En 2017 Noam Chomsky
publicó Requiem for the American Dream,
un libro del que se hizo incluso un breve film
de entrevistas, que llevaba por subtítulo: “Los 10 principios de la
concentración del poder y la riqueza”. Allí, al señalar los dilemas que planteaba
Aristóteles en su Política sobre la
democracia (si la democracia de Atenas funciona bien los pobres no tardarán en
reclamar a los ricos sus privilegios, para lo que sería aconsejable reducir la
desigualdad), nuestro intelectual de izquierdas estadounidense de cabecera
señala su teoría principal: la devoción demócrata de Estados Unidos siempre se
debatió en la misma tensión, reducir la desigualdad o reducir la democracia. A
partir de fines de los 60 y, sobre todo en los 70, al filo de la monumental derrota
de Vietnam y con una juventud que pedía una ampliación de derechos para la
ciudadanía movilizada en todo el territorio nacional, la opción de las élites
fue clara: reducir la democracia en una escalada reaccionaria que tendría su
cima en enero de 1981, cuando Ronald Reagan ingresó al fin a la Casa Blanca.
Antes,
sin embargo, la política exterior estadounidense había endurecido su estrategia
anticomunista en su patio trasero, América latina, produciendo una sucesión de
golpes militares que contaron con el apoyo de buena parte de la dirigencia
política vernácula y produjeron acaso el mayor quiebre sociopolítico, con
situaciones de violencia y terror inéditos, en países como Argentina, que ya
arrastraban dicotomías insalvables en su tradición histórica. Hay que señalar
estas consecuencias porque nada de lo que sucede al interior de los Estados
Unidos se queda allí adentro: la política exterior del imperio es siempre su
política interior, como señaló un conocedor de la geopolítica.