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lunes, 28 de septiembre de 2020

covid-19: la oportunidad de hacer un capitalismo diferente

Por primera vez en una generación, el gobierno lleva ventaja. Debe aprovechar el momento

Mariana Mazzucato* | The Guardian

El mundo está en estado crítico. La pandemia de covid-19 se extiende rápidamente por todos los países, con una escala y una gravedad que no se veían desde la devastadora gripe española en 1918. A menos que se tomen medidas globales coordinadas para contenerla, el contagio también se convertirá pronto en económico y financiero.

La magnitud de la crisis requiere que los gobiernos intervengan. Y eso hacen. Los estados están inyectando estímulos a la economía mientras intentan desesperadamente frenar la propagación de la enfermedad, proteger a las poblaciones vulnerables y ayudar a crear nuevas terapias y vacunas. La escala y la intensidad de estas intervenciones recuerdan a un conflicto militar: esta es una guerra contra la propagación del virus y el colapso económico.

Y sin embargo hay un problema. La intervención necesaria requiere un encuadre muy diferente al que han elegido los gobiernos. Desde la década de 1980, se les dijo a los gobiernos que se sienten en la hilera del fondo y dejen que las empresas dirijan y creen riqueza, interviniendo solo con el propósito de solucionar los problemas cuando surjan. El resultado es que los gobiernos no siempre están debidamente preparados y equipados para hacer frente a crisis como la del Covid-19 o la emergencia climática. Suponiendo que los gobiernos tienen que esperar hasta que se produzca un gran impacto sistémico antes de decidirse a tomar medidas, no se hacen suficientes preparativos a lo largo del camino.

En el proceso, las instituciones críticas que brindan servicios y bienes públicos de manera más amplia, como el NHS en el Reino Unido (National Health Service: Servicio Nacional de Salud), donde se han producido recortes en la salud pública por un total de mil millones de libras desde 2015, quedan debilitadas.

El papel prominente de las empresas en la vida pública también ha llevado a una pérdida de confianza en lo que el gobierno puede lograr por sí solo, lo que a su vez ha dado lugar a muchas alianzas público-privadas problemáticas, que priorizan los intereses de las empresas sobre el bien público. Por ejemplo, está bien documentado que las asociaciones público-privadas en investigación y desarrollo a menudo favorecen los "éxitos de taquilla" a expensas de medicamentos menos atractivos comercialmente que son de una enorme importancia para la salud pública, incluidos antibióticos y vacunas para una serie de enfermedades con potencial de brote.

Por encima de esto, falta una red de seguridad y protección para los trabajadores en sociedades con una creciente desigualdad, especialmente para aquellos que trabajan en la economía informal y sin protección social.

Pero ahora tenemos la oportunidad de usar esta crisis como una forma de entender cómo hacer capitalismo de manera diferente. Esto requiere repensar para qué sirven los gobiernos: en lugar de simplemente arreglar las fallas del mercado cuando surgen, deben avanzar hacia la conformación y creación activa de mercados que generen un crecimiento sostenible e inclusivo. También deben asegurarse de que las asociaciones con empresas que involucren fondos gubernamentales estén impulsadas por el interés público, no por las ganancias.

En primer lugar, los gobiernos deben invertir, y en algunos casos crear, instituciones que ayuden a prevenir las crisis y nos hagan más capaces de manejarlas cuando surjan. El presupuesto de emergencia del gobierno del Reino Unido de 12 mil millones de libras para el NHS es una medida bienvenida. Pero igualmente importante es centrarse en la inversión a largo plazo para fortalecer los sistemas de salud, revirtiendo las tendencias de los últimos años.

En segundo lugar, los gobiernos deben coordinar mejor las actividades de investigación y desarrollo, dirigiéndolas hacia los objetivos de salud pública. El descubrimiento de vacunas requerirá una coordinación internacional a una escala hercúlea, ejemplificada por el extraordinario trabajo de la Coalición para las Innovaciones en la Preparación ante Epidemias (Coalition for Epidemic Preparedness Innovations: CEPI).

Pero los gobiernos nacionales también tienen una gran responsabilidad en la reforumlación de los mercados al dirigir las innovaciones hacia la resolución los objetivos públicos, de la misma manera que lo han hecho organizaciones públicas ambiciosas como la Agencia de Proyectos de Investigación Avanzada de Defensa (Darpa) en los EEUU, que financió lo que se convirtió en Internet cuando buscaba resolver el problema de la comunicación entre los satélites. Una iniciativa similar en el ámbito de la salud garantizaría que la financiación pública esté orientada a resolver los principales problemas de salud.

En tercer lugar, los gobiernos deben estructurar asociaciones público-privadas para asegurarse de que tanto los ciudadanos como la economía se beneficien. La salud es un sector que a nivel mundial recibe miles de millones del erario público: en Estados Unidos, el Instituto Nacional de Salud (NIH) invierte 40.000 millones de dólares al año. Desde el brote de Sars de 2002, los NIH han gastado 700 millones de dólares en investigación y desarrollo de coronavirus. La gran financiación pública que se destina a la innovación en salud significa que los gobiernos deben regir el proceso para garantizar que los precios sean justos, que no se abuse de las patentes, que se proteja el suministro de medicamentos y que las ganancias se reinviertan en innovación, en lugar de desviarlas a los accionistas.

Y que si se necesitan suministros de emergencia, como medicamentos, camas de hospital, mascarillas o ventiladores, las mismas empresas que se benefician de los subsidios públicos en los buenos tiempos no deben especular y cobrar de más en los malos. El acceso universal y asequible es esencial no solo a nivel nacional, sino a nivel internacional. Esto es especialmente crucial para las pandemias: no hay lugar para el pensamiento nacionalista, como el intento de Donald Trump de adquirir una licencia estadounidense exclusiva para la vacuna contra el coronavirus.

En cuarto lugar, es hora de aprender finalmente las duras lecciones de la crisis financiera mundial de 2008. A medida que las empresas, desde aerolíneas hasta minoristas, solicitan rescates y otros tipos de asistencia, es importante resistirse a entregar simplemente dinero. Se pueden establecer condiciones para garantizar que los rescates se estructuren de manera que transformen los sectores que están ahorrando para que se conviertan en parte de una nueva economía, una que se centre en la estrategia del nuevo acuerdo ecológico de reducir las emisiones de carbono y al mismo tiempo invertir en los trabajadores, y asegurarse de que puedan adaptarse a las nuevas tecnologías. Debe hacerse ahora, mientras el gobierno tiene la ventaja.

El Covid-19 es un evento superior que expone la falta de preparación y resistencia de una economía cada vez más globalizada e interconectada, y ciertamente no será el último. Pero podemos aprovechar este momento para traer una aproximación de las partes interesadas al centro del capitalismo. No dejemos que esta crisis se desperdicie.


* Mariana Mazzucato es profesora de economía en el University College London y autora de The Value of Everything

Nota bene: Se respetaron todos los hipervínculos de la edición original. Se agregó a la firma el vínculo de su página personal.

sábado, 12 de septiembre de 2020

la gran ilusión americana

Los Estados Unidos (que en esta traducción se escribe a veces como “América” –que siempre debería entre comillas–, según lo exige el texto original de la veterana escritora Robin Wright) se revelan hoy día en las noticias que llegan desde allá en torno a las desenfrenadas manifestaciones por la violencia policial, política y racial, como un país dividido. Este texto, que se publicó en The New Yorker hace más de una semana, señala lo que cualquier buen lector sabe, que nunca hubo unos “estados unidos”, sino una idea de nación atada con alambres, ya oxidados, que comienzan a deshacerse a medida que la guerra comercial con China escala hacia una guerra geopolítica que difícilmente pueda ganar Estados Unidos –lo que no significa tormentos y pesares menores en lo que nos toca. La crisis actual, de todos modos, puede también desembocar en una reinvención del actual imperio, que ya en el siglo XIX se erigió como modelo “democrático” (más comillas necesarias) y republicano de la modernidad occidental y posmonárquica.

por Robin Wright | The New Yorker

 

Hay la sensación de que Estados Unidos se está desmoronando. No se debe solo a una temporada electoral tóxica, a una crisis nacional en torno al racismo, el desempleo y el hambre en la tierra de las oportunidades, o a la pandemia, que mata a decenas de miles cada mes. Los cimientos de nuestra nación tienen grietas cada vez más profundas, posiblemente demasiadas para repararlas en el corto plazo o, quizás, nunca. Las idea y la imagen de Estados Unidos enfrentan desafíos existenciales –algunos con razón, otros sin– que ya no son sólo marginales. La rabia consume a muchos en Estados Unidos. Y puede que empeore después de las elecciones y durante los próximos cuatro años, sin importar quién gane. Nuestras fisuras políticas y culturales han generado crecientes dudas sobre la estabilidad de un país que durante mucho tiempo se consideró un pilar, un modelo y una excepción para el resto del mundo. Académicos, politólogos e historiadores incluso postulan que tratar de unir estados, culturas, grupos étnicos y religiones dispares siempre fue una ilusorio.

“La idea de que América tiene un pasado compartido que se remonta al período colonial es un mito”, me dijo Colin Woodard, autor de Union: The Struggle to Forge the Story of United States Nationhood (“La unión: la lucha para forjar la historia de la nacionalidad de los Estados Unidos”: “forge”, en el título, tiene un significado ambiguo, es tanto forjar como falsificar). “Somos Américas muy diferentes, cada una con diferentes historias de origen y tablas de valores, muchos de los cuales son incompatibles. Condujeron a una Guerra Civil en el pasado y son una fuerza potencialmente incendiaria en el futuro”.

La crisis actual refleja la historia de la nación. Y parece que no ha cambiado demasiado. El país fue colonizado por diversas culturas: los puritanos en Nueva Inglaterra, los holandeses alrededor de la ciudad de Nueva York, en la Apalachia dominaron los escoceses e irlandeses, y los señores esclavos ingleses de Barbados y las Indias Occidentales en el sur profundo. A menudo eran rivales, señalaba Woodard: “De ninguna manera pensaban que eran las proteínas de un país americano en gestación”. Estados Unidos fue “un accidente de la historia”, decía, en gran parte porque distintas culturas compartían la amenaza externa de los británicos. Formaron el Ejército Continental para organizar una revolución y formar el Congreso Continental, con delegados de trece colonias. Casi doscientos cincuenta años después, un país seis veces mayor al de su tamaño original afirma ser un crisol de culturas que ha producido una cultura “americana” y un sistema político que promete proporcionar “vida, libertad y la búsqueda de la felicidad”. Con demasiada frecuencia, no es así.

Siglos más tarde, la división cultural y las escisiones son aún profundas. Trescientos treinta millones de personas pueden identificarse como estadounidenses, pero su definición de lo que eso significa –y qué derechos y responsabilidades involucra– tiene vastas diferencias. La promesa estadounidense no se cumplió para muchísimos negros, judíos, latinos, asiático-estadounidenses, una miríada de grupos de inmigrantes e incluso algunos blancos. Los crímenes de odio –actos de violencia contra personas o propiedades por motivos de raza, religión, discapacidad, orientación sexual, etnia o identidad de género– son un problema creciente. Una comisión bipartidaria de la Cámara de Representantes (el equivalente de nuestra cámara de Diputados) advirtió en agosto que, “a medida que aumenta la incertidumbre, vemos desencadenarse el odio”.

 

Desentendimiento

 

Cuando Atenas y Esparta fueron a la guerra, en el siglo V a.C., el general e historiador griego Tucídides observó: “Los griegos ya no se entendían, aunque hablaban el mismo idioma”. En el siglo XXI, ocurre lo mismo entre los estadounidenses. Nuestro discurso político se ha convertido en una “guerra civil por otros medios; parece que realmente no queremos seguir siendo miembros del mismo país”, escribió Richard Kreitner en su libro recientemente publicado Break It Up: Secession, Division and the Secret History of America’s Imperfect Union (“Ruptura: secesión, división y la historia secreta de la unión imperfecta de Estados Unidos”). En diferentes momentos de la historia de Estados Unidos, la supervivencia de la Unión se produjo tanto por “el azar y la contingencia” como por la agitación de banderas y la voluntad política. “Casi que en cada paso se requirieron compromisos moralmente indefendibles que solo empujaron los problemas a futuro”.

El intento de reconocernos en nuestro pasado injusto ha generado más preguntas, y nuevas divisiones, sobre nuestro futuro. En Washington, DC, la semana pasada, un grupo comisionado por la alcaldesa de la ciudad, Muriel Bowser, recomendó, en un informe, que su oficina pidiera al gobierno federal que “elimine, reubique o contextualice” el Monumento a Washington, el Monumento a Jefferson y estatuas de Benjamín Franklin y Cristóbal Colón, entre otros. El comité compiló una lista de personas que no deberían tener obras públicas con su nombre, incluidos los presidentes James Monroe, Andrew Jackson y Woodrow Wilson, el inventor Alexander Graham Bell y Francis Scott Key, quien escribió el himno nacional. Después de una avalancha de críticas, Bowser dijo el viernes que el informe estaba siendo malinterpretado y que la ciudad no haría nada con respecto a los monumentos y memoriales. Pero queda una pregunta, no solo porque vivimos en la era de Black Lives Matter: ¿De qué se trata Estados Unidos hoy? Y: ¿resulta diferente de su pasado profundamente imperfecto?

 

Las grandes diferencias

 

Siempre hubo ambigüedad sobre lo que se suponía que eran los Estados Unidos, decía Woodard. ¿Se suponía que era una alianza de estados (como lo es hoy la Unión Europea, con veintisiete gobiernos distintos), o una confederación (como Suiza, con sus tres idiomas y veintiséis cantones), o un estado-nación (como la Francia posrevolucionaria), o incluso una mecánica de tratados que podría prevenir conflictos intraestatales? Después de la Revolución Americana, la “solución ad-hoc” fue celebrar la victoria compartida contra los británicos; no se abordaron las diferencias fundamentales. Hoy, Estados Unidos todavía está en conflicto en torno a sus valores, desde el contrato social, los medios para educar a sus hijos, el derecho a portar o prohibir armas, la protección de sus vastas tierras, lagos y aire, o la relación entre los estados y el Gobierno federal.

La semana pasada, el presidente Donald Trump amenazó con retener fondos federales a cuatro grandes ciudades –Nueva York, Washington, D.C., Seattle y Portland– debido a actividades “anarquistas” durante las semanas de protestas. “Mi Administración no permitirá que los dólares de los impuestos federales financien ciudades que se dejen deteriorar hasta convertirse en zonas sin ley”, decía el memorando de cinco páginas del presidente. Fue el último de muchos actos de Trump que dividieron aún más a la nación, aunque la tendencia no comenzó con él.

 

Estado de independencia

 

Desde los años treinta del siglo XIX, Estados Unidos atravesó ciclos de crisis que amenazaron su cohesión. La idea de una república revolucionaria comprometida con la igualdad (en ese momento, solo para los hombres blancos) comenzó a erosionarse a medida que surgían las diferencias regionales y se extinguía la primera generación de revolucionarios. Los estados o territorios han impulsado repetidamente su independencia: Vermont se unió de modo formal a la Unión en 1791, después de pasar catorce años como república independiente. El estado de Muskogee, una república multicultural de nativos americanos, esclavos escapados y colonos blancos alrededor de Tallahassee, duró desde 1799 hasta 1803. En 1810, un pequeño grupo de colonos capturó un fuerte español en Baton Rouge y declaró la creación de la república independiente de Florida del Oeste; su capital era St. Francisville, Louisiana. Eligieron un presidente, redactaron una constitución y diseñaron una bandera (una estrella blanca sobre fondo azul); el movimiento murió después de que el presidente Monroe anexara la región. Hubo otros, incluida la República de Fredonia, en Texas, la República de California y la República de Indian Stream, en Nueva Inglaterra. La ruptura más grande, por supuesto, tuvo lugar en los años sesenta, cuando once estados –Texas, Arkansas, Luisiana, Tennessee, Misisipi, Alabama, Georgia, Florida, Carolina del Sur, Carolina del Norte y Virginia– se separaron para formar la Confederación.

Amplias divisiones amenazaron nuevamente con causar una desintegración de la nación en los años treinta y sesenta, “¿Y ahora otra vez?”, me decía el historiador de Yale David Blight. Hoy, Estados Unidos está plagado de orgullosos movimientos secesionistas. Reflejados en el Brexit –la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea–, abogan por el Texit (Texas), el Calexit (California) y el Verexit (Vermont). En 2017, una encuesta en Vermont descubrió que más del veinte por ciento de los habitantes de Vermont creían que el estado debería considerar “dejar pacíficamente los Estados Unidos y convertirse en una república independiente, como lo fue entre 1777 y 1791”. El Movimiento Nacionalista de Texas, que cuenta con cientos de miles de miembros, exige un referéndum estatal sobre la secesión. Luego está la propuesta más fantasiosa de Cascadia, una bio-república progresista pergeñada en el norte de California, Oregón, Washington y las provincias canadienses de Columbia Británica y Alberta. La tendencia es bipartidista y transregional; Incluso ha surgido un sentimiento secesionista en los dos últimos estados que se unieron a la unión: Alaska y Hawai.

La necesidad del comercio interno y los peligros de las amenazas externas han ayudado a mantener unido a los Estados Unidos. Facciones dispares en todo el país se unieron para contrarrestar la agresión británica en los siglos XVIII y XIX; los alemanes y los japoneses, en el siglo XX; y, en el XXI, Al Qaeda, después de los ataques del 11 de septiembre. Pero ahora, sin amenazas externas, la nación se vuelve cada vez más contra sí misma. “Definitivamente no estamos unidos”, decía Blight. “¿Estamos al borde de una secesión de algún tipo? No, no en el sentido de una fractura real. Pero, en el interior de nuestras mentes y nuestras comunidades, ya estamos en un período de secesión que evoluciona lentamente” en formas que son más profundas que la ideología y las creencias políticas. “Somos tribus con al menos dos o más fuentes de información, hechos, narrativas e historias en las que vivimos”. Estados Unidos hoy, decía Blight, es una “casa dividida sobre lo que sostiene a la casa en pie”.

 

El pasado los divide

 

En su nuevo libro, Kreitner arguye que, con su política irrevocablemente rota, Estados Unidos se está quedando sin tiempo. El potencial de separación física y política es ahora real, a pesar de que la polarización de Estados Unidos no tiene fronteras geográficas precisas. Ningún estado republicano es completamente republicano (rojo); ningún estado demócrata es completamente demócrata (azul). “El siglo XXI ha sido testigo de un resurgimiento inconfundible de la idea de abandonar o romper los Estados Unidos, una serie caleidoscópica de movimientos separatistas moldeados por los conflictos y divisiones del pasado, pero que se manifiestan de formas nuevas y potencialmente desestabilizadoras”, escribe. A diferencia del pasado, los impulsos separatistas actuales han surgido en múltiples lugares al mismo tiempo. “A menudo descartado como poco serio o quijotesco, un retroceso a la Confederación, el nuevo secesionismo revela divisiones en la vida estadounidense posiblemente no menos intratables que las que llevaron a la primera Guerra Civil”, advierte Kreitner.

En los años que vienen es probable que aumente el atractivo de desconectar el experimento estadounidense, incluso entre los fieles seguidores de la idea del poder federal. Y, si la Unión se disuelve de nuevo, escribe Kreitner, no será en una línea clara, sino “en todas partes y de una vez”. De alguna manera, las elecciones, ahora a solo ocho semanas de distancia, serán un alivio temporal, al menos para poner fin a la angustiosa incertidumbre actual. Pero jugará solo un papel en la decisión de lo que finalmente le sucederá a nuestra nación. “¿Somos un mito? Bueno, sí, en sentido profundo. Siempre lo fuimos”, decía Blight. Para sobrevivir, Estados Unidos debe ir más allá del mito.

Traducción y edición: P.M. Se agregaron aclaraciones entre paréntesis para ayudar a una lectura de contexto.

Nota bene: Se respetaron todos los hipervínculos de la edición original en inglés.

martes, 8 de septiembre de 2020

la expansión del mundo alien

Clayton Purdom | AVClub

Parte de la serie Infinite Scroll, sobre las líneas cada vez más borrosas entre Internet, la cultura pop y el mundo real.

La primera vez que lo notamos transcurrieron unos 20 minutos del primer episodio. Dos androides, llamados inequívocamente Madre y Padre, descendieron en la tundra azulina de un planeta para criar una cosecha de niños humanoides con éxito vacilante. Solo queda uno. Madre y Padre pelean –en principio acerca de cómo reprender a su hijo–, pero la discusión también se ha dilatado, se ha vuelto existencial, como suelen ser estas discusiones. “Pensé que estábamos sincronizados, padre –dice la madre– y permaneceríamos sincronizados hasta que dejemos de operar”. Poco después, cuando le grita que se calle, la saliva se escurre en sus labios y algo parece fuera de lugar, algo que acaso tiñe toda esta serie. Pero entonces aparecen gotas de líquido en la parte posterior del cuello, también fuera de lugar. Pero no es sino hasta el momento en que empala a Padre en el colmillo de monstruo antiguo que uno confirma que estos androides que estuvimos viendo están llenos de leche.

Para una parte nada insignificante de los espectadores de Raised By Wolves, este hecho –androides llenos de leche–, es una intriga suficiente para catapultarlos a lo largo de la esta temporada de 10 episodios. El gancho principal de la serie no es su trama, sino su pedigrí: es el debut como director en televisión de Ridley Scott, en cuyos inicios dio dos golpes con Alien y Blade Runner que aún resuenan en la ciencia ficción unas cuatro décadas después. Esas películas fueron tanto una victoria del diseño de producción como cualquier otra cosa, y una de las singulares innovaciones de Alien, entre una docena más o menos, fue que Ash, el androide de incógnito, un agente secreto a bordo del Nostromo, se les revelaría a los protagonistas a través de gotas de leche que aparecían en su frente, y que, una vez desmontado, no estaba lleno de circuitos o cañerías vaporosas como los androides de la cultura pop que conocíamos, sino que era en parte una desperdicio perlado y viscoso llena de unos fideos, luces entubadas y tentáculos. Orgánico, pero no. Leche en lugar de sangre.

Es una idea tan buena como, digamos, la infiltración del alien a través de una garra que abraza el rostro, y está perfectamente sincronizada con el resto de los horrores psicosexuales de Alien: el diseño fálico y xenomórfico; la amenaza de una fecundación violenta; la forma en que Ash, sudando leche, ataca a Ripley metiéndole una revista porno enrollada en su boca. Es probable que haya una gran cantidad de explicaciones dignas de ver en YouTube que tratan la elección de la leche como el fluido corporal de Ash, pero parte del atractivo perdurable de Alien es la forma en que nunca se extiende sobre el tema. Su legado es su economía. A medida que la serie cambió de manos en las películas subsiguientes, se convirtió en un escaparate para diferentes directores, cada uno extrayendo diferentes elementos del texto residual de Scott: James Cameron expandió el tema de la maternidad en una contienda enjaulada intergaláctica; David Fincher convirtió en arma la estética industrial-chic del espacio profundo; Jean-Pierre Jeunet aportó un sentido de fantasía al potencial de la serie para generar un horror indescriptible y corpóreo.

La serie y sus androides de leche permanecieron inactivos durante 15 años a partir de entonces, hasta que Scott los revivió para un par de precuelas. Prometheus y Alien: Covenant no se recuerdan con especial calidez, aunque me gustaron bastante cuando las vi en el cine, y me gustaron aún más en una revisión reciente, a la luz de Raised By Wolves. Se sienten menos como precuelas de Alien y más como las secuelas que hubiera hecho Scott, ampliando la riqueza que encontró en los temas latentes de la película de 1979: la relación entre los humanos y los dioses que los hicieron; la relación entre los androides y los humanos que los hicieron; y la tensión entre tecnología y religión. Que las precuelas convirtieran al misterioso y aquilino Alien en algo parlante y mítico, más parecido a Star Trek que a The Texas Chain-Saw Massacre, molestó a muchos fanáticos de toda la vida, y me compadezco. Pero Alien llegó completamente evolucionado; solo podría expandirse. Y, aun así, las dos precuelas dan lugar a piezas en un tiempo presente implacable que emergen orgánicamente de los grandes temas de Scott, como la escena del auto-aborto trastornado de Prometheus o la transformación de Covenant a mitad de la película en un thriller erótico entre androides. Aquí cabe que les recuerde la escena de la flauta.

 

Todo esto nos lleva de vuelta a Raised By Wolves, sobre la que especulé febrilmente por lo menos una hora que era una entrega encubierta de la serie Alien, basado solo en la salpicadura de leche que emerge del torso de Padre en el piloto. No lo es, cabe aclarar: las líneas de tiempo no coinciden, la tecnología no es del todo correcta y celebran la Navidad en Prometheus, no lo que dicte la extraña metareligión en Wolves. Y, sin embargo, se siente como una pieza sin dudas relacionada con la ciencia ficción temprana de Scott y sus sucesores más recientes. Todavía nos llevan a preguntarnos deliberadamente con qué sueñan los androides. (La madre afirma que no necesita soñar y, sin embargo, sigue retirándose a una simulación en la que puede acceder a su subconsciente). Todavía estamos contrastando la fe de un androide en su creador humano con la fe de un humano en su dios incognoscible, de un modo que desafía a ambos. (Madre y Padre, ambos ateos declarados, notan que el hijo humano que les queda se siente cada vez más atraído por la religión a medida que mueren sus hermanos). Y todavía estamos luchando, sin descanso, con la paternidad, que parece cada vez más la preocupación que anima a toda la ciencia ficción de Scott, desde hijos pródigos como Roy Batty y David hasta los hijos protegidos y plantados de Covenant y Raised By Wolves. Después de todo, Scott se largó a su carrera en la ciencia ficción con una escena de parto como ninguna otra.


Después del debut con el par de episodios de gran presupuesto y grandes ideas de Scott, Raised By Wolves cambia a algo más familiarmente televisivo en su ritmo y trama; hay mucha discusión sobre la logística entre las distintas partes, los decorados iluminados de azul se vuelven algo familiar, una profecía de algún tipo. Pero la serie sigue viva en la relación entre Madre y Padre, precisamente por el modo que estructuran la trama: como padres. Puede que estén rellenos de leche, pero se enfrentan a la misma mierda con la que lidian todos los padres: infidelidad, inseguridad, miedo al futuro. Scott revela toda la parafernalia de diseño de producción: de la transformación de Madre en el Bowie del 93, al crucifijo flotante banshee que es un sueño de la historieta de ciencia ficción; pero sus temas favoritos, una vez entregados a otros directores (incluido su hijo, Luke), resultan sorprendentemente relevantes en 2020. No hay un padre vivo que no se estremezca cuando Madre relata cómo el ejército religioso mitraico en la Tierra pensó que era un pecado dejar que los androides criaran a sus hijos, particularmente porque, por fuera de la serie, experimentamos el colapso continuo de las redes de apoyo social (como la escuela pública y la familia extendida) que una vez hizo que la carga de criar hijos en el capitalismo tardío fuera manejable. Incluso las más firmes reservas de tiempo de pantalla son las tabletas que se compran con pánico en 2020.

De hecho, es este mismo conflicto, al menos en parte, lo que precipitó el apocalipsis tipo Terminator en la Tierra de Raised by Wolves, y que envió a los humanos al espacio en busca de un nuevo hogar, en primer lugar. Tanto los androides como el ejército mitraico aterrizan en este planeta árido en busca de un futuro para la humanidad, pero a medida que avanza la temporada, queda claro que ambas partes ven a los niños humanos como una batalla por poderes de sus propios sistemas de creencias. Esto se convierte en menos explosiones que hacen volar a las personas y más variaciones cerebrales en los temas característicos del programa, incluida, lo más intrigante, una trama secundaria y ligera sobre el vegetarianismo. (Como dijo una vez el Sr. Rogers, “No quiero comer nada que tenga una madre”). Si eso suena didáctico, no no preocupemos; Raised By Wolves parece deleitarse con las complicaciones y los contrapesos, como suele suceder con la buena ciencia ficción. Y así, por supuesto, no solo los androides están llenos de leche. A mitad del tercer episodio, un soldado mitraico abre una pipa llena de leche y se desgañita anunciando un alerta de “leche” para todos los soldados cercanos, que luego trotan con las tazas en sus manos. Beben la leche, se ofrecen la leche entre sí y continúan con sus asuntos, llenos de leche. No se vuelve a mencionar el tema. Es el momento más extraño de la serie, y también uno de los mejores, una anomalía evolutiva nacida de las ansiedades que Scott ha estado azuzando durante décadas.


Nota bene: Se respetaron todos los hipervínculos de la publicación original en AVClub.