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sábado, 6 de abril de 2024

el orden criminal del mundo

Netflix estrenó este jueves Ripley, una miniserie de ocho episodios basada en las cinco novelas que Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, EEUU, 1921-Locarno, Suiza, 1995) dedicó a ese personaje entre 1955 y 1991. Pero antes de esta serie que es, por fin, una relectura de esas obras magistrales e inclasificables, estuvieron las obras de Highsmith, que incluso tuvieron a Tom Ripley en otras versiones.

En veintidós novelas y una larga colección de cuentos, los textos de Patricia Highsmith no parecen descubrir otra cosa que una cotidianeidad imperturbable y harto conocida, donde abundan las referencias a los precios de las cosas que ofrece la vidriera de un anticuario o las marcas de whisky, cigarrillos y pantalones de jean que usan sus personajes, quienes a la vez  suelen sorprenderse de lo fácil que resulta matar, cosa que por los general acometen con la ayuda de un objeto doméstico como un cenicero, un jarrón o un cuchillo de cocina. Su estilo es fluido, tan fluido como los hábitos de una casa, sin sobresaltos filosóficos; una fluidez capaz de sobreponerse al engaño, al crimen y a la muerte, porque cierta clase de domesticidad es, para Highsmith, eso: un pacto con el transcurso de las cosas, un pacto que se ha llevado el alma de las cosas. Highsmith trazó un retrato del Mal con los colores de su esencia: nada del otro mundo. El Mal es para Highsmith la fluidez de la vida burguesa que declara con sus precios, sus marcas y sus objetos capaces de dar muerte que no hay otra cosa.

Estas líneas versan menos sobre la serie –producida originalmente para Showtime, que no es Netflix–, realizada en un blanco y negro que despliega mejor ese claroscuro moral de todos sus personajes, que sobre la obra de Highsmith. La serie es una excusa, un McGuffin, como le gustaba decir a Alfred Hitchcock, quien adaptó la primera novela de Highsmith, Strangers in a train (Pacto siniestro, 1951).

Sin embargo, de la miniserie –escrita y dirigida por Steven Zaillian, responsable de los guiones de The Irishman y de La lista de Schindler, entre otras grandes producciones de Hollywood–  hay que decir que es por lejos una de las mejores adaptaciones que pueden verse de estas novelas. Cerca del final del segundo episodio (“Siete obras de misericordia”, se titula, porque el impostor que es Ripley contempla a obras de Caravaggio bajo la guía de Dickie Greenleaf, que está más deslumbrado por los bajofondos de la vida del artista que de esa “misericordia” que representa su obra), Ripley aprovecha que su anfitrión salió y se queda a salas en la gran casona que habita sobre un peñasco en la costa amalfitana para probarse su ropa e imitar sus gestos refinados. En esa impostura está cuando es sorprendido a sus espaldas por Greenleaf, quien volvió antes de lo esperado. Ese hombre vestido con ropa ajena exhibe una desnudez que no necesariamente desnuda su cuerpo, sino algo más obsceno, la oscura naturaleza de sus ambiciones.

Pacto

Highsmith, quien tomó su apellido de su padrastro, el que la llevó a Nueva York a finales de los años 20, aborrece como escritora el pacto de clase sobre el que se sostiene el orden y la moral burguesa. La mayoría de los personajes que en su obra se dedican al arte, como Dickie Greenleaf (uno de los protagonistas y primera víctima de la saga de Ripley. Incluso su nombre es una declaración: “green leaf”, hoja verde, inmadura), lo hacen como una afición, un hobby que permite a sus adinerados practicantes enmascarar su condición de turistas ociosos por el mundo. Más allá de los reparos sobre el autor, Ernst Jünger lo escribía en éstos términos en El Trabajador: “El concepto de la libertad burguesa [es] un concepto destinado a transformar todos los vínculos en relaciones contractuales a plazo”.

Podríamos ingresar a la visión del mundo de Highsmith si modificamos la cita de Lèon Bloy con que Graham Greene –quien la había llamado “la poeta de la aprehensión”– abre El fin de la aventura: “El hombre tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el dolor”, en estos términos: “el burgués tiene lugares en su corazón que todavía no existen, y para que puedan existir entra en ellos el crimen”. Mi amigo Juan Pablo Dabove lo escribió incluso mejor: “Cuando el crimen es tenido en cuenta, éste no ocurre en el mundo, sino que es el mundo”.

La falsificación 

Hubo un autor alemán que ya citamos, cuya obra posterior a la Segunda Guerra fue un largo proceso de desnazificación espiritual cuyos resultados aún sopesamos, quien esbozó el concepto de “cristalización demoníaca”: se refería a procesos que afectaban la cotidianidad y tenían como resultado una extrañeza horrible y a la larga aceptable. Ésa “cristalización demoníaca” es lo que la obra de Highsmith traduce como “la falsificación”. Los personajes de Highsmith suelen practicar algún tipo de falsificación, lo sepan o no. Edith, en El diario de Edith, falsifica su vida en un diario que relata sus pequeñas aspiraciones de clase media cuya vida real desdeña; el esposo infiel de El cuchillo, como el escritor en desgracia de Crímenes imaginarios, como el novio celoso de El grito de la lechuza, falsifica un crimen que los engranajes habituales de una investigación policial hacen real. Pero hay una diferencia capital entre los personajes de la obra de Highsmith: están los que pretenden que en ese juego de fantasías fraguadas pueden recuperar algo de sus anhelos deshechos por la vida y los que en ese mismo juego se deshacen de esos mismos anhelos y con ellos de la moral que los ha forjado, es decir, los que saben lo que hacen y quedan más allá de los preceptos morales, más allá del mundo; este es el caso de Vic Van Allen, el marido traicionado que se gana cierto respeto con la fábula del asesinato de un amante de su esposa en Mar de fondo, o el del falsificador que apadrina al protagonista de La celda de cristal en la cárcel, o del mismo Bruno, que falsifica las coartadas de un crimen que pacta con el arquitecto de Extraños en un tren; y, principalmente, Tom Ripley: en las novelas que lo tienen como héroe los falsificadores gobiernan el mundo. Salvo excepciones, hay un rasgo común entre estos personajes: todos están bastante chiflados y su mejor disfraz lo ofrecen las costumbres sociales de sus pares de clase. A Highsmith parece interesarle algo esencial en esa falsificación. Forgery es el término en inglés, cuya etimología busca Tom Ripley en un capítulo de La máscara de RipleyRipley Under Ground–, en uno de los pocos alardes de autoconciencia identificables en la literatura de Highsmith: “Falsificar, del francés antiguo forge, forja. Faber artífice, trabajador. Forge en francés decíase solamente del taller donde se trabajaba el metal”. La falsificación forja la realidad en los textos de Patricia Highsmith. El derrumbe que esta revelación acarrea es el motivo de la mayoría de sus tramas. 

“Se produce un gran vacío si uno quiere escribir una historia fiel”, escribe en su diario el protagonista de El cuchillo. Entrampados en su propia red de falsificaciones, los protagonistas de Highsmith casi nunca cuentan la historia fielmente. Acaso eso que ocultan es lo único que los mantiene atados a esa otra vida, la que el protagonista de El grito de la lechuza se acerca a espiar por la ventana de la cocina de su amante.

El ángel exterminador 

Calificada a menudo, y con torpeza, como un divertimentti, la serie del personaje Tom Ripley (que se inicia con A pleno solThe Talented Mr. Ripley– y culmina con Tras los pasos de RipleyThe Boy Who Followed Ripley– a través de cinco libros) es un carnaval a la medida de Highsmith: ficciones que esconden la verdad en un bosque de verdades. Cierto roce con el género policial le dio a Patricia Highsmith la coartada perfecta para esbozar una imagen del mundo tan cierta que difícilmente puede ser creída.

Las novelas de Ripley son una clave porque allí, como en pocos lugares en la obra, encontramos una copia en positivo de los valores que la sustentan. “El artista hace las cosas de modo natural, sin esfuerzo. Alguna fuerza sobrenatural guía su mano. El falsificador tiene que forcejear, y si tiene éxito, su logro es auténtico”, Ripley reflexiona en esos términos mientras avanza hacia el asesinato del hombre que tiene enfrente, Murchison, un industrial norteamericano que ha ido a la casa de Ripley en Francia a discutir sobre la autenticidad de unos cuadros en los que invirtió y llevan la firma de un tal Derwatt. Pero Derwatt murió hace años, cosa que sus representantes mantuvieron en secreto, aunque continuaron explotando la firma haciéndole realizar las pinturas a Tufts, quien a su vez desarrolló su propio estilo y, en palabras de Ripley, “un auténtico Derwatt es un auténtico Tufts”. En otras palabras, Derwatt no es sino la máscara bajo la cual ejecuta su obra Tufts; máscara que el mismo Ripley –aliado en la estafa con los representantes– asume cuando se disfraza de Derwatt para comparecer ante Murchison que acusa de falsificación a la galería que le vendió los cuadros.

En A pleno sol (1960) –título con el que se difundió la primera novela de la serie tras el lacónico film de René Clement– Ripley marcha hacia Italia para rescatar de su bohemia a Dickie Greenleaf, para quien su padre tiene planes en la empresa familiar, en Norteamérica. En un poblado sobre el Mediterráneo Greenleaf vive de los dólares que llegan del otro lado del Atlántico y se dedica a las artes plásticas entre largos baños de sol y placenteras salidas al mar. Ripley se fascina con esa vida disipada, con esa inescrupulosa falta de ataduras con el mundo real, el de las miserias pequeñas, el de los estafadores a los que Ripley dejó atrás en Nueva York, el de los buscavidas y los tramposos que deambulan por las grietas que se abren en la sólida mole de la ley. Ripley mata a Greenleaf, usurpa su identidad, su dinero, recorre Europa, invierte el camino que había delineado el hijo del millonario: en la bohemia mediterránea, Greenleaf ocultaba un turista americano. Con las mismas armas, Ripley inicia un tour criminal.

Ripley es un ángel exterminador, un demonio –y los primeros episodios de la serie de Netflix se encargan de señalar esa condición de ángel caído–. Es un impostor y nada que acometa la impostura se sostiene ante sus ojos. Sólo para sus ojos la moral y la justicia no son sino imposturas y ésto sostiene sus crímenes. Como en toda la obra de Patricia Highsmith, el crimen es la única fuga y es, por esto mismo, el único camino hacia la trascendencia. Al observar la figura demoníaca de Ripley vemos, invertida, la imagen del Santo, el asceta, el único capaz de asumir sin escrúpulos el vacío que representa la falsificación de la vida. Habitar ese vacío, llenarlo de marcas, de precios y de hábitos que pertenecen a la ausencia total del espíritu. No hay allí empatía, ni comunidad, ni siquiera un sentido de la belleza que no pueda traducirse en valor de mercado.

Ripley –el personaje–, así como Ripley, la serie de Netflix es, oportunamente en estos tiempos, la representación de una era cuyo vacío de deseo despliega su nada en los grises de un blanco y negro tiznado de ascensos y caídas que no nos enseñan el derrumbe de una civilización, sino su languidez fundamental.

sábado, 17 de febrero de 2024

en el interior de una permanencia

El miércoles 14 de febrero pasado murió en Buenos Aires Alejandro Rubio (había nacido en esa ciudad en 1967). En agosto de 2006 le pedí un texto a propósito de la reedición de la obra poética completa de Francisco Urondo que publicamos en un dossier dentro del segundo número de la revista Lenta Prisa, que hacíamos para la entonces Secretaría de Cultura provincial. Ese dossier contó también con una cronología de Urondo que escribió Daniel Freidemberg, un texto de Analía Gerbaudo, “Poéticas de la política. Razones para una polémica”, y una nota de Pablo Montanaro sobre Urondo en el cine, “Reflejos en la pantalla”.

El texto de Rubio reproduzco en esta entrada no conocía, hasta donde sé, versión digital.

Dossier Paco Urondo > Revista Lenta Prisa Nº2, invierno de 2006.

La Obra poética de Urondo, publicada por Adriana Hidalgo, pone otra vez en circulación textos casi inhallables. Cómo leer hoy día esos textos y cómo darles su lugar en la poesía es una de las preguntas del poeta que escribe esta nota.

Alejandro Rubio

La reedición de la obra poética de Francisco Urondo hecha por la editorial Adriana Hidalgo, a treinta años de la muerte del autor, luego de un largo lapso en que a duras penas se podía acceder a los volúmenes publicados por De La Flor en 1972 y Casa de las Américas, en 1986 –que incluye el libro inédito e inconcluso Cuentos de batalla, algunos de cuyos poemas ya habían aparecido en la breve antología Poemas de batalla, prologada y recopilada por Juan Gelman bajo el sello Seix Barral en 1998–, permite a una nueva generación conocer la propuesta poética más rica y elaborada, junto con la de Leónidas Lamborghini, que produjo la promoción de los años 60. La coyuntura cultural y política, probablemente, es propicia para que estos nuevos lectores puedan apreciar los estrictos valores poéticos de Urondo sin la incomodidad que el fracaso de su opción política –opción que, más que un tema, fue la condición de posibilidad y la estructura de sentimiento de muchos de sus poemas– solía provocar en los lectores nacidos después de 1960. En efecto, la poesía de los 60 fue sinónimo, desde 1976 en adelante, de algo que estos lectores ya no compartían: el optimismo histórico. Si la sociedad argentina de esa década estuvo marcada por la revolución cubana, la presencia de un peronismo proscripto, la inestabilidad institucional, cierta prosperidad económica, el alto consumo cultural de la clase media, la implantación de la noción, a medias comercial, de “literatura latinoamericana” y si, lo que es más importante, la sociedad argentina de los años 60 estuvo tensionada por la aspiración revolucionaria; los poetas que empezaron a publicar y obtener lectores después de 1984 se encontraron con una estructura en la cual, luego de la ilusión de “retorno” promovida por el gobierno de Raúl Alfonsín, entremezclada de una manera poco obvia con el proyecto de convertir al país en una democracia a la española, después del fracaso de esa ilusión y ese proyecto, quedaba claro que la iniciativa política la tenía la derecha. Este auge de la derecha, basado en datos objetivos, económicos y geopolíticos muy concretos, que el campo cultural nacional e internacional, aun integrado en gran parte por individuos con ideas marxistas, no logró contrarrestar dado que la ruina económica e ideológica del bloque socialista y una sensación difusa de la agotamiento de los “estilos radicales”, desde el arte de vanguardia hasta la política contestataria o revolucionaria, ruina y sensación que se etiquetaron, más rápida que certeramente, con el nombre de “posmodernismo”, coadyuvaron a un derrotismo y una retracción en los que apenas se intentó salvar las papas apelando a una palabra de la Segunda Guerra Mundial, “resistencia”, lo que daba por hecho que la fuerza activa era la del enemigo; este auge de la derecha, decíamos, con su aparato cultural estableciendo el marco en que la libertad de cada escritor podía moverse sin pecar de anacrónica, hizo que obras como las de Urondo, y también las de Ernesto Cardenal, Roque Dalton y otras donde la presencia de un gesto político esperanzado fuera, sin ninguna vergüenza ni cortapisa, explícita, dejaran en los contemporáneos del triunfo de la burguesía a nivel mundial un regusto amargo y burlón a palabra inadecuada, dogmática, en definitiva, vacía. Bien: en Argentina y en la región actualmente la derecha está en retirada. Esto no quiere decir que el lector nuevo se identifique acríticamente con el optimismo histórico que campea en los poemas de Urondo, porque mucho agua ha corrido bajo el puente. Significa, sí, que este optimismo histórico ya no es un obstáculo insalvable que impida penetrar la sofistica textualidad de esta obra, su equilibrio entre el riesgo y el buen gusto, su solución original al problema de cómo se hace una poesía argentina, cosmopolita, contemporánea y duradera al mismo tiempo.

Eros e Historia

Los libros de poesía de Urondo se van sucediendo en un arco temporal de casi veinte años, desde La Perichole hasta Poemas póstumos, desde 1954 a 1972. Es cierto que, para comprender la totalidad de esta obra, no cabe el concepto de evolución, como sí cabe para Alberto Girri o Joaquín Gianuzzi, porque no hay rupturas dramáticas que hagan ver lo anterior como rudimentario o embrionario, ya que los primeros libros de Urondo exhiben una solvencia técnica y un fondo de motivos, tonos y preocupaciones que alcanzarán sus trabajos últimos. Urondo ejecutó, con elementos a priori inconexos y hasta antitéticos, un complicado juego de figura y fondo que los intercambia, los acerca o los aleja, siempre buscando el enfoque óptimo para que el poema, su materia y su forma, se acerquen lo más posible a lo esencial. Lo esencial es casi siempre lo que podríamos llamar un sentimiento, si este término transmitiera el complejo confuso de ideas, emociones, anticipaciones y recuerdos que la realidad dispara en un sujeto. Pero tampoco se puede decir, por supuesto, que la poesía de Urondo se mantenga idéntica a sí misma de principio a fin, como en los casos de Miguel Ángel Bustos o Francisco Madariaga. Más bien, en palabras de Sartre, se podría afirmar que Urondo cambió como todo el mundo: en el interior de una permanencia. Esta permanencia se definiría por dos invariantes: la Historia, con las mayúsculas con que su época la escribía, y el eros. Más precisamente: la obsesión irrenunciable de Urondo es encontrar la palabra poética mediante la cual se muestre que la historia tiene un cuerpo y que ese cuerpo es sexuado y, al revés, que el cuerpo recorrido por el erotismo es recorrido también por los conflictos, intereses y deseos de la comunidad de los seres humanos que constituyen la Historia. Urondo entendió que lo personal era político de una manera bastante distinta a como lo proclamó el feminismo: entendió la identidad de lo personal y lo político como una disimetría trágica en que una parte de la persona, en últimas instancia la vida nuda, debe sacrificarse a la Historia para que perdure un nombre, cifra de la verdadera humanidad. La política, en la teoría de Urondo, es un dios que pide más y más sacrificios personales, un dios letal. Pero, por lo dicho anteriormente, no puede haber verdadero eros si se elude esta exigencia cruel. Muchos militantes de organizaciones armadas hubieran suscripto este pensamiento pero, como ninguno creía que la poesía tenía algún papel en la épica de la revolución, ninguno creyó importante someter a la poesía a la prueba crucial a la que la sometió Urondo.

Lírica anecdótica

Urondo se acercó muy joven al grupo de la revista Poesía Buenos Aires. Se suele identificar a este grupo con una actitud hermética, en el sentido general de “poesía que no se entiende”. Pero la verdad es que los primeros dos libros de Urondo –escritos en contacto, si no con la preceptiva, sí con las ideas que ese grupo movilizó en la cultura argentina–, son, al menos para una persona con cierto entrenamiento en la lectura de poesía –entrenamiento que podría consistir apenas en algo de tradición española, algo de modernismo y algo de ultraísmo–, perfectamente claros, amables y disfrutables. La Perichole (1954), la “perra chola”, es decir, la mestiza esposa de un auténtico virrey del Perú de la primera mitad del siglo XVIII, es, hasta donde alcanzamos a ver, el primer jalón de una línea subterránea y subversiva de textos poéticos o escritos por poetas, cuyos otros emergentes son Una sombra donde sueña Camila O´Gorman, de Enrique Molina, y los poemas “criollistas” de Alambres, de Néstor Perlongher. Esta línea se caracteriza por tomar los motivos más laterales de la historiografía y conectarlos con una fuerza deseante y voraz que no teme atravesar los límites del telurismo y la mitología. También se caracteriza por orientar el motivo hacia una intervención puntual en el presente de la escritura. Cuando la JP cantaba “tiembla la puta oligarquía, se viene la tercera tiranía”, en 1973, Molina ofrecía una versión infernal de aquella primera tiranía. Perlongher, en 1987, cuando el pueblo elegía a sus representantes, se ocupaba de indagar qué inclusiones y exclusiones delimitaban ese tan traído y llevado “pueblo”. Correlativamente, detrás de la mestiza salvajemente erótica y telúricamente poderosa de Urondo, no cuesta mucho ver la figura de Eva Perón. Urondo fija la correspondencia en la recepción de ambos personajes, a dos siglos de distancia, por la gente bien, como lo muestra esta cita: “La gente es propensa tanto a complicar los escándalos, como a eternizar los papelones de aquellos a quienes no superarán...”, mezclando verso y prosa, lo anecdótico con lo lírico, Urondo logra una pieza de mesurada potencia crítica, una alegoría burlona sobre el antievitismo. Historia antigua (1956) reúne breves prosas poéticas escritas con un gusto y una compacidad como pocas veces alcanzó el subgénero en Argentina. Urondo hace convivir la figuración libre con las contradominantes prosaicas y juega con un “tú” amoroso que a veces se amplifica en el “vosotras” (dicho sea de paso, si bien Urondo usará el voseo, aun en su etapa más afín con la poética coloquialista, lo hará con suma mesura, homeopáticamente), como se ve en “Viejas amigas”. Otra pieza destacable es “Gaviotas”, situada en la misma serie metonímica que el famoso albatros de Baudelaire como alegoría del poeta moderno. “Todo hace suponer que existe una sola verdad y una sola preocupación en su mundo”: la obsesión de una lejanía ilimitada. Gregarias y a la vez solitarias, las gaviotas representan la primera fase en la reflexión de Urondo sobre el lugar del poeta, donde todavía, en la balanza que pesa individualismo y colectivismo, el primero pesa más que el segundo. El siguiente libro, Lugares, de 1961, es más ajustado a la preceptiva de Poesía Buenos Aires (poemas y versos brevísimos, ausencia de mayúsculas y signos de puntuación, imagen pura, primacía de sustantivos concretos y elementales como “aire” y “agua” apenas determinados por algún adjetivo) pero no a sus ideas más productivas. Es claramente un paso atrás con respecto a los libros anteriores; es sumamente pulcro, pero carece de ambición y de pathos. Curiosamente, fue publicado después de Dos poemas (1959) que reunía “Arijón” y “Candilejas”, dos textos que abrían nuevos caminos en la poética de Urondo. El primero es un poema de largo aliento de inspiración orticiana, donde Urondo prueba anclar su imaginario en un territorio preciso. Hay profusión de topónimos impresos en cursiva, marcas patentes de esa prueba. La dicción es menos concisa y terminante, más tentativa, como si el autor fuera tanteando oscuramente la esencia del poema. El resultado es menos satisfactorio que el de los primeros dos libros, pero vale, además de como preanuncio de su escritura posterior, más extensiva, suelta e incisiva a la vez, por unos versos donde define un pensamiento ontológico: “la única realidad que no se puede transformar (...)/ una absoluta sombra/ un eterno pliegue”. Una sombra absoluta no da lugar a los cuerpos ni a la luz, y un pliegue eterno es una falsa profundidad de la que no hay salida. La idea es adversativa: hay realidades que se pueden transformar, pero el límite último es ése. Es como si en todo lo que existe hubiera un perfil equívoco que se orienta hacia la oscuridad, la adversidad, la falsedad. Esta idea es desarrollada en “Candilejas”, donde la tramoya de una representación vacía toda posición elocutiva, tanto la primera como la segunda y la tercera persona, de todo carácter de verdad, donde incluso el desastre merece el comentario “no es para tanto”. El poema que cierra el libro Nombres (1963) –donde se reeditan “Arijón” y “Candilejas”–, “B.A. Argentine”, concentra todos los procedimientos retóricos que en el volumen señalan la entrada de Urondo a su versión del coloquialismo. Se trata de un viaje imaginario de la calle Corrientes al Tibet, donde un paseante veloz y alerta toma notas, recuerda a una mujer, repasa la historia, adelanta esperanzas. Lo referencial que se dispara hacia la fantasía alocada se refleja en un estilo que cita y refunde reminiscencias literarias de varias fuentes, toma como modelo el habla cotidiana sin respetarla y ciñe imágenes donde la proporción entre definición e indefinición está calculada para cada caso.

Clandestino

Del otro lado (1967) profundiza y pule lo descubierto en el libro anterior. Contiene dos de los poemas más memorables de Urondo, “Parques y jardines” y “Los gatos”, donde la ampliación temática y tonal del coloquialismo es combinada con una riqueza figurativa y un timing que los vuelve clásicos, representativos de una corriente y a la vez autónomos como obras de arte de primera clase.

Adolecer (1968) es el libro central de la obra de Urondo, ese tipo de libros que obligan a exclamar “acá este tipo puso todo”. Estructurado en ocho secciones que se abren, salvo una, con un “puedo” que afirma una potencia que el desarrollo del poema matizará y cuestionará, y que se cierran con la imagen del entierro, visto en la adolescencia del yo, de un general radical asesinado en la década infame por tratar de evitar un comicio fraudulento, el libre flujo de palabras que representan recuerdos, reflexiones y anticipaciones, ofrece un examen del espíritu de época de los 60 desde adentro. El tango, la Biblia, fragmentos de la historia argentina y mundial, sirven de fondo a la insatisfacción que provoca vivir en un país donde la batalla decisiva siempre se elude. La posición de Urondo es inequívoca: “nosotros sí tenemos que dar la batalla”, es el mensaje político del poema. Este mandato precede todo análisis objetivo de una coyuntura concreta y es indiferente que sea suicida o no. En Son memorias (1970) y Poemas póstumos (1972) Urondo exhibe su radicalización y los poemas son cada vez más comunicativos y explícitos en este aspecto, como se lee en “Hotel Guaraní”, “Liliana Raquel Gelin”, “Felipe Vallese” y “Solicitada”. Por otro lado, no se priva de la ironía y la elipsis que ha trabajado en el resto de su obra, si bien no son predominantes. Cómo conciliar la declaración clara de una postura ideológica con el obligado decir indirecto del género poético es el problema que ocupó a Urondo en sus últimos libros publicados. Hoy, se podría decir que la ideología ha periclitado y se conservan los hallazgos poéticos; sin embargo, hay una relación de consanguinidad entre el “mensaje” y la tensión formal a la que obliga cuando no tiene aún un formato estereotipado. A casi nadie le importa que Virgilio haya escrito la Eneida para glorificar a Augusto; sin embargo, la Eneida fue escrita para glorificar a Augusto.

La perla de esta edición son los doce poemas que se conservan del inconcluso Cuentos de batalla, escrito en la clandestinidad. Estos poemas se hacen cargo reflexivamente de la situación de escribir poemas en la clandestinidad. ¿Por qué y para qué, insiste Urondo, escribir poemas en la clandestinidad? Para reflejar la cúspide de una vida y una poesía, que es la mínima distancia con la muerte. Urgentes, contenidistas, circunstanciales, estos poemas exhiben un cuidado técnico que se manifiesta a simple vista en la disparidad entre un vocabulario y una sintaxis “naturales” y una versificación “antinatural”, de bruscos encabalgamientos. Urondo sabe que este libro nunca podrá ser terminado, como se entrevé en “Quiero denunciar...”: el enemigo se acerca, pero ni siquiera puede pronunciarse la palabra “derrota”. En el extremo de su existencia y de su obra, Urondo escribe y muere en su ley.

viernes, 19 de enero de 2024

bio-geografía

Publicado hace ya 13 años por la Editorial Municipal de Rosario, San Nicolás de la Frontera tiene un hermoso podcast realizado por Modo Podcast (Galpón 11), de la Secretaría de Cultura de Rosario. En YouTube y en Spotify.


 

domingo, 3 de abril de 2022

sergio chejfec, historia de los ecos de un nombre

Entrevista realizada en 2004

Alrededor de 1990, luego de que apareciera su primera novela, Lenta biografía, el escritor porteño Sergio Chejfec (1956) se radicó en Venezuela y desde allí continuó su carrera con obras que, respondiendo a una larga tradición de la literatura argentina, remontaban una escena argentina con aire extranjero. Hace dos años, cuando se realizó en Rosario el III Congreso de Teoría y Crítica Literaria, Chejfec no pudo llegar, pero envió un texto llamado “Lengua simple, nombre” en el que ensayaba “algún tipo de ensayo o reflexión sobre el propio apellido”, ejercicio que propuso en su momento a escritores amigos y apreciados. Ese relato, que refiere la relación de su padre con su lengua y con el castellano del Río de la Plata y describe el tráfico generacional de “una moneda sin valor y sin rasgos, como gastada, que es la identidad provista por nuestro apellido”, esboza también el meollo centrífugo de la literatura de Chejfec. “Esa sensación de extranjería, percibir la propia escritura como una forma ajena y que se escribe sola, frente a la cual mi tarea consiste en asignar ideas, es para mí constante”.

En junio de 2004, cuando Chejfec llegó al IV Congreso de Teoría y Crítica Literaria que se realizó en el entonces Bernardino Rivadavia (hoy Centro Cultural Roberto Fontanarrosa), acababa de aparecer su última novela, Los incompletos (Alfaguara, 2004). En una mesa que compartió con Tununa Mercado, el escritor refirió una anécdota sobre Joaquín Giannuzzi que le dio pie para desarrollar el tema al que había sido convocado: “Literatura e intimidad”. Monocorde, sereno, la charla con Chejfec recorre también otros de sus libros, la novela El llamado de la especie, de 1997, Los planetas, de 1999, en la que los dos protagonistas recogen de un modo particular la memoria de un amigo desaparecido durante la última dictadura y está basada en un episodio real, y Boca de lobo, del 2001.

Los incompletos recoge las esquelas que Félix envía desde el extranjero a un amigo (el narrador), quien se pone a escribir anotaciones “como forma de atender una visita mental que oculta y fija la distancia”. La conversación de Chejfec, gobernada por su calva y sus lentes que parecen flotar sobre el puente de la nariz, también está hecha de esas “vistas mentales”, de un puñado de “despreocupadas intuiciones” (la cita pertenece también a las páginas de Los incompletos) que dibujan el mapa de su literatura digresiva y vertiginosa.

—En “Lengua simple, nombre”, mencionabas que cuando al escribir sobre tu padre en tu primera novela buscaste otros nombres y eso te lleva a pensar en los nombres que circulan por la literatura.

—La idea del nombre me resulta muy interesante literariamente porque fue siempre como una especie de condena. El apellido te marca y no sabés bien por qué, se puede saber cómo te marca, pero no por qué. Así como no elegís a tus padres, tampoco elegís tu nombre. Muchas veces detrás del nombre de un personaje se esconde su profundidad. En muchas ocasiones el nombre de un personaje, y por ende el personaje mismo, encarna toda una psicología, toda una época, puede encarnar toda una ideología, una historia, etcétera. En mi literatura los nombres tienen un lugar muy movedizo y muy débil, de muy escasa visibilidad.

—En tus libros hay nombres sin apellidos, pero también iniciales.

—Sí, hay un intercambio de los nombres de dos personajes, con lo cual es como que los personajes se invierten, siguen siendo ellos pero con el nombre cambiado. En El llamado de la especie hay personajes que se cambian los nombres en el medio del texto, de una forma inmotivada desde el punto de vista narrativo. Pero no es que yo tenga una tesis con respecto a los personajes de la literatura contemporánea y los nombres. Más bien me interesa ese tipo de cosas para mostrar en ese plano la naturaleza sumamente discutible, movediza y débil de toda la construcción literaria. Es un elemento que ayuda a poner en escena, a manifestar que la literatura es un artificio, que tiene que estar bien elaborado pero no deja de ser un artificio.

—En tu charla hablabas de la intimidad de la escritura, de ese ponerse al costado de lo que se dice que vendría a ser como la tarea del escritor. Este “ponerse al costado” suena a la operación que se lee en tus textos, donde hay menos una trama que una permanente digresión, por ejemplo en Los incompletos.

—Entiendo que mis libros no se construyen alrededor de categorías como la intriga, el avance argumental o la progresión en la psicología de los personajes. Para decirlo de manera quizás demasiado sintética, tal vez mis libros se organizan alrededor de situaciones, episodios, escenas, eso desde un punto de vista estructural. En el caso de Los incompletos es similar, tiene un aire de familia con los otros libros, porque tiene las mismas preocupaciones. Creo que los escritores no son tanto esclavos de sus obras como de sus preocupaciones, que son las que tienden a reiterarse o a profundizarse o estilizarse. En Los incompletos me parece que el título habla más que de una fragmentación de la trama, la historia o la estructura. Con el libro quise hablar, más bien, de otra forma de incompletud que no siempre se ve en la literatura. Uno está acostumbrado a hablar de incompletud cuando las cosas no terminan, o terminan a medias, o carecen de comienzo, como una línea secuencial que tiene huecos. A mí me interesó ver que la idea de incompletud se relaciona con que siempre tomamos los libros como si fueran algo completo. En cualquier novela, cualquier cuento, hay un contrato con el autor según el cual el lector asume que ese libro es completo, que todo lo que quiso decir el autor, ya sea secreto, explícito o no, está dentro del libro. Y que toda la organización refleja algún tipo de completud. Con Los incompletos quise poner en escena que eso era una cosa que podía estar en discusión, en el sentido de que se puede concebir una obra que sea incompleta, que los personajes estén hechos a medias y se propongan muchas empresas como artificiales, que las historias no cierren, que sean arbitrarias, pero que los mismos personajes las reconozcan como inventadas y arbitrarias.

—Un artificio dentro de otro...

—Exacto, me interesa trabajar en las novelas cómo los títulos pueden llegar a ser una clave o una metáfora del mismo texto. Así como la idea de Boca de lobo, esa metáfora espacial y urbana-territorial también podía ser relacionada con diferentes aspectos o motivos de la novela...

—¿Pensás primero en el título?

—No, pero ayuda mucho a hacer una suerte de organización heterogénea del texto, a establecer relaciones, muchas veces ambiguas, pero que la escritura va afianzándola. Porque, como decías, mi forma de escribir tiene que ver con recursos como la digresión, la reflexión, no avanzo por progresión sino más bien por acumulación, que tiene que ver con las reiteraciones, con las variaciones mínimas. Entonces, una vez adquirido un tono en el texto, son precisamente esas ideas generales, esas metáforas las que me permiten construir como una trama estructural que no tenga que ver con lo narrativo sino más bien con relaciones conceptuales.

—Sin embargo, en Los incompletos hay como una insistencia, una acumulación de pequeños hallazgos no terminan de formular conceptos, como si los conceptos también estuvieran incompletos.

—Sí, los conceptos son incompletos. Parto de la idea y la convicción de que un novelista no necesariamente tiene que tener las ideas claras y las posiciones tomadas con respecto a todo, más bien puedo tener muchas convicciones respecto de muchas cosas pero tengo también serias dudas. Nunca me gustó la literatura que se apoya en ciertas ideas definitivas sobre nada, ni sobre la realidad histórica ni sobre la realidad subjetiva de los personajes. Entonces diría que me gusta leer y escribir una literatura relacionada con la inseguridad, para decirlo con un término muy superficial, en el sentido de que un novelista debería ser un escritor que está sumamente inseguro de lo que escribe y poner en escena esa misma inseguridad. Pero esto nunca debe ser muy evidente, porque pierde convicción el texto, pierde capacidad persuasiva. Más bien, poner en escena la inseguridad es una manera de escribir con un registro elusivo, aproximativo, reflexivo, que piensa mucho y cuestiona los fundamentos o los protocolos ya sean narrativos o conceptuales sobre los que supuestamente esa misma narración se construye. Creo que la literatura, como todas las otras artes, la única manera que tiene de garantizar su sobrevivencia es poniendo en escena su propia seguridad, porque cuanto más taxativa sea, como discurso artístico, menos confianza estética va a suscitar, porque los discursos taxativos ahora pertenecen a otros dominios de lo público: la prensa o la televisión. Estamos llenos de discursos taxativos que nos dicen todo el tiempo que esto es así, blanco o negro. En cambio, el arte me parece que sigue siendo el único lugar, fuera de los espacios de la intimidad, los sentimientos, donde el discurso no es taxativo, sino que tiene que representarse como aproximativo, como inseguro, como si tanteara y estuviera constantemente dispuesto a replegrase, a avanzar, a contradecirse, pero que en ese movimiento, no en lo que dice, sino en cómo lo dice, me parece que se esconde una de sus grandes fortalezas...

—Cuando estuvo en Rosario, Alan Pauls manifestó estar muy interesado en tu literatura, en esos textos que no cierran, como una forma de reaccionar a toda esta demanda en torno a ciertos productos que pretenden cierta transparencia…

—Creo que lo que te decía está sintonizado con la idea de cómo el arte o la literatura es un lugar que tiende a enrarecer el ambiente, a provocar ruido, molestia. Ocurre también que la literatura no tiene como único interlocutor la realidad. También se escribe para la misma literatura. En muchas ocasiones los escritores escriben para los otros libros que han leído o para los otros escritores, que son sus principales interlocutores. Los lectores calificados de los escritores son los mismos escritores, porque es como que en ese mecanismo se asienta la reproducción de la literatura. Entonces, la literatura tiene una naturaleza complicada y simple a la vez, que por un lado tiende a opacar, traducir, enrarecer, confundir, interpretar, pero por otro lado tiene otra dimensión puesta en la propia reproducción.

—Declaraste en una entrevista que escribías para olvidar. Y la memoria, el olvido, está muy presente en tu obra.

—Sin duda que la memoria es un tema tanto político, filosófico y estético como pocos, que se entrelazan en diferentes sentidos y por diferentes vías. Está relacionado con lo que ocurrió en la Argentina durante la dictadura militar o, en un plano más global, con el Holocausto. También como que el arte, en algún punto, en relación a la memoria y el olvido, brindó posibilidades novedosas de hacer aparecer el tema de la memoria y el olvido.

—En el umbral de esto está la frase aquella de Adorno: “No se puede hacer poesía después de Auschwitz”.

—Claro, no negaba la posibilidad absoluta de hacer poesía, sino que se refería a un tipo de poesía particular. A mí los temas del pasado, el recuerdo, el olvido, me resultan seductores porque escucho mucha riqueza en ello. En primer lugar, hay una riqueza de términos relativos, que se necesitan para sostenerse, por eso comienzo diciendo (en Los incompletos) que prefiero decir “No olvido” en lugar de “Recuerdo”.

—En la novela misma se lee que el recuerdo es un llamado del olvido.

—Exacto, se recuerda de tantas maneras en la literatura, desde Proust: el recuerdo involuntario y el arbitrario, hasta ahora, con el recuerdo como una empresa de reconstrucción histórica y filológica, como lo propone W.G. Sebald en una novela como Austerlitz. Y la labor del recuerdo es una labor cultural de reconstrucción. Entonces, el recuerdo involuntario de Proust, que dispara todo un universo de sensaciones y de emociones hasta entonces subterráneo, que se dispara por beber un té, por comer una galletita, por aspirar un olor, y que eso te retrotrae a algo que estaba escondido... Desde eso hacia lo que uno se ve arrastrado y reconoce su propia entidad gracias a eso que se produjo casualmente, hasta el recuerdo planteado por Sebald: que es una labor del espíritu, voluntaria; estamos utilizando el recuerdo para una cantidad de cosas que requieren un arco muy amplio y contradictorio, entonces, no es que sea un militante de la no utilización de la palabra recuerdo, pero quiero decir, que en un punto recuerdo, como sustantivo del verbo, parece ser una palabra incompleta, ineficaz, porque puede querer decir tanto, que prefiero decir “No olvido cuando”, “No olvido que”. Decir “no olvido” te da como una sensación más inmediata de la acción mental que estás realizando.

—El nombre es también lo que uno trae escrito pero, a la vez, muy pocos conocemos el significado de nuestros nombres.

—Algo que llevamos como una chapa, una etiqueta, es algo con lo que uno se identifica pero de lo que podemos llegar a conocer muy poco y sobre el cual no tenemos ningún tipo de intervención posible.

Las cartas que no llegaron, de Mauricio Rosencof, plantea cómo la lectura del pasado, el recuerdo, en ciertas circunstancias, modifica el presente.

—Es una idea ambivalente de la memoria, un poco embozada, y que se muestra de manera espasmódica. Oscila entre una memoria pública y una individual, entre una arbitraria y una voluntaria, entonces más bien creo que la memoria es útil en la medida en que se constituye como escenario. Como un escenario donde se representan todas nuestras frustraciones, fracasos, sentimientos de víctimas y todo lo que somos. Pero no me interesa la memoria como una entidad positiva, que nos va a ayudar a recuperar el pasado, porque eso ya de por sí es bastante ambiguo. Porque uno muchas veces necesita recuperar una memoria para enterrarla.

—Para recordar es necesario también poder olvidar...

—Entonces la memoria para mí es como una pantalla donde escenificar determinados avatares, procedimientos o situaciones que me interesa plantear, pero para mi carece de valor testimonial. Quizá eso responda a lo que me planteabas sobre Los planetas. Quien quiera buscar una denuncia testimonial sobre lo ocurrido en la dictadura (en esa novela), o una representación inmediata, material, sobre la vida de dos muchachitos durante la represión, probablemente se va a sentir decepcionado. Me interesaba más bien utilizar esos elementos para representar la complejidad de la construcción de la memoria. Lo ocurrido durante la represión en el caso de Los planetas, con ese amigo, el narrador desaparecido de la novela, pese a que tenga un sustrato biográfico, es como que hubiera sido para ver de qué manera se puede hacer un tributo a ese pasado sin caer en la condescendencia de darle un carácter testimonial. Porque creo que cuando le damos un carácter testimonial, cuando recuperamos algo tal como pretendidamente fue, lo estamos adelgazando, creo que la realidad es mucho más compleja de lo que creemos y, de hecho, la vida cotidiana es de una complejidad y un desafío permanentes, entonces no creo que la literatura deba simplificar esa complejidad.

martes, 25 de febrero de 2020

el gótico latinoamericano



Sobre: Latin American Gothic in Literature and Culture. Routledge, 2017. 269 pp. Sandra Casanova-Vizcaíno e Inés Ordiz, editores

Este oportuno volumen es testimonio de la innegable ascendencia del gótico como objeto de investigación en los estudios latinoamericanos. Esta ascendencia es en sí misma un eco del creciente prestigio y dominio del gótico en América Latina y la más extensa arena cultural global. Consideremos un ejemplo revelador: dos de las escritoras latinoamericanas más visibles —y talentosas— de la actualidad, las argentinas Samanta Schweblin y Mariana Enríquez, saltaron a la fama mundial por la potencia de dos libros góticos, la nouvelle Distancia de rescate (traducida al inglés como Fever Dream) –preseleccionada para el premio Man Booker–, y la colección de cuentos Las cosas que perdimos en el fuego (traducido, hasta ahora, a más de veinte idiomas).

En América Latina, como aciertan a señalar los editores de este libro, la etiqueta gótico coexiste con otras: horror, terror, fantástico (más cercano al francés “fantastique” que al inglés “fantasy”). Esta pluralidad plantea en sí una pregunta interesante: alude al prestigio tradicionalmente dudoso del gótico, y de cómo se concibió la literatura –como institución en América Latina– hasta hace muy poco. Esta borradura formula una serie de tareas para los académicos:

1) explicar por qué el gótico no asumió hasta hace poco su nombre como tal y por qué lo hace ahora;

2) reconstruir un linaje del gótico en América Latina;

3) definir las preocupaciones, los temas y los rasgos formales del gótico; y

4) evaluar su especificidad, tanto a nivel regional (por ejemplo, ¿qué tiene en común el gótico en toda América Latina y qué lo diferencia de las instancias metropolitanas del gótico o el gótico global más desterritorializado?) y dentro de áreas particulares o naciones (por ejemplo, ¿en qué se diferencia el gótico argentino del, digamos, gótico mexicano o caribeño?). Estas no son tareas fáciles: el objeto de investigación está conceptualmente –y acaso de modo inherente– mal definido. ¿Es el gótico un género definido por temas específicos, temas y giros narrativos, es un modo, o es solo una constelación de tropos –como el pasado que regresa, la contaminación, la criatura intermedia, y así– que refleja múltiples prácticas discursivas, tanto ficticias como no ficticias?