, lo que en Argentina y cada vez en más países conocemos como la grieta.
La presencia de los alienígenas, sus propósitos y su crueldad es siempre mostrada a medias. Como en El Eternauta –y ya hubo series, como la fallida Fallen Skies, que abrevaron literalmente en la historieta de Héctor Oesterheld–, asistimos al avance de los efectos de la invasión, pero nunca sabemos en manos de quién.
El paradigma Lost está presente no sólo en ese despliegue melancólico de posibilidades políticas –melancólico porque parte de un mundo perdido, derrotado–, sino también en el modo en que percibimos a esos personajes a quienes los acontecimientos les imprimen una nueva historia. A diferencia de los clásicos, definidos por una historia, una pertenencia o una acción, cada encrucijada deja la identidad de los protagonistas de The 100 y Colony en suspenso. En ese suspenso fulgura también la política de estos tiempos.

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