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sábado, 6 de abril de 2024

el orden criminal del mundo

Netflix estrenó este jueves Ripley, una miniserie de ocho episodios basada en las cinco novelas que Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, EEUU, 1921-Locarno, Suiza, 1995) dedicó a ese personaje entre 1955 y 1991. Pero antes de esta serie que es, por fin, una relectura de esas obras magistrales e inclasificables, estuvieron las obras de Highsmith, que incluso tuvieron a Tom Ripley en otras versiones.

En veintidós novelas y una larga colección de cuentos, los textos de Patricia Highsmith no parecen descubrir otra cosa que una cotidianeidad imperturbable y harto conocida, donde abundan las referencias a los precios de las cosas que ofrece la vidriera de un anticuario o las marcas de whisky, cigarrillos y pantalones de jean que usan sus personajes, quienes a la vez  suelen sorprenderse de lo fácil que resulta matar, cosa que por los general acometen con la ayuda de un objeto doméstico como un cenicero, un jarrón o un cuchillo de cocina. Su estilo es fluido, tan fluido como los hábitos de una casa, sin sobresaltos filosóficos; una fluidez capaz de sobreponerse al engaño, al crimen y a la muerte, porque cierta clase de domesticidad es, para Highsmith, eso: un pacto con el transcurso de las cosas, un pacto que se ha llevado el alma de las cosas. Highsmith trazó un retrato del Mal con los colores de su esencia: nada del otro mundo. El Mal es para Highsmith la fluidez de la vida burguesa que declara con sus precios, sus marcas y sus objetos capaces de dar muerte que no hay otra cosa.

Estas líneas versan menos sobre la serie –producida originalmente para Showtime, que no es Netflix–, realizada en un blanco y negro que despliega mejor ese claroscuro moral de todos sus personajes, que sobre la obra de Highsmith. La serie es una excusa, un McGuffin, como le gustaba decir a Alfred Hitchcock, quien adaptó la primera novela de Highsmith, Strangers in a train (Pacto siniestro, 1951).

Sin embargo, de la miniserie –escrita y dirigida por Steven Zaillian, responsable de los guiones de The Irishman y de La lista de Schindler, entre otras grandes producciones de Hollywood–  hay que decir que es por lejos una de las mejores adaptaciones que pueden verse de estas novelas. Cerca del final del segundo episodio (“Siete obras de misericordia”, se titula, porque el impostor que es Ripley contempla a obras de Caravaggio bajo la guía de Dickie Greenleaf, que está más deslumbrado por los bajofondos de la vida del artista que de esa “misericordia” que representa su obra), Ripley aprovecha que su anfitrión salió y se queda a salas en la gran casona que habita sobre un peñasco en la costa amalfitana para probarse su ropa e imitar sus gestos refinados. En esa impostura está cuando es sorprendido a sus espaldas por Greenleaf, quien volvió antes de lo esperado. Ese hombre vestido con ropa ajena exhibe una desnudez que no necesariamente desnuda su cuerpo, sino algo más obsceno, la oscura naturaleza de sus ambiciones.

Pacto

Highsmith, quien tomó su apellido de su padrastro, el que la llevó a Nueva York a finales de los años 20, aborrece como escritora el pacto de clase sobre el que se sostiene el orden y la moral burguesa. La mayoría de los personajes que en su obra se dedican al arte, como Dickie Greenleaf (uno de los protagonistas y primera víctima de la saga de Ripley. Incluso su nombre es una declaración: “green leaf”, hoja verde, inmadura), lo hacen como una afición, un hobby que permite a sus adinerados practicantes enmascarar su condición de turistas ociosos por el mundo. Más allá de los reparos sobre el autor, Ernst Jünger lo escribía en éstos términos en El Trabajador: “El concepto de la libertad burguesa [es] un concepto destinado a transformar todos los vínculos en relaciones contractuales a plazo”.

Podríamos ingresar a la visión del mundo de Highsmith si modificamos la cita de Lèon Bloy con que Graham Greene –quien la había llamado “la poeta de la aprehensión”– abre El fin de la aventura: “El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor”, en estos términos: “el burgués tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el crimen”. Mi amigo Juan Pablo Dabove lo escribió incluso mejor: “Cuando el crimen es tenido en cuenta, éste no ocurre en el mundo, sino que es el mundo”.

La falsificación 

Hubo un autor alemán que ya citamos, cuya obra posterior a la Segunda Guerra fue un largo proceso de desnazificación espiritual cuyos resultados aún sopesamos, quien esbozó el concepto de “cristalización demoníaca”: se refería a procesos que afectaban la cotidianidad y tenían como resultado una extrañeza horrible y a la larga aceptable. Ésa “cristalización demoníaca” es lo que la obra de Highsmith traduce como “la falsificación”. Los personajes de Highsmith suelen practicar algún tipo de falsificación, lo sepan o no. Edith, en El diario de Edith, falsifica su vida en un diario que relata sus pequeñas aspiraciones de clase media cuya vida real desdeña; el esposo infiel de El cuchillo, como el escritor en desgracia de Crímenes imaginarios, como el novio celoso de El grito de la lechuza, falsifica un crimen que los engranajes habituales de una investigación policial hacen real. Pero hay una diferencia capital entre los personajes de la obra de Highsmith: están los que pretenden que en ese juego de fantasías fraguadas pueden recuperar algo de sus anhelos deshechos por la vida y los que en ese mismo juego se deshacen de esos mismos anhelos y con ellos de la moral que los ha forjado, es decir, los que saben lo que hacen y quedan más allá de los preceptos morales, más allá del mundo; este es el caso de Vic Van Allen, el marido traicionado que se gana cierto respeto con la fábula del asesinato de un amante de su esposa en Mar de fondo, o el del falsificador que apadrina al protagonista de La celda de cristal en la cárcel, o del mismo Bruno, que falsifica las coartadas de un crimen que pacta con el arquitecto de Extraños en un tren; y, principalmente, Tom Ripley: en las novelas que lo tienen como héroe los falsificadores gobiernan el mundo. Salvo excepciones, hay un rasgo común entre estos personajes: todos están bastante chiflados y su mejor disfraz lo ofrecen las costumbres sociales de sus pares de clase. A Highsmith parece interesarle algo esencial en esa falsificación. Forgery es el término en inglés, cuya etimología busca Tom Ripley en un capítulo de La máscara de RipleyRipley Under Ground–, en uno de los pocos alardes de autoconciencia identificables en la literatura de Highsmith: “Falsificar, del francés antiguo forge, forja. Faber artífice, trabajador. Forge en francés decíase solamente del taller donde se trabajaba el metal”. La falsificación forja la realidad en los textos de Patricia Highsmith. El derrumbe que esta revelación acarrea es el motivo de la mayoría de sus tramas. 

“Se produce un gran vacío si uno quiere escribir una historia fiel”, escribe en su diario el protagonista de El cuchillo. Entrampados en su propia red de falsificaciones, los protagonistas de Highsmith casi nunca cuentan la historia fielmente. Acaso eso que ocultan es lo único que los mantiene atados a esa otra vida, la que el protagonista de El grito de la lechuza se acerca a espiar por la ventana de la cocina de su amante.

El ángel exterminador 

Calificada a menudo, y con torpeza, como un divertimentti, la serie del personaje Tom Ripley (que se inicia con A pleno solThe Talented Mr. Ripley– y culmina con Tras los pasos de RipleyThe Boy Who Followed Ripley– a través de cinco libros) es un carnaval a la medida de Highsmith: ficciones que esconden la verdad en un bosque de verdades. Cierto roce con el género policial le dio a Patricia Highsmith la coartada perfecta para esbozar una imagen del mundo tan cierta que difícilmente puede ser creída.

Las novelas de Ripley son una clave porque allí, como en pocos lugares en la obra, encontramos una copia en positivo de los valores que la sustentan. “El artista hace las cosas de modo natural, sin esfuerzo. Alguna fuerza sobrenatural guía su mano. El falsificador tiene que forcejear, y si tiene éxito, su logro es auténtico”, Ripley reflexiona en esos términos mientras avanza hacia el asesinato del hombre que tiene enfrente, Murchison, un industrial norteamericano que ha ido a la casa de Ripley en Francia a discutir sobre la autenticidad de unos cuadros en los que invirtió y llevan la firma de un tal Derwatt. Pero Derwatt murió hace años, cosa que sus representantes mantuvieron en secreto, aunque continuaron explotando la firma haciéndole realizar las pinturas a Tufts, quien a su vez desarrolló su propio estilo y, en palabras de Ripley, “un auténtico Derwatt es un auténtico Tufts”. En otras palabras, Derwatt no es sino la máscara bajo la cual ejecuta su obra Tufts; máscara que el mismo Ripley –aliado en la estafa con los representantes– asume cuando se disfraza de Derwatt para comparecer ante Murchison que acusa de falsificación a la galería que le vendió los cuadros.

En A pleno sol (1960) –título con el que se difundió la primera novela de la serie tras el lacónico film de René Clement– Ripley marcha hacia Italia para rescatar de su bohemia a Dickie Greenleaf, para quien su padre tiene planes en la empresa familiar, en Norteamérica. En un poblado sobre el Mediterráneo Greenleaf vive de los dólares que llegan del otro lado del Atlántico y se dedica a las artes plásticas entre largos baños de sol y placenteras salidas al mar. Ripley se fascina con esa vida disipada, con esa inescrupulosa falta de ataduras con el mundo real, el de las miserias pequeñas, el de los estafadores a los que Ripley dejó atrás en Nueva York, el de los buscavidas y los tramposos que deambulan por las grietas que se abren en la sólida mole de la ley. Ripley mata a Greenleaf, usurpa su identidad, su dinero, recorre Europa, invierte el camino que había delineado el hijo del millonario: en la bohemia mediterránea, Greenleaf ocultaba un turista americano. Con las mismas armas, Ripley inicia un tour criminal.

Ripley es un ángel exterminador, un demonio –y los primeros episodios de la serie de Netflix se encargan de señalar esa condición de ángel caído–. Es un impostor y nada que acometa la impostura se sostiene ante sus ojos. Sólo para sus ojos la moral y la justicia no son sino imposturas y ésto sostiene sus crímenes. Como en toda la obra de Patricia Highsmith, el crimen es la única fuga y es, por esto mismo, el único camino hacia la trascendencia. Al observar la figura demoníaca de Ripley vemos, invertida, la imagen del Santo, el asceta, el único capaz de asumir sin escrúpulos el vacío que representa la falsificación de la vida. Habitar ese vacío, llenarlo de marcas, de precios y de hábitos que pertenecen a la ausencia total del espíritu. No hay allí empatía, ni comunidad, ni siquiera un sentido de la belleza que no pueda traducirse en valor de mercado.

Ripley –el personaje–, así como Ripley, la serie de Netflix es, oportunamente en estos tiempos, la representación de una era cuyo vacío de deseo despliega su nada en los grises de un blanco y negro tiznado de ascensos y caídas que no nos enseñan el derrumbe de una civilización, sino su languidez fundamental.

miércoles, 3 de abril de 2024

domingo de resurrección

Como hijo de una familia atea y de izquierda, mi experiencia con la religiosidad comenzó en Argentina, poco después de mis 11, cuando mi madre me hizo notar la procesión de un Domingo de Ramos en San Nicolás, circa 1975: en la calle éramos uno llevando esas ramas de algo que se parecía a un trozo de olivo en una marcha por el empedrado de calle Mitre. Hasta que llegaba el momento de ingresar a la capilla, donde esa unidad adquiría, con las palabras del párroco allá en la cabecera, las características del rebaño, una idea por completo ajena al ideal izquierdista al que me sentía unido por las ideas, la soledad y la derrota de mis padres.

La religiosidad católica, oficial, era tan potente en esos años, que incluso el niño que era podía absorber en ella el elixir de esa sociedad que estaba conociendo, a la que me sumaba como rebaño. Me llevó unos 20 años, desde ese Domingo de Ramos que rememoro, bautizarme en la fe católica en esa misma ciudad, cuando era docente en una de sus iglesias más emblemáticas.

Este domingo de resurrección asistí a misa en la iglesia San Francisco Solano. Quería agradecer por cosas que me han sido dadas, quería pedir por cosas que me exceden y son parte de mi universo más querido, y quería estar allí, celebrando la Resurreccíón de Nuestro Señor. La iglesia, a la que concurrí en otros días de Pascua en los que tuve que permanecer parado, estaba semivacía. Una lluvia discreta, de gotas medianas, me acompañó en el camino hasta el templo. La lluvia arreció durante la misa y, al salir, observé ese torrente bautismal en el suelo mojado, en el aroma que desprendía la atmósfera violentada por el agua. Jesús había vuelto de la muerte mientras el rito trascurría con la bendición del aguacero.

El cura le hablaba a un micrófono débil, que apenas transmitía sus palabras a los pocos y pobres fieles reunidos en la nave. Me acerqué incluso al altar donde ofrendaba misa para escucharlo, pero el volumen era esperpéntico. El hombre hablaba a sabiendas de lo que decía importaba poco. Dio un sermón delicado, en el que recordó el legado de su madre y su padre durante las celebraciones pascuales y el hábito cotidiano de la bendición de cada comida. No está mal, pensé, es ésa nuestra comunión diaria: celebramos la unidad, el poder alimentarnos, el ser uno en la dura división mundana. Pero apenas si entendía qué decía.

Tenía enrollado en mi mano la doble hojita de ruta de la misa. La lectura evangélica, un par de cantos. Allá adelante. un hombre en remera con una guitarra colgada, cantaba y ponía música a los momentos más emocionantes de la celebración. Su canto era hermoso y la ejecución musical era pobre, efectiva, aunque débil, como todo lo que se convertía en sonido en esa iglesia.

En mi rezo, durante la comunión, pedí –además de las cosas por las que fui a agradecer y pedir– por ese hombre de la guitarra. por ese audio débil y desoído que volvía el ritual un acto mecánico y sin voz, por esa potencia capaz no ya de llenar la iglesia, sino de llenar las almas de los presentes de una voz capaz de hacer de ese mecanismo del rito una experiencia única y trascendente, no el mero cumplido del fin de Semana Santa.

Al final, al salir de la iglesia, sólo pude darle unos cigarrillos a un lumpen que esperaba en la puerta y al que traté de explicarle que la única forma de donarle algo de dinero hubiese sido vía transferencia de MercadoPago. La experiencia de asistir a una misa inaudible que, aún así, es capaz de sostener su rito entre los escasos sectores de los más desfavorecidos y los más devotos, se cumplía con la bendición de la lluvia y la serenidad de un domingo previo a un feriado.

Acaso en ése breve orden que la misericordia ejerce humildemente sobre el predominio de la ley, que Jesús vino a enseñarnos, se cumple el objeto de nuestro agradecimiento y nuestra plegaria.