socio

"I don't want to belong to any club that will accept people like me as a member." Groucho Marx en Groucho and Me (1959).
Mostrando entradas con la etiqueta garcas. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta garcas. Mostrar todas las entradas

lunes, 30 de junio de 2025

los tecno-oligarcas sienten que ya no pertenecen a nuestra especie

El texto de Jeet Heer que se traduce a continuación se publicó en The Nation este lunes. La descripción de Peter Thiel —no sólo un oligarca tecnológico, sino un ideólogo de las nuevas derechas radicales, mucho más que el más conocido Elon Musk— coincide de algún modo con la de los cuatro tecno-bros encerrados un fin de semana en la cima de una montaña en el film Mountainhead (un guiño a la obra de la gran inspiradora de la distopía cpitalista actual, The Fountainhead, de Ayn Rand). Si bien la película es un derroche de diálogos y tipologías —los creadores son también los responsables de la serie Succession—, lo que básicamente nos informa es la ineptitud de esta nueva casta para crear o recuperar un sistema político. Uno de los conflictos principales del film es la inminencia de la muerte de uno de los personajes y su esperanza de convertirse en un ser transhumano cuya vida eterna transcurra en la virtualidad de la nube. Este artículo explica tangencialmente esa ineptitud de los tecno-oligarcas para "reiniciar" el sistema político que los parió. P.M.

>>>*<<<



Por Jeet Heer | The Nation

Entre los plutócratas reaccionarios, Peter Thiel —quien amasó su fortuna como cofundador de PayPal—, es un generador de tendencias. En 2016, incluso multimillonarios hostiles al progresismo  que compartían la opinión de Thiel sobre la necesidad de reducir radicalmente el gobierno para empoderar a las grandes empresas dudaban en apoyar a Donald Trump, consideraban su populismo como una amenaza para el orden establecido. El propio Thiel sabía que apostar por Trump era arriesgado, pero era una apuesta que consideraba no solo sabia, sino necesaria. Durante muchos años, como deja claro en una extensa entrevista con Ross Douthat en The New York Times publicada el jueves pasado, Thiel mostró su preocupación porque la civilización occidental haya entrado en un período de estancamiento prolongado en la década de 1970, que continuará a menos que se produzca una reestructuración radical. Este estancamiento tiene múltiples dimensiones: menor crecimiento económico, menos descubrimientos científicos que cambien el mundo y un malestar cultural general.

Thiel esperaba que Trump al menos iniciara un debate sobre por qué se estancó el progreso. Esto fue, admite, "una fantasía descabellada". Aunque sus inversiones políticas no han dado los frutos esperados para superar el estancamiento, Thiel siguió invirtiendo en políticos, algunos de los cuales han alcanzado un reconocimiento nacional gracias a su generosidad (fue un notable mecenas del vicepresidente J.D. Vance).

El análisis de Thiel sobre el estancamiento, que implica un giro político radical hacia la derecha, también ha tenido una profunda influencia en sus colegas de Silicon Valley quienes, en mayor o menor medida, ahora comparten su visión del mundo. Puede que sean más cautelosos que Thiel sobre su disposición a alinearse con figuras como Trump y Vance, pero parecen haberse dejado convencer por su análisis más amplio. Según Thiel, debatió sobre su tesis del estancamiento con Eric Schmidt (director ejecutivo de Google) en 2012, con el capitalista de riesgo Marc Andreessen en 2013 y con el fundador de Amazon.com, Jeff Bezos, en 2014. Los tres rechazaron inicialmente la idea de que el estancamiento fuera un problema, pero, según Thiel, «se han actualizado y ajustado, en distintos grados». Este cambio, afirma, está «profundamente vinculado» al alejamiento de la élite de Silicon Valley del apoyo a demócratas tradicionales como Barack Obama y a la adopción, en distintos grados, de la agenda de Trump.

La idea del estancamiento no es en sí misma absurda ni inherentemente reaccionaria. Muchos historiadores y economistas de izquierda (en particular, el difunto Eric Hobsbawm en su magistral estudio de 1994, La era de los extremos, y el historiador económico Robert Brenner en su crucial libro de 2006, La economía de la turbulencia global) han analizado una "larga recesión" que comenzó a principios de la década de 1970, cuando las principales naciones capitalistas entraron en un período de menor innovación tecnológica y menor crecimiento económico. Para revertir las victorias laborales de la posguerra (que se habían vuelto más difíciles de justificar tras la caída de las ganancias), las élites estadounidenses potenciaron el capital financiero (lo que dio lugar a una serie de burbujas) y adoptaron la desindustrialización, con muchas industrias desplazándose al Sur Global (en particular, China).

Aunque no se acepten todos los puntos planteados por Hobsbawm, Brenner o pensadores marxistas similares, su análisis al menos tiene una sólida base en la economía política y la realidad material. En contraste, Thiel tiene un análisis culturalmente extraño del estancamiento que podría ser ridícula si no fuera tan grave. El mundo occidental, afirma, entró en cinco décadas de crecimiento anémico debido a la contracultura de la década de 1960. Dice Thiel: "en mi relato de la historia de la década de 1970… los hippies sí ganaron. Aterrizamos en la Luna en julio de 1969, Woodstock comenzó tres semanas después y, en retrospectiva, fue entonces cuando el progreso se detuvo y los hippies ganaron". Thiel agrega que "todos se volvieron tan perturbados como Charles Manson".

Debido a los hippies, dice Thiel, las potencias occidentales adoptaron una ideología de paz y seguridad que frenó el crecimiento tecnológico.

Más recientemente, el movimiento ambientalista se ha consolidado, lo que ha bloqueado aún más el progreso. Thiel se refiere a la activista del cambio climático Greta Thunberg como el Anticristo. Y no parece metafórico en esta descripción, ya que deja claro que cree que el relato bíblico del anticristo debe tomarse como un relato literal de los peligros que enfrenta la humanidad. Thiel dice: "En el siglo XVII, puedo imaginar a un Dr. Strangelove, un personaje tipo Edward Teller [el físico húngaro considerado «Padre de la bomba H»], dominando el mundo. Pero en nuestro mundo es mucho más probable que sea Greta Thunberg".

Esto es demasiado incluso para una figura tan conservadora como Ross Douthat, quien, con razón, objeta: "Greta Thunberg está en un barco en el Mediterráneo, protestando contra Israel".

Cabe añadir que los hippies no ganaron en la década de 1960, sino Richard Nixon. Después de Nixon, Reagan y Thatcher ganaron y fueron las figuras dominantes de nuestra época. Su solución al problema del estancamiento es, de hecho, la misma que la de Thiel: desregulación y reducción de impuestos para los ricos. Esta es también la fórmula que ha seguido Donald Trump con su “gran y hermoso proyecto de ley” que ahora se tramita en el Senado. Reagan y Thatcher tuvieron éxito político, convirtiendo incluso a sus oponentes de centroizquierda, como Bill Clinton y Tony Blair, en defensores de un gobierno racionalizado. Pero este éxito político no ha resuelto el problema del estancamiento que, según Thiel, sigue siendo tan grave como siempre. Thiel y sus secuaces han conseguido todo lo que querían políticamente, pero eso no ha logrado resolver el problema clave de nuestro tiempo. El hecho de que siga defendiendo un programa económico fallido sugiere que el estancamiento más profundo reside en su propia mente.

Popular

Ya que la política ha fracasado, Thiel y los demás plutócratas barajan otra solución: la secesión de la sociedad y de la especie humana. Thiel ha defendido durante mucho tiempo diversas soluciones tecnológicas poshumanas que les permitirán a él y a sus compañeros plutócratas liberarse de la masa estancada de la humanidad: la criónica (para vencer a la muerte), la colonización del mar (para crear utopías libertarias costeras), la colonización de Marte y la Inteligencia Artificial.

En un momento revelador de la entrevista, Douthat le pregunta a Thiel qué opina sobre el futuro de la especie:

—Douthath: Me parece muy claro que varias personas profundamente involucradas en la inteligencia artificial la ven como un mecanismo para el transhumanismo —para la trascendencia de nuestra carne mortal—, ya sea como la creación de una especie sucesora o como una especie de fusión de mente y máquina.

¿Crees que todo eso es una fantasía irrelevante? ¿O crees que es solo publicidad exagerada? ¿Crees que la gente está recaudando dinero fingiendo que vamos a construir un dios-máquina? ¿Es pura exageración? ¿Es un delirio? ¿Es algo que te preocupa?

—Thiel: Eh, sí.

—Douthat: Creo que preferirías que la raza humana sobreviviera, ¿verdad?

—Thiel: Eh...

—Douthath: Estás dudando.

—Thiel: Bueno, no lo sé. Yo... yo...

—Douthath: ¡Qué larga vacilación!

—Thiel: Hay tantas preguntas implícitas en esto.

—Douthath: ¿Debería sobrevivir la raza humana?

—Thiel: Sí.

—Douthath: De acuerdo.

—Thiel: Pero también me gustaría que resolviéramos estos problemas radicalmente.

Thiel continúa hablando de su esperanza de que la tecnología permita a la humanidad resolver el problema de la muerte y alcanzar la larga promesa del cristianismo de vida eterna y trascendencia.

En la entrevista, Thiel también alude al clásico de ciencia ficción de Robert Heinlein, La Luna es una cruel amante (1966). En esa novela los colonos de la luna, disgustados por la corrupción de la gente de la Tierra, lanzan una revolución libertaria bajo el lema “No existe tal cosa como un almuerzo gratis” con la ayuda de la IA.

Al escuchar a Peter Thiel, es difícil evitar la conclusión de que él y sus colegas multimillonarios están hartos de la especie humana. Quieren escapar de los seres inferiores que los rodean. Recientemente, Mark Zuckerberg ha reducido drásticamente su filantropía, prefiriendo destinar su dinero a la investigación STEM ("Science, Technology, Engineering, and Mathematics": ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas) en lugar de ayudar a los pobres. Mientras tanto, Jeff Bezos prácticamente alquiló la ciudad de Venecia para celebrar una boda multimillonaria a la que asistieron sus colegas plutócratas, una orgía oligárquica.

Si los multimillonarios están tan decididos a abandonar a la humanidad, quizás lo mejor sería darles lo que quieren y patrocinar una misión a Marte para que la humanidad pueda librarse de ellos.

Nota bene: se respetaron todos los hipervínculos del texto original en The Nation.

martes, 25 de febrero de 2025

el candidato del feudalismo vampírico

Publicado a principios de diciembre de 2023 en Rea.

El lunes 30 de octubre pasado, en una extensa entrevista con el periodista Alejandro Bercovich, el gobernador reelecto de Buenos Aires, Axel Kicillof –quien fue docente de Historia de las Ideas Económicas en la Facultad de Economía de la UBA– contó que se había puesto a averiguar en internet por qué Javier Milei –quien en un momento sostuvo las ideas del neoclasicismo económico– de repente viró hacia marginales de la economía como Murray Rothbard. Su conclusión es que debía justificar de algún modo una defensa de los monopolios, ya que entonces trabajaba para el grupo Eurnekian, que manejaba el monopolio de los aeropuertos argentinos. Los monopolios, según las ideas capitalistas de la modernidad decimonónica y de entrado el siglo XX, son una aberración del sistema, un residuo feudal que atenta contra el libre mercado.

La discusión en términos económicos no sólo se me escapa, sino que me resultó menos relevante que lo que la crítica cultural había expresado en la década de 1980 sobre los monstruos de la burguesía.

En un artículo ya clásico de Franco Moretti, “The Dialectic of Fear” (“La dialéctica del miedo”. La versión original en inglés puede leerse entera acá) –incluido en su colección de ensayos Signs Taken for Wonders (1983, Verso Books) que, hasta donde pude comprobar no tiene traducción al español–, el autor señala que hay dos monstruos que resumen los miedos de la burguesía: Frankenstein (1817) y Drácula (1895).

Moretti, que escribe su ensayo cuando ya daba clases en algunas de las principales universidades de la costa Este de EEUU, es estrictamente marxista en el desarrollo del texto. Se trata de un marxismo mucho más “cultural” que económico, más “político”, para quien prefiera el término. Escribe: “La literatura de terror nace precisamente del terror de una sociedad dividida y del deseo de sanarla. (Esta literatura) Debe restaurar el equilibrio roto –dando la ilusión de poder detener la historia– porque el monstruo expresa la ansiedad de que el futuro será monstruoso. Su antagonista –el enemigo del monstruo– siempre será, por el contrario, un representante del presente, una destilación de la complaciente mediocridad del siglo XIX: nacionalista, estúpido, supersticioso, filisteo, impotente, satisfecho de sí mismo. Pero esto no se muestra. Fascinado por el horror del monstruo, el público acepta sin murmurar los vicios de su destructor, del mismo modo que acepta su representación literaria, la tipología hastiada y repetitiva que recupera su fuerza y su virginidad al contacto con lo desconocido. El monstruo, entonces, sirve para desplazar los antagonismos y horrores evidenciados dentro de la sociedad hacia fuera de la sociedad misma.” 

Claro, estamos hablando de los monstruos que aparecen “cuando lo viejo no terminó de morir y lo nuevo no termina de nacer”. 

Entre Frankenstein y Drácula transcurre casi todo el siglo XIX, cuya inauguración acaso es la Revolución Francesa. 

Moretti compara a Frankenstein, que ni siquiera posee un nombre (“pertenece”, como creación, al doctor Frankenstein), con el proletariado. Y anota: Entre Frankenstein y el monstruo existe una relación dialéctica ambivalente, la misma que, según Marx, conecta el capital con el trabajo asalariado. Por un lado, el científico no puede dejar de crear el monstruo: ‘A menudo mi naturaleza humana se rebelaba contra mi tarea, mientras que, todavía impulsado por un afán en perpetuo incremento, llevaba mi trabajo cerca de su finalización’. Pero, por el contrario, inmediatamente le tiene miedo y quiere matarlo, porque se da cuenta de que ha dado vida a una criatura más fuerte que él y de la que ya no puede liberarse. Es la misma maldición que aflige a Jekyll: ‘Para tranquilizar tu buen corazón, te diré una cosa: en el momento que elija, puedo deshacerme del señor Hyde’. Y, sin embargo, es Hyde quien se convertirá en dueño de la vida del amo. En otras palabras, el miedo que suscita el monstruo es el miedo de quien teme haber ‘creado a su propio sepulturero’”.

En cambio, al referirse a Drácula, Moretti escribe: “Que el Conde Drácula sea un aristócrata es sólo una forma de decir. Jonathan Harker –el agente inmobiliario londinense que reside en su castillo y cuyo diario abre la novela de Stoker– observa con asombro que Drácula carece precisamente de lo que hace que un hombre sea ‘noble’: sirvientes. Drácula se rebaja a conducir el carruaje, cocinar la comida, tender las camas, limpiar el castillo. El Conde ha leído a Adam Smith: sabe que los sirvientes son trabajadores improductivos que disminuyen los ingresos de quien los mantiene”.  

Se trata, lo decimos de nuevo, de un texto de 1983, escrito en Nueva York, cuando lo que hoy llamamos “crítica cultural” o teoría crítica de la cultura no había tenido razón aún de desarrollarse, en principio porque no había caído el Muro de Berlín y el bloque occidental, es decir “el Mercado”, no podía expandirse más allá del bloque soviético.

Escribe Moretti: ““El capital es trabajo muerto que, como el vampiro, sólo vive succionando trabajo vivo, y vive cuanto más trabajo succiona”. La analogía de Marx desentraña la metáfora del vampiro. Como todos sabemos, el vampiro está muerto y, sin embargo, no está muerto: es un No-Muerto, una persona “muerta” que logra vivir gracias a la sangre que chupa de los vivos. La fuerza de aquellos se convierte en su fuerza. Cuanto más fuerte se vuelve el vampiro, más débiles se vuelven los vivos: ‘el capitalista se enriquece no, como el avaro, en proporción a su trabajo personal y a su consumo restringido, sino al mismo ritmo que exprime fuerza del trabajo de otros, y obliga al trabajador a renunciar a todos los goces de la vida.’ Como el capital, Drácula se ve impelido hacia un crecimiento continuo, una expansión ilimitada de su dominio: la acumulación es inherente a su naturaleza. ‘Éste’, exclama Harker, ‘era el ser que estaba ayudando a trasladar a Londres, donde, tal vez durante los siglos venideros, podría, entre sus hacinados millones, saciar su sed de sangre y crear un nuevo y cada vez más amplio. círculo de semidemonios para atacar a los indefensos.’ ‘Y así el círculo sigue ampliándose cada vez más’, dice Van Helsing más adelante; y Seward describe a Drácula como ‘el padre o promotor de un nuevo orden de seres’.

“Todas las acciones de Drácula tienen realmente como objetivo final la creación de este ‘nuevo orden de seres’ que encuentra su suelo más fértil, lógicamente, en Inglaterra. Y finalmente, así como el capitalista es el ‘capital personificado’ y debe subordinar su existencia privada al movimiento abstracto e incesante de la acumulación, así Drácula no está impulsado por el deseo de poder sino por la maldición del poder, por una obligación de la que no puede escapar. ‘Cuando ellos (los No-Muertos) se vuelven tales’, explica Van Helsing, ‘viene con el cambio la maldición de la inmortalidad; no pueden morir, sino que deben seguir edad tras edad añadiendo nuevas víctimas y multiplicando los males del mundo’. Más adelante se comenta sobre el vampiro que ‘puede hacer todas estas cosas, pero no es libre’. Su maldición lo obliga a causar cada vez más víctimas, del mismo modo que el capitalista se ve obligado a acumular. Su naturaleza le obliga a luchar por ser ilimitado, por subyugar al conjunto de la sociedad. Por esta razón no se puede ‘coexistir’ con el vampiro. Uno debe sucumbir a él o matarlo, liberando así al mundo de su presencia y a él de su maldición.”

Y es así como llegamos al subtítulo “The Vampire as Monopolist” (“El vampiro como monopolista”).

El vampiro monopólico

“Si el vampiro –escribe Moretti– es una metáfora del capital, entonces el vampiro de Stoker, que es de 1897, trata sobre el capital de 1897. El capital que, después de permanecer ‘enterrado’ durante veinte largos años de recesión, resurge para emprender el camino irreversible de la concentración y el monopolio. Y Drácula es un verdadero monopolista: solitario y despótico, no tolera la competencia. Al igual que el capital monopolista, su ambición es subyugar los últimos vestigios de la era liberal y destruir todas las formas de independencia económica. Ya no se limita a incorporar (en sentido literal) la fuerza física y moral de sus víctimas. Tiene la intención de hacerlos suyos para siempre. De ahí el horror para la mente burguesa. Uno está atado a Drácula, como al diablo, de por vida; ya no ‘por un período determinado’, como estipulaba el clásico contrato burgués con la intención de mantener la libertad de las partes contratantes. El vampiro, como el monopolio, destruye la esperanza de que algún día se pueda recuperar la independencia. Amenaza la idea de libertad individual. Por esta razón, la burguesía del siglo XIX sólo es capaz de imaginar el monopolio bajo la apariencia del Conde Drácula, el aristócrata, la figura del pasado, la reliquia de tierras lejanas y edades oscuras.

“Porque el burgués del siglo XIX cree en el libre comercio y sabe que, para establecerse, la libre competencia tenía que destruir la tiranía del monopolio feudal. Para él, entonces, monopolio y libre competencia son conceptos irreconciliables. El monopolio es el pasado de la competencia, la Edad Media. No puede creer que ese pueda ser su futuro, que la competencia misma pueda generar monopolios en nuevas formas. Y, sin embargo, ‘el monopolio moderno es (...) la verdadera síntesis (...) la negación del monopolio feudal en la medida en que implica el sistema de competencia, y la negación de la competencia en la medida en que es monopolio’.

“Drácula es, pues, al mismo tiempo el producto final del siglo burgués y su negación. En la novela de Stoker sólo aparece este segundo aspecto –el negativo y destructivo. Hay muy buenas razones para ello. En Gran Bretaña, a finales del siglo XIX, la concentración monopólica estaba mucho menos desarrollada (por diversas razones económicas y políticas) que en otras sociedades capitalistas avanzadas. Por tanto, el monopolio podría percibirse como algo ajeno a la historia británica: como una amenaza foránea. Esta es la razón por la que Drácula no es británico, mientras que sus antagonistas (con una excepción, como veremos, y con la adición de Van Helsing, nacido en esa otra patria clásica del libre comercio, Holanda) son británicos de principio a fin. El nacionalismo –la defensa hasta la muerte de la civilización británica– tiene un papel central en Drácula. La idea de nación es central porque es colectiva: coordina las energías individuales y les permite resistir la amenaza. Porque mientras Drácula amenaza la libertad del individuo, éste es el único que carece del poder para resistirlo o derrotarlo.

“De hecho, los seguidores del individualismo económico puro, aquellos que sólo persiguen su propio beneficio, son, sin saberlo, los mejores aliados del vampiro.

“El individualismo no es el arma con la que se pueda derrotar a Drácula. Se necesitan otras cosas; en realidad, dos: dinero y religión. Estos son considerados como un todo único, que no debe separarse: es decir, el dinero al servicio de la religión y viceversa. El dinero de los enemigos de Drácula es dinero que se niega a convertirse en capital, que no quiere obedecer las leyes económicas profanas del capitalismo sino ser utilizado para hacer el bien.

“Hacia el final de la novela, Mina Harker piensa en el compromiso financiero de sus amigas: ‘¡Me hizo pensar en el maravilloso poder del dinero!. ¿Qué no puede hacer cuando se aplica correctamente? ¡Y qué podría hacer si se usara vilmente!’ Este es el punto: el dinero debe usarse de acuerdo con la justicia. El dinero no debe tener su fin en sí mismo, en su continua acumulación. Debe tener, más bien, un fin moral y antieconómico, hasta el punto de que se puedan aceptar con calma gastos y pérdidas colosales. Esta idea de que el dinero es, para el capitalista, algo inadmisible. Pero es también la gran mentira ideológica del capitalismo victoriano, un capitalismo que se avergüenza de sí mismo y que esconde fábricas y estaciones bajo engorrosas superestructuras góticas; que prolonga y ensalza los modelos de vida aristocráticos; que exalta la santidad de la familia cuando ésta comienza a desintegrarse en secreto.

“Los enemigos de Drácula son precisamente los exponentes de este capitalismo. Son la versión militante de los benefactores de Dickens. Encuentran su realización en la superstición religiosa, mientras que el vampiro queda paralizado por ella. Y, sin embargo, los crucifijos, las hostias sagradas, los ajos, las flores mágicas, etc., no son importantes por su significado religioso intrínseco sino por una razón más sutil.

“Su verdadera función consiste en poner límites infranqueables a la actividad del vampiro. Le impiden entrar en tal o cual casa, conquistar a tal o cual persona, realizar tal o cual metamorfosis. Pero poner límites al capital vampírico significa atacar su propia razón de ser: por su naturaleza debe ser capaz de expandirse sin límite, de destruir toda restricción a su acción. La superstición religiosa impone a Drácula los mismos límites que el capitalismo victoriano declara aceptar espontáneamente.

“Pero Drácula –que es capital que no se avergüenza de sí mismo, fiel a su propia naturaleza, un fin en sí mismo– no puede sobrevivir en estas condiciones.

“Y así, este símbolo de un desarrollo histórico cruel cae víctima de un puñado de sepulcros blanqueados, de un grupo de fanáticos que quieren detener el curso de la historia. Son ellos quienes son las reliquias de la edad oscura.”

Monstruos

El texto de Moretti es mucho más extenso y su lectura completa condena este breve y apurado vínculo a una reducción ocasional y oportunista con este hallazgo que hiciera el gobernador bonaerense con respecto a la decisión que hiciera el candidato libertariano de volverse un apologista del monopolio y el anarcocapitalista.

Si algo queda por agregar, en esta sencilla y breve conclusión sobre comparaciones en torno a un texto ya clásico es que esos monstruos que surgen entre la muerte de lo viejo y el demorado nacimiento de lo nuevo –según la fórmula de Antonio Gramsci* en sus Cuadernos de la cárcel– es que ese monstruo que encarna en la figura de Milei ya tiene un nombre y una representación que fue interpretada en la misma época en que Margaret Thatcher –la admirada primera ministra británica de Javie Milei que logró instalar el neoliberalismo en Gran Bretaña tras derrocar a los mineros ingleses y luego de ganar la guerra de Malvinas– y Ronald Reagan daban comienzo a una etapa del capitalismo cuya versión más extrema ya conocíamos en América latina durante las dictaduras de Pinochet y Videla, un capitalismo que lograba al fin desvincular poder y política para que sólo la instrumentalidad económica fuese capaz de gobernar la deriva democrática. La coronación de este capitalismo 4.0 se daría con la caída de la Unión Soviética y la deslocalización de un capital desenfrenado.

La representación de ese capitalismo vampírico que la novela Drácula no llega a terminar de mostrarnos es la serie The Strain (“La cepa”, 2014), creada por Guillermo del Toro y basada en la trilogía de novelas del mismo Del Toro y Chuck Hogan), que nos muestra una Nueva York colonizada por un vampiro feudal en la contemporaneidad.



Si de algo no puede jactarse Argentina es de repeler los monopolios. Desde la exportación de su cereal a la producción de sus alimentos o la comunicación y la energía, un puñado de empresas monopolizan las principales actividades económicas y la exportación en el país. 

El parlamentarismo democrático sólo ha disimulado en 40 años de democracia ese vampirismo monopólico, según lo describió Franco Moretti. El monstruo monopólico ha tenido en estas décadas el decoro de esconder sus colmillos. El nuevo síntoma social es la aceptación de ese amo, así como Milei parece haber encontrado al fin el amo ante el cual arrodillarse, un ex mandatario al que aún llama –contraria a la prédica macrista que lo postulaba como “Mauricio”–: “presidente”.

Last, but not least. Acaso hay una trampa en el apresurado planteo de este texto. La trampa consistiría en “demonizar” a Milei. En otras palabras, convertirlo en un protagonista. Lo que hace Moretti en “Dialectic of Fear” no es juzgar o señalar algo en particular en las figuras de los monstruos que analiza, sino que en ellos explora los miedos de la burguesía moderna cuando ésta termina de constituirse durante el siglo XIX.

En ese mismo sentido, Milei no es más que un síntoma, un emergente de la política de una sociedad que vive la democracia como una derrota: nadie votó con grandes expectativas las elecciones de 2015, muchos fueron defraudados por lo que votaron en 2019 y las elecciones del 19 de noviembre próximo son una nueva manifestación de esa degradación del ejercicio de la política: 40 años de democracia y 40 por ciento de una pobreza cuya escalada comenzó y se sistematizó a partir de la última dictadura. Eso que Milei viene a encarnar –más allá de su pobre pensamiento y su miserable biografía– de algún modo ya “ganó”, no importa cuáles sean los resultados del balotaje.

* La traducción frecuente de ese párrafo de los Cuadernos de la cárcel, de Antonio Gramsci reza: “El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos”. Literalmente, ese fragmento, escrito en 1930, reza: “La crisis consiste precisamente en el hecho de que lo viejo muere y lo nuevo no puede nacer: en este interregno se verifican los fenómenos morbosos más variados”. Se refería a la crisis producida por el crack de la Bolsa neoyorkina de 1929 y, sobre todo, a la feroz crisis del capitalismo en esa época, que en Italia daría lugar al surgimiento del fascismo.

Nota bene: todas las traducciones del texto original de Franco Moretti son nuestras.

jueves, 30 de noviembre de 2023

no hay mal que dure cien años

El original en inglés de este artículo puede leerse en The Nation, la histórica revista abolicionista de izquierda estadounidense. A su vez, el autor de este artículo prologó un libro, Only the Good Die Young (Sólo los buenos mueren jóvenes) publicado por la más reciente Jacobin (revista de izquierda estadounidense que promovió la candidatura de Bernie Sanders a la presidencia) que tenía preparado antes de la muerte de Henry Kissinger e incluye varios artículos sobre la influencia de las políticas del ex secretario de Estado sobre la violencia, las masacres y la desestabilización en varios países del mundo, entre ellos Argentina. Allí hay un artículo del politólogo Leandro Margenfeld sobre el legado de Kissinger en Argentina. Traducción de P.M.

>>>*<<<


Henry Kissinger, nacido en la Alemania de Weimar en 1923, ha muerto. Alcanzó los 100 años y, en los últimos años de su vida, políticos, escritores y celebridades lo agasajaron como si fuera la encarnación del siglo estadounidense. Y en cierto modo lo era.

Antes, en tiempos más críticos, lo habían acusado de muchas cosas malas. Ahora que ya no está, sus críticos tendrán la oportunidad de volver a ensayar sus acusaciones. Christopher Hitchens, quien sostuvo que el ex secretario de Estado debería ser juzgado como criminal de guerra, también está muerto. Pero hay una larga lista de testigos de cargo: reporteros, historiadores y abogados ansiosos por proporcionar antecedentes sobre cualquiera de las acciones de Kissinger en Camboya, Laos, Vietnam, Timor Oriental, Bangladesh, contra los kurdos, en Chile, Argentina, Uruguay y Chipre, entre otros lugares.



Se han publicado decenas de libros sobre este hombre a lo largo de los años, pero sigue siendo The Price of Power (El precio del poder), de Seymour Hersh (1983), el que los futuros biógrafos tendrán que superar. Hersh nos dio el retrato definitorio de Kissinger como un paranoico atildado, que oscila entre la crueldad y la adulación para avanzar en su carrera. Pequeño en sus vanidades y mezquino en sus motivos, Kissinger, en manos de Hersh, es sin embargo shakesperiano porque la mezquindad se representa en un escenario mundial, con consecuencias épicas.

Kissinger tiene muchos devotos y muchos de sus obituarios sin duda instarán al equilibrio. Las transgresiones, dirán, deben sopesarse con los logros: la distensión y los subsiguientes tratados armamentistas con la Unión Soviética, la apertura de la China comunista y su diplomacia itinerante en el Medio Oriente. Es en este momento cuando las consecuencias de muchas de las políticas de Kissinger serán redefinidas como “controversias” y relegadas a opiniones más que a hechos. Tras la presidencia de Donald Trump, con el mundo convulsionado por nuevas guerras de conquista, la habilidad política “sobria” de Kissinger es, como varios comentaristas han afirmado recientemente, más necesaria que nunca.

Esperemos comentarios de color: colegas y conocidos que recordarán que tenía un irónico sentido del humor y una afición por la intriga, la buena comida y las mujeres de mejillas altas. Recordaremos que salió con Jill St. John y Marlo Thomas, era amigo de Shirley MacLaine y era conocido cariñosamente como Super K, Henry de Arabia y el Playboy del ala oeste [de la Casa Blanca]. Kissinger era brillante y tenía mal genio. Era vulnerable, lo que lo hacía cruel, y su relación con Richard Nixon era, como dijo el periodista Evan Thomas, “profundamente rara”. Ésos eran los enemigos originales, con Kissinger halagando a Nixon en la cara y quejándose de él a sus espaldas. “La mente de albóndiga”, llamó a su jefe tan pronto como volvió a colgar el teléfono, un “borracho”. Nixonger, llamó a ese dúo Isaiah Berlin.

Nacido en Fürth, Alemania, Kissinger llegó a los Estados Unidos en 1938. Su familia huía de los nazis y los resúmenes de su vida enfatizarán su carácter extranjero. “Chico judío”, lo llamó Nixon. Suele decirse que la visión del mundo de Kissinger, descrita de modo convencional como una valoración de la estabilidad y el avance de los intereses nacionales por encima de ideales abstractos como la democracia y los derechos humanos, choca con la idea que Estados Unidos tiene de sí mismo como bueno de manera innata, como una nación excepcional. “Intelectualmente”, escribe su biógrafo Walter Isaacson, su “mente conservaría su carácter europeo”. Kissinger, señala otro escritor, tenía una visión del mundo que “un estadounidense nativo no podría tener”. Y su acento bávaro se hizo más profundo a medida que envejecía.

Pero interpretar a Kissinger como un extraterrestre que no está en sintonía con los acordes del excepcionalismo estadounidense es no captar el significado del hombre. De hecho, era el estadounidense por excelencia, con su mentalidad moldeada según su lugar y su época.

Cuando era joven, Kissinger abrazó la más estadounidense de las presunciones: crearse a sí mismo, la noción de que el destino de uno no estaba determinado por la propia condición, que el peso de la historia podía imponer límites a la libertad, pero dentro de esos límites había espacio para maniobrar. Kissinger no expresó estas ideas en la jerga vernácula estadounidense. Más bien, tendía a expresar su filosofía en la pesada prosa de la metafísica alemana. Pero las ideas eran en gran medida las mismas: “La necesidad”, escribió en 1950, “describe el pasado, pero la libertad gobierna el futuro”.

Esa línea proviene de una tesis que Kissinger presentó cuando era estudiante de último año en Harvard, un viaje de casi 400 páginas a través de los escritos de varios filósofos europeos. El significado de la historia, como la tituló Kissinger, es denso, melancólico y sobrecargado, fácil de descartar como producto de la juventud. Pero Kissinger repitió muchas de sus premisas y argumentos, en diferentes formas, hasta el final de su vida. Además, cuando llegó a Harvard, el autor tenía una amplia experiencia en el mundo real, en tiempos de guerra, pensando en las cuestiones que planteaba su tesis, incluida la relación entre la información y la sabiduría, el mundo material y la conciencia, y la forma en que el pasado presiona sobre el presente. El propio Kissinger escapó del Holocausto, pero al menos 12 miembros de su familia no lo lograron. Reclutado en 1943, pasó el último año de la guerra en Alemania, donde se esmeró en el ascenso en las filas de la inteligencia del ejército. Como administrador militar de la ciudad ocupada de Krefeld, a orillas del Rin, interrogó a oficiales de la Gestapo, convirtiendo a algunos en informantes confidenciales y ganando una Estrella de Bronce.

Pensar el poder

En otras palabras, la relación entre hecho y verdad, preocupación central de su tesis, no era una cuestión abstracta para Kissinger. Era una cuestión de vida o muerte, y la diplomacia posterior de Kissinger fue, escribe uno de los compañeros de Kissinger en Harvard, un “transplante virtual del mundo del pensamiento al mundo del poder”.

Kissinger, en los próximos obituarios, será llaLa metafísica de Kissinger comprendía partes iguales de tristeza y alegría. La tristeza se reflejaba en su creencia de que la experiencia, la vida misma, en última instancia no tenía sentido y que la historia era trágica. “La experiencia es siempre única y solitaria”, escribió en 1950. “La vida es sufrimiento, el nacimiento implica la muerte”. En cuanto a la “historia”, dijo que creía en su “elemento trágico”. "La generación de Buchenwald y de los campos de trabajo siberianos no puede hablar con el mismo optimismo que sus padres." El júbilo surgió al aceptar esa falta de sentido y esa tragedia, al comprender que las acciones de uno no estaban predeterminadas por la inevitabilidad histórica ni gobernadas por una autoridad moral superior. Había “límites” a lo que un individuo podía hacer, “necesidades”, como dijo Kissinger, impuestas por el hecho de que vivimos en un mundo lleno de otros seres. Pero los individuos poseen voluntad, instinto e intuición, cualidades que pueden utilizarse para ampliar su campo de libertad.mado “realista”. Esto sería exacto si se define el realismo como una visión pesimista de la naturaleza humana y la creencia de que se necesita poder para imponer orden en las relaciones sociales anárquicas.



Pero si se toma el realismo como una visión del mundo en la que se puede llegar a la “verdad” de los hechos observando esos hechos, entonces Kissinger claramente no era realista. Más bien, Kissinger se declaró a menudo a favor de lo que hoy la derecha denuncia como relativismo radical: Sostuvo que no existe la verdad absoluta, ninguna verdad en absoluto más que la que se puede deducir desde una perspectiva propia y solitaria. “El significado representa la emanación de un contexto metafísico –escribió–. Cada hombre, en cierto sentido, crea su imagen del mundo". La verdad, dijo Kissinger, no se encuentra en los hechos sino en las preguntas que hacemos sobre esos hechos. El significado de la historia es "inherente a la naturaleza de nuestra consulta".

Este tipo de subjetivismo estaba en el aire de la posguerra, y Kissinger en sus primeros escritos no parecía diferente de Jean-Paul Sartre, cuya influyente conferencia sobre existencialismo se publicó en inglés en 1947 (y fue citada por Kissinger en The Meaning of HistoryEl sentido de la historia–). Cuando Kissinger insiste en que los individuos tienen la “elección” de actuar con “responsabilidad” hacia los demás, suena absolutamente sartreano, haciéndose eco de la creencia del filósofo radical francés de que, dado que la moralidad no es algo que se impone desde fuera sino que viene desde dentro, cada individuo “es responsable del mundo”. Kissinger, sin embargo, tomó un camino muy diferente al de Sartre y otros intelectuales disidentes, y esto es lo que hizo que su existencialismo fuera excepcional: no lo utilizó para protestar contra la guerra sino para justificar su ejecución.

Creación

Kissinger no fue el único entre los intelectuales políticos de posguerra que invocó la “tragedia” de la existencia humana y la creencia de que lo mejor que uno puede esperar es establecer un mundo de orden y reglas. George Kennan, un conservador, y Arthur Schlesinger, un liberal, pensaban que los “aspectos oscuros y enredados” de la naturaleza humana (en palabras de Schlesinger) justificaban un ejército fuerte. El mundo necesitaba vigilancia. Pero ambos hombres (y muchos otros que compartían su sensibilidad trágica, como Reinhold Niebuhr y Hans Morgenthau) acabaron por volverse críticos, algunos extremadamente críticos, del poder estadounidense. En 1957, Kennan defendía la “retirada” de la Guerra Fría y, en 1982, describía a la administración Reagan como “ignorante, poco inteligente, complaciente y arrogante”. La guerra de Vietnam provocó que Schlesinger abogara por un poder legislativo más fuerte para controlar lo que en 1973 llamaría la “presidencia imperial”. No fue el caso de Kissinger.

En cada uno de los puntos de inflexión de la posguerra en Estados Unidos, momentos de crisis en los que hombres de buena voluntad comenzaron a expresar dudas sobre el poder estadounidense, Kissinger tomó la dirección opuesta. Hizo las paces con Nixon, a quien tildó al principio de desquiciado; luego con Ronald Reagan, a quien inicialmente consideró hueco; y luego con los neoconservadores de George W. Bush, a pesar de que todos llegaron al poder atacando a Kissinger; y finalmente con Donald Trump, a quien Kissinger imaginó fantasiosamente como la realización de su creencia de que la grandeza de los grandes estadistas reside en su espontaneidad, su agilidad, su capacidad para prosperar en el caos sobre –como escribió Kissinger en la década de 1950– “la creación perpetua, en una constante redefinición de objetivos”.

“Hay dos tipos de realistas”, escribió Kissinger a principios de la década de 1960, “los que manipulan los hechos y los que los crean. Occidente no necesita nada más que hombres capaces de crear su propia realidad”. Trump, el presidente del reality show, ciertamente crea su propia realidad. Un “fenómeno”, llamó Kissinger a Trump, diciendo que “algo extraordinario y nuevo” podría surgir de su presidencia.

De Rockefeller a Nixon, de Nixon a Reagan, de Reagan a George W. Bush, de George W. Bush a Trump: fortalecido por su inusual mezcla de tristeza y alegría, Kissinger nunca vaciló. La tristeza lo llevó, como conservador, a privilegiar el orden sobre la justicia. El júbilo lo llevó a pensar que podría, con la fuerza de su voluntad y su intelecto, anticiparse a lo trágico y reclamar, aunque sólo fuera por un fugaz momento, la libertad. “Aquellos estadistas que alcanzaron la grandeza final no lo hicieron mediante la resignación, por bien fundada que fuera”, escribió Kissinger en su tesis doctoral de 1954; “Se les concedió no sólo mantener la perfección del orden, sino también tener la fuerza para contemplar el caos y encontrar allí material para una nueva creación”.

 El existencialismo de Kissinger sentó las bases sobre las que defendería sus políticas posteriores, políticas que trajeron muerte, destrucción y miseria a millones de personas. Si la historia ya es tragedia y la vida es sufrimiento, entonces la absolución llega con un cansado encogimiento de hombros del mundo. No hay mucho que un individuo pueda hacer para empeorar las cosas de lo que ya están.

Antes de ser un instrumento de autojustificación, el relativismo de Kissinger fue una herramienta de autocreación y, por tanto, de autoprogreso. Kissinger tenía la habilidad de ser todo para todas las personas, particularmente para las personas en una posición superior: "No te diré lo que soy", dijo en su famosa entrevista con Oriana Fallaci, "nunca se lo diré a nadie". El mito sobre sí mismo es que no le gustaba el desorden de la política moderna de los grupos de interés, que sus talentos se habrían realizado mejor si no hubieran estado obstaculizados por la supervisión de la democracia de masas. Aunque en realidad, fue sólo gracias a la democracia de masas, con sus casi infinitas oportunidades de reinvención, que Kissinger pudo escalar las alturas.

Producto de la nueva meritocracia de posguerra, Kissinger aprendió rápidamente a manipular a los periodistas y a cultivar a las élites, para quienes se hizo indispensable, y a aprovechar la opinión pública en su beneficio. En un período de tiempo notablemente corto, y a una edad sorprendentemente joven (tenía 45 años en 1968 cuando Nixon le pidió que fuera su asesor ["adviser", en el original, corresponde a un cargo de secretario de Estado en nuestra administración política] de seguridad nacional), había arrebatado el aparato de seguridad nacional a los "hombres del oriente" del establishment. Los blancos anglo-sajones protestantes (WASP) gentiles, con sus egos dirigidos hacia adentro, como el primer secretario de Estado de Nixon, William Rogers, a quien Kissinger finalmente expulsó, no tenían idea de a qué se enfrentaban.



Aún así, al considerar el mundo que Kissinger deja atrás, es importante centrarse no en su descomunal personalidad sino en el enorme papel que desempeñó en la historia de la posguerra. Desde el final de la Segunda Guerra Mundial y el comienzo de la Guerra Fría, ha habido muchas versiones del Estado de seguridad nacional. Pero a finales de los años 60 y principios de los 70 se produjo un momento transformador en la evolución de ese Estado, cuando las políticas de Kissinger, especialmente su guerra de cuatro años lanzada en secreto en Camboya, aceleraron su desintegración, socavando los fundamentos tradicionales –planificación de una élite, consenso bipartidista y apoyo público– en las que se apoyaba. Kissinger, junto con Nixon, acogió con agrado esta desintegración: “Tenemos que romperle la espalda a esta generación de líderes demócratas”, le dijo Kissinger a Nixon, mientras los dos hombres conspiraban para utilizar la política exterior para obtener ventajas internas. Nixon respondió: "Tenemos que destruir la confianza del pueblo en el establishment estadounidense".

“Éso es”, respondió Kissinger.

Sin embargo, incluso cuando la desintegración del antiguo Estado de seguridad nacional avanzaba rápidamente, Kissinger ayudó a su reconstrucción en una nueva forma: una restaurada presidencia imperial basada en demostraciones de violencia cada vez más espectaculares, un secretismo más intenso y un uso cada vez mayor de la guerra y el militarismo para aprovechar el disenso doméstico y la polarización para obtener ventajas políticas.

Consecuencias

Las guerras de Estados Unidos en el sudeste asiático destruyeron la habilidad para que sean ignoradas las consecuencias de las acciones de Washington en el mundo. Se estaba descorriendo el telón y, al parecer, en todas partes la relación de causa y efecto estaba apareciendo a la vista: en los informes de Hersh y otros periodistas de investigación sobre los crímenes de guerra estadounidenses, en la erudición de una nueva generación de historiadores que cuestionan, en el trabajo de realizadores de documentales como En el año del cerdo, de Emile de Antonio, y Corazones y mentes, de Peter Davis; entre antiguos creyentes apóstatas y verdaderos, como Daniel Ellsberg; en la disidencia de intelectuales como Noam Chomsky. Peor aún, la sensación de que Estados Unidos era una fuente tanto de bien como de mal en el mundo comenzó a filtrarse en la cultura popular, en las novelas, las películas e incluso en los cómics, tomando la forma de un escepticismo y un antimilitarismo generalizados.

Kissinger ayudó a la presidencia imperial a adaptarse a este nuevo cinismo. Fue un maestro en promover la propuesta de que las políticas de Estados Unidos y la violencia y el desorden que existen fuera de sus fronteras no tienen ninguna relación, especialmente cuando se trataba de dar cuenta de las consecuencias de sus propias acciones. ¿Camboya? “Era Hanoi”, escribe Kissinger, señalando a los norvietnamitas para justificar su campaña de bombardeos de cuatro años contra esa nación neutral. ¿Chile? Ese país, dice en defensa de su golpe de Estado contra Salvador Allende, “fue 'desestabilizado' no por nuestras acciones sino por el Presidente constitucional de Chile”. ¿Los kurdos? “Una tragedia”, dice el hombre que se los entregó a Saddam Hussein, con la esperanza de alejar a Irak de los soviéticos. ¿Timor Oriental? "Creo que ya hemos oído suficiente sobre Timor".

Existencialismo imperial

También resultó útil para el blindaje de la presidencia imperial, lo que podríamos llamar el existencialismo imperial de Kissinger, que ayudó a restaurar un mecanismo de negación, una forma de neutralizar el torrente de información que lograba estar disponible al público sobre las acciones de Estados Unidos en el mundo y sus resultados, a menudo catastróficos de esas acciones. Los periodistas y académicos podrían desenterrar hechos difíciles de discutir que demostraran que el derrocamiento de cualquier gobierno democrático o la financiación de regímenes represivos generaban reacciones adversas. Pero Kissinger nunca vaciló en su insistencia en que el pasado no debería limitar el abanico de opciones de Estados Unidos en el futuro. Las grandes potencias, al igual que los grandes hombres, son absolutamente libres: libres no sólo de supervisión moral sino de lógica causal que podría vincular acciones pasadas con problemas actuales.

Los obituarios mencionarán cómo la hostilidad conservadora hacia las políticas de Kissinger (distensión con Rusia, apertura a China) ayudó a impulsar la primera candidatura real de Reagan a la presidencia en 1976. Y trazarán una distinción entre su tipo de política de poder supuestamente testaruda y el "idealismo" neoconservador que nos llevó a los fiascos de Afganistán e Irak.

 Pero probablemente extrañarán la forma en que Kissinger sirvió no sólo como contraste sino también como facilitador de la Nueva Derecha. A lo largo de su carrera, planteó una serie de premisas que serían adoptadas y ampliadas por los intelectuales y formuladores de políticas neoconservadoras: que las corazonadas, las conjeturas, la voluntad y la intuición son tan importantes como los hechos y la inteligencia concreta para guiar la política; que demasiado conocimiento puede debilitar la resolución; que hay que arrebatar la política exterior de las manos de expertos y burócratas y entregarla a hombres de acción; y que el principio de autodefensa (definido en sentido amplio para abarcar casi cualquier cosa) anula el ideal de soberanía. Al hacerlo, Kissinger desempeñó su papel en mantener la gran rueda del militarismo estadounidense girando siempre hacia adelante.

Ningún ex asesor de seguridad nacional o secretario de Estado ha ejercido tanta influencia después de dejar el cargo como Kissinger, y no sólo a través de su constante defensa de la guerra (incluso en Panamá y el Golfo Pérsico). Reagan nombró a Kissinger para su comité presidencial sobre Centroamérica, lo que justificó la línea dura de Reagan en la región; George H.W. Bush nombró a muchos de sus protegidos, entre ellos Lawrence Eagleburger y Brent Scowcroft, para altos cargos de política exterior; y Bill Clinton recurrió a la ayuda de Kissinger para impulsar el Tratado de Libre Comercio con América –el NAFTA– en el Congreso.

Kissinger Associates, una firma consultora privada, se benefició de las consecuencias de las políticas públicas de Kissinger. En 1975, por ejemplo, Kissinger, como secretario de Estado, ayudó a Union Carbide a establecer su planta química en Bhopal, India, trabajando con el gobierno indio y ayudando a conseguir un préstamo del Export-Import Bank de Estados Unidos para cubrir una importante parte de la construcción de la planta. Luego, después del desastre de la fuga de productos químicos en la planta en 1989, Kissinger Associates representó a Union Carbide y ayudó a negociar, en 1989, un acuerdo extrajudicial de 470 millones de dólares para las víctimas del derrame. El pago fue insignificante en relación con la magnitud del desastre, que causó casi 4.000 muertes inmediatas y expuso a otro medio millón de personas a gases tóxicos. En América Latina y Europa del Este, Kissinger Associates ayudó a negociar lo que uno de sus empleados llamó la “venta masiva” de industrias y servicios públicos, una liquidación que, en muchos países, fue iniciada por dictadores y regímenes militares apoyados por Kissinger.

Kissinger, por supuesto, no es el único responsable de la evolución del Estado de seguridad nacional estadounidense hasta convertirse en la máquina de demolición perpetua en que se ha convertido. Esa historia, que comienza con la Ley de Seguridad Nacional de 1947 y continúa hasta la Guerra Fría y ahora la Guerra contra el Terrorismo, comprende muchos episodios diferentes y está poblada por muchos individuos diferentes. Pero la carrera de Kissinger discurre a lo largo de las décadas como una línea roja brillante, arroja su luz espectral sobre el camino que nos ha llevado a donde nos encontramos ahora, desde las selvas de Vietnam y Camboya hasta las arenas del Golfo Pérsico, hasta el punto muerto en Ucrania y la bancarrota moral en Gaza.

Como mínimo, podemos aprender de Kissinger, que apoyó sin vacilar la Primera Guerra del Golfo y la Segunda Guerra del Golfo, y todas las guerras posteriores, que los dos conceptos que definen la política exterior de Estados Unidos (realismo e idealismo) no son necesariamente valores opuestos; más bien, se refuerzan mutuamente. El idealismo nos mete en el atolladero del momento, el realismo nos mantiene allí mientras promete sacarnos, y luego el idealismo regresa de nuevo para justificar el realismo y superarlo en la siguiente ronda. Y así va.




miércoles, 22 de marzo de 2023

20 años de la guerra de irak

Chris Hedges | publicado en ScheerPost: “The Lords of Chaos”

Esta traducción respeta todos los hipervínculos del original. En especial recomiendo entrar a éste, donde se detalla un conteo de víctimas en 2016 que releva 30 veces más muertos que estimaciones oficiales.

Ilustración de Mr. Fish en ScheerPost.

Hace dos décadas, saboteé mi carrera en The New York Times. Fue una decisión consciente. Pasé siete años en Medio Oriente, cuatro de ellos como Jefe de la Oficina de Medio Oriente. Yo era hablaba árabe. Creía, como casi todos los arabistas, incluidos la mayoría de los del Departamento de Estado y la CIA, que una guerra “preventiva” contra Irak sería el error estratégico más costoso en la historia de Estados Unidos. También constituiría lo que el Tribunal Militar Internacional de Nuremberg llamó el “crimen internacional supremo”. Mientras que los arabistas en los círculos oficiales estaban amordazados, yo no. Fui invitado por ellos a hablar en el Departamento de Estado, la Academia Militar de los Estados Unidos en West Point y ante los oficiales superiores del Cuerpo de Marines que tenían en su agenda ser enviados a Kuwait para prepararse para la invasión.

La mía no era una opinión popular ni una que un reportero, más que un columnista de opinión, pudiera expresar públicamente de acuerdo con las reglas establecidas por el periódico. Pero tuve experiencia que me dio credibilidad y una plataforma. Había informado extensamente desde Irak. Había cubierto numerosos conflictos armados, incluida la primera Guerra del Golfo y el levantamiento chiíta en el sur de Irak, donde fui hecho prisionero por la Guardia Republicana Iraquí. Desmantelé fácilmente la locura y las mentiras utilizadas para promover la guerra, especialmente porque había informado sobre la destrucción de los arsenales e instalaciones de armas químicas de Irak por parte de los equipos de inspección de la Comisión Especial de las Naciones Unidas (UNSCOM). Tenía un conocimiento detallado de cuán degradado se había vuelto el ejército iraquí bajo las sanciones de Estados Unidos. Además, incluso si Irak poseyera “armas de destrucción masiva”, eso no habría sido una justificación legal para la guerra.

Las amenazas de muerte hacia mí estallaron cuando mi postura se hizo pública en numerosas entrevistas y charlas que di por todo el país. Fueron enviadas por correo por escritores anónimos o expresadas por personas airadas que llenaban diariamente la casilla de mensajes en mi teléfono con diatribas llenas de ira. Los programas de entrevistas de derecha, incluido Fox News, me ridiculizaron, especialmente después de que me interrumpieran y me abuchearan en el escenario de una graduación en Rockford College por denunciar la guerra. El Wall Street Journal escribió un editorial atacándome. Hubo llamados sobre amenazas de bomba en los lugares donde había programado una charla. Me convertí en el paria de la redacción. Los reporteros y editores que había conocido durante años bajaban la cabeza cuando pasaba, temerosos de cualquier contagio que asesinara su carrera. El New York Times me reprendió por escrito para que dejara de hablar públicamente contra la guerra. Lo rechacé. Mi cargo había terminado.

Lo que resulta perturbador no es el costo que pagué personalmente. Yo era consciente de las posibles consecuencias. Lo inquietante es que los arquitectos de estas debacles nunca han tenido que rendir cuentas y siguen instalados en el poder. Continúan promoviendo la guerra permanente, incluida la guerra de poder, de representación, en curso en Ucrania contra Rusia, así como una futura guerra contra China.

Los políticos que nos mintieron (George W. Bush, Dick Cheney, Condoleezza Rice, Hillary Clinton y Joe Biden, por nombrar solo algunos) extinguieron millones de vidas, incluidas miles de estadounidenses, y abandonaron Irak junto con Afganistán, Siria y Somalia, Libia y Yemen en un caos. Exageraron o fabricaron conclusiones a partir de informes de inteligencia para engañar al público. La gran mentira está tomada de un manual de regímenes totalitarios.

Los animadores de los medios a favor de la guerra: Thomas Friedman, David Remnick, Richard Cohen, George Packer, William Kristol, Peter Beinart, Bill Keller, Robert Kaplan, Anne Applebaum, Nicholas Kristof, Jonathan Chait, Fareed Zakaria, David Frum, Jeffrey Goldberg, David Brooks y Michael Ignatieff— fueron utilizados para amplificar las mentiras y desacreditar a un puñado de nosotros, incluidos Michael Moore, Robert Scheer y Phil Donahue, que nos opusimos a la guerra. Estos cortesanos a menudo estaban motivados más por el arribismo que por el idealismo. No perdieron sus megáfonos ni sus lucrativos honorarios por conferencias y contratos de libros una vez que se expusieron las mentiras, como si sus diatribas enloquecidas no importaran. Sirvieron a los centros de poder y fueron recompensados por ello.

Muchos de estos mismos expertos están impulsando una mayor escalada de la guerra en Ucrania, aunque la mayoría sabe tan poco sobre Ucrania o la expansión provocativa e innecesaria de la OTAN hasta las fronteras de Rusia como sobre Irak.

“Me dije a mí mismo y a otros que Ucrania es la historia más importante de nuestro tiempo, que todo lo que debería importarnos está en juego allí”, escribe George Packer en la revista The Atlantic. “Lo creí entonces, y lo creo ahora, pero toda esta charla le dio un brillo agradable al deseo simple e injustificable de estar allí y ver”.

Packer ve la guerra como una purga, una fuerza que empujará a un país, incluido EEUU, a los valores morales centrales que supuestamente encontró entre los voluntarios estadounidenses en Ucrania.

“No sabía qué pensaban estos hombres sobre la política estadounidense, y no quería saberlo”, escribe sobre dos voluntarios estadounidenses. “En casa podríamos haber discutido; podríamos habernos detestado unos a otros. Aquí, nos unió una creencia común en lo que los ucranianos estaban tratando de hacer y la admiración por cómo lo estaban haciendo. Aquí, todas las luchas internas complejas y las decepciones crónicas y el puro letargo de cualquier sociedad democrática, pero especialmente la nuestra, se disolvieron, y las cosas esenciales: ser libres y vivir con dignidad, se hicieron evidentes. Casi como si EEUU tuviera que ser atacado o sufrir alguna otra catástrofe para que los estadounidenses recordaran lo que los ucranianos sabían desde el principio”.

La guerra de Irak costó al menos $3 billones y los 20 años de guerra en el Medio Oriente costaron un total de $8 billones. La ocupación creó escuadrones de la muerte chiítas y sunitas, alimentó una terrible violencia sectaria, bandas de secuestradores, matanzas masivas y torturas. Dio lugar a células de al-Qaeda y engendró a ISIS, que en un momento controló un tercio de Irak y Siria. ISIS llevó a cabo violaciones, esclavizaciones y ejecuciones masivas de minorías étnicas y religiosas iraquíes como los yazidíes. Persiguió a los católicos caldeos ya otros cristianos. Este caos estuvo acompañado de una orgía de asesinatos por parte de las fuerzas de ocupación de EEUU, como la violación en grupo y el asesinato de Abeer al-Janabi, una niña de 14 años y su familia por parte de miembros de la 101ª División Aerotransportada del Ejército de estadounidense. Estados Unidos participó de manera rutinaria en la tortura y ejecución de civiles detenidos, incluso en Abu Ghraib y Camp Bucca.

No existe un recuento preciso de las vidas perdidas, las estimaciones solo en Irak oscilan entre cientos de miles y más de un millón. Unos 7.000 miembros del servicio estadounidense murieron en nuestras guerras posteriores al 11 de septiembre, y más de 30.000 se suicidaron más tarde, según el proyecto Costs of War de la Universidad de Brown.

Sí, Saddam Hussein fue brutal y asesino, pero en términos de recuento de cadáveres, superamos con creces sus asesinatos, incluidas sus campañas genocidas contra los kurdos. Destruimos Irak como un país unificado, devastamos su infraestructura moderna, acabamos con su próspera y educada clase media, creamos milicias rebeldes e instalamos una cleptocracia que usa los ingresos del petróleo del país para enriquecerse. Los iraquíes comunes están empobrecidos. Cientos de iraquíes que protestaban en las calles contra la cleptocracia han sido asesinados a tiros por la policía. Hay frecuentes cortes de energía. La mayoría chiíta, estrechamente aliada con Irán, domina el país.

La ocupación de Irak, que comenzó hoy hace 20 años, puso al mundo musulmán y al Sur Global en nuestra contra. Las imágenes perdurables que dejamos luego de dos décadas de guerra incluyen al presidente Bush de pie bajo una pancarta que dice “Misión cumplida“ a bordo del portaaviones USS Abraham Lincoln apenas un mes después de que invadiera Irak, los cuerpos de los iraquíes en Faluya que fueron quemados con fósforo blanco y las fotos de los soldados estadounidenses aplicando torturas.

Estados Unidos está intentando desesperadamente utilizar a Ucrania para reparar su imagen. Pero la flagrante hipocresía de pedir “un orden internacional basado en reglas” para justificar los 113.000 millones de dólares en armas y otra ayuda que Estados Unidos se ha comprometido a enviar a Ucrania no funcionará. Ignora lo que hicimos. Podemos olvidar, pero las víctimas no. El único camino redentor es acusar a Bush, Cheney y los otros arquitectos de las guerras en el Medio Oriente, incluido Joe Biden, como criminales de guerra en la Corte Penal Internacional. Llevar al presidente ruso, Vladimir Putin, a La Haya, pero solo si Bush está en la celda de al lado.

Muchos de los apologistas de la guerra en Irak buscan justificar su apoyo argumentando que se cometieron “errores”, que si, por ejemplo, el servicio civil y el ejército iraquíes no se hubieran disuelto después de la invasión de Estados Unidos, la ocupación habría funcionado. Insisten en que nuestras intenciones eran honorables. Ignoran la arrogancia y las mentiras que llevaron a la guerra, la creencia equivocada de que Estados Unidos podría ser la única potencia importante en un mundo unipolar. Ignoran los enormes gastos militares que se despilfarran anualmente para lograr esta fantasía. Ignoran que la guerra de Irak fue sólo un episodio de esta búsqueda demente.

Un ajuste de cuentas nacional con los fiascos militares en el Medio Oriente expondría el autoengaño de la clase dominante. Pero este ajuste de cuentas no se está llevando a cabo. Estamos tratando de desear que desaparezcan las pesadillas que perpetuamos en el Medio Oriente, enterrándolas en una amnesia colectiva. “La Tercera Guerra Mundial comienza con el olvido”, advierte Stephen Wertheim.

La celebración de nuestra “virtud” nacional mediante el envío de armas a Ucrania, el mantenimiento de al menos 750 bases militares en más de 70 países y la expansión de nuestra presencia naval en el Mar de China Meridional, pretende alimentar este sueño de dominio global.

Lo que los mandamases en Washington no logran comprender es que la mayor parte del mundo no cree en la mentira de la benevolencia estadounidense ni apoya sus justificaciones para sus intervenciones. China y Rusia, en lugar de aceptar pasivamente la hegemonía estadounidense, están fortaleciendo sus ejércitos y alianzas estratégicas. China, la semana pasada, negoció un acuerdo entre Irán y Arabia Saudita para restablecer las relaciones después de siete años de hostilidad, algo que alguna vez se esperaba de los diplomáticos estadounidenses. La creciente influencia de China crea una profecía autocumplida para aquellos que llaman a la guerra con Rusia y China, una que tendrá consecuencias mucho más catastróficas que las de Medio Oriente.

Existe un cansancio nacional con la guerra permanente, especialmente con la inflación que devasta los ingresos familiares y el 57 por ciento de los estadounidenses que no pueden pagar un gasto de emergencia de $1,000. El Partido Demócrata y el ala del establishment del Partido Republicano, que vendieron mentiras sobre Irak, son partidos de guerra. El llamado de Donald Trump para poner fin a la guerra en Ucrania, al igual que su crítica de la guerra en Irak como la “peor decisión” en la historia de Estados Unidos, son posturas políticas atractivas para los estadounidenses que luchan por mantenerse a flote. Los trabajadores pobres, incluso aquellos cuyas opciones de educación y empleo son limitadas, ya no están tan inclinados a llenar las filas. Tienen preocupaciones mucho más apremiantes que un mundo unipolar o una guerra con Rusia o China. El aislacionismo de la extrema derecha es un arma política potente.

Los proxenetas de la guerra, saltando de fiasco en fiasco, se aferran a la quimera de la supremacía global estadounidense. La danza macabra no se detendrá hasta que los responsabilicemos públicamente por sus crímenes, pidamos perdón a aquellos a quienes hemos agraviado y renunciemos a nuestra sed de poder global indiscutible. El día del juicio final, vital si queremos proteger lo que queda de nuestra anémica democracia y frenar los apetitos de la máquina de guerra, solo llegará cuando construyamos organizaciones masivas contra la guerra que exijan el fin de la locura imperial que amenaza con extinguir la vida sobre el planeta.