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viernes, 23 de septiembre de 2022

el fascismo más esperado

Es muy probable que este fin de semana Italia elija una primera ministra abiertamente fascista. ¿Es una nueva señal de que Europa se encamina a repetir los años 1930, previos a la Segunda Guerra mundial? No necesariamente, según se desprende de este artículo publicado en el New Yorker, en el que se entrevista al principal podcaster de Italia, radicado en Milán. La indescifrable constitución antifascista italiana, la endogamia de los medios principales y los hábitos de una sociedad en extremo burocrática explica –siempre de acuerdo a los interlocutores de esta nota que tradujimos– las alarmas sobre un resurgimiento de las huestes musolinianas. P.M.



A mediados de agosto, mi esposa y nuestros dos pequeños hijos fueron a visitar a su familia en Milán. Llegamos al aeropuerto de Malpensa al amanecer y nos dirigimos al control de pasaportes, donde el oficial de inmigración, como es costumbre entre los funcionarios públicos en Italia, parecía vagamente molesto porque interrumpíamos algún negocio importante que estaba haciendo con su teléfono. Mi esposa entregó dos pasaportes italianos, para ella y nuestro hijo de cinco años, y dos estadounidenses. El estado de ánimo del oficial mejoró de inmediato: ahora ya no éramos simplemente una distracción no deseada de sus asuntos privados, sino una categoría mucho más interesante de personas a las que estaba legalmente obligado a reprender. Nuestro hijo de dos años, explicó gravemente, estaba violando la ley. Como era ciudadano italiano por nacimiento, necesitaba un pasaporte italiano; los pasaportes estadounidenses, siguió, no llevan los nombres de los padres y, por lo tanto, no tenía forma de saber que el niño, que tiene mi apellido, era también de ella.

Mi esposa, acostumbrada desde hace mucho tiempo a tales trampas burocráticas, mostró un escaneo del certificado de nacimiento de nuestro hijo. El proceso de obtención de un pasaporte italiano, explicó con una serie de complejos gestos con las manos, ¡fue tan arcano y tan oneroso! Nuestro hijo de dos años nació en el primer año de la pandemia, continuó, y se sabes cómo eran los procedimientos administrativos italianos: tenías que ir a una oficina para obtener este formulario y luego a otra oficina para obtener el sello adecuado, y el consulado en Nueva York parecía estar abierto para tales servicios solo cada tercer miércoles. El hombre finalmente se permitió una sonrisa conmiserativa: sabía cómo era. Mirá –nos mostró– era un buen tipo, así que nos iba a dejar pasar esta vez. ¡Pero teníamos que tener cuidado! Si tuviéramos la desgracia de encontrarnos con un oficial más severo al partir, se nos podría negar la salida del país. Cuando nos fuimos, unas dos semanas después, nos encontramos con otro tipo inusualmente servicial dispuesto, claro, a romper las reglas solo esa vez.

Lord Byron comentó una vez que, en Italia, “no hay, de hecho, ninguna ley o gobierno en absoluto; y es maravilloso lo bien que van las cosas sin eso”. Hoy, Italia tiene un gran gobierno con una cantidad asombrosa de leyes, de diez veces más que Alemania, y el país está lleno de personas brillantes e industriosas que dedican una enorme cantidad de tiempo y energía a romperlas creativamente. Este problema ha sido un tema recurrente para Francesco Costa, un periodista de treinta y ocho años que se ha convertido en los últimos años en un fenómeno de los nuevos medios. Los medios italianos, al igual que el gobierno italiano, están compuestos en gran parte por instituciones aburridas e insulares, lugares más interesados ​​en sí mismos y en la preservación de su propio estatus que en sus lectores. Costa, quien comenzó como un bloguero y un podcaster outsider, fue avalado como una influencia modernizadora en el papel del reportero en la sociedad civil italiana.

Bravissimo

El podcast diario de Costa, “Morning”, que se pronuncia con una “R” casi silenciosa y una vocal fantasma al final, atrae a una audiencia intensamente devota, especialmente (pero no exclusivamente) entre la élite liberal del país. El programa, que aparece bajo los auspicios de Il Post, el sitio de noticias donde Costa se desempeña como editor adjunto, es solo para suscriptores, una rareza en un país donde las propiedades de los medios han tardado en adoptar nuevos modelos de negocios que se han vuelto comunes en otros lugares. El joven novelista italiano Vincenzo Latronico me dijo: “Hay periodistas que han sido atrapados copiando piezas de otros lugares y que todavía están escribiendo editoriales de primera plana en los principales periódicos; es una cultura tan diferente que es difícil incluso de explicar. El periodismo de Costa estaría en un alto nivel en los EEUU, pero en Italia está muy por encima de lo que ofrece el noventa y nueve por ciento de los otros medios. Es como si viniera del espacio exterior”. La presunción y el funcionamiento del podcast son simples: la alarma de Costa suena a las 4:45 am, lee hasta diez diarios en la siguiente hora y media, y se sienta en la computadora de su casa para grabar un resumen, con un seco pero editorializado comentario de las noticias del día. Borra las sirenas de las ambulancias de afuera de su apartamento, reduce el episodio a treinta minutos y exporta el archivo él mismo. “El objetivo es salir a las 8 am”, me dijo recientemente. Continuó con el encogimiento de hombros nacional: “A veces son las ocho, a veces cinco minutos antes, a veces cinco minutos tarde”. En un país dividido por la frustración intergeneracional, tiene una base de suscriptores inusualmente amplia: los boomers lo respetan y la juventud lo acosa sociopáticamente. (Cuando mi esposa envió un mensaje de texto a su grupo de chat de profesionales expatriados italianos para decir que estaba escribiendo sobre él, la respuesta fue una avalancha de emojis con ojos de corazón). Luca Sofri, uno de los primeros blogueros destacados de Italia y ahora colega de Costa en Il Post , me dijo que es principalmente el talento singular de Costa lo que le da a lo que parece una mera reseña de prensa una influencia tan inusual sobre su audiencia. “Francesco es simplemente bravissimo”, dijo.

En un momento de perpetua agitación política italiana, Costa no solo agrega y procesa noticias desconcertantes (sobre precios del combustible o procedimientos electorales) con una claridad poco común, sino que también aborda la política nacional desde direcciones oblicuas, habla del estado espiritual del país con franqueza y humor negro. Llegué a Milán en la cola final de las vacaciones de agosto, cuando cualquiera con recursos abandona las ciudades a los turistas, y Costa dedicó una mañana los comentarios preliminares de su podcast a una historia típica del melodrama costero italiano. El episodio se llamó "No hay necesidad de una ley para todo". Las fuerzas del orden habían comenzado recientemente “razias sorpresivas”* y recorrían las playas públicas en busca de “reservas” ilegales –lugares donde los vacacionistas habían llegado antes del amanecer para dejar sus toallas o sombrillas e irse a casa a dormir hasta el mediodía, de modo que las personas que llegan a la playa a una hora razonable no encontraran un lugar para tomar el sol.

La historia, dijo, lo llevó a considerar la actividad del personal encargado de hacer cumplir la ley que tenía que realizar estas “razias sorpresivas”. No fue solo el tiempo que dedicaron a encontrar a los delincuentes sino el tremendo desperdicio que le siguió:

Una enorme cantidad de papel, de firmas, de sellos, de autorizaciones, de órdenes de servicio para decomisar quince sombrillas y luego, por cada una de estas quince sombrillas, imagínense la cantidad de papeleo sin sentido que se requiere para decir: “Hemos decomisado en fecha X una sombrilla con un diseño de corazoncitos y florcitas”, e imagínense que todo este operativo se repitiera por cada sombrilla, toalla y reposera que habían sido incautadas, en cada playa donde las fuerzas del orden, en lugar de dedicarse a cosas que consideraríamos mucho más importantes, tenían que dedicarse a estas inspecciones.

Imagínese todo eso, expuso a sus oyentes mientras tomaban su café matutino y su brioche, “multiplicado por todas las demás operaciones burocráticas superfluas, redundantes y costosas que nos vemos obligados a enfrentar a diario”. Su voz, aunque todavía seca e inexpresiva, adquirió una urgencia creciente. “Tenemos una ley que simplemente dice que no puedes poner tu sombrilla en la playa por la noche, pero sí después de las 6 am. Pero, ¿hay necesidad de una ley? ¿Debe haber una ley para que adoptemos un comportamiento de modales básicos? , es decir, no ocupes un lugar que no estés usando en una playa libre, y no lo hagas ni la noche anterior ni a las 6 de la mañana?” Y continuó: "¿Tienen las fuerzas del orden en Noruega que llevar a cabo tales 'racias'?" Preguntó: "¿O no sucede porque a nadie se le ocurre hacer tal cosa?"

Pidió perdón a sus oyentes por algo que podría parecer tan irrelevante, pero esperaba que hubieran entendido el espíritu de lo que pretendía decir. “Estamos en campaña electoral, todos los días estamos confrontando y adjudicando promesas para aprobar tal o cual ley”, dijo. De fondo, comenzó a sonar “Gimme Shelter”, el tema de “Morning”. “¿Estamos seguros de que todo este comportamiento, estas cuestiones de urbanidad y buenos modales básicos, puede o debe ser impuesto por una ley?” ¿No podría depender simplemente de nosotros, concluyó, “evitar una situación en la que la policía tenga que ir a las playas para verificar quién puso su sombrilla, su silla de playa o su toalla en una playa pública para ocupar indebidamente un lugar? En otras palabras, ¿por qué no intentar simplemente regularnos? Esto es ‘Morning’. Empecemos”.

Mal vestidos

A uno o dos días de la emisión de ese episodio, una mañana, conocí a Costa –que es delgado y calvo y habla con un pronunciado acento siciliano– y tomamos un café. Nos sentamos en un bar no muy lejos de su oficina, en la Zona Tortona de Milán, un antiguo distrito industrial renovado para apoyar a los sectores de la moda y el diseño. Me dijo: “Se nota que somos periodistas porque somos las personas peor vestidas para el almuerzo”, aunque él mismo ha adoptado un estilo milanés despreocupado e inteligente. A diferencia de los tradicionales bares milaneses de latón y mármol, donde se puede tomar un café por la mañana y una copa por la noche, o viceversa, este era un espacio aireado, de techo alto, con mesas grandes dispuestas para la cohorte de computadoras portátiles.

Costa creció y se educó en Catania, en la base del monte Etna. En 2008 abandonó la escuela de periodismo en Roma e instaló una tienda de campaña en una comunidad para vacacionar junto a un lago, donde escribió un blog sobre la primera campaña de Obama con un entusiasmo inigualable. Envió cartas de consulta a docenas de periódicos, pero en ese momento carecía de las conexiones personales necesarias para unirse a la élite mediática. Como muchos otros jóvenes ambiciosos del empobrecido sur, se mudó a los veinte años a Milán, donde se mezcló con una tribu emprendedora de inmigrantes recién llegados. Desarrolló una reputación como un joven periodista que explicaba Estados Unidos a su generación de italianos. (Su tercer libro sobre los Estados Unidos, sobre los problemas que enfrenta California, se publicó la semana pasada y ya se encuentra en la cima de las listas de los más vendidos). En un tiempo relativamente corto, pudo mantener su blog con donaciones colectivas. Inspirado por el éxito de programas como “Serial”, recurrió al audio, primero con “Da Costa a Costa” (“De costa a costa”), un juego de palabras con su nombre, que se convirtió en la primera sensación de podcast nativo de Italia.

El año pasado, comenzó “Morning”, que describe como un trabajo paralelo a su papel en Il Post, una organización de noticias que sólo está online cuyo lema es Cose spiegate bene o “Las cosas bien explicadas”. Aunque señaló que el sitio, que Sofri fundó en 2010, fue cuatro años anterior al establecimiento de Vox, me dijo que sus innovaciones no eran nada nuevo. “No es que fuera un genio. Solo estaba en contacto con lo que estaba sucediendo en los EEUU, en blogs y podcasts, y simplemente copié lo que estaba funcionando en otros lugares”. En Italia, sin embargo, esto fue una revelación. Se daba por sentado que los medios establecidos escribían en gran medida por y para sí mismos. “Usan una jerga que la gente nunca usa y no entiende”, dijo. “No proporcionan contexto alguno”. Las publicaciones cometían errores de forma rutinaria, por los que rara vez se molestaban en disculparse o corregirlos. Más importante aún, no ocultaron sus afiliaciones políticas (un senador de centroizquierda describió una vez a La Repubblica como “nuestra Pravda”) y rara vez se detuvieron en la hipocresía rutinaria que ha sido endémica durante mucho tiempo en la vida política italiana. El modelo de negocio de Il Post era precisión básica, firmeza y comprensibilidad. “Nos propusimos explicar todo como si el oyente tuviera cinco años”, dijo Costa. No pasó mucho tiempo antes de que se convirtiera en una de las pocas fuentes a las que los italianos podían acudir en busca de explicaciones directas de las maquinaciones deliberadamente ilegibles de la política nacional. En julio, el gobierno interino de Mario Draghi, medianamente popular –el tercer banquero-tecnócrata no electo reclutado para dirigir el país desde la década de 1990–, fue derribado por la abrupta (y, dado que casi todos los partidos ahora se postulan en un continuación de sus políticas económicas, en gran medida sin sentido) retirada de apoyo de los socios menores de la coalición, y de la noche a la mañana Costa se encontró dando cobertura diaria de las elecciones anticipadas, que se llevarán a cabo el 25 de septiembre.

Para cualquiera que haya prestado una mínima atención al tratamiento de la situación política en Italia por parte de la prensa anglófona, la broma de Costa sobre los paraguas y los buenos modales básicos podría parecer una reacción simplista a una crisis inminente para la democracia europea. En la última década, Italia, junto con muchos de sus países pares, ha sido desestabilizada por movimientos populistas de derecha e izquierda. Ahora, a muchos observadores extranjeros les parece que el próximo gobierno de Italia será fascista. Las encuestas han sido estables y una victoria decisiva está casi asegurada para la llamada coalición de centro-derecha encabezada por Giorgia Meloni, quien sería la primera mujer Primera Ministra de Italia. No es difícil comprender por qué Meloni trae a la mente el fascismo. El partido que ella cofundó, Fratelli d'Italia, surgió de las cenizas del Movimento Sociale Italiano (MSI) de Italia, la reconstrucción de posguerra de la base de Mussolini. Su partido ocupa la antigua sede del MSI en Roma, ha conservado su simbolismo, una llama tricolor, y con frecuencia se refiere a Dio, patria, famiglia o “Dios, patria y familia”. Muchos de sus seguidores han adoptado el saludo romano de brazos rígidos asociado con Il Duce, con el endeble pretexto de que es un desarrollo higiénico a raíz del covid. La nieta de Mussolini, Rachele, es miembro del partido y miembro del consejo de la ciudad de Roma.

Fascismo

No hace falta decir que ninguna de estas cosas pasa desapercibida para el público italiano. Pero Costa cree que el tropo del fascismo –promovido no solo por la prensa extranjera sino también por una coalición de centroizquierda desesperada por obtener el apoyo de un bloque que de otro modo estaría descontento– no solo es exagerado sino inútil. Es extraño que la única historia de la prensa extranjera, dijo, en un episodio reciente, haya sido presentar “todas las elecciones italianas como una lucha contra el inminente retorno del fascismo”. Esto no quiere decir que Costa se haga ilusiones sobre lo que significará una coalición liderada por Meloni en el poder. “Existe el riesgo muy real de que tengamos un gobierno de extrema derecha, especialmente en lo que respecta a los derechos civiles”, dijo. “Puede que no sea fascista, pero definitivamente da miedo”. Su liderazgo será particularmente malo para los migrantes y sus hijos, para quienes no hay camino hacia la ciudadanía, y para la comunidad LGBT; durante años, la derecha italiana ha buscado restricciones al aborto, y la reciente decisión de Dobbs, en los EEUU, ha hecho que la perspectiva de nuevas leyes contra el aborto en otros lugares sea cada vez más plausible. Costa no descartó las ramificaciones de la regresión cultural. La derecha italiana es nostálgica sin disculpas, y su objetivo principal es mettere l’orologio indietro: hacer retroceder el reloj a tiempos más simples.

Pero no hay mucho más que una administración de Meloni pueda hacer. Después del Brexit [acá nuestra lectura], la derecha italiana se retiró de los discursos sobre abandonar la Unión Europea (UE). A partir de este año, Meloni, de repente, apoya a las sanciones contra Rusia y a la OTAN. Tiene poco espacio para negociar en asuntos internacionales. La pandemia trajo miles de millones de dólares en fondos de ayuda de la UE, y Meloni no puede permitirse poner en peligro su relación con Bruselas y Frankfurt. Aunque Italia ha tenido un superávit presupuestario durante la mayor parte de los últimos veinte años, el país tiene una deuda pública de aproximadamente el ciento cincuenta por ciento del PIB, y depende del respaldo europeo para mantener las tasas de interés manejables. Si Italia no cumple con las reformas presupuestarias y administrativas ordenadas por la UE a cambio del alivio de emergencia por la pandemia, las tasas de los bonos aumentarán y es posible que el nuevo gobierno no dure ni un año.

“¿Será Italia un estado policial? No”, me dijo Costa. “¿Estará muy mal administrado? Sí." Todo el mundo está de acuerdo en que el país tiene problemas reales y serios —con pensiones, impuestos, tribunales— y Meloni no ha ofrecido prácticamente nada en cuanto a propuestas manejables para resolverlos. Pero Costa ya no tiene fe en la centroizquierda, que ha gobernado durante gran parte de los últimos quince años sin haber conseguido nunca un mandato popular ni haber hecho nada apreciable. Todo lo que esos partidos saben hacer, dijo, es hacer sonar la alarma sobre el avance del totalitarismo. Bajo Silvio Berlusconi, la principal promesa electoral de la oposición fue “Al menos no somos ese dictador”, me dijo Costa. (Como dijo en un episodio reciente: “Aquellos que se opusieron a Berlusconi lo acusaron de seguir al putinismo, de tener ambiciones dictatoriales, ese tipo de cosas, eso era legítimo”). Pero Berlusconi dirigió el país de forma intermitente durante unas tres décadas y, aparte de la carrera ciega hacia el abismo de la cultura popular, prácticamente no dejó huella alguna. (Durante el verano, se unió a Meloni y si ella gana, él regresará al gobierno una vez más; en un esfuerzo por volver a presentarse a los votantes jóvenes, recientemente se unió a TikTok). Ahora la centro-izquierda ha girado hacia “Somos nosotros o los fascistas”, explicó Costa. Esto no es alarmismo desquiciado: si una coalición entre Meloni y Matteo Salvini, el líder del antiinmigrante Partido Liga [del Norte], obtiene una mayoría de dos tercios en el parlamento, como es posible, podrían, en teoría, reescribir la constitución sin un referéndum, pero su oposición carece de una visión positiva propia para ofrecer a los votantes. Durante mucho tiempo, el fascismo le ha dado a la centro-izquierda una tapadera para su propio agotamiento e ineptitud; si hay una lección relevante para otras democracias occidentales, podría tener menos que ver con el fascismo en sí que con una exageración de la amenaza que representa. “Pero el desastre es lo habitual en la política italiana”. Costa suspiró y levantó las manos. “Tenemos estos debates constantes y nada cambia nunca”.

Chantaje

Este es precisamente el problema. La estructura política de Italia se creó para evitar que cualquier facción obtuviera el tipo de poder que tenía Mussolini. Como me dijo John Foot, el destacado historiador británico de Italia: “La constitución hace que sea muy difícil hacer mucho en Italia. Para eso fue construida, para evitar que la gente haga cosas, y cumple con su trabajo”. El sueño de la política de coalición se ha reducido principalmente al arte del chantaje: ricatto es una de las palabras más comunes en los comentarios políticos italianos. Desde la década de los noventa, el gobierno ha cambiado las leyes electorales del país en cuatro ocasiones, con la esperanza de que algo más cercano a un sistema mayoritario pueda hacer que el país sea más estable en la gobernabilidad. Uno de los temas habituales de Costa es que la ley electoral más reciente, que implementó un sistema híbrido, es tan complicada que nadie tiene idea de cómo funciona realmente. El resultado, me dijo, es que no hay rendición de cuentas en el sistema en absoluto. “Nosotros no podemos elegir a nuestros representantes, no hay primarias, los líderes de los partidos deciden todo, sabemos de antemano quién va a ganar. Esto crea la sensación de que mi voto es totalmente inútil. Piense lo que piense, realmente no puedo cambiar nada”.

Lo único que ha despertado de forma fiable al público de su apatía es la novedad. “Los votantes italianos se sienten atraídos por lo nuevo”, dijo Costa. “Primero Matteo Renzi era nuevo. Entonces Movimento 5 Stelle era nuevo. Luego Matteo Salvini. Todos logran una gran popularidad en un corto período de tiempo y luego la pierden con la misma rapidez. Ahora Meloni es el objeto nuevo y brillante de la política italiana...  Existe la sensación de que el gobierno más aterrador solo durará uno o dos años, entonces, ¿qué tan malo podría ser? Pero la parálisis política de Italia, admitió con tristeza, podría tener sus beneficios. “Es deprimente, pero, con todos sus defectos, también puede ser tranquilizador. La política en los EEUU da un poco de miedo, ¿ahora es un lugar donde ocurre un golpe de Estado?

Para Costa, destacar el tema de las toallas de playa depositadas al amparo de la noche no es abjurar de la política; tal como él lo ve, la disfunción cultural de la sociedad civil está a la vez aguas arriba y aguas abajo de la disfunción política concurrente. Como lo ha descrito el politólogo florentino Antonio Floridia, existe un círculo vicioso en el que los constantes lamentos sobre la inadecuación constitucional erosionan la legitimidad de la democracia italiana, y la erosión de la democracia italiana sanciona la sospecha de que toda la gente razonablemente espera que todo lo que puede hacer es cuidarse a sí misma. La ruptura total de la confianza se ha perpetuado autónoma.

En el bar, Costa hizo un gesto hacia el lugar. “Para abrir un bar en Italia hay que rellenar doscientos formularios. Y aquí estamos en Milán, la ciudad italiana más rica, dinámica y moderna —el resto de Italia se burla de nosotros por comer sushi y beber Starbucks— e incluso aquí tenés que andar con dinero en efectivo en el bolsillo”. Muchas tiendas, especialmente fuera de las ciudades más ricas, no aceptan tarjetas de crédito y no te van a dar un recibo, porque no pueden permitirse pagar impuestos y mantenerse en el negocio –aunque la pérdida de esos ingresos para la economía subterránea es parte de lo que mantiene los impuestos tan altos en primer lugar. Costa explicó: “Cada uno hace las paces en privado con el hecho de que el país no funciona bien”. El amiguismo y el nepotismo se han convertido, en tales circunstancias, en estrategias racionales para la supervivencia individual. El interés propio ha sido consagrado como estatuto. Y siguió: “Teníamos una ley que permitía a las empresas bancarias enviar a los trabajadores a la jubilación por adelantado y contratar a sus hijos e hijas. ¡Tu trabajo aquí es hereditario!” Y siguió: “Teníamos a este tipo muy famoso, Piero Angela, que era extremadamente popular en la televisión, como nuestro David Attenborough. Ahora el chico más popular de la televisión es Alberto Angela. ¡Para ser el nuevo Piero Angela, tienes que ser el hijo del viejo Piero Angela!” Para aquellos que han inventado su propia forma despiadada de hacer que las cosas funcionen, no hay ningún incentivo para cambiar el statu quo. Dijo Costa: “Como decimos, lo importante es que me cuido y sigo quejándome”.

Ineficiencia

Costa reconoció que la legendaria ineficiencia del país es, en medio de la invasión del monocultivo global, parte de su atractivo perdurable. “Ustedes en Estados Unidos odian perder el tiempo, tienes autoservicio en todas partes, les encanta ser organizados y eficientes. A nosotros nos encanta tomarlo con calma, la bella vita”. Los turistas admiran la idea de que los italianos todavía compran su pan en la panadería y su queso en la quesería y su fruta en el puesto de frutas. Pero pasan por alto el hecho de que, para funcionar, los italianos necesitan no solo un quesero y un vendedor de frutas, sino también una serie de ayudantes personales para realizar las tareas básicas. Todos están acostumbrados a su propia improvisación, y no existe un electorado natural para la transparencia. “No hay forma de evaluar a los maestros ni a los trabajadores públicos. La única forma de obtener un aumento en el sector público es a través de la antigüedad: no se puede pagar más a las personas talentosas o trabajadoras, lo que incentiva a las personas a hacer lo mínimo. Cuando conseguís un nuevo trabajo, tus compañeros de trabajo te dicen que no hagas demasiado, que no sorprendas al jefe, porque de lo contrario les pedirán que hagan lo mismo”, dijo Costa. Esa falta generalizada de rendición de cuentas es una de las razones por las que la política italiana ofrece pocas esperanzas a los ciudadanos italianos, que ven la política como un escenario más en el que los ganadores son los que depositaron sus sillas de playa la noche anterior.

Costa ve su podcast y su trabajo en la sala de redacción de Il Post, en parte, como un esfuerzo por construir, aunque solo sea a pequeña escala, una comunidad que represente el tipo de sociedad civil consciente que le gustaría ver. Los políticos deben estar sujetos a estándares significativamente democráticos, y la única forma en que los medios tendrán la credibilidad para hacerlo es que los propios medios estén genuinamente abiertos a la crítica de una manera nueva. “Recibo retroalimentación constante en vivo, leo cada correo electrónico y cada mensaje en las redes sociales, y cuando me equivoco, me avisan”, dijo Costa. Admitió que no era lo ideal para su salud mental, pero vio la oportunidad de crear una comunidad que pudiera servir de modelo. “Podés crear fácilmente un gran número de seguidores todos los días simplemente gritando contra Salvini. Pero eso no es lo que quiero. Estoy jugando un tipo diferente de juego”.

Entendió que existía el peligro de que estuviera halagando a su audiencia –de que no podían ser ellos, la élite liberal, los que bajaban a la playa antes del amanecer para colocar sus sombrillas. Pero probablemente tenían esos impulsos, dijo, y él también; en ausencia de un sentido de lo colectivo, cuidar de uno mismo se sentía como la única forma. No quería sonar mojigato. “Puede ser insufrible si se pierde el tono correcto”, dijo. “Esto es algo que hago a las 6 am en pijama. Me preocupa que pontifico** —¿tienen esa palabra: hablar como el Papa? Pero trato de ser el adulto en la sala sin ser insoportable, criticando a los demás sin ponerme en un nivel superior”. Encontró su propio éxito incómodo, pero lo tomó como una señal de que en el corazón de su relación con su audiencia había un sentido mutuo de fidelidad. “Realmente no sé por qué este amplio público está escuchando este podcast, básicamente soy yo”, dijo. “Pero al menos trato de demostrarlo con mi propio ejemplo”.

* El término en inglés es blitz: bombardeo sorpresivo –a partir de los bombardeos alemanes sobre Inglaterra a principios de los 40–; en español no hay una traducción exacta, por eso se eligió una aproximación a partir de las incursiones policiales en lugares públicos de fines de los 70 y principios de los 80.
** En italiano, que es igual en español, en el original.

Nota bene: Se respetaron todos los hipervínculos de la edición original en inglés en The New Yorker y se agregaron otros para facilitar el contexto. Traducción y edición de Pablo Makovsky.

 

domingo, 14 de agosto de 2022

Casas de fuego

Para La Capital

La casa del Dragón (House of the Dragon, en el original) se estrenará en HBO el 21 de agosto. Es la precuela de Game of Thrones, cuyo primer episodio, estrenado en abril de 2011, comenzaba con un caminante blanco –un muerto vivo guiado por una voluntad superior desde el más allá del límite del territorio de los reinos de la saga– que avanzaba por un paisaje helado y concluyó, en mayo de 2019, luego de 73 episodios y 8 temporadas, con la poderosa ciudad de los reyes abrasada por el fuego de dragones. 

En esa simetría global –del hielo al fuego– también se encuadra la serie de libros de George RR Martin, Canción de hielo y fuego, en los que se basa la serie. Martin, quien estuvo involucrado en los guiones y el planteo de la saga de HBO hasta la cuarta temporada, vuelve ahora al ruedo con la precuela que promete contarnos la llegada al poder –el trono de hierro al que aludía el título de la primera serie– de la intrigante familia Targaryen, la de Daenerys, acaso uno de los personajes principales de Game of Thrones. De hecho, Daenerys es hija de un rey al que llamaban “El Demente” (Aerys Targaryen) y es ella la última de su estirpe. Para quienes no tienen empacho en acumular datos sobre una dinastía ficticia, hay en Wikipedia un mapa genealógico de esta familia de rubios cuyos nombres entorpecerían cualquier texto y confundiría al lector más despabilado.



Los acontecimientos que narra La casa del Dragón transcurren doscientos años antes de que los Lannister decapitaran a Eddard Stark, Señor del Norte, en el penúltimo episodio de la primera temporada de Game of Thrones.

Fuego político

Acaso la poderosa fantasía que evoca en el título la nueva serie el término “dragón” disipe la poderosa metáfora política con que fue leído el desarrollo de Game of Thrones hasta su final. Acá cinco puntos que merecen tenerse en cuenta a propósito de una serie que, junto con muertos vivos, seres mágicos en un bosque y tres dragones, fue también una ficción muy politizada.

Uno. El 19 de junio 2011 HBO emitió “Fire and Blood”, el último episodio de la primera temporada de Game of Thrones. El recién coronado rey Joffrey Lannister lleva a su futura esposa, Sansa Stark, a observar las cabezas de los decapitados, puestas en una pica. Entre esas cabezas está la de su padre. Joffrey, que es perverso, maligno y cobarde, le muestra a la joven las cabezas como si estuviera en una galería de arte. Hay muchas cabezas y sólo en dos o tres se reconoce el perfil de algún personaje. Pero unos meses más tarde, en 2012, se lanzan los episodios en DVD —sí, hace 10 años se veían series en DVD– y alguien, pausando la reproducción de esa escena, reconoció entre las cabezas de esas picas la del ex presidente George W. Bush (sucedido por Barack Obama en 2009). Los republicanos tomaron nota del asunto, montaron en cólera y, como señaló Sean O’Neal en el sitio AVClub, graznaron que HBO apoyaba la reelección de Barack Obama y llamaron a boicotear la tira.


Dos. El 15 de abril de 2015, en Bruselas, el líder de Podemos y hasta hace unos meses vice presidente de España, Pablo Iglesias, se saltó los protocolos y encaró al flamante rey Felipe para entregarle una copia de la serie Game of Thrones, para que “le dé las claves sobre la crisis política de España”, como declaró luego. Para entonces, Iglesias había publicado un libro titulado Ganar o morir: lecciones políticas de Juego de Tronos, en el que se lee: “El escenario que nos presenta la serie es, ante todo, un escenario en el que el poder está en disputa y en el que el carácter moral de cada protagonista se revela precisamente en el modo en cómo se disputa ese poder. Todo el mundo tiene hoy la sensación de formar parte de un orden social y económico en el que se han roto todos los pactos que garantizaban la paz y la estabilidad”.

Tres. Sin embargo, para mediados de 2015, con la quinta temporada de Game of Thrones al aire, las interpretaciones políticas sobre la serie en Estados Unidos eran variadas. En RealClearWorld se señalaba que Daenerys Targaryan, la madre de Dragones, representaba a los Estados Unidos en Medio Oriente: la fuerza blanca en el mundo musulmán, con las mejores armas (los dragones) y un ejército de élite. Aunque el célebre periodista y escritor de izquierda Paul Mason escribía en The Guardian que la teoría marxista podía predecir el final de la serie.

Cuatro. El 28 de abril de 2013 la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner posteó en Twitter una pregunta: “Game of Thrones. ¿Mi personaje favorito?: la Madre de Dragones. Seguro se queda con Robb Stark ¿o con Jon Snow?” Daenerys Targaryen, quien en su destierro peregrino salió del fuego al final de la segunda temporada con tres pequeños dragones, había protagonizado en el capítulo anterior una escena impresionante al liberar a los esclavos que había comprado para armarse de un ejército. Para ese entonces el personaje de Jon Snow era comparado políticamente en la serie con el papel que Chacho Álvarez jugó en la política argentina de principios a fines de los 90.


Cinco. El 26 de junio de 2016 culminó la sexta temporada de Game of Thrones, cinco meses antes de las elecciones presidenciales que enfrentaron en Estados Unidos a Hillary Clinton y Donald Trump. La serie trató, en cada temporada, sobre los cambios de régimen, sobre las intrigas y las encerronas de la política. Esa temporada culminó con tres mujeres que emprendían por separado su camino hacia la lucha por el poder en clara alusión, como señaló Emily Nussbaum en The New Yorker, a la disputa política en Estados Unidos ese año, no sólo en torno a Clinton-Trump, también a otras figuras como Bernie Sanders, identificado en la serie en el personaje de un sacerdote que enfrenta a la élite en la ciudad del trono de hierro. 

Política familiar

 

La naturaleza de La casa del Dragón también involucra a la política. Aunque no es necesario haber visto Game of Thrones para comenzar con la precuela que se estrena el 21 de agosto, el espectador que sólo busca “aventura” en la pantalla y sufre de nerviosismo histérico ante posibles spoilers puede ignorar que el final de Game of Thrones –hasta donde nos hace saber Jordan Williams en ScreenRants– es similar al comienzo de La casa del dragón: en los dos casos un concejo elige quién debe ocupar el trono. Es lo más parecido a la democracia que el universo de Westeros pudo imaginar para sus monarquías conspirativas, traicioneras y pendencieras. El régimen es lo que está siempre en disputa: el reinado coercitivo de los Lannister, el distorsionado populismo de los Stark o la fuerza libertadora y vengativa de Daenerys Tangaryen en Games Of Thrones

De la conferencia de prensa que los realizadores de La casa del dragón, Ryan Condal y Miguel Sapochnik, dieron en el set de filmación, en Londres, el Hollywood Reporter rescata las palabras de Sapochnik: “Los personajes principales son dos mujeres y dos hombres. Está el rey (Viserys), su hermano (Daemon), la hija del rey (Rhaenyra) y su mejor amiga (Alicent). Entonces la mejor amiga se convierte en la esposa del rey y, por lo tanto, en la reina. Eso en sí mismo es complicado: cuando tu mejor amiga va y se casa con tu padre. Pero a partir de las cosas más pequeñas, evoluciona lentamente esta gigantesca batalla entre dos bandos”.

En el mismo artículo, el jefe de contenido de HBO, Casey Bloys agrega: “Me gustó la idea de centrarme en una sola familia y, obviamente, los Targaryen tienen mucho drama para recorrer. También me gustó el eco de cómo los imperios pueden caer rápidamente: ese es el tipo de conversaciones que estamos teniendo en nuestro propio país [EEUU], que creo que no es algo de lo que hubiera pensado que estaríamos hablando hace 20 años”.

Aunque los reportes señalan que tanto Martin como los showrunners intentan despegarse en La casa del dragón de las escenas de violencia sexual o de sexo como las que exhibía Game of Thrones –que no existen en las novelas de Martin–, también insisten con las comparaciones shakespirianas, en este caso a propósito de uno de los monarcas del clan Tangaryen: “El rey Viserys es interpretado por Paddy Considine (Peaky Blinders), quien ofrece una actuación que a Martin le emociona particularmente. El autor compara la interpretación de Considine con el Rey Lear. ‘Es un buen hombre, pero un mal rey en el sentido de que trata de complacer a todos’”.

Asimismo, La casa del dragón mantendrá algunos de los escenarios y la arquitectura de su predecesora –en realidad, su sucesora en la línea temporal que plantea la historia–, Game of Thrones, como el torreón rojo o las escaleras que hicieron de escenografía de retorcidos duelos y batallas.

Fuego humano

Cuando Martin vio entusiasmado el desarrollo de 9 de los 10 episodios que tendrá la primera temporada de La casa del dragón expresó –siempre según el Hollywood Reporter–: “Es poderoso, es visceral, es oscuro, es como una tragedia de Shakespeare. No hay Arya, un personaje que a todos les encantaría. Todos son defectuosos. Todos son humanos. Hacen cosas buenas. Hacen cosas malas. Están motivados por el ansia de poder, los celos, las viejas heridas, al igual que los seres humanos. Tal como los escribí”.

Las disputas “raciales”, la tercera ola feminista influyeron sobre la nueva serie. Así como será más “amable” el trato sexual con las mujeres, habrá un personaje principal y miembro del clan Targaryen interpretado por un actor afrodescendiente. Condal y Sapochnik eligieron a Steve Toussaint (El príncipe de Persia, las arenas del tiempo) como un personaje poderoso que es blanco en el libro: Lord Corlys Velaryon, también conocido como The Sea Snake (La serpiente marina). Velaryon desciende de Old Valyria como los Targaryen y es el hombre más rico de Westeros. 

Fue Alexis Raben –quien trabaja en la industria del espectáculo y es la esposa de Sapochnik, tal como relevó la revista Empire– quien sugirió enmarcar la serie en torno a dos mujeres, Rhaenyra y Alicent. “Sería mucho más interesante si se tratara de los dos personajes femeninos principales, en lugar de los personajes masculinos. Si te enfocás en la percepción que tiene el patriarcado de las mujeres, y el hecho de que prefieren destruirse a sí mismos antes que ver a una mujer en el trono. Creo que también hizo que este programa se sintiera más contemporáneo. La pareja comienza la serie como amigas, la disrupción en el reino las encuentra en extremos opuestos de un espectro ideológico cuando se trata de la estructura patriarcal en la que están atrapadas.”

Nueve bocas de fuego

La revista Empire dedicó una edición a La casa del dragón, en la que se cuenta que la primera temporada tendrá 9 dragones, cada uno con una personalidad diferente, desde el que tiene una pierna tullida al cascarrabias.

Si bien la familia Targaryen –la más poderosa de Westeros cuando aún no se había dividido en siete reinos luego de feroces guerras civiles– tiene relación con los dragones, éstos están extintos al principio de la temporada. Lo mismo que Daenerys en Game of Thrones, quien camina a través del fuego con un huevo de dragón, en La casa del dragón sucede algo similar con un huevo que puede verse en los distintos tráilers que lanzó HBO.

Menos “reales” de lo que los representa la tradición china –serpientes voladoras llenas de poder y presagios–, los dragones más occidentales de Westeros en La casa del dragón se asemejan mucho más al monstruo medieval que vencía San Jorge y era una representación demoníaca. Sólo que en la serie este demonio juega más por su poder que por su filiación simbólica. 

En Game of Thrones, los dragones de Daenerys eran un demonio aliado, liberador, imposible de esclavizar, algo así como el fuego contenido de las masas sometidas, liberado por esta mujer que encarnaba su desarraigo y su furia.

Queda por ver luego del estreno del 21 de agosto si los nueve dragones de la nueva serie son el fuego de las masas o el de los drones.

sábado, 13 de agosto de 2022

El espía que nos salvó

La semana pasada se cumplieron 77 años desde que los Estados Unidos arrojaran las bombas nucleares sobre Hiroshima (6 de agosto de 1945) y Nagasaki (9 de agosto de 1945). Este artículo, publicado en el periódico californiano de izquierda CounterPunch bajo el título “Dos días que conmovieron al mundo.. y al planeta”, pondera la acción de dos científicos estadounidenses que notaron la gravedad de que su país fuera el único en poseer armas nucleares y decidieron entregar su secreto a la potencia rival.

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Por Dave Lindorff*

En marzo de 1976, cuando era un joven periodista que trabajaba para el Evening Outlook –el diario que poseía una familia conservadora y se publicó hasta 1998 en Santa Mónica, California–, escribí un artículo sobre personas que tenían refugios antiaéreos en sus propiedades, las que se desplegaban frente al mar en el borde occidental de Los Ángeles.

Pude descubrir las ubicaciones de estas construcciones de la Guerra Fría porque desde Santa Mónica se había requerido un permiso de construcción especial para refugios antiaéreos, y los registros de esos permisos tenían su propio archivo municipal. También existía, en aquellos días previos a la computadora, algo llamado directorio telefónico inverso, un elemento básico para cualquier diario que permitía a un periodista buscar una dirección y obtener el número de teléfono vinculado a ella.

Mientras marcaba esos números, descubrí que, debido a que la mayoría de estos refugios habían sido instalados o construidos a fines de la década de 1950 o principios de la de 1960 en el cambiante sur de California, muy pocos de los propietarios de los escondites eran (o admitirían ser) las personas que los habían instalado. Algunos afirmaron no saber que había un refugio antiatómico en su propiedad.

Sin embargo, todavía hay un caso que recuerdo. Había tenido mala suerte ese día con mis llamadas antes de marcar el teléfono en una dirección en la que contestó una mujer que parecía tener un acento japonés. Cuando le expliqué que era un periodista, le pregunté por su refugio antinuclear, Yoko Yanai parecía genuinamente sorprendida. “¿Refugio antinuclear?”, me respondió. “No tenemos un refugio antiatómico en nuestra propiedad”.

Le aseguré que sí lo tenía porque tenía un permiso de construcción para la casa, que mostraba que se instaló un refugio en 1962.

“¿Dónde?", me espetó como si fuera una orden. Sonaba enojada.

Me sentí avergonzado por lo molesta que se mostró conmigo y le describí la ubicación del permiso. Estaba en una esquina de su sótano. Básicamente eran dos paredes de concreto unidas a las dos paredes de cemento del sótano mismo, y se le había agregado agregó un techo de concreto reforzado.

“¡Un momento!”, me dijo. “¡Quiero ir a mirar! Ya vuelvo.”

Después de un par de minutos, regresó. “¡Lo encontré!”, dijo, con la voz aún agitada. Luego, con más calma, me dijo: “Lo lamento, está ahí”. Me explicó que debía haber sido construido por el propietario anterior, llamado Frank Burger (un trabajador de McDonald Douglas, según descubrí, quien en ese entonces, irónicamente, ayudaba a construir el misil nuclear Thor). Había vendido la casa a Yoko y su difunto esposo Michio varios años antes sin mencionar el refugio.

“¿Por qué está tan molesta?”,pregunté.



“Recuerdo los bombardeos de Hiroshima y Nagasaki”, dijo esta mujer que había cumplido 12 años en Japón el 8 de agosto de 1945, dos días después del bombardeo de Hiroshima y un día antes de la bomba de Nagasaki. “No puedo aceptar la idea de una guerra nuclear, y no creo que los refugios sean algo bueno. Los japoneses sabemos lo desastrosa que sería una guerra nuclear. Las personas que se están preparando para una aquí no pueden imaginar cómo sería una guerra así. No importa cuánto concreto uses, el desastre aún sería arrasador”.

Me recordó que cientos de miles de japoneses habían muerto en los dos bombardeos y que muchos todavía sufrían los efectos de las dos únicas bombas nucleares lanzadas con furia, razón por la cual el sentimiento antinuclear, incluso hoy en día, sigue viviéndose entre los japoneses en el panorama político actual.

“Prepararse para una guerra nuclear es una forma de hacer aceptable la idea”, dijo. “Deberíamos trabajar para prevenir una guerra nuclear en lugar de construir refugios para sobrevivir”.




Asteroide

Esa conversación reveladora ocurrió hace 46 años antes de que los científicos se dieran cuenta de que una guerra total con armas termonucleares modernas, cada una cientos de veces más poderosa que las únicas dos bombas atómicas que EEUU lanzó en la guerra de 1945, produciría tanto humo, polvo y lluvia radioactiva que crearía un invierno nuclear similar al causado por el asteroide que acabó con los dinosaurios hace 65 millones de años. Incluso un primer ataque relámpago exitoso por parte de una sola potencia nuclear como Rusia o los EEUU –cada uno de los cuales tiene más de 4.000 armas de este tipo– haría lo mismo, incluso sin represalias.

Entonces, lógicamente, con un arma que no se puede usar, las naciones del mundo que tienen armas nucleares deberían haber prohibido estos horrores hace mucho tiempo, de la misma manera que se prohibieron las armas químicas y microbianas. Pero a pesar de que el año pasado casi todas las naciones del mundo se sumaron a la promulgación de una adición a la Carta de las Naciones Unidas que declara ilegales las armas nucleares, ninguna de las nueve naciones nucleares, entre ellas EEUU, pusieron su firma y, en lugar de reemplazar las armas nucleares, se avocaron a idear sistemas más siniestros que eviten las contramedidas para alcanzar sus blancos.

La carta

El genio físico Albert Einstein lanzó a EEUU a su carrera frenética para desarrollar una bomba atómica con una carta de 1939 al presidente Franklin D. Roosevelt advirtiendo que la Alemania nazi podría intentar construir una bomba atómica que destruya ciudades y que EEUU necesitaba obtener ese arma primero. En 1955, en medio de la Guerra Fría, de la carrera armamentística nuclear, después de varios llamados que estuvieron cerca de un conflicto nuclear, Einstein se arrepintió de esa carta y, postrado en cama dos semanas antes de su muerte, le confió al premio Nobel que lo visitaba, su amigo Linus Pauling, que su carta había sido “el mayor error que había cometido”.

Un genio de la física mucho más joven, el estadounidense Ted Hall, que vivió y trabajó como biofísico investigador en la Universidad de Cambridge desde 1962 hasta su jubilación mientras vivía en Newnham –murió de cáncer de riñón en 1999 a la edad de 74 años–, también tuvo de qué arrepentirse. En enero de 1944 había aceptado una oferta de trabajo para el Proyecto Manhattan por el que dejó sus estudios en Harvard para convertirse en el científico más joven de Los Álamos en ese proyecto. Pasó gran parte del último año de la Segunda Guerra Mundial al frente de un equipo que estaba afinando el complicado sistema de implosión para detonar la bomba de plutonio utilizada en la primera prueba Trinity en Alamogordo y luego arrojada sobre Nagasaki. Hall se dio cuenta a fines del verano de 1944 de que Alemania, con su ejército para ese entonces abatido y repelido en todos los frentes, nunca conseguiría la bomba. También se enteró de que el objetivo real de la bomba estadounidense ya perfeccionada se había desplazado de Alemania hacia el entonces aliado de guerra de Estados Unidos, la Unión Soviética, y decidió que “recaía” en él proporcionar los secretos de la bomba atómica a la URSS.

Ese octubre, él y su compañero de habitación de Harvard, Saville Sax, hicieron exactamente eso, establecieron un increíble contacto en Nueva York con un agente soviético de la NKVD. Durante el año siguiente, inicialmente con Sax como su mensajero, Hall envió a los soviéticos planos y detalles clave para la bomba de plutonio que permitió a la URSS construir y detonar con éxito una copia virtual al carbón de la bomba atómica “Fat Man” (El Gordo) de Nagasaki en agosto de 1949, entre tres y cinco años más rápido de lo que esperaban los científicos y estrategas militares estadounidenses. Su acto de valentía probablemente impidió que EEUU lanzara un ataque preventivo planificado con 3-400 o más bombas atómicas contra la Unión Soviética ya en 1950 o 1951.

The Fat Man, "El gordo", la bomba arrojada sobre Nagasaki. 

Ted, que nunca fue procesado por su espionaje, esperaba que con dos naciones rivales que tenían la bomba, su futilidad como arma sería evidente y conduciría a su prohibición. En cambio, el enfrentamiento sin salida** resultante entre las potencias nucleares condujo a décadas de competencia aterradora para la construcción de bombas cada vez más poderosas y la creación de sistemas de lanzamientos destinados a conseguir una capacidad letal en el primer ataque que, afortunadamente, nunca logró nación alguna. A pesar de lo costosas y escalofriantes que fueron esas décadas de la era nuclear –con una serie de alertas extremas en el camino–, es innegable que esos años de Destrucción Mutua Asegurada y Guerra Fría le han dado al mundo 77 años (y contando) en los que ningún arma nuclear fue usada de nuevo en la guerra.

Con suerte, el mismo estancamiento de esta destrucción mutua asegurada*** que aún existe evitará que la guerra actual en Ucrania se extienda por Europa o se vuelva incluso nuclear, y también evitará que surja una guerra nuclear entre China y EEUU por Taiwán o en algún otro punto crítico.

Si es así y alcanzamos un año 78 o 79 sin el uso de una bomba nuclear, Ted Hall, el científico más joven del Proyecto Manhattan y el espía atómico más joven de la Unión Soviética, y su amigo y mensajero Sax (quien, como se informó en The Nation, nunca fueron capturados y procesados a pesar de haber quedado expuestos en cables de espionaje soviéticos descifrados ya en 1950), merecerán gran parte del crédito.

Periodista de investigación estadounidense nacido en 1942; cineasta, columnista de CounterPunch y colaborador de Tarbell.org, The Nation, FAIR y Salon.com. Su trabajo fue destacado por Project Censored 2004, 2011 y 2012. Dirige This Can't Be Happening. Tiene una entrada en Wikipedia.
** El original en inglés dice “Mexican stand-off”, frase tomada del cine y en uso desde los 90 que significa, como lo pone en escena el film The Good, the Bad and the Ugly (Sergio Leone, 1966): un enfrentamiento entre dos o más rivales en el que ninguno toma la iniciativa del ataque por temor a la represalia, aunque todos se mantienen armados en su posición. 
*** La sigla en inglés de “destrucción mutua asegurada” (mutual assured destruction) es MAD, que significa locura.

Nota bene: se respetaron todos los hipervínculos de la edición original en inglés en CounterPunch. Traducción, edición y notas: Pablo Makovsky.

Ted Hall –cuyo nombre de bautismo era Theodore Alvin Holtzberg (lo cambió a Hall en 1939 para evitar el antisemitismo imperante entonces en Estados Unidos)– tiene una entrada en Wikipedia. Fue aceptado por sus destrezas matemáticas en la Universidad de Harvard a los 16 años.

 

domingo, 3 de abril de 2022

sergio chejfec, historia de los ecos de un nombre

Entrevista realizada en 2004

Alrededor de 1990, luego de que apareciera su primera novela, Lenta biografía, el escritor porteño Sergio Chejfec (1956) se radicó en Venezuela y desde allí continuó su carrera con obras que, respondiendo a una larga tradición de la literatura argentina, remontaban una escena argentina con aire extranjero. Hace dos años, cuando se realizó en Rosario el III Congreso de Teoría y Crítica Literaria, Chejfec no pudo llegar, pero envió un texto llamado “Lengua simple, nombre” en el que ensayaba “algún tipo de ensayo o reflexión sobre el propio apellido”, ejercicio que propuso en su momento a escritores amigos y apreciados. Ese relato, que refiere la relación de su padre con su lengua y con el castellano del Río de la Plata y describe el tráfico generacional de “una moneda sin valor y sin rasgos, como gastada, que es la identidad provista por nuestro apellido”, esboza también el meollo centrífugo de la literatura de Chejfec. “Esa sensación de extranjería, percibir la propia escritura como una forma ajena y que se escribe sola, frente a la cual mi tarea consiste en asignar ideas, es para mí constante”.

En junio de 2004, cuando Chejfec llegó al IV Congreso de Teoría y Crítica Literaria que se realizó en el entonces Bernardino Rivadavia (hoy Centro Cultural Roberto Fontanarrosa), acababa de aparecer su última novela, Los incompletos (Alfaguara, 2004). En una mesa que compartió con Tununa Mercado, el escritor refirió una anécdota sobre Joaquín Giannuzzi que le dio pie para desarrollar el tema al que había sido convocado: “Literatura e intimidad”. Monocorde, sereno, la charla con Chejfec recorre también otros de sus libros, la novela El llamado de la especie, de 1997, Los planetas, de 1999, en la que los dos protagonistas recogen de un modo particular la memoria de un amigo desaparecido durante la última dictadura y está basada en un episodio real, y Boca de lobo, del 2001.

Los incompletos recoge las esquelas que Félix envía desde el extranjero a un amigo (el narrador), quien se pone a escribir anotaciones “como forma de atender una visita mental que oculta y fija la distancia”. La conversación de Chejfec, gobernada por su calva y sus lentes que parecen flotar sobre el puente de la nariz, también está hecha de esas “vistas mentales”, de un puñado de “despreocupadas intuiciones” (la cita pertenece también a las páginas de Los incompletos) que dibujan el mapa de su literatura digresiva y vertiginosa.

—En “Lengua simple, nombre”, mencionabas que cuando al escribir sobre tu padre en tu primera novela buscaste otros nombres y eso te lleva a pensar en los nombres que circulan por la literatura.

—La idea del nombre me resulta muy interesante literariamente porque fue siempre como una especie de condena. El apellido te marca y no sabés bien por qué, se puede saber cómo te marca, pero no por qué. Así como no elegís a tus padres, tampoco elegís tu nombre. Muchas veces detrás del nombre de un personaje se esconde su profundidad. En muchas ocasiones el nombre de un personaje, y por ende el personaje mismo, encarna toda una psicología, toda una época, puede encarnar toda una ideología, una historia, etcétera. En mi literatura los nombres tienen un lugar muy movedizo y muy débil, de muy escasa visibilidad.

—En tus libros hay nombres sin apellidos, pero también iniciales.

—Sí, hay un intercambio de los nombres de dos personajes, con lo cual es como que los personajes se invierten, siguen siendo ellos pero con el nombre cambiado. En El llamado de la especie hay personajes que se cambian los nombres en el medio del texto, de una forma inmotivada desde el punto de vista narrativo. Pero no es que yo tenga una tesis con respecto a los personajes de la literatura contemporánea y los nombres. Más bien me interesa ese tipo de cosas para mostrar en ese plano la naturaleza sumamente discutible, movediza y débil de toda la construcción literaria. Es un elemento que ayuda a poner en escena, a manifestar que la literatura es un artificio, que tiene que estar bien elaborado pero no deja de ser un artificio.

—En tu charla hablabas de la intimidad de la escritura, de ese ponerse al costado de lo que se dice que vendría a ser como la tarea del escritor. Este “ponerse al costado” suena a la operación que se lee en tus textos, donde hay menos una trama que una permanente digresión, por ejemplo en Los incompletos.

—Entiendo que mis libros no se construyen alrededor de categorías como la intriga, el avance argumental o la progresión en la psicología de los personajes. Para decirlo de manera quizás demasiado sintética, tal vez mis libros se organizan alrededor de situaciones, episodios, escenas, eso desde un punto de vista estructural. En el caso de Los incompletos es similar, tiene un aire de familia con los otros libros, porque tiene las mismas preocupaciones. Creo que los escritores no son tanto esclavos de sus obras como de sus preocupaciones, que son las que tienden a reiterarse o a profundizarse o estilizarse. En Los incompletos me parece que el título habla más que de una fragmentación de la trama, la historia o la estructura. Con el libro quise hablar, más bien, de otra forma de incompletud que no siempre se ve en la literatura. Uno está acostumbrado a hablar de incompletud cuando las cosas no terminan, o terminan a medias, o carecen de comienzo, como una línea secuencial que tiene huecos. A mí me interesó ver que la idea de incompletud se relaciona con que siempre tomamos los libros como si fueran algo completo. En cualquier novela, cualquier cuento, hay un contrato con el autor según el cual el lector asume que ese libro es completo, que todo lo que quiso decir el autor, ya sea secreto, explícito o no, está dentro del libro. Y que toda la organización refleja algún tipo de completud. Con Los incompletos quise poner en escena que eso era una cosa que podía estar en discusión, en el sentido de que se puede concebir una obra que sea incompleta, que los personajes estén hechos a medias y se propongan muchas empresas como artificiales, que las historias no cierren, que sean arbitrarias, pero que los mismos personajes las reconozcan como inventadas y arbitrarias.

—Un artificio dentro de otro...

—Exacto, me interesa trabajar en las novelas cómo los títulos pueden llegar a ser una clave o una metáfora del mismo texto. Así como la idea de Boca de lobo, esa metáfora espacial y urbana-territorial también podía ser relacionada con diferentes aspectos o motivos de la novela...

—¿Pensás primero en el título?

—No, pero ayuda mucho a hacer una suerte de organización heterogénea del texto, a establecer relaciones, muchas veces ambiguas, pero que la escritura va afianzándola. Porque, como decías, mi forma de escribir tiene que ver con recursos como la digresión, la reflexión, no avanzo por progresión sino más bien por acumulación, que tiene que ver con las reiteraciones, con las variaciones mínimas. Entonces, una vez adquirido un tono en el texto, son precisamente esas ideas generales, esas metáforas las que me permiten construir como una trama estructural que no tenga que ver con lo narrativo sino más bien con relaciones conceptuales.

—Sin embargo, en Los incompletos hay como una insistencia, una acumulación de pequeños hallazgos no terminan de formular conceptos, como si los conceptos también estuvieran incompletos.

—Sí, los conceptos son incompletos. Parto de la idea y la convicción de que un novelista no necesariamente tiene que tener las ideas claras y las posiciones tomadas con respecto a todo, más bien puedo tener muchas convicciones respecto de muchas cosas pero tengo también serias dudas. Nunca me gustó la literatura que se apoya en ciertas ideas definitivas sobre nada, ni sobre la realidad histórica ni sobre la realidad subjetiva de los personajes. Entonces diría que me gusta leer y escribir una literatura relacionada con la inseguridad, para decirlo con un término muy superficial, en el sentido de que un novelista debería ser un escritor que está sumamente inseguro de lo que escribe y poner en escena esa misma inseguridad. Pero esto nunca debe ser muy evidente, porque pierde convicción el texto, pierde capacidad persuasiva. Más bien, poner en escena la inseguridad es una manera de escribir con un registro elusivo, aproximativo, reflexivo, que piensa mucho y cuestiona los fundamentos o los protocolos ya sean narrativos o conceptuales sobre los que supuestamente esa misma narración se construye. Creo que la literatura, como todas las otras artes, la única manera que tiene de garantizar su sobrevivencia es poniendo en escena su propia seguridad, porque cuanto más taxativa sea, como discurso artístico, menos confianza estética va a suscitar, porque los discursos taxativos ahora pertenecen a otros dominios de lo público: la prensa o la televisión. Estamos llenos de discursos taxativos que nos dicen todo el tiempo que esto es así, blanco o negro. En cambio, el arte me parece que sigue siendo el único lugar, fuera de los espacios de la intimidad, los sentimientos, donde el discurso no es taxativo, sino que tiene que representarse como aproximativo, como inseguro, como si tanteara y estuviera constantemente dispuesto a replegrase, a avanzar, a contradecirse, pero que en ese movimiento, no en lo que dice, sino en cómo lo dice, me parece que se esconde una de sus grandes fortalezas...

—Cuando estuvo en Rosario, Alan Pauls manifestó estar muy interesado en tu literatura, en esos textos que no cierran, como una forma de reaccionar a toda esta demanda en torno a ciertos productos que pretenden cierta transparencia…

—Creo que lo que te decía está sintonizado con la idea de cómo el arte o la literatura es un lugar que tiende a enrarecer el ambiente, a provocar ruido, molestia. Ocurre también que la literatura no tiene como único interlocutor la realidad. También se escribe para la misma literatura. En muchas ocasiones los escritores escriben para los otros libros que han leído o para los otros escritores, que son sus principales interlocutores. Los lectores calificados de los escritores son los mismos escritores, porque es como que en ese mecanismo se asienta la reproducción de la literatura. Entonces, la literatura tiene una naturaleza complicada y simple a la vez, que por un lado tiende a opacar, traducir, enrarecer, confundir, interpretar, pero por otro lado tiene otra dimensión puesta en la propia reproducción.

—Declaraste en una entrevista que escribías para olvidar. Y la memoria, el olvido, está muy presente en tu obra.

—Sin duda que la memoria es un tema tanto político, filosófico y estético como pocos, que se entrelazan en diferentes sentidos y por diferentes vías. Está relacionado con lo que ocurrió en la Argentina durante la dictadura militar o, en un plano más global, con el Holocausto. También como que el arte, en algún punto, en relación a la memoria y el olvido, brindó posibilidades novedosas de hacer aparecer el tema de la memoria y el olvido.

—En el umbral de esto está la frase aquella de Adorno: “No se puede hacer poesía después de Auschwitz”.

—Claro, no negaba la posibilidad absoluta de hacer poesía, sino que se refería a un tipo de poesía particular. A mí los temas del pasado, el recuerdo, el olvido, me resultan seductores porque escucho mucha riqueza en ello. En primer lugar, hay una riqueza de términos relativos, que se necesitan para sostenerse, por eso comienzo diciendo (en Los incompletos) que prefiero decir “No olvido” en lugar de “Recuerdo”.

—En la novela misma se lee que el recuerdo es un llamado del olvido.

—Exacto, se recuerda de tantas maneras en la literatura, desde Proust: el recuerdo involuntario y el arbitrario, hasta ahora, con el recuerdo como una empresa de reconstrucción histórica y filológica, como lo propone W.G. Sebald en una novela como Austerlitz. Y la labor del recuerdo es una labor cultural de reconstrucción. Entonces, el recuerdo involuntario de Proust, que dispara todo un universo de sensaciones y de emociones hasta entonces subterráneo, que se dispara por beber un té, por comer una galletita, por aspirar un olor, y que eso te retrotrae a algo que estaba escondido... Desde eso hacia lo que uno se ve arrastrado y reconoce su propia entidad gracias a eso que se produjo casualmente, hasta el recuerdo planteado por Sebald: que es una labor del espíritu, voluntaria; estamos utilizando el recuerdo para una cantidad de cosas que requieren un arco muy amplio y contradictorio, entonces, no es que sea un militante de la no utilización de la palabra recuerdo, pero quiero decir, que en un punto recuerdo, como sustantivo del verbo, parece ser una palabra incompleta, ineficaz, porque puede querer decir tanto, que prefiero decir “No olvido cuando”, “No olvido que”. Decir “no olvido” te da como una sensación más inmediata de la acción mental que estás realizando.

—El nombre es también lo que uno trae escrito pero, a la vez, muy pocos conocemos el significado de nuestros nombres.

—Algo que llevamos como una chapa, una etiqueta, es algo con lo que uno se identifica pero de lo que podemos llegar a conocer muy poco y sobre el cual no tenemos ningún tipo de intervención posible.

Las cartas que no llegaron, de Mauricio Rosencof, plantea cómo la lectura del pasado, el recuerdo, en ciertas circunstancias, modifica el presente.

—Es una idea ambivalente de la memoria, un poco embozada, y que se muestra de manera espasmódica. Oscila entre una memoria pública y una individual, entre una arbitraria y una voluntaria, entonces más bien creo que la memoria es útil en la medida en que se constituye como escenario. Como un escenario donde se representan todas nuestras frustraciones, fracasos, sentimientos de víctimas y todo lo que somos. Pero no me interesa la memoria como una entidad positiva, que nos va a ayudar a recuperar el pasado, porque eso ya de por sí es bastante ambiguo. Porque uno muchas veces necesita recuperar una memoria para enterrarla.

—Para recordar es necesario también poder olvidar...

—Entonces la memoria para mí es como una pantalla donde escenificar determinados avatares, procedimientos o situaciones que me interesa plantear, pero para mi carece de valor testimonial. Quizá eso responda a lo que me planteabas sobre Los planetas. Quien quiera buscar una denuncia testimonial sobre lo ocurrido en la dictadura (en esa novela), o una representación inmediata, material, sobre la vida de dos muchachitos durante la represión, probablemente se va a sentir decepcionado. Me interesaba más bien utilizar esos elementos para representar la complejidad de la construcción de la memoria. Lo ocurrido durante la represión en el caso de Los planetas, con ese amigo, el narrador desaparecido de la novela, pese a que tenga un sustrato biográfico, es como que hubiera sido para ver de qué manera se puede hacer un tributo a ese pasado sin caer en la condescendencia de darle un carácter testimonial. Porque creo que cuando le damos un carácter testimonial, cuando recuperamos algo tal como pretendidamente fue, lo estamos adelgazando, creo que la realidad es mucho más compleja de lo que creemos y, de hecho, la vida cotidiana es de una complejidad y un desafío permanentes, entonces no creo que la literatura deba simplificar esa complejidad.

jueves, 24 de marzo de 2022

escribir es humano, publicar es divinsky

Entrevista realizada en junio de 2002:

En 1976 Ediciones de la Flor cumplía diez años desde que su fundador, Daniel Divinsky y un socio, juntaran 300 dólares con los que compraron los derechos para la publicación de un par de libros. Habían querido poner una librería, pero el dinero no alcanzó. Volvamos entonces a 1976: Divinsky y su esposa (Cuqui Miller) festeja el aniversario como prisionero de la dictadura más atroz y desfachatada que tuviera el país (cuyo modelo económico –hay que insistir en esto– perdura todavía). Por esa misma época la feria de Francfort, en la que Divinsky había adquirido hacía tres años los derechos de un libro infantil que prohibió el gobierno de Videla, Agosti y Massera, creaba el boom de la literatura latinoamericana en Europa y homenajeaba a un autor que denunciaba las atrocidades de los militares argentinos: Julio Cortázar. Divinsky había presentado ante la Justicia un recurso de reconsideración por la censura de la obra y la milicada contestó sin dilaciones con la encarcelación del editor y su esposa, a disposición del Poder Ejecutivo Nacional, que en esos días apenas daba abasto con sus operativos de torturas, violaciones, secuestros y demás ocupaciones terroristas. Los editores europeos, al tanto del asunto, se pusieron en campaña para sacar e su colega de las mazmorras del Proceso. Así se logró que el ex editor Marcel Jullien, en ese momento director de un canal de televisión de Francia que estaba en Argentina para acordar los contratos de televisación del Mundial 78, se negara a firmar papel alguno hasta que el matrimonio de editores saliera de la cárcel. “Se llevó los acuerdos sin firmar en la valija –contó una vez Divinsky– y los mandó desde Río, cuando se enteró que ya habíamos salido”. Cuatro meses más tarde, el matrimonio Divinsky y su hijo de tres años salían del país. No volvieron hasta 1983.

Entonces, vuelta la democracia, De la Flor retomó su catálogo, donde además de Quino, Fontanarrosa, Caloi, se encuentran Rodolfo Walsh, Germán Rozenmacher, Andrew Graham-Yooll o John Berger, entre otros.

—Ediciones de la Flor nace en 1966, la anécdota dice que usted y su socio tenían 300 dólares, que les alcanzaba para abrir una editorial, pero no una librería, como pretendían en un principio.

—Exactamente, los primeros libros salen en el 67, y va a hacer en este momento 35 años, fue en junio del 67, porque nos apresuramos para que salieran antes de las vacaciones de invierno.

—Usted ha dicho que en este negocio se depende mucho de los afectos.

—Es muy curioso, sucede. Hay autores del catálogo nuestro que han sido apetecidos por otros sellos y que rechazaron ofertas que parecían en lo inmediato muy suculentas. A partir, por un lado, de una ligazón afectiva, pero por otro, también por una lealtad recíproca que lleva a que sus intereses sean defendidos con tanta energía como los propios de la editorial, cosa que en los grandes sellos se pierde. El ejemplo que doy siempre es el de los herederos de Rodolfo Walsh, que en un momento se vieron tentados por un sello editorial de las transnacionales españolas. Teníamos contratos firmados por el propio Walsh que seguían vigentes porque no habían sido rescindidos, eran de la época en la que los contratos de edición no tenían plazo. Cuando vuelvo del exilio, la compañera última de Walsh había autorizado una edición en México de la obra completa. Nos dispusimos a reeditar sus libros en Argentina y en ese momento los herederos de Walsh nos piden que hagamos un nuevo contrato fijándole un plazo de diez años a cada libro. Se hicieron y cuando expiró este período se abalanzó este sello sobre los herederos de Walsh y dio un anticipo importante en cuanto a derechos de autor. Publicaron Operación Masacre y otros libros, y al cabo de unos años los herederos se dieron cuenta de que no había atención personal ni seguimiento de cada libro. 

—No es así como funcionan los grandes sellos.

—En los grandes sellos un libro dura los 28 primeros días del mes de su lanzamiento, porque después es sustituido por otro. O sea que la ilusión de que publicar con los grandes implica para el autor mayores posibilidades de ganancia es totalmente falsa. No es que lo pequeño sea hermoso, pero al haber una menor producción de novedades hay una mayor posibilidad de prestarles una atención que beneficia al autor.

Su política editorial se basa en los long sellers.

—Los libros que se siguen vendiendo durante mucho tiempo. Y De la Flor se mantiene con eso. Los libros de Walsh se publicaron por primera vez hace 32 años y siguen reeditándose y vendiendo. Ahora hemos autorizado una edición en España de Variaciones en rojo y hemos vendido los derechos de autor de Operación masacre, de Cuento para tahúres, o sea que seguimos defendiendo al autor después de muerto y para beneficio también de los herederos. 

—¿Cómo llegan a la editorial algunos de estos libros de la colección Narrativas, como el de Salvador Benesdra, El traductor?

—Lo de Benesdra es uno de esos casos trágicos. Yo no lo conocí nunca. Sé que era un periodista, un tipo sumamente culto e inteligente. Un amigo rosarino, Elvio Gandolfo, que había estado en el jurado de selección de premio Planeta, me dijo que todo lo que había leído en el año que se presentó Benesdra era bastante poco interesante, pero que había una novela bastante excepcional, a la que le sobraban unas cuantas páginas, pero que era lo único fuera de serie, era El Traductor. Retuve el nombre. Después vi que era uno de los finalistas del premio Planeta de ese año. Y un tiempo después un amigo de él, que era conocido mío, me trae el mamotreto, me pidió que lo lea, me dijo que estaban dispuestos a aportar algo para la edición, y lamentablemente lo dejé en el estante de los manuscritos para leer. Un día abro el diario y me entero de que el autor de ese manuscrito se había suicidado, entonces, con una curiosidad morbosa lo agarré y no lo pude dejar, porque efectivamente le sobraban algunas páginas pero era una novela alucinante, original, insólita. En ese momento me llama Américo Castilla, compañero mío de Derecho, también abogado, que estaba en la Fundación Antorchas, para decirme: «Che, ¿no conocés a un escritor que se llama Salvador Benesdra?, porque le dimos nuestro premio para la publicación y estamos llamando a la casa y no contesta». Le digo: «¿Vos no leés los diarios?». Y ahí se enteró. Al final apareció el libro con subsidio de la Fundación y con algún apoyo de los amigos, con una crítica estupenda, con muy poco éxito de venta. Es una obra en el que confío, se sigue guardando para que algún día la gente lo descubra.

—¿Cómo es el trabajo de selección de los libros de autores extranjeros, cómo le llegan? 

—El año pasado compré un solo libro, de (Jacques) Derrida, que se llama Fe y Saber, que tiene un texto de él sobre la religión y, después, una larga entrevista que es de aplicación en todos lados pero, especialmente en Argentina, que se llama “El siglo del perdón”, es de un periodista francés de origen polaco, y bueno, es un título que pagamos 800 dólares que, en noviembre no era una suma exorbitante. La traducción costó 2.000 dólares, porque se pagaron en diciembre (está traducido por una de las pocas “derridólogas” que hay en el país, realmente una experta, psicoanalista, que maneja muy bien el lenguaje de Derrida en francés), entonces, hacer un libro con esa inversión inicial, con el papel comprado al contado, con la imprenta pagada a los 30 días para que se venda a los 4 años es un negocio chino, que sólo lo puede hacer cuando lo solventa otro tipo de proyectos. Esto mismo pasa con el descubrimiento de nuevos autores. En los 70, cuando empezamos, era muy posible que uno descubriera un autor que le parecía valioso, que Primera Plana (la revista semanal) hiciera un artículo elogioso y lo convirtiera en un best seller sin que nadie tuviera idea de quién era el autor. Se nutría ese ascenso a la popularidad, por un lado por una apetencia cultural real y, por otro, snobismo y, después, disponibilidad económica. ¿Quién se compra hoy un libro para ver qué es?

—¿Tiene peso la crítica a la hora de difundir un libro?

—Creo que la crítica no lo tuvo nunca. Pero lo malo es el silencio, cuando se omite toda referencia a un libro, porque nadie se entera de que apareció. Claro, obviamente que la publicidad hace que se vendan libros que no dependen de la crítica, y la inversión publicitaria de los grandes sellos, que no se da sólo en los avisos en suplementos literarios, sino pagando lo que hace falta para que un autor o autora sea entrevistado en programas como los de Susana Giménez o Mirtha Legrand. Hace poco Rogelio García Lupo dijo que la televisión sirve para vender libros que nadie leerá, y es cierto, porque determinan la apetencia del que puede ir a comprar un libro del que se habla pero que después no volverá a abrir, porque su curiosidad ya está satisfecha con el rato que le dedicó al programa.

—¿Y cómo es su política con las traducciones?

—Creo que uno decide con el traductor el criterio a adoptar, sobre todo en este momento, en el cual es fundamental que los libros se puedan exportar. En narrativa hay que tratar de pedirles una traducción lo más neutra posible en el castellano, pero a veces esa neutralidad es una traición al autor. Una vez fui a una conferencia de Borges en la que hablaba de la traducción y decía que, por ejemplo, ante una lluvia ligera se podía decir, en rioplatense, garúa, o decir cellizca, en castizo, y que él aconsejaba usar llovizna, para que se entendiera en todas partes. Pienso que a veces hay que escribir llovizna y otras, garúa, si se traduce desde aquí, pero es un acto de voluntad y de inteligencia.

—Usted contó que los derechos de autor del libro Los animales no se visten, publicado a principio de los 70, empezaron mandándolos a una pequeña editorial de Nueva York, luego absorbida por otra más grande, luego fusionada con un pulpo y así. Que ya ni saben quiénes reciben esos derechos.

—Es muy frecuente, la relación entre el autor y el editor casi no existe. Cuando acordamos una edición en España de Variaciones en rojo de Walsh, empezamos las tratativas con una persona del departamento editorial, hablamos de las condiciones, de la estricta prohibición de enviarlo a América, en fin, se firmó el contrato. Ahora, esa persona ya dejó de tener que ver. Otra persona, de otro sector, nos pidió hace poco fotografías del autor y datos para la portada, y estamos lidiando con otro para que manden el cheque del anticipo, o sea que obviamente no es una tarea unipersonal por definición, pero se pierde la concisión cuando es una gran empresa la que trabaja en este ramo.

—Una antología de cuentos que publicó De la Flor en el 67 tenía un cuento, La cólera de un particular, que Walsh decía que pertenecía a un vietnamita del siglo pasado y que siempre se sospechó que era de Walsh. 

—Se sonreía y nunca dijo nada. Dijo que lo había sacado de una edición francesa que nunca vimos, se suponía que era una traducción. Era una alegoría de la guerra de Vietnam. 

—Y ese tipo de juegos, de falsificaciones, de algún modo, ¿eran más frecuentes antes?

—Sí, eran más frecuentes incluso mucho antes de que empezáramos. Se hizo mucho en la década del 30, los grupos de Boedo y Florida, los apócrifos, la antología apócrifa de (Conrado) Nalé Roxlo. Creo que correspondía a una época más distendida y más lúdica en algún aspecto. Conozco el caso de alguien que se tomó el trabajo de mecanografiar (porque no había computadoras) una novela entera de (Jerzy) Kozinsky y la mandó a 38 editoriales y recolectó las notas de rechazo de las editotriales. Era un libro que estaba publicado. Eran ese tipo de chistes, que requerían mucho trabajo y mucho papel carbónico en ese momento.

—¿Y si usted hubiera recibido esa novela?

—Y, podría haber metido la pata igual, en eso no hay garantías.

—¿Qué es lo que evalúa al leer un libro?

—Que me guste a mí. Porque cuando las tiradas mínimas eran de tres mil ejemplares yo pensaba, «Y, otros dos mil tipos a los que les guste lo mismo debe haber».

—¿Recibe materiales por email?

—A la editorial llegan por email decenas de propuestas, en general con archivos adjuntos. Los autores piensan que con algunas frases ditirámbicas sobre su propia obra van a despertar la curiosidad de quien abre el correo. Un día, un tipo que se llama Alejo García y tiene un segundo apellido que ahora no recuerdo, me manda desde Barcelona un email diciendo que me adjunta su novela Conductores suicidas (es una canción de Sabina o de Aute), pero que como sabe que no voy a abrir el archivo me da unas frases sueltas. Y tenía una conversación de bar muy graciosa, muy estilo Fontanarrosa, en la que dos tipos hacen un cálculo de cuántas aceitunas comieron en su vida. Me pareció tan divertido esa idea totalmente idiota que me hizo abrir la novela, empecé a leerla, me pareció fascinante y comencé a corregirla en pantalla, porque tenía muchos defectos de edición, le contesté que me diera tiempo, porque lo iba a hacer yo, finalmente vino en diciembre a Buenos Aires, en medio del despelote, y le dije que tuviera paciencia, que le faltaba un final, que un capítulo era demasiado largo. Ayer me llegó la nueva versión, que imprimiré para leerla y algún día saldrá. Pero esto es casual, no es para alentar a nadie. Es como picar una carnada.