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viernes, 31 de diciembre de 2010

nota para una definición del horror

Antes de partir hacia Estados Unidos —a Pittsbourgh primero, a Boulder, Colorado, después— Juan Pablo Dabove me pasó este breve texto suyo sobre un tema sobre el que charlábamos mucho en esos días —sería 1997—, el horror, y al que habíamos llegado mediante fuentes muchas veces similares. Usé mucho su texto para dar clases —en secundarios y terciarios y, más tarde, en una dudosa casa universitaria. Al final le agregué tantas cosas (seguramente las más grandilocuentes) que decidí poner mi firma al final de la JPD, acaso fue un gesto de cercanía, antes que de autoría.
(En torno al cuento "La tortuga de agua dulce" —"The Terrapin"—, de Patricia Highsmith.)

por Juan Pablo Dabove & Pablo Makovsky


La cuestión más general en torno a la ubicación de La tortuga de agua dulce como cuento de género lo sitúa dentro de los relatos de ho­rror. En el prólogo de Once (Eleven), el libro en el que apareció el cuento, Graham Greene lo califica como un cuento de “horror físico” y así también el compilador J.A. Cuddon lo selecciona dentro de una antología.
En principio, nos interesa en esa clasificación cierta esencia del ho­rror de la que da cuenta el relato y, segundo, en esa esencia participa la literatura de Patricia Highsmith. Esto es, la escena original en la que esa literatura (o su concepción) se constituye: el crimen como línea de fuga –vía de escape– del horror y a la vez como elemento constitutivo; el ámbito doméstico y el devenir imperceptible del criminal.

Horror y terror. Una distinción

El objeto del terror es lo horrible, el miedo extremo ante el peligro o el monstruo. No tiene el valor de una revelación, sino el de un descu­brimiento. En todo caso afirma lo humano como aquello que debe vérselas y luchar contra el monstruo; lo humano contra lo otro, lo que le es por completo ajeno.
El horror, nacido de la literatura gótica de fines del siglo XVIII y re­formulado de modo decisivo por Edgar Allan Poe (mediados del siglo XIX) y H.P. Lovecraft (principios del 900), es una cuestión de sensibili­dad. No depende de lo horrible ni descubre algo ajeno a lo humano –como el terror–, sino que revela lo otro dentro de lo humano mismo. El verdadero horror, lo espeluznante –que es la sensación en la que re­conocemos el horror– no es descubrir que el hombre puede ser un monstruo –como si se tratase de un exceso o una perversión que podría revertirse–, sino la monstruosidad de lo humano como tal. Por ejem­plo, el protagonista de la novela de Joseph Conrad El corazón de las ti­nieblas, observa a unos negros que danzan frenéticamente en la orilla de un río africano y nota que lo terrible no era descubrir cierta anima­lidad en esos hombres, sino su propia humanidad. El horror es un lla­mado de lo otro, pero también la respuesta, la revelación de que a eso se ha respondido y se pertenece.

Highsmith

En La tortuga de agua dulce, para decirlo pronto, el horror surge ante la estupidez de la mujer. La estupidez no se nota necesariamente en ac­tos, sino más bien en el lenguaje o, más bien, en el lenguaje como con­signa que determina actos. Estupidez que señala en la mujer una suerte de máquina parlante. Las mujeres, en la literatura de Patricia Highs­mith, son máquinas parlantes de lugares comunes morales que termi­nan al servicio de la más cruda inmoralidad.
Aclaremos a qué estupidez nos referimos: no se trata del patrimo­nio del estúpido ni de un defecto del pensamiento, lo que la ubicaría en el lugar de lo cómico: lo previsiblemente imprevisto del buen sen­tido (de aquí el lema: “en boca de niños y locos encontrarás la ver­dad”).
La madre de Victor no es mala, pero es neurótica, estúpidamente neurótica. La maldad supone siempre una cierta reflexión, una vuelta sobre sí y una ponderación de las circunstancias. En el cuento, la ma­dre de Victor (que no tiene nombre, es “ella” o su “madre”) está siem­pre fuera de sí y habita, por decirlo de algún modo, ese fuera de sí. A esta alienación, a este ser ajeno en uno mismo, llamamos estupidez.
Si decimos que el horror es la estupidez señalamos que el horror re­side, precisamente, en la percepción de la estupidez como una potencia impersonal, como una especie de posesión. La falta de humanidad en la estupidez, o la estupidez como ausencia de lo humano en el lenguaje. Hay algo que habla a través de esa mujer y es extrañamente humano ese hablar, ese decir. Esa forma del habla deja entrever la estupidez an­tes que lo humano.
Así, la estupidez puede analogarse a la blancura de la ballena en Moby Dick (Herman Melville). Lo Blanco es lo espiritual por antono­masia. Pero, reflexiona el personaje Ismael en la novela, lo que aterra en el oso blanco o el tiburón blanco es que lo espiritual se presente (a través de la blancura) pero como ausente (por la fiereza y la amenaza que estos animales representan). El oso pardo aterroriza porque es po­deroso e irracional (para retomar la distinción horror/terror). Pero el oso blanco, aparte de esos atributos, trae el horror porque lleva el color del espíritu. Es el espíritu sin espiritualidad.
El tema de La tortuga de agua dulce fue reducido –como sucede en muchos cuentos de Highsmith– a una consigna: la madre. Y el cuento es antes que nada un diálogo con una escena muy particular.
El diálogo supone un rostro en el que asoma el espíritu. El rostro re­suelve la estructura del lenguaje en expresión de una subjetividad; así el cuerpo transparenta el espíritu. Así, el rostro trae a la persona a tra­vés del diálogo (de ahí el remanido reclamo: “mirame a los ojos cuando te hablo”, “me mentía con la mirada”, etc.).
Por el contrario, en el cuento desaparece el rostro. Habla, pero no escucha. La madre de Victor, cuando habla, ya no está escuchando. Esto señala lo siniestro: lo familiar se vuelve extraño –según la defini­ción canónica de Sigmund Freud–, lo vivo y lo muerto, lo animado y lo inanimado se confunden. La madre de Victor es una máquina de hablar, ausente no sólo de su hijo –como si fuese una mala madre, de­masiado absorta en sus propios problemas–, sino ausente también de su decir. Afirma una fuerza impersonal en su propio habla.
En la máquina parlante –que tiene algo de monstruo porque mezcla de forma impura la carne y la máquina– el rostro está vacío porque la voz y el rostro no traen el alma, el espíritu. Lo siniestro es ver en el va­cío del rostro el rostro del vacío. Victor escucha simultáneamente el parloteo de su madre como su silencio cuando él habla.
La madre de Victor carece de espíritu y en su parloteo siempre re­torna a los mismos lugares: poemas para ser recitados, recetas francesas (como la ropa que obliga a usar a su hijo), y las ilustraciones que repi­ten los lugares comunes de la niñez.
La madre es una voz que se entromete en la conciencia de Victor, que termina matándola. Mata la voz para detener su eterno retorno a esos lugares comunes.
El cuento es de una atmósfera siniestra. El horror surge, indefecti­blemente, cuando se percibe que el horror llama y que uno pertenece a ese llamado. La condición del horror en el cuento tiene que ver con la identificación: Victor se identifica con la tortuga. Hay un contraste en­tre la irrisoria escena de la tortuga y el crimen que desata, que caracte­riza por un lado la atmósfera opresiva del relato y, sobre todo, indica ciertas equivalencias simbólicas: 1, el silencio de la tortuga y el de Victor son equivalentes; 2, son los que miran; 3, la caparazón de la tortu­ga es como la ropa con la que la madre aísla a Victor; 4, el niño y la tortuga no pueden escapar; 5, Victor ve en la tortuga su propio des­tino. En este ambiente, el horror es literalmente percibido cuando Victor observa desde el umbral de la cocina cómo su madre despanzurra la tortuga con un cuchillo. En la descripción de la escena lo que se detalla no es la tortuga destripada –no se nos ofrece este espectáculo como ob­jeto de horror–, sino la actitud de la madre que comete una acción simple: cocinar, pero que los ojos de su hijo, imbuido de la atmósfera descripta, desnaturalizan: las manos de su madre –que cocina, acción doméstica por excelencia– son instrumentos criminales. A la vez, po­demos remarcar aquí otro de los factores de lo siniestro, la fascinación: Victor no puede dejar de ver, no puede quitar la vista de la escena, porque la escena le trae una revelación: la equivalencia entre el destino de la tortuga y el suyo, y el hallazgo de un asesino en la figura de su madre. Además, la madre mata la tortuga mientras repite sus palabras sin sentido que se refieren a otra cosa, por fuera de lo que está hacien­do: en la palabra y en los actos –ante los ojos de Victor– el espíritu se ausenta de la figura de la madre que, a la vez, no hace sino ocupar un lugar común: cocina, alimenta a su hijo, ocupa ese espacio doméstico por excelencia que es la cocina, el hogar.

 Patricia Highsmith

Lugares comunes

Como en la mayor parte de la narrativa de Highsmith, sus persona­jes están casi condenados a retornar siempre a los mismos lugares comunes sobre los que el mundo burgués trazó sus recorridos. Así, la madre de Victor repite, reafirma y se pierde en el lugar común París (Francia), de donde proviene la mejor cultura, lo distinguido, lo dife­rente. Pero su locura consiste, precisamente, en hacerle transitar esos lugares a su hijo a ultranza; lo que termina constituyendo el lugar de los héroes de Highsmith: seres que en un momento ven, perciben sin retorno la falsificación necesaria en la que se funda algo del orden bur­gués que se relaciona con el trato social. En definitiva, seres que por esta visión –videncia– quedan por fuera de ese orden.
Si, como enseña la lectura que Georges Dumèzil hace de las anti­guas sagas nórdicas, el héroe es aquél que de alguna forma cumple a través de la fuerza el mandato originario de su comunidad; el héroe highsmithiano lleva fuera de la comunidad ese mandato, lleva, en úl­tima instancia, el origen fuera de la comunidad: el orden burgués, su ordenamiento comunitario queda así sin origen y todas sus convencio­nes remarcan su condición falsa. La vida, dentro de ese orden, se insi­núa como una falsificación.
Esto es quizás lo que exaspera más en la lectura de la obra de Highsmith. Mientras la diégesis de muchos textos en sí pesimistas pro­ponen al menos algunos lugares donde algo del orden comunitario se­ñala cierto origen en el que la comunidad humana se reconoce y funda cierta habitabilidad, la diégesis de The Terrapin ausenta ese origen y deshabita el mundo, porque lo que propone no es sino un falsificación: un mundo forzado a girar sobre lo común de los lugares de la falsifica­ción.
En la forma de vestirlo, de alimentarlo, de llevarlo al contacto con los otros, la mirada de Victor desnuda la falsificación de orígenes que opera su madre. Esto, claro está, lo deja por fuera de todo orden, lo enajena porque Victor queda desnudo, despojado de todo mandato originario, imposibilitado, por lo tanto, de gestar su lugar original, su originalidad en el sentido de alguien que reconoce su unicidad, su condición de único. Lo que enajena a los héroes de Highsmith es la re­velación de un origen que se ausenta, que las mismas convenciones del mundo en el que ha vivido lo han hecho ajeno.
Así, el hallazgo de lo terrible no sólo reside en el hecho de que no hay escape, sino en el más doloroso hecho –porque compromete un pasado que siempre necesitamos ligar afectivamente al presente– de que nunca hubo a dónde escapar porque tampoco hubo punto de partida.
Si no hay mandato comunitario, porque la comunidad está ajena a todo origen y su orden es sólo una postulación moral, la única tarea que le cabe al héroe es la destrucción de ese orden falso para fundar uno verdadero, aunque vacío y desierto. En este sentido, los únicos hé­roes que caben en la obra de Highsmith son aquellos que llevan a cabo una tarea demoníaca, invertida: invierten el orden destruyéndolo.

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