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domingo, 26 de abril de 2020

mis tres epidemias

Acaso porque la primera vez que viví una cuarentena tenía 9 años, las epidemias me traen algo de la infancia o, al menos, evocan algo del modo en que los niños ven ese mundo en suspenso. 
En noviembre de 1972 comenzaron a multiplicarse los casos de meningitis en Paysandú, Uruguay, donde nací. Los principales afectados eran los niños –los enfermos rozaron los 300 casos, que colmaron las salas de pediatría y maternidad del hospital; el único muerto fue un bebé de 1 año en diciembre de ese año, cuando estaban ya relajándose los controles. 
Vidrios rotos
Estábamos en clase, una media mañana de noviembre, en el entonces edificio anexo de la Escuela 8 (en Treinta y tres Orientales entre Uruguay y Charrúas), cuando nos dijeron que podíamos irnos, que no habría más clases, posiblemente, en lo que quedaba del mes.
No recuerdo si lo habíamos convenido o no, pero me fui a la casa de mi amigo Néstor, en una planta alta sobre calle Leandro Gómez. Estábamos felices de no tener más clases. Nos encontramos con que el restaurante Artemio, que había funcionado en un local debajo de su casa, se había mudado y podía entrarse por la puerta de entrada. Nos metimos, revisamos cada rincón e hicimos un destrozo de vidrios del que tardamos en darnos cuenta. En un momento, uno de los dos se detuvo a presenciar el desastre y salimos corriendo.

Paysandú no tardó en ser cercada, incluso fuerzas militares impedían el ingreso y la salida de la ciudad. El Hospital Escuela del Litoral centralizó todas las consultas. La meningitis requería camas con suero y penicilina, además del tratamiento con sulfamidas. Los niños no paraban de enfermarse, incluso mi hermana cayó enferma y cuando mi madre la llevó hasta el hospital para la consulta, quedaron las dos internadas. Mi padre iba dos veces al día, atravesaba un cordón policial y, a través de la reja que separaba el hospital de la vereda, le pasaba a mi madre comida y ropa.
La única diversión puertas adentro en esos días eran los libros enciclopédicos que vendía mi madre y Canal 3, el canal de Paysandú, donde se organizaron jornadas solidarias y las maestras daban clases para los niños que debían quedarse en cuarentena.
Es imprecisa mi memoria de esos días, pero me recuerdo fabricando una suerte de muñeco en tamaño real, con papel de diario, para mi hermana, que no tenía ni cinco años cuando se enfermó. Y recuerdo también esa suspensión del mundo, la lejanía de mi madre, allá en el hospital, el extraño orden de la casa y mi extenso dominio del patio. 
Con la epidemia –y es esto lo que más recuerdo– llegó, sí, el peligro de enfermar pero, sobre todo, la precaria condición del mundo cotidiano, que de repente podía cambiar sus reglas como sucedía a veces en los juegos.
Hace poco más de diez años consulté por correo electrónico a Rubens Stagno, un sanducero que dirige la Red Patrimonio Paysandú, por información sobre ese brote. Él puso el mensaje en la red y muchísimas personas respondieron con sus recuerdos de esos días.
Entre esos mensajes me sorprendió el de María Elia Topolansky, hermana de Lucía, ex vicepresidenta de Uruguay en el último período del Frente Amplio y esposa de José Mujica –los tres miembros de Tupamaros. 
Los recuerdos de María Elia son posteriores a su fuga de La Estrella, en 1971, y estaba presa en Paysandú cuando surgió el brote de meningitis.
Escribe en esa cadena de recuerdos: “Es cierto, fue finales de octubre y noviembre del 72. Yo estaba presa en los galpones del Puerto y estaban por trasladar a un grupo de compañeros varones al penal de Libertad. No lo pudieron hacer por el cerco sanitario. El Yuyo Ferreira, que era uno de los presos y que es pediatra, pidió para atender en esa emergencia y lo sacaban en jeep con custodia todos los días. Y a nosotros por estar todos juntos nos dieron sulfas preventivamente. Duró, creo recordar, hasta mediados de diciembre. Para Navidad ya no había cerco y en enero del 73 trasladaron a los compañeros (a las mujeres en febrero).”
La epidemia, causada por el meningococo, todavía mantiene una intriga: los científicos quisieron determinar si el origen era viral o bacteriano. Al estudiar el líquido raquídeo de los pacientes analizados, notaron que era turbio y podían ver mediante el microscopio las bacterias, pero no podían cultivarlas, lo que volvía muy extraño el origen de la enfermedad. Hubo incluso una comisión de médicos estadounidenses que llegaron a través de la Organización Panamericana de la Salud a indagar sobre la epidemia. Sin embargo, el estudio que se comprometieron a entregar a las autoridades del Ministerio de Salud uruguayo, en el que afirmaban que el origen era viral, nunca fue entregado. Esto, sumado a lo súbito y localizado del brote que se logró contener en Paysandú y un pueblo cercano, Young, activaron en la mente de mi madre –formada en la tradición de la izquierda uruguaya de entonces– la idea de que la ciudad había sido el escenario de alguna forma de prueba de guerra bacteriológica a la que no podía ser ajeno el Pentágono, la CIA y todos los organismos que tendrían un rol preponderante el 11 de septiembre del año siguiente en Santiago de Chile. Comprobé luego que mi madre no era la única entre los de su generación en sostenerse en esa paranoia.  
Recorridos urbanos
Treinta y siete años más tarde, en Rosario, la epidemia de gripe H1N1, o gripe A, me hallaría con mis hijos más o menos chicos. Mi hija, que cursaba el último año de la primaria y mi hijo, con tres años.
Mucho menos restrictiva que la cuarentena actual, fueron días de felicidad y encuentro con les niñes.
Había dejado el trabajo en un diario al que le entregué diez años intensos. Me había ido sin un centavo, después de escuchar a uno de sus caciques darme una perorata que no entendí entonces ni me importa entender ahora. Me fui sin siquiera cobrar el sueldo de ese mes ni los sueldos, aguinaldos y vacaciones adeudadas durante varios meses. Pero de alguna manera estaba tranquilo, resentido, pero en calma: ya no tenía que continuar esa convivencia concentracionaria que sobreviene cada vez que los patrones se retiran de escena y dejan el lugar librado a los instintos predatorios del grupo.
En esos días la Editorial Municipal había sacado su colección naranja –que reunía crónicas de Rosario y su “zona”– y su primer libro era La vivienda del trabajador, de DG Helder, en el que relevaba de algún modo las viviendas que el banco Municipal levantó para sus trabajadores en la década del 20-30 en la ciudad.
Me pareció que la cercanía del secundario iba a cerrar una etapa en la relación con mi hija, así que le propuse salir a caminar durante las mañanas. Nos poníamos un destino: el barrio de viviendas de trabajadores de la zona donde comienza bulevar Rondeau, donde se cruzan República Siria y República del Líbano; las casas de Mendoza y Felipe Moré o las de la cortada Monroe. Con Vicente íbamos con una pelota a los parques y una vez nos fuimos en auto a conocer el insólito Pasaje Santafesino, un bulevar de tres cuadras entre Virasoro y Gaboto, en zona sur, o la calle Independencia, junto a la zanja del ferrocarril paralela a 27 de Febrero, donde vive un amigo al que saludamos desde el auto.
Mi hijo y mi esposa se enfermaron casi al final de la epidemia. El pediatra lo revisó y lo envió a casa sin hacer muchos comentarios y, meses más tarde, le confesó a mi esposa que efectivamente había tenido gripe A, pero que prefirió no alarmarla dándole ese nombre: “Todas las gripes de ese año fueron gripe A”, dijo.

Esa epidemia me sorprendió con tiempo libre y en compañía de niños, preocupado por trazar itinerarios para recorrer una ciudad de juguete: unas imágenes y una historia que debíamos reconstruir, como si rehiciéramos una vida inventada, para la que debíamos crear una intimidad desconocida en esos paisajes urbanos que habíamos visto por la ventanilla del auto o el colectivo y ahora mirábamos por primera vez. La dimensión infantil de la aventura: encontrarse en el interior de una casa abandonada y fabular allí adentro un mundo que se había desvanecido afuera.
Trompetas en el cielo
La pandemia del nuevo coronavirus me encuentra de nuevo con les hijes, no sólo más grandes, ocupados en sus cosas –mi hija, de hecho, trabaja en un hospital sobre el que cuenta cosas maravillosas: sobre el hospital en sí y sobre el cotidiano de las personas que trabajan y se atienden allí, “El hospital me ayuda a poner los pies en la tierra, a darme cuenta de que el mundo sigue girando”, dijo hace poco en una nota que hizo Fernanda Blasco para Rosario3–, ya en la suya.
Mi hijo, que todos los días se conecta vía Discord con sus amigos de San Nicolás y Rosario para jugar online, trajo ayer al almuerzo una conversación que había tenido con Jano –que pasa la cuarentena en un séptimo piso, frente a la nicoleña plaza Mitre–: dijo que algo catastrófico se avecinaba, que se escuchaban ya las trompetas en el cielo y lo próximo serían los cuatro jinetes, y que había angustia en las palabras de Jano y que era el apocalipsis.
El asunto me llevó a explicarle qué era históricamente el libro del Apocalipsis, quién había sido Juan, quiénes escribieron los textos del Nuevo Testamento y qué cifraban sus imágenes, escritas en una época de persecución y clandestinidad, una época en que los cristianos se iniciaban en catacumbas, por eso eran catecúmenos, de donde proviene el término catequesis.
Hablamos del fin del mundo y de los muchos fines de mundo que habían sucedido en la historia.
Hablamos de la necesidad bíblica, incluso, de hacer una genealogía de cada momento histórico. Así como el Antiguo Testamento es un anuncio de la llegada de Cristo, también los días que vivimos fueron cifrados en un relato anterior. Mi hijo, que tiene hoy en suspenso su ingreso al secundario, encuentra de algún modo esa cifra en esas trompetas siniestras que su amigo Jano dice haber escuchado en el cielo.
Yo, que permanezco insomne por las noches durante la cuarentena, escucho en su terror lúdico y de niño el eco de un terror que las noticias y las imágenes hacen cercano: estar al final solo, lejos y privado de ese fantástico miedo infantil. 
Al fin, el camino de la Cruz, la antigua doctrina judía de la Historia como camino de redención, cede al camino circular, al loop de fábulas incesantes y lúgubres con el que cerramos los ojos en la cuarentena. Como dijo el poeta: “Morimos como nacemos, solos”.

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