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"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).
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jueves, 14 de agosto de 2025

libertad, plaza de la

En la EMR preparamos un Diccionario de Rosario inspirado y basado de alguna forma en el que Wladimir Mikielievich escribió durante casi toda su vida. Como muchas de las entradas seleccionadas requieren actualizaciones, e incluso hay que escribir nuevas entradas (sobre todos las que conciernen al siglo XXI, que Mikielievich no vio), encarmos acá la publicación de esas entradas, que seguramente se reducirán para ingresar al texto, según su redacción original.

Imagen guardada por Mikielievich que fecha la inauguración de la plaza y el emplazamiento del busto de la Libertad el 1 de diciembre de 1980. El busto ya no está en la plaza.

LIBERTAD, plaza de la, Urb, Hist. Hasta 1968 la manzana recortada por Mitre, Pasco, Sarmiento e Ituzaingó —hoy la Plaza Libertad, o “de la Libertad”, como figura en registros catastrales de la municipalidad (sección 02, manzana 057)— ofrecía al paseante un edificio central coronado por cinco picos galvanizados sobre el frontón que terminaban de dar forma a los altos techos a dos aguas del Mercado de Abasto de Rosario, que legó su nombre al barrio. El mercado, además del comercio de alimentos frescos, forjó la identidad del barrio desde 1918, cuando comenzó a funcionar, poblándose de bares, fondas, bodegones, pequeños comercios y conventillos donde se alojaban —a veces con sus familias— puesteros y changarines, que circulaban en torno al lugar que 50 años después fue trasladado al Mercado de Productores de San Nicolás y 27 de febrero y al Mercado de Concentración de Fisherton. El edificio terminó de demolerse en 1969 y quedó un terreno con tierra y escombros que fue convertido en pista de motocross hasta que en la intendencia de facto de un oficial de la Marina (1976-1981) se inauguró la plaza de la Libertad el 30 de diciembre de 1980, cuyo alrededor mantuvo durante unos 20 años el paisaje de casas más o menos bajas, establecimientos pensados para almacenes, comercios y depósitos. Avanzados los primeros años de democracia, a fines de la década de 1980, como haciéndose eco de su nombre, la plaza fue escenario de ofertas sexuales que escandalizaron a una sociedad que aún convivía con la Liga de la Decencia (ya sin la virulencia que tuvo durante la dictadura), no sólo la prostitución más frecuente, también se hicieron visibles las travestis. “Una plaza seca con algunos juegos y un poco de arena y unos árboles”, le describe un periodista en una revista independiente de 1990. Y agrega: “Unos arquitectos proyectaron allí una plaza de formas nuevas. Una fuente rectangular modelo Mundial ‘78 (como la del Centro Cultural) y, en la depresión del terreno, un cantón de arena ovoide con juegos —algunos artesanales— y unos pequeños túneles para que pasen los niños, hechos de caños de fibrocemento para cloacas. Lo demás es de hormigón. Formas simétricas. Escaleras de pocos escalones, casi simbólicas y sin dudas menos prácticas que rampas. Árboles que deberían crecer para parecerse a los árboles. Mesas de cemento con pequeñas baldosas negras y blancas formando fríos tableros de ajedrez, etc.” La descripciòn es parte de una crónica sobre un bar que funcionó entre 1987 y 1992 en la esquina de Sarmiento e Ituzaingó, frente a la plaza, Inizios, el primer bar gay de Rosario, creado sólo cuatro años después que el primer bar de ese tipo en Capìtal Federal. En noviembre de 1998 la Plaza Libertad fue la arena de un foro en el que “un grupo de travestis y el Colectivo Arco Iris —que reunía a la comunidad LGBT de la ciudad— denuncian el pago de coimas y los favores sexuales que exigían los policías de Moralidad Pública para dejarlas en paz. La respuesta brutal del jefe de policía fue incrementar razzias y hacer declaraciones paradigmáticas de la discriminación, como llamar ‘mascaritas sidóticas’ a las travestis o recomendar que se las separe de la sociedad, lo que lo obliga a renuncir y con ello termina una época de persecuciones”, según la crónica que hace un periodista rosarino en una revista en 2024, que rememora la noche de Rosario. La plaza se reinauguró con reformas y mejoras en julio de 2023, con nuevos canteros sobre el sendero en diagonal existente y más árboles, ampliación de espacios verdes sobre calles Pasco e Ituzaingó, se ejecutaron rampas de acceso en las cuatro esquinas, así como una para subir al escenario y a juegos. Se colocó una estación aeróbica, un skatepark, se sumó mobiliario urbano, bancos y mesas, cestos y equipo de riego. Además, se instaló un nuevo piso de caucho antigolpes para mayor seguridad de niñas y niños. Una imagen de San Cayetano, resguardada en una caja enrejada, casi en la esquina de Mitre y Pasco, recuerda que la plaza es el punto de partida de la procesión del santo cada 7 de agosto hacia la iglesia de calle Buenos Aires al 2100.


El Mercado del Abasto que funcionó donde hoy está la plaza hasta 1968. La imagen es de los años 30.




independencia, parque de la

En la EMR preparamos un Diccionario de Rosario inspirado y basado de alguna forma en el que Wladimir Mikielievich escribió durante casi toda su vida. Como muchas de las entradas seleccionadas requieren actualizaciones, e incluso hay que escribir nuevas entradas (sobre todos las que conciernen al siglo XXI, que Mikielievich no vio), encarmos acá la publicación de esas entradas, que seguramente se reducirán para ingresar al texto, según su redacción original.

Parque de la Independencia, ca. 1930 (postal coloreada).

INDEPENDENCIA, Parque de la. Hist. Urb. La iniciativa de construir un parque en la zona sudoeste de la ciudad de la época data del año 1896 y se lo ubicaba en el sector limitado por la calle 9 de Julio, bulevar Oroño (entonces Santafecino), las avenidas Pellegrini (antes bulevar Argentino) y Ovidio Lagos (antes calle La Plata), conforme a un proyecto del jefe del Departamento de Obras Públicas, el ingeniero Héctor Thedy. Estudios realizados durante la primera intendencia de Luis Lamas (1898-1901), determinaron ubicarlo en la superficie limitada por Lagos e Ituzaingó, calle Santiago, Cochabamba y Moreno, bulevar 27 de febrero (entonces Rosario). Una ley provincial de agosto de 1900 autorizó la expropiación de los terrenos con destino al parque “de la” Independencia (tal como figura en registro catastral). El parque —que no ocupaba todavía los 1,26 kilómetros cuadrados de extensión actuales— fue inaugurado la noche del 1° de enero de 1902 y otra ley provincial de junio de ese año autorizó a la Municipalidad la expropiación de los terrenos adyacentes al parque, limitados por Pellegrini y Santiago, Ituzaingó y Lagos, inclusive, y la manzana circunvalada por Pellegrini, Alvear, Cochabamba y Santiago, todos ellos necesarios para regularizar la superficie del parque. No fue sino hasta la década de 1930 que el parque adquiriría el tamaño y la fisonomía actual, aunque los cambios continuaron hasta principios del siglo XXI. En 1912 una nueva ley provincial autorizó otras expropiaciones destinadas a regularizar el trazado. El Rosedal, frente a bulevar Oroño y rodeado por las avenidas Intendente Coronado (ex Los Brachichitos) y Dante Alighieri, fue inaugurado en diciembre de 1915. El área parquizada fue ampliada en 1932 en un 30 por ciento, construyéndose jardines frente al cementerio El Salvador y acceso a la avenida Pte. Perón (ex Godoy). En 1980 se incorporaron al parque los terrenos antes ocupados por galpones municipales que se demolieron frente a la avenida Lagos, desde calle Ituzaingó hasta el codo del circo de carreras del Hipódromo Independencia (inaugurado en 1901). En marzo de 1916 un concesionario habilitó góndolas, lanchitas, automóviles, botes ingleses a doble remo, hidropatines insumergibles, bicicletas acuáticas y otros aparatos para recorrer el lago, en cuya construcción y en la de la montaña se ocuparon vagos e infractores reclutados por la policía y castigados para realizar trabajo público. En el centro del lago se encuentra una fuente de aguas danzantes inaugurada en diciembre de 1998. La Fuente de Cerámica donada por la comunidad de residentes españoles atravesó el Atlántico, de las mayores en su tipo, se inauguró en 1936 a un costado del Rosedal. El Jardín Francés, sobre Pellegrini, se inauguró en 1942. El Calendario, donde los jardineros modifican los macizos de flores para mostrar el día del año y la fecha funciona desde 1946. Dentro del parque también está la ex Sociedad Rural (hoy un área de galpones y espacios abiertos reservada para actividades masivas). El Museo de la Ciudad de Rosario (hoy Wladimir Mikielievich) se creó en 1981 y funciona en el parque desde 1993, en el edificio inaugurado en 1902 como Escuela de Aprendices Jardineros. El Estadio Municipal Jorge Newbery (primer club público estatal de Argentina) se creó en 1925. El Museo Histórico Provincial Dr. Julio Marc se inauguró en 1939. El Museo Municipal de Bellas Artes Juan B. Castagnino fue abierto en 1937. El Jardín de los Niños, un área de 3,5 hectáreas con divertimentos como la Máquina de Volar y facilidades educacionales (parte del Tríptico de la Infancia), donde funcionó hasta 1997 el Zoológico Municipal, se inauguró en medio de la crisis de 2001. El International Park, en la esquina de Oroño y 27 de Febrero, donde funcionaban atracciones mecánicas, fue desmantelado en 2013, luego de un accidente en el que murieron dos adolescentes. Un parque similar, más pequeño, funciona frente al Estadio del club Newell’s Old Boys. Además de ese club, en el Independencia funcionan otros dos: el Gimnasia y Esgrima de Rosario (Moreno y Cochabamba), y el Atlético Provincial, abierto en 1915 entre 27 de Febrero, Pueyrredón, Dante Alighieri y el estadio municipal. El Parque Independencia ha sido escenario de las páginas de literatura producida en Rosario; al menos dos de sus escritores lo incluyeron el título de sus libros, Edgardo Dobry en El lago de los botes (Lumen, 2005), y Elvio Gandolfo en Real en el Rosedal (EMR, 2009).   



sábado, 10 de febrero de 2024

vinería

Esta tarde estuve un largo rato en la vinería de Juan, en esa calle que transité con intensidad mientras mi hijo estuvo en la primaria.
La moza que llegó con dos café con leche y tres medialunas era hija de un célebre jugador de Central de los años 80 (acaso de antes), cuyo nombre no retuve.
Algo le dijo Juan sobre hacer plata las camisetas de su padre, que llegó a jugar en Europa, pero ella dijo que una empleada doméstica se había llevado todas esas camisetas.
Lo dijo mientras se retiraba, con la bandeja aún cargada con un café y unas facturas de otro cliente. El final de esas camisetas lo narró ya en la vereda, con algún detalle que ya no escuchamos.
Más tarde llegó Emir, que me conocía de la radio y habia trabajado con Adolfo Corts para Sonidos de Rosario.
En menos de una hora, el universo recoleto y fantasmagórico de la ciudad circuló por la vinería de Juan de forma analógica hasta que se unió a su "procesión en las nubes".

viernes, 7 de julio de 2023

ruperta

En septiembre de 2019, en el marco del Festival Internacional de Poesía (que lamentablemente reemplazó su sitio web por su participación en redes sociales), Bernardo Orge se acercó al Centro Cultural El Obrador para contactarse con referentes de la comunidad qom de la zona oeste de Rosario y a partir de allí mantuvo conversaciones con Ruperta Pérez, Arsenio Borgez y Samuel Romero en sus respectivas casas. De esas charlas surgieron los textos publicados en la plaqueta, que se leyó en una visita de representantes del Festival junto con invitados de esa edición en El Obrador.

Aquí se reproduce el texto de Ruperta tal como se publicó en esa plaqueta.












domingo, 7 de mayo de 2023

Sofía

En algún momento de mi mayoría de edad la tía Sonia fue la tía Sofía. No recuerdo si no pregunté por qué el cambio de nombre o si pregunté y olvidé la respuesta. Entiendo que el nombre Sofía resultaba mejor o respondía mejor a quién era mi tía. Lo acepté como he aceptado todo lo que mi tía Sonia/Sofía me ha ofrecido.

Cuando aún vivía en Paysandú, es decir, hasta mis 11 años a fines de 1974, Sonia/Sofía había perdido a su hija Sheila, enferma de una enfermedad terminal desde su temprana adolescencia. La foto de Sheila, junto con mi prima Martha era un retrato que solía cruzarme cuando entraba a su casa de la calle Bolívar, mi lugar de residencia durante muchos veranos cuando mi familia y yo vivíamos ya en San Nicolás, Buenos Aires, Argentina.

Mientras fui niño y adolescente siempre entraba a la casa de mi tía, en Bolívar 937, por el portón que daba al patio o por la puerta que daba al garage, nunca por la puerta principal, a la que se accedía sorteando el portoncito que daba a un vacío porche que transité contadas veces en los años de infancia. En el tránsito de esa casa, a una cuadra de donde viví mi infancia, puedo notar los vacíos de un pasado trastrocados a los espacios no habitados de casas y terrenos que aún recuerdo cercanos.

Mi tía perdió a su hija Martha, mi prima más querida, después de perder a su esposo, cuando ya todos éramos grandes y la salud de mi prima se había deteriorado durante largos años. 

La casa de Sonia/Sofía en Paysandú tenía un fondo que daba a una suerte de asociación de músicos sanduceros que funcionaba sobre la calle de atrás, Ayacucho, así que de vez en cuando nos llegaban fragmentos musicales sofisticados y hermosos que resonaban en la acotada distancia y llenaban el patio cercano, que hacía una L: el piso elevado con baldosas en damero qie comenzaba por el lavadero y la galería bajo la parra, donde estaba el sillón hamaca que había fabricado mi padre y la parrilla donde el tío Nicolás asaba asado con cuero.

Más atrás, en lo que para mí era “el fondo”, la casa que se construyó para que viva la abuela Antonia –nacida en Ucrania en 1904, y una suerte de galpón semi-cerrado en el que había un juego de química de Martha y cosas que podrían pertenecer tanto a un gallinero abandonado como a un desván.

Corrección: mi abuela Antonia no era “analfabeta”, dominaba el ruso mejo que el español.

La casa de mi tía sobre calle Bolívar también dibujaba una suerte de L en la que la pata corta era la ventana del estudio en el que mi tío Nicolás sumaba las cobranzas con las que contabilizaba sus ingresos y mi tía guardaba los libros que vendía. De esa habitación, que mantenía a Nicolás con la vista fija en la calle, extraje un verano tres tomos de las obras completas de H.P. Lovecraft que leí en estado de trance en una edición de papel biblia. También libros de A.J. Cronin que tardaría años en descubrir que eran malos, y enciclopedias que me contaban las maravillas del Egipto antiguo y el más moderno, nacionalista y anti-norteamericano. 



El 11 de julio de 2016, casi siete años desde que mi tía muriera el 2 de mayo pasado, la visitamos con mi esposa, mi hija y mi hijo. Debe haber sido la primera vez que golpeé la puerta principal de la casa de calle bolívar y tuve que explicarle a Sonia/Sofía quién era. Estuvimos una hora con ella, tomaba mates en la sala de recepción de su casa que, en la arquitectura particular de su casa, era el espacio entre el salón principal –al que se accedía por la puerta de entrada–, la cocina a la izquierda y el pasillo que daba al estudio, el baño y las dos habitaciones donde dormí las noches de mi adolescencia.

Allí, donde permanecimos una hora hablando de cosas que no recuerdo, ardía un leño en el hogar, un pedazo de tronco importante. Volvíamos de estar unos días en las termas de Guaviyú, donde habíamos alquilado una cabaña en la que también había un hogar y no pude encender un fuego. “Mirá el tronco que encendió tu tía”, me dijo mi hijo.


Creo que el leño que has encendido sigue ardiendo, querida Sonia. Покойся с миром

domingo, 28 de febrero de 2021

el fin del anonimato

 Ya no tengo ni querencia/ Y las leguas no me espantan,/ Porque no hay pa’ los que cantan/ Más pago que el de la ausencia

Osiris Rodríguez Castillos, Décimas a Jacinto Luna”.

El 19 de diciembre de 2015 mi hija me mostró el que sería su discurso de despedida en el acto de colación de la primera promoción del Instituto Politécnico Superior que recuperaba la formación industrial que le arrebatara el menemismo. Y que iba a renacer con el régimen macrista instalado en las elecciones de ese año.

Como fui también educado en una escuela industrial, lo mismo que los abuelos de mi hija –en especial, su abuelo materno fue alumno del Politécnico y, mientras ella cursaba los primeros años, él era aún docente en la Facultad de Ingeniería–, la despedida y el hecho de que le tocara leer ese discurso nos tenía inquietos, exigidos por una espada que agitaba la emoción y contra una pared que sostenía el estandarte de la lucidez.

Después de ensayar varios borradores, mi hija decidió que lo mejor sería sintetizar y acotar su discurso a eso que cabe, si se quiere, en la expresión de recital “una que sepamos todas”, es decir, un discurso que de algún modo rescataba ese espíritu de comunidad que comenzaba a disolverse y, a la vez, borraba su firma o, mejor, la unía a una firma común, a un rastro comunitario que se fusionaba en la letra de un poema anónimo, escrito en el baño de mujeres por no se sabía quién, que estaba allí antes de que ella arribara a la escuela y allí permanecería cuando ella se hubiese ido.

“Por llenar mi vida de tantos amigos/ de toda esa gente que creció conmigo/ porque este espejo empañado del baño/ nos vio hacernos grandes año tras año/ porque en cada mesa y en estos asientos/ quedaron sentados los más lindos momentos/ porque en estas paredes bajo los colores/ escribimos los nombres de aquellos amores./ Por aquellas tardes frías de taller/ compartiendo cosas que no van a volver/ porque desde estas tarimas me hicieron sufrir,/ me vieron copiar, me oyeron reír./ Porque seis años te entregué enteros/ y si los tuviera te los daría de nuevo…” Y así.




Claro, en su primera estocada el poema esquivó la coraza de mi formación lírica y buscó el costado sin huesos de mi carne adolescente. Aunque me sorprendió la imagen del “espejo del baño”, a cuyo costado mismo estaba escrito el poema, y aquello de que si la narradora “tuviera” los años que se anticipaba a extrañar en el escrito, se “los daría de nuevo”: había allí una pérdida ya vivida, el augurio residual de la misma pérdida que cristalizaba en los objetos de los que se despedía: la mesa, los asientos, las tarimas, el espejo. Se necesita cierta osadía para dejar por escrito eso: tratar de atrapar aquello que está a punto de perderse con la promesa de algo que no encontraremos. En fin, para estas cosas existe la escritura.

Un lustro más tarde, el jueves pasado, mi hija nos comunicó con emoción que sabía al fin quién había escrito aquel poema, que ella misma había leído desde el primer día que ingresó al Poli en el baño de mujeres, y con el que también anticipó durante seis años su conmovida despedida de la escuela. Nos envió un enlace a una red social en la que vimos a Paula Marull posando contra la pared donde estaba el poema, escrito a fines de 1991, cuando la autora estaba a punto de egresar.


“El último día del último año de clases –escribió Paula Marull en la entrada de la red social–, fui al baño de mujeres, me trepé a uno de los taburetes que hacíamos en carpintería y lo escribí en la pared justo al lado del espejo donde ya nos delineábamos, con la misma letra que terminábamos teniendo todos en el industrial. No lo firmé. Me limité a dejarlo ahí para que se lo lleven los años. Quería que las paredes lo absorban como el filtro solar que le pongo a mis hijas. Fui cobarde. Muchas veces me impulsó a escribir la cobardía. Sé que si hubiera hablado más, enfrentado más, confrontado más, hubiera escrito menos.


“Hace unos días me contactaron x Ig: “soy una egresada del Politécnico de Rosario y necesitamos por pedido del actual director dar con la autora del poema que aún hoy está escrito en la pared del baño de chicas, y todo lo que pudimos conseguir es saber que fue escrito por la promoción 91... Si tenés algún dato para aportar te lo agradeceríamos”.


“Para mi sorpresa al poema también le habían pasado muchas cosas en estos años. Lejos de quedar huérfano, fue adoptado por 30 generaciones de mujeres que, como nosotras, se refugiaban en el baño y le reforzaban el fibrón cuando se borroneaba, lo reescribían cuando el baño se pintaba y lo recitaban en las tarimas cuando egresaban.


“El Poli dejó de ser un colegio con 5 mujeres por división y este año deberán hacer una reforma en el baño que va a afectar la pared donde se aferró el poema como una hiedra y quisieron homenajearlo.


“Este fin de semana viaje a Rosario para entrar al baño de mi escuela después de 30 años pensando lo mismo que el día que lo escribí, ‘no tengo que llorar’. Volvió a ser imposible.”


Paula Marull: no puedo dejar de leer en ese apellido lo que escribió Ernesto Inouye sobre otro Marull, Facundo, un rosarino errante que es parte del panteón poético de la ciudad y hoy puede leerse gracias al trabajo de la Editorial Municipal de Rosario (EMR).


Según me dice Paula en un mensaje de wasap, no tiene claro si hay o no un parentesco con Facundo. Según Inouye, que interrogó sus fuentes dentro de la familia del poeta investigado para el volumen de su obra completa, el vínculo familiar es muy distante: “Resuelto el tema genealógico –me escribe también por wasap–. El bisabuelo de Facundo Marull era hermano del tatarabuelo de las mellizas [Paula y María]. Un parentesco bastaaante lejano.”


Pero, me digo, a fin de cuentas no estoy buscando parentescos más allá de unas palabras y un apellido sino, como dijo el poeta, “lo que se cifra en el nombre”. 

 

Errancia

 

En 2019 la EMR publicó la Poesía reunida de Facundo Marull en su colección Mayor, donde agrupa a esos poetas que, en la historia reciente, de algún modo registraron los modos de nombrar y aludir al Rosario de su época (están desde Felipe Aldana a Francisco Gandolfo). Ernesto Inouye fue no sólo el prologuista, sino el encargado de la investigación que llevó a reunir los versos, la biografía y la obra del poeta, que se reduce a dos libros publicados al promediar los 40, en Rosario, y los 60, en Montevideo.


A principios del año pasado, Inouye escribió en El Cocodrilo –la revista de Letras que incorpora tecnología e hipervínculos a la literatura vernácula– una crónica de su periplo en pos de datos biográficos y parte de la obra periodística de Facundo Marull.


La conclusión sobre Marull (muerto en 1994, en Buenos Aires, a los 79 años, aunque en una entrada de su Diccionario de Rosario, el historiador y coleccionista Wladimir Mikielevich lo da por muerto a mediados de los 80, según recoge el mismo Inouye) es que acaso era un hombre, un poeta, una biografía que no quería ser descubierta: “Desprovisto de bibliografía, tuve que basar la investigación en entrevistas a gente que lo había conocido o al menos había escuchado hablar de él, y en tratar de derivar datos nuevos de los pocos que tenía: por ejemplo leer comentarios en blogs discontinuados y stalkear a los usuarios que lo nombraban (en viajes al pasado a planetas abandonados como ‘Taringa!’ o la ‘blogosfera’) o no investigar a Marull sino ir hacia esos lugares donde había olor a Marull, algún personaje, movimiento artístico o político cercano como para, de alguna manera, ir cercándolo. La falta de información y estudios previos me obligó a abandonar el mundo de las ideas, e introducirme en el asistemático, múltiple y polivalente mundo real, la materia prima de los detectives y los comerciantes, y a partir de los rastros del Marull de carne y hueso intentar reconstruir su vida y después intentar descifrar su poesía singular”, escribe Inouye.


Nacido en Rosario, de una familia “aristocrática”, donde las comillas pueden leerse como: una familia vasta y con historia –hay una calle Mariano Marull en Alberdi, en Rosario– que no necesariamente significa rica, Facundo Marull eligió la errancia, nunca tuvo una casa e invirtió sus ingresos en motos que lo alejaban de las propiedades y la historia que podrían legarle un apellido y una pertenencia.


Beatriz Vignoli, en una nota publicada en un diario local, traza una genealogía de Marull y la vanguardia, que también se dibuja en la semblanza de Inouye: el autor que escapa de sí mismo y construye con su ausencia una obra que habla de él en silencio.


Paula Marull, actriz y dramaturga excepcional, quien hace treinta años dejó el Politécnico y no volvió a ingresar hasta el fin de semana pasado (lo dice en ese fragmento tomado de una red social y vuelve a decirlo en un audio de wasap), también narra en este conmovedor texto publicado en un diario porteño que su padre, cuando se separó de su madre y dejó la casa de Fisherton, era un nómade que la llevaba a ella y a su hermana por los patios y las casas de sus amigos en un recorrido afectivo que parecía sortear cualquier ambición de propiedad. Allí están Paula y su hermana deambulando y jugando con juguetes ajenos por las propiedades de rosarinos célebres como Roberto Fontanarrosa y otros cuya celebridad conocimos en los 80-90 a través de sus marcas, como la tradicional disquería Tal Cual.



Pero esa errancia, ese nomadismo emocional, esa cualidad de ausentarse y seguir “hablando”, contándole cosas a un tiempo que es nuestro a costa de perderlo, es también lo que está en el poema de Paula Marull que permaneció anónimo durante treinta años.


Hay algo “fantástico” –por el modo en que cierto orden parece subvertirse– en esta operación temporal que practican los Marull –el padre de Paula, según ella lo recuerda, el lejano Facundo y ella misma–: despliegan una rara operación que descoloca los estándares sucesivos de la temporalidad. Con su ausencia, Facundo Marull hace de su obra una contemporaneidad suspendida; con su anonimato, el poema del Politécnico se anticipa a las voces de aquellas que leen allí lo que Facundo Marull no tuvo, una pertenencia.


Leí una vez este tipo de “operación” en El fin de la aventura, de Graham Greene, donde Sarah Miles, esposa adúltera, ya muerta, se aparece en el sueño febril del hijo del señor Parkis, el detective que contrató el amante de Sarah para seguirla. El niño Parkis vuela de fiebre. “Apendicitis”, ha dicho el médico. Su padre le teme a la operación de su hijo y lo mantiene en cama. El joven lee un libro que perteneció a la infancia de Sarah. En su sueño, Sarah se le aparece y le palpa el lado derecho del vientre. Luego, anota algo en el libro que está en la mesita de luz. Al despertar, el niño observa en la primera página del libro que había estado leyendo una anotación que no había descubierto. Allí Sarah, de niña, había anotado: “Una vez que estuve enferma me dio este libro mamá/ Si alguien me lo robara Dios lo castigará/ Pero si enfermo te encuentras/ Consérvalo y léelo mientras”.



El tema del sueño, como anticipación o, como en el caso de El fin de la aventura, como visión, lleva al tema del tiempo. Claro que el mismo Greene señala el asunto en su ficción y pone en boca de un sacerdote la siguiente reflexión: “San Agustín se preguntaba de dónde venía el tiempo. Decía que venía del futuro, que aún no existía el presente, que no tenía duración e iba al pasado que había dejado de existir. No me parece que estemos en condiciones de comprender el tiempo mejor que un niño”. 


Pero, además, El fin de la aventura es quizás el más explícito homenaje de Greene a Léon Bloy. No sólo una cita de El alma de Napoleón inaugura la novela, en la trama del episodio narrado puede leerse también aquella otra observación de los diarios de Bloy sobre el tiempo: “Los acontecimientos no son sucesivos sino contemporáneos, de manera absoluta; contemporáneos y simultáneos, y es por esta razón por la que puede haber profetas. Los acontecimientos se despliegan bajo nuestros ojos como una tela inmensa. Sólo es nuestra visión la que es sucesiva”.


Esa metamorfosis temporal, estimo, es ni más ni menos la que opera en el poema de Marull en el baño del Politécnico y en el nomadismo del poeta rosarino, la contemporaneidad de una visión que vuelve al tiempo una dimensión particular, propia, capaz de ser habitada por todos aquellos que en un momento descubren que sólo la sucesión es ilusoria, que la errancia y el despojo es también un territorio solidario que permite a otros apropiarse de eso que siempre parece escaparse.

 
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Si no reparaste en los enlaces que están en el texto, acá está el listado de notas y escritos aludidos sobre los que se construyó este texto:
En FB Paula Marull cuenta su reencuentro con el poema que escribió en el baño del Politécnico treinta años después: https://m.facebook.com/story.php?story_fbid=10158141585953277&id=597848276 (de aquí también fueron tomadas las tres fotos de ella y su hermana María que ilustran esta entrada).
En El Cocodrilo, Ernesto Inouye cuenta su periplo en pos de la obra y los datos biográficos de Facundo Marull: https://revistaelcocodrilo.com/ensayos/marull-en-mikielievich-conservar-o-dejar-ir-por-ernesto-inouye/
En Página 12 Paula Marull escribe sobre "Pedro Navaja" y recuerda a su padre: https://www.pagina12.com.ar/292221-pedro-navaja-de-ruben-blades

domingo, 1 de noviembre de 2020

padre


Debe haber sido en el año 1979 cuando conocí al padre Eduardo Jorge. Con unos amigos que, a su vez, tenían amigos en el Don Bosco (nosotros íbamos a la ENET 1), fuimos a un recital de la banda que entonces lideraba el Cabezón Gil, que hizo en el viejo teatro de ladrillos pegados con barro temas de Moris como “Pato trabaja en una carnicería”. Me deslumbró el trato de ese sacerdote con pibes de mi edad que se dirigían a él como a uno más, como alguien que participaba de ese desacato del que muchos de esos muchachos no estarían a la altura en sus años de adultez. Pero ese es otro tema.

En ese mismo año, junto con el Paupe Funes, el Ratón Gómez y Pablo Díaz nos unimos al padre Jorge en un viaje a Buenos Aires, donde el filósofo Viktor Frankl –acaso una de las lecturas más fervorosas de esos años– daría una serie de clases magistrales en el Aula Magna de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires. Más allá de las conferencias del autor de El hombre en busca del sentido, recuerdo una charla sobre los campos de exterminio del nazismo –Frankl había sido sobreviviente de Auschwitz– en el borde de las escalinatas de esa facultad, sobre la plaza Houssay, a la que volvería tantas veces solo y con mis hijos. Volvía a fascinarme no sólo la capacidad de entendimiento del padre Jorge, sino su forma de devolvernos aquello que Frankl había dicho en términos que comprendíamos porque nos resultaban cercanos, familiares. Había algo que el padre Jorge decía que nos hacía contemporáneos.

El recorte de un diario correntino que encuentro a través de Google me dice que había cumplido 77 años el domingo, cuando murió. Lo imaginaba de 100, de 180 años, no por viejo, sino por la matusalénica edad de su conocimiento, que no era otro que la sabiduría de la transmisión, la transmisión de una intriga, la intriga que nos lleva a conocer y a conocernos.

Volví a tratar con el padre Jorge en 1994, cuando me recibió como docente del Don Bosco (primer colegio salesiano fuera de Italia que, como lo dice el magistral autor triestino Claudio Magris o el amigo nicoleño Walter Alvarez, se erigió tras las tratativas de políticos locales para traer a los inmigrantes de la incipiente Italia algo de su cáliz disperso y entrañable).

Mientras fui docente en el Don Bosco, como nuestra materia era el cine, la literatura y eso que se empeñan en llamar la comunicación –en realidad el catolicismo conoce ese término desde hace siglos como la “comunión”–, el padre Jorge se prestó alguna vez a un ejercicio de video que encomendé a unos atorrantes impredecibles que tuve como alumnos. Lo habían hecho actuar de fantasma. Alguien ingresaba a la institución, preguntaba por un personaje y se encontraba con él, pero de repente ese personaje desaparecía y, cuando el protagonista volvía a la entrada y preguntaba, le decían que no había nadie con esas características en el lugar. Entonces le señalaban una foto en la que estaba el padre Jorge y el interpelado respondía: “Murió hace muchos años”.

Quisiera recuperar ese video y recuperar con él ese espíritu lúdico con el que el padre Jorge se prestaba al trato con sus alumnos y los que lo seguíamos: algo había de su enseñanza fantasmagórica y ánimo burlón que lo representaba en esa actuación.

A mí el padre Jorge me recuerda a Walter Brennan, ese actor de los westerns de Hollywood que siempre conocimos viejo, como si su vejez fuese no un producto de los años, sino de una sabiduría sin edad que encarnaba en un cuerpo viejo y majestuoso.

Alguna vez, preocupado por el griterío y el escándalo de mis alumnos del Don Bosco de mediados de los 90, le pregunté al padre Jorge qué hacer, cómo arreglármelas con esos caníbales por completo indiferentes a mis citas de André Bazin o Héctor Álvarez Murena. Me preguntó cómo se desempeñaba en clase un alumno en particular, uno que estaba becado en la institución y carecía de una biblioteca en su hogar. Bueno, tuve que dedicar unos minutos a pensar en ese muchacho. No, el pibe estaba siempre atento; no es que despreciara el caos que montaban sus compañeros, pero se mantenía fiel a la clase y fiel al grupo al que pertenecía. Eso me estaba señalando el padre Jorge: que ahí tenía un aliado y a alguien interesado en mis pobres conocimientos, que eso que quería enseñar era también materia de debate, el debate por el interés de un conocimiento que debía hacer contemporáneo y, sobre todo –como me daría cuenta más tarde– tenía una fundamental relación con lo que entendía como el cine: ¿cuánto dura un plano?, ¿cuánto dura el interés por las cosas que nos han interesado?, ¿cómo hacer contemporáneos de ese interés a quienes pertenecen a otra generación?

En 1995, en una ceremonia que tuvo como prólogo las lecturas de Leon Bloy y Graham Greene, el padre Jorge me bautizó en la fe católica a los 32 años. De esa misa de conversión no sólo participó mi amigo y padrino Adolfo Vergara y su esposa de entonces, también mis alumnos del Don Bosco, unos desvergonzados que llegaron a la casa de mis padres más tarde y la inundaron de una alegría que desconocíamos desde los años de la infancia, cuando esa casa eran unas habitaciones que cada día se abrían al enorme patio de juegos de los años dorados.

Me doy cuenta de que sé muy poco del padre Jorge. Sí, tuvo un cáncer, lo venció. Su apellido alude a una familia mora, acaso conversa. Pero lo que sé, lo que elegí saber, le debe mucho a su mayéutica, a la inspiración que el padre Jorge supo imprimirle al conocimiento, esa inspiración salesiana que es hoy –quiero creer– una de las marcas del generoso espíritu nicoleño que muchos le debemos.

domingo, 21 de junio de 2020

"me trucharon un audio"

Todo lo que necesitás saber sobre la hostilidad de ciertos habitantes de pueblo está en estos tres audios que son una nouvelle acerca de la pertenencia. La señora está indignada porque Carreras, Santa Fe (1972 habitantes según censo de 2010) fue aislada en cuarentena estricta debido a un caso de coronavirus que una persona llevó a la localidad. La situación le da a nuestra narradora la oportunidad de discurrir sobre la esposa del contagiado, que no es de ahí, sino de Hughes, y a la que nunca pudo "pasar". Y no es que ella sea de discriminar ni tiene nada contra los "negros" porque, como dice, Ricardo, quien fuera su marido "era morocho", pero esa mujer, a la que le hicieron el testeo y a la tarde ya andaba haciendo compras, bueno, es otra cosa... Y la vecina jueza, a la que la cuarentena sorprendió en Elortondo. Y "Silvio", quien según nuestra narradora, "se está perdiendo los viajes de llevar lo huevos".
Y ese final en el que reclama "¡¿qué audio?!" y luego arguye: "Me trucharon un audio. Borralo, hacelo desaparecer porque con los celulares hacen cualquier cosa".


domingo, 26 de abril de 2020

insulina & cigarrillos

De mi abuela Antonia, mi abuela rusa –que en realidad era ucraniana–, recuerdo sus pañuelos de seda cubriéndole la cabeza; el paso decidido cuando entraba a la casa de Paysandú por el portón de rejas del costado y abría la puerta de la cocina: si estaba mi padre le hablaba en ruso, parada contra la mesada. Recién cuando terminaba ese protocolo en jerigonza que duraba unos segundos, torcía el rostro para mirarnos y sonreía, como si otro ser descendiera sobre ella.
Pero lo que más recuerdo es la cajita de acero quirúrgico que guardaba mi tía Sofía, donde estaba la jeringa con la que le inyectaba insulina. Antonia murió a fines de los 70, de modo que esos recuerdos pertenecen a una era previa a las jeringas y agujas descartables. Entonces, una jeringa era menos un dispositivo para inyectarse insulina que un objeto precioso: un cilindro de vidrio transparente con su escala de mililitros y su émbolo de vidrio esmerilado, coronado por el apoyo del émbolo de un color azul tornasolado, lo mismo que el anillo de retención del cilindro contenedor. El pivote, en la otra punta, también de vidrio esmerilado, recibía el pabellón preciso de la aguja metálica, que sobresalía como un mástil y largaba en el biselado unas gotas claras y plateadas. En esa jeringa y esa aguja corría algo más que insulina: había algo así como un resplandor industrial y titánico que se proyectaba sobre el cuerpo ya viejo y frágil de mi abuela como diciéndole “Acá llega la maquinaria médica a salvarte el pellejo, y lo hará clavándote su bandera de acero en tus venas desvencijadas”.

mis tres epidemias

Acaso porque la primera vez que viví una cuarentena tenía 9 años, las epidemias me traen algo de la infancia o, al menos, evocan algo del modo en que los niños ven ese mundo en suspenso. 
En noviembre de 1972 comenzaron a multiplicarse los casos de meningitis en Paysandú, Uruguay, donde nací. Los principales afectados eran los niños –los enfermos rozaron los 300 casos, que colmaron las salas de pediatría y maternidad del hospital; el único muerto fue un bebé de 1 año en diciembre de ese año, cuando estaban ya relajándose los controles. 
Vidrios rotos
Estábamos en clase, una media mañana de noviembre, en el entonces edificio anexo de la Escuela 8 (en Treinta y tres Orientales entre Uruguay y Charrúas), cuando nos dijeron que podíamos irnos, que no habría más clases, posiblemente, en lo que quedaba del mes.
No recuerdo si lo habíamos convenido o no, pero me fui a la casa de mi amigo Néstor, en una planta alta sobre calle Leandro Gómez. Estábamos felices de no tener más clases. Nos encontramos con que el restaurante Artemio, que había funcionado en un local debajo de su casa, se había mudado y podía entrarse por la puerta de entrada. Nos metimos, revisamos cada rincón e hicimos un destrozo de vidrios del que tardamos en darnos cuenta. En un momento, uno de los dos se detuvo a presenciar el desastre y salimos corriendo.

domingo, 25 de agosto de 2019

el sueño industrial

El viernes pasado estuve de vuelta en la ex ENET 1 General Ingeniero Manuel Nicolás Savio, donde me gradué como Técnico Químico en 1982. Me había invitado a decir unas palabras en el acto por los 95 años de la institución Sergio Gardella, con quien compartimos promoción y dirige hoy la escuela.
Me emocionó muchísimo encontrarme con unos alumnos atentos, comprometidos con la escuela. Y quedé maravillado con los nuevos laboratorios en la planta baja, donde antes, cuando era aún una escuela nacional, funcionaba parte de la UTN.
Fui con mis hijos, a quienes quería hacer conocer esa escuela y me acompañaron para que pueda hacer de un momento de nostalgia una conversación compartida.
Más tarde, en el grupo de WhatsApp que tenemos con Walter Alvarez y Gustavo Ng, hablamos del asunto y nos preguntamos cómo es que en nuestra época (y me parece que ahora tampoco) no había un relato de esas cosas que nos rodeaban. Por ejemplo, nadie nos contó entonces quién fue Manuel Nicolás Savio. Lo que intenté transmitir en esas palabras fue eso, que debemos hacer propio el relato de la ciudad, cosas así.
Acá ese discursito:
Quisiera exponer tres pequeñas ideas sobre esta escuela ya cercana al centenario. Aquí hice el secundario, y aunque no continué con ninguna carrera técnica, industrial, también conocí la ciudad a través de la escuela. Como estudié Letras y me dediqué a escribir, pensé muchas veces en esto: cómo una escuela nos vincula con la ciudad y cómo ese vínculo con la ciudad y la escuela termina configurando nuestra relación con el mundo.

martes, 12 de marzo de 2019

espectrología

Copio la gacetilla del centro cultural Roberto Fontanarrosa.



Desde el 6 de marzo se encuentra abierta la inscripción a una nueva propuesta que hace eje en el PERIODISMO CULTURAL.

Se trata de Espectrología (Hauntology). Ciencia Ficción en un mundo sin futuro, curso que será coordinado por el periodista Pablo Makovsky.

Espectrología toma su nombre del ya clásico término acuñado por Jacques Derrida en los 90, leído por Mark Fisher, y hace referencia a un concepto que mezcla el embrujo y la ontología. El seminario no es sobre ciencia ficción, sino sobre las derivas de la ciencia ficción que nos permiten pensar una tarea dentro del periodismo cultural. Es decir, el periodismo que cuenta sus historias con los materiales con los que nuestros contemporáneos piensan la época.
El dictado (una clase teórico-práctica semanal) se realizará los jueves de abril (4, 11 y 25) y mayo (2, 9 y 16), desde las 19 horas. El curso propone cuatro puntos: ¿Narrar, interpretar o las dos cosas? Genealogías: en busca de la Matrix. Fake News: la ciencia es ficción. Cada loco con su tema: nuestras historias, nuestro fin de mundo. Destinado a público en general con interés en el periodismo y la redacción informativa que desee interrogarse e interrogar la matriz de su tarea.

Materiales:
Se entregarán materiales vía internet –a través de enlaces de descarga o a sitios para su lectura– como para establecer una base de referencias sobre las que conversar.

Pablo Makovsky
Nació en Paysandú en 1963. En 1975 se mudó con su familia a San Nicolás, provincia de Buenos Aires, y desde mediados de la década de 1980 vive en Rosario. Colabora como periodista cultural en diarios de Rosario, Buenos Aires y Montevideo. Publicó el libro de poemas, La vida afuera (EMR, Rosario 2000) y la crónica San Nicolás de la Frontera (EMR, 2010). Desde 2008 administra el blog Apóstrofe. Actualmente es uno de los editores de la revista cultural REA.

La inscripción es gratuita. Cupos limitados. Inscripción Online (desde el 6 de marzo hasta completar el cupo) en el sitio del Centro Cultural Roberto Fontanarrosa.